Leamos "Mudanza a oscuras", fragmento de Fernando Aramburu

El fragmento de Aramburú revela, con sutileza y dolor, el desarraigo de Bittori tras la muerte de su esposo.

"Mudanza a oscuras", cuento de Fernando Aramburu
Imagen generada con AI

¡Hola, lectores! Hoy los invito a adentrarse en un relato que nace del silencio, la pérdida y el exilio interior. “Mudanza a oscuras” es una escena íntima y conmovedora que forma parte de la novela Patria del escritor Fernando Aramburu. 

A través de una prosa cuidada, el autor nos sumerge en el mundo emocional de Bittori, una mujer que debe reconstruir su vida en medio de la ausencia y el recuerdo. ¡Leamos con atención! 

MUDANZA A OSCURAS


A las pocas semanas de enviudar, Bittori se fue a pasar unos días a San Sebastián. Más que nada para perder de vista la acera donde mataron a su marido y para no seguir aguantando las miradas torvas de los vecinos, tantos años amables y luego, de repente, lo contrario; ni tener que pasar cada día por delante de las pintadas en las paredes y ver aquella en el quiosco de la plaza, una de las últimas, la de la diana encima del nombre del difunto, que fue ponerla y a los pocos días, adiós.

En realidad, los hijos la llevaron engañada a San Sebastián. ¡Jesús, María y José, una tercera planta! Ella que estaba acostumbrada a vivir en un primero.

—Bueno, ama, pero con ascensor.

Nerea y Xabier acordaron sacarla del pueblo a toda costa, de su pueblo de siempre, donde ella había nacido, donde la bautizaron y se casó, y dificultarle después el regreso, incluso impedírselo con suavidad.

Total, que instalaron a Bittori en un piso con balcón desde el que se podía divisar el mar. La familia llevaba un tiempo tratando de venderlo. Lo tenían anunciado en el periódico. Ya habían llamado por teléfono varias personas interesadas en adquirirlo o al menos en conocer el precio. El Txato lo había comprado meses antes que lo mataran, pensando en disponer de un refugio fuera del pueblo.

En el piso había lámparas y unos pocos muebles. A Bittori sus hijos le dijeron que se instalaría allí provisionalmente. Le hablabas y no se enteraba. Estaba como ida. Apática. Ella, que era de suyo tan habladora. Pues ahora como una estatua. Si hasta parecía que se le estuviera olvidando parpadear.

Xabier y un compañero del hospital le fueron trayendo algunos enseres. Iban al pueblo con la furgoneta a última hora de la tarde, ya oscurecido, para no llamar demasiado la atención. Hicieron como una docena de viajes, siempre después de la puesta del sol. Un día cargaban esto; la vez siguiente cargaban lo otro. Tampoco es que hubiera mucho espacio en el vehículo.

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La cama matrimonial la dejaron en la casa del pueblo porque Bittori, sin su marido, se negaba a dormir en ella. Pero, en fin, sacaron bastantes pertenencias: vajilla, la alfombra del comedor, la lavadora. Y en esto, un día entre semana, los insultaron mientras cargaban unos bultos. La típica cuadrilla, antiguos conocidos de Xabier, algunos compañeros del colegio. Uno, mordiendo con rabia las palabras, dijo en voz alta que se había aprendido de memoria el número de la matrícula.

Por el camino de vuelta a San Sebastián, Xabier se dio cuenta de que a su amigo le estaba dando una especie de ataque de ansia y que, como siguiera conduciendo en aquel estado, ya con un amago de convulsiones, iban a tener un accidente. Así que lo convenció para que parase el coche en un costado de la carretera.

El amigo:

—No te puedo acompañar otro día. Lo siento.

—Tranquilo.

—Lo siento, de verdad. Lo siento.

—Ya no hace falta volver. Se acabó la mudanza. Mi madre tiene suficiente con que le hemos llevado hasta ahora.

—¿Me entiendes, Xabier?

—Sí, claro. No te preocupes.

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Pasó un año, pasó otro, pasaron más. Y, entretanto, Bittori se hizo a escondidas una llave de la casa del pueblo porque tonta no es. ¿Y eso? Primero Nerea; a los pocos días, Xabier. Ama, ¡la llave? Tú tienes una. No, es que. Conchabados. Dijo a cada uno que no sabía dónde la había puesto, ¡esta cabeza mía!, que ya iba a mirar, y por fin, al cabo de unos días, hizo como que la había encontrado después de mucho buscar; pero, claro, para entonces ya había mandado confeccionar una copia en la ferretería. La llave vieja se la prestó a Nerea, que de vez en cuando (¿una, dos veces al año?) iba a echar un vistazo al piso y a quitar el polvo, y después su hija no se la devolvía ni Bittori esperó nunca que se la devolviera.

En otra ocasión, Nerea sugirió la posibilidad de vender la casa del pueblo. Y lo mismo propuso Xabier días después. Bittori se olió que estos dos se han puesto de acuerdo a mis espaldas. Conque ella misma sacó el tema no bien estuvieron los tres juntos.

—Mientras yo viva, mi casa no se vende. Cuando me haya muerto, haced lo que os dé la gana.

No la contradijeron. Había hablado con una mueca dura y un destello de severidad en los ojos. Los hermanos intercambiaron una rápida mirada. No se volvió a hablar nunca más del asunto.

Y, sí, le dio por ir al pueblo de la manera más discreta posible, con frecuencia en días desapacibles de lluvia y viento, cuando es más probable que las calles estén vacías, también cuando sus hijos estaban ocupados o de viaje. Luego, a lo mejor, pasaba siete u ocho meses sin volver. Se apeaba del autobús a las afueras del pueblo. Para no tener que hablar con nadie. Para que no la vieran. Subía por calles poco transitadas hasta su antigua casa. Allí pasaba una hora o dos, a veces más, mirando fotos, esperando que en la campana de la iglesia sonara una hora determinada, y tras cerciorarse de que no había gente en las inmediaciones del portal, se marchaba por donde había venido.

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Al cementerio no iba nunca. ¿Para qué? Al Txato lo habían enterrado en San Sebastián, no en el pueblo, a pesar de que allí descansan los abuelos paternos en un panteón de la familia; pero es que no pudo ser, se lo desaconsejaron vivamente, si lo entierras en el pueblo atacarán la tumba, no sería la primera vez que ocurre algo parecido.

Bittori, en el cementerio de Polloe, durante la ceremonia del sepelio, le susurró a Xabier una cosa que este nunca ha olvidado. ¿Qué cosa? Pues que le parecía que, más que enterrar al Txato, lo estaban escondiendo...

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Mar de fondo

𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y soy autor del libro "Las vidas que tomé prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜."

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