¡Cómo están, lectores! Comenzamos la semana abriéndonos a nuevas anécdotas y nuevos textos que acompañan nuestra pasión por los libros y la literatura. En esta oportunidad quiero compartir contigo una pequeña anécdota que une a dos gigantes de las letras en Latinoamérica: Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, compatriotas que coincidieron para darnos a conocer uno de los cuentos más visitados y valorados en el Blog: Casa tomada ¡Veamos de qué se trata!
Algunos datos entre Borges y Cortázar
Estuve revisando contenido para el Blog y me encontré con esta singular anécdota, pues la vida quiso que estos dos genios coincidieran en el tiempo y descubrí más situaciones que sucedieron entre ambos.
Por ejemplo. Borges y Cortázar se conocieron personalmente en 1960, cuando Cortázar regresó a Argentina después de vivir varios años en Europa. Para esa época Borges era ya un escritor consagrado y lo atendió de muy buena manera, ya que ambos compartían el amor por la literatura y la escritura. Sin embargo, tenían estilos muy diferentes: Borges era conocido por su estilo conciso y erudito, mientras que Cortázar se caracterizaba por su prosa poética y su experimentación narrativa.
Es preciso acotar que Borges y Cortázar tuvieron algunas diferencias ideológicas. Mientras que Borges se identificaba con una corriente conservadora y nacionalista, el escritor de "Rayuela" se involucró activamente en la política de izquierda.
Sin importar las diferencias, ambos escritores admiraban el trabajo del otro y se influenciaron mutuamente en su escritura. Borges, por ejemplo, elogió el cuento "Casa tomada" de Cortázar, y Cortázar se inspiró en la obra de Borges para escribir algunos de sus cuentos más conocidos, como "Continuidad de los parques". Del primero es que se recoge la respuesta que leerás a continuación...
JORGE LUIS BORGES SOBRE JULIO CORTÁZAR
F.S.: ¿Le agradaban los cuentos fantásticos de Julio Cortázar?
J.L.B.: Sí, me agradaban, y ocurrió un pequeño episodio. ¿Se lo he contado ya?
F.S.: No.
J.L.B.: Yo me encontré con Cortázar en París, en casa de Néstor Ibarra. Él me dijo: "¿Usted se acuerda de lo que nos pasó aquella tarde en la diagonal Norte?". "No", le dije yo. Entonces él me dijo: "Yo le llevé a usted un manuscrito. Usted me dijo que volviera al cabo de una semana, y que usted me diría lo que pensaba del manuscrito". Yo dirigía entonces una revista, Los Anales de Buenos Aires (una revista ahora indebidamente olvidada), que pertenecía a la señora Sara de Ortiz Basualdo, y él me llevó un cuento, "Casa tomada"; al cabo de una semana volvió. Me pidió mi opinión, y yo le dije: "En lugar de darle mi opinión, voy a decirle dos cosas: una, que el cuento está en la imprenta, y dentro de unos días tendremos las pruebas; y otra, que ya le he encargado las ilustraciones a mi hermana Norah". Pero, en esa ocasión, en París, Cortázar me dijo: "Lo que yo quería recordarle también es que ése fue el primer texto que yo publiqué en mi patria cuando nadie me conocía". Y yo me sentí muy orgulloso de haber sido el primero que publicó un texto de Julio Cortázar. Y luego nos vimos un par de veces en la UNESCO, donde él trabaja. Él está casado -o estaba casado- con la hermana de un querido amigo mío, Francisco Luis Bernárdez. Bueno, como le decía, nos vimos creo que dos o tres veces en la vida, y, desde entonces, él está en París, yo estoy en Buenos Aires; creo que profesamos credos políticos bastante distintos: pero pienso que, al fin y al cabo, las opiniones son lo más superficial que hay en alguien; y además a mí los cuentos fantásticos de Cortázar me gustan.
Por si te dieron ganas de leer el cuento aludido, comienza así:
CASA TOMADA
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.