¡Hola, lectores! Hace algunos años nos dejó uno de los más importantes representantes de la cultura en nuestro país: el genial Marco Aurelio Denegri. Destacado en múltiples disciplinas, fue considerado por muchos como el peruano más inteligente de los últimos tiempos.
Por eso, hoy comparto contigo esta profunda reflexión de MAD sobre la tristeza y el llanto en los hombres. ¡No te la pierdas!
LA TRISTEZA
MAD comienza diciéndonos que la tristeza es la aflicción del ánimo. Esto significa que estar triste es estar afligido, apesadumbrado o acongojado. Enfatiza que tanto la pesadumbre como la aflicción son consustanciales a la tristeza. La primera, si la pensamos en términos forenses, también se refiere a la pena corporal (las penas aflictivas incluyen la muerte, los trabajos forzados, la detención, la reclusión y el destierro).
Pero volviendo al punto, Denegri sostiene que cuando decimos “tristeza”, aludimos al mismo tiempo a muchas otras emociones que se le emparentan en mayor o menor medida. Por ejemplo:
• Abatimiento
• Aflicción
• Angustia
• Congoja
• Consternación
• Cuita
• Desazón
• Desconsuelo
• Desdicha
• Desesperación
• Desgracia
• Desolación
En total, veintisiete términos afines a la tristeza. Son muchos, y por eso este tema resulta tan complejo. Existen diferentes manifestaciones de la tristeza y toda una gama de la tristura, para decirlo con un vocablo que solía usar el poeta José María Eguren. Otro poeta, César Vallejo, decía tristumbre. Hay, pues, diversas formas de tristeza, de tristura o de tristumbre.
Desde la tristeza de la desesperación, que es desgarradora y lacerante, hasta la tristeza melancólica de la nostalgia. La nostalgia es la tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida. La nostalgia es añoranza. Añorar es recordar con pena la ausencia, privación o pérdida de una persona o cosa muy querida.
Más aflictiva que la nostalgia es, sin duda, la melancolía, que es la tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales. Quien la padece no encuentra gusto ni distracción en nada. (DRAE, II, s.v. “Melancolía”). Luego, encontramos la tristeza de la saudade, la tristeza de la morriña, la tristeza romántica, esta última especialmente interesante. Don José Ortega y Gasset señalaba con razón que el hombre romántico es aquel a quien el corazón se le ha subido a la cabeza.
El romanticismo es el triunfo del sentimiento, y su característica esencial es el apasionamiento. En la literatura romántica hay dos elementos que, en la literatura anterior a 1800, eran escasos o inexistentes: color y temperatura. En el romanticismo, las pasiones, las exaltaciones y los sufrimientos tienen libre curso. La vida romántica suele estar marcada por el dolor y la fatalidad. Se percibe, en el romanticismo, una voluptuosidad de la tristeza.
Y esto lo ejemplifica perfectamente una anécdota de Chateaubriand, el célebre escritor francés que, entre otras obras, compuso unas Memorias de ultratumba, un diario apasionado de su vida. Refiere Ortega y Gasset que Chateaubriand, durante su embajada en Roma, organizó una fiesta suntuosa. Una dama inglesa, a quien él no conocía, se le acercó para saludarlo y, misteriosamente, le dijo:
—¡Ah, señor embajador, cómo se nota que usted es muy desgraciado! ¡Cuánta infelicidad se revela en su rostro, cuánta desventura!
Al oír esas palabras, Chateaubriand se sintió halagadísimo en lo más profundo de su ser, en su penetral, en su más recóndita dentrura.
Aquel comentario de la inglesa anónima fue de los más deleitosos que había recibido en su vida y, al recordarlo mientras escribía sus Memorias, le sirvió de pretexto para entregarnos algunas de sus más magníficas expresiones de melancolía. Existía, pues, un gusto y un regusto, una voluptuosidad de la tristeza. La tristeza no era evitada, sino bien acogida.
Presumo que, en aquel entonces, los hombres lloraban tanto como las mujeres. Al fin y al cabo, el llanto suele acompañar a la tristeza. Hoy, según un estudio de la psicóloga Alegría Majluf, las mujeres lloran con más frecuencia que los hombres (Cf. Alegría Majluf, “Llanto del adulto”. Revista de Psicología, PUCP, 1998, 16:2, [197]-218.).
El estudio abarcó 30 países, incluido el nuestro, y analizó a cerca de cuatro mil personas. Estas fueron sus principales conclusiones:
• Las mujeres lloran con más frecuencia que los varones, y sus episodios de llanto son más intensos y prolongados.
• Se observan diferencias importantes entre países respecto a la frecuencia del llanto y la tendencia a llorar.
• Las principales causas del llanto son los conflictos, las pérdidas, el sufrimiento y la sensación de inadecuación personal.
• Las personas que lloran experimentan durante el llanto sentimientos de tristeza, impotencia, frustración y cólera. (Este último, el llanto de cólera, es tan singular como el llanto de alegría, que, como yo he demostrado, no es, propiamente hablando, llanto. La persona que “llora de alegría” en realidad no llora, sino que lloriquea: llora sin fuerza ni fundamento, no solloza ni se lamenta, no manifiesta una pena íntima.)
• Se comprobaron diferencias significativas entre las mujeres de distintos países en relación con el ciclo menstrual y la tendencia al llanto. El 43 % de las mujeres encuestadas confirmó esta relación; sin embargo, en China solo el 15 % la percibió, mientras que en Turquía cerca del 70 % manifestó que esta conexión existía.
En este punto, considero que lo más interesante de MAD es su capacidad para recurrir a su erudición, aportando valiosos datos históricos sobre la concepción de la hombría y el llanto.
Coda
“En dos ocasiones –una carta a Pollot y otra a Huggens– dice Descartes: ‘Yo no soy de los que creen que las tristezas y las lágrimas son cosas de mujeres, y que el varón, para parecerlo, debe guardar siempre el rostro impasible’.”
“El varón no llora durante toda la Edad Media ni en los años del Renacimiento; y si llora, se avergüenza de hacerlo y lo disimula. Esta preocupación llegó a tal punto que se convirtió en un verdadero carácter sexual. ‘Los hombres no lloran’, decían los dómines a los muchachos. Y los varones que lloraban se suponía que gozaban de una cualidad excepcional: el ‘don de lágrimas’, una gracia concedida solo a hombres extraordinarios, como algunos santos. Entre ellos, en forma legendaria, encontramos a nuestro San Ignacio.”