No recuerdo con exactitud desde cuándo empecé a leer o a vivir a través de algunos textos. Si bien no soy el más ferviente lector o un chupaletras de los libros, siempre he tenido uno cerca. La otra vez recordaba cuando en el año 2000 se inauguró la tienda Metro de la avenida Alcázar en el Rímac. Era un acontecimiento importante, pues por años el lugar lo ocupaba un edificio abandonado tras el incendio que arrasó con su estructura cuando este era Monterrey (así de viejo).
Para entonces, yo tenía 10 años y estaba en quinto de primaría y vivía en el antiguo barrio de Malambo, hoy conocido como la avenida Pizarro. La apertura de Metro atrajo la curiosidad de los rimenses que se aprestaban a recibir el siglo XXI con su nuevo supermercado. Pero sobre todo atrajo la mía, pues la primera vez que lo vi pude identificar una sección de venta de libros (hoy inexistente en lo que es Plaza Vea). Pero allí, en un rincón, algún gerente generoso había seguramente, decidido colocar unos libreros.
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Fue allí donde ojeando los estantes pude ver un libro de “terror”, “Tiemblamiedo” se llamaba. Y estaba suelto, liberado de su prisión de plástico por alguna otra alma generosa. Era a colores y con ilustraciones que acompañaban cada relato, quedé prendado de inmediato y estuve casi 40 minutos leyendo descaradamente el libro abierto. Pero tenía que volver a casa y no tenía ni la tercera parte del dinero para comprar el libro ¿Qué hacer?
"¡Tengo que volver!" Esa era la respuesta, y aquel invierno del 2000 decidí regresar al día siguiente a terminar ese libro y no contento con eso y en la cima de la desfachatez y conchudez que se nos permite a los niños, iba todas las tardes al supermercado solamente a leer “Tiemblamiedo” y en algunos casos, debo admitirlo, a forzar las ediciones selladas con plástico: “si otro lo hizo, ¿por qué yo no?”, me decía. Eso sí que jamás me llevé un libro.
Esa temporada el Metro de Alcázar fue mi biblioteca, después de Tiemblamiedo, seguí con los Atlas Ilustrados y uno que otro libro que tenía figuras acompañadas de texto. Así, todas las tardes caminaba 30 minutos para ir a leer 40 o 50. Fueron días felices, cuando apenas comenzaban a aparecer las cabinas de internet y cuando no existían los Smartphones ni nada que se le parezca.
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Ahora que ya puedo comprar mis propios libros recuerdo con mucha nostalgia esa época en el 2000. Seguramente era observado por algún trabajador de la tienda, pero nadie me dijo nada, ni cuando disimulada o descaradamente quitaba el plástico de los libros. Eso me hace pensar en la sana inocencia, aquella que perdemos precisamente abriéndonos a la lectura.
Nunca es tarde.