Este fue el grave error de los habitantes durante "La peste", de Albert Camus

¡Buen día, lectores! Han pasado años desde la pandemia de COVID-19, y solo con recordar aquellos momentos de incertidumbre, se nos estremece el cuerpo. En este contexto, la literatura ha servido como un reflejo de la sociedad en tiempos de crisis, y una de las novelas más emblemáticas del siglo XX que aborda esta temática es La peste, del escritor francés Albert Camus. Esta obra, publicada hace 76 años, nos ofrece una historia que, en muchos aspectos, se asemeja a lo vivido en 2020.

Por ello, en el artículo de hoy, analizaremos el paralelismo entre la realidad y la ficción, centrándonos en un error crucial que se repite en ambas historias. ¡Acompáñame en esta lectura!


el grave error de los habitantes en "La peste" de Albert Camus
Imagen tomada de Pinterest: Doctor by QuicksilverCat

Albert Camus y La peste: una novela atemporal

Hablar de La peste en el ámbito literario es referirse a una de las novelas francesas más importantes del siglo XX, escrita en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Su trama se sitúa en la ciudad argelina de Orán, donde una epidemia de peste bubónica transforma la vida de sus habitantes.

Sin embargo, más allá del relato de una enfermedad, Camus nos sumerge en una profunda reflexión filosófica sobre la naturaleza humana, el miedo a la muerte y la capacidad del ser humano para resistir ante la adversidad.

Al igual que en la pandemia de COVID-19, la obra describe un ambiente de incertidumbre, desinformación y angustia colectiva. Los personajes luchan por sobrevivir y enfrentan dilemas morales en un contexto donde el individualismo y la solidaridad se ponen a prueba.


El gran error de Orán y el mundo en 2020

Existen notables similitudes entre la epidemia ficticia de La peste y la crisis sanitaria real vivida en 2020. Uno de los aspectos más evidentes es la reacción inicial de la población ante el peligro inminente.

En la novela, los habitantes de Orán tardan en aceptar la gravedad de la situación, minimizando el problema y manteniendo su vida cotidiana como si nada ocurriera. De manera similar, en muchos países, al inicio de la pandemia de COVID-19, hubo resistencia a reconocer la magnitud del riesgo, lo que permitió la rápida propagación del virus.

Camus plasma en su obra cómo la negación y la falta de responsabilidad colectiva pueden agravar una crisis sanitaria. En este sentido, comparto dos fragmentos que ilustran este punto:

“Los habitantes, en su mayor parte, eran sensibles a las desgracias individuales, pero lo eran menos ante las desgracias colectivas. Las plagas, como las guerras, los tomaban por sorpresa.”

“Al principio, nadie quería creer en la peste. La idea de que un mundo ordenado podía desmoronarse de la noche a la mañana parecía inconcebible.”

Estas líneas resuenan con lo vivido recientemente: la incredulidad inicial, la indiferencia ante el sufrimiento ajeno y la lenta respuesta ante una emergencia global.


El inicio de la enfermedad...


La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le
ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. 

La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.


Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa.


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No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.


- Me siento muy bien -le dijo.


El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.


- Duerme, si puedes -le dijo-. La enfermera vendrá a las once y os llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.


Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.


Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.


La muerte del portero en La Peste de Albert Camus



El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba a las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar hablaban de retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció que el fenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de desratización no había recogido más que una cantidad insignificante de ratas muertas. La ciudad respiró.


Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su automóvil delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la calle al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada, los brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un
fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó.

El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux.


-Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.

El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del cuello que Michel
le mostraba: se le estaba formando allí una especie de nudo de madera.

-Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.

El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de este asunto de las ratas.


-¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron detrás de las gafas
redondas.

Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del sanatorio que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el teléfono. Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le llamaba. Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta
y como era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.


-Sí -decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro. Venga en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.


Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió ir a verlo después. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y maloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro. Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y encorvado, hombros estrechos y miembros ñacos.

-Ya está mejor -dijo, yendo hacia Rieux-, pero creí que se iba.

Se sonó las narices. En el segundo y último piso, escrito sobre la puerta de la izquierda con tiza roja, Rieux leyó: "Entrad, me he ahorcado."

Entraron. La cuerda colgaba del techo, atada al soporte de la lámpara, y bajo ella había una silla derribada; la mesa estaba apartada a un rincón. Pero la cuerda colgaba en el vacío.

-Le descolgué a tiempo -decía Grand, que parecía siempre rebuscar las palabras aunque hablase el lenguaje más simple-. Salía, justamente, y oí ruido dentro. Cuando vi la inscripción creí que era una broma. Pero lanzó un gemido extraño y hasta siniestro, le aseguro.

Se rascaba la cabeza.
-Yo creo que la operación debe ser dolorosa. Naturalmente, Rieux le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a escribir a su mujer.

Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida. Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior.

-Me quema -decía-, este cochino me quema.
La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.

-Doctor -decía la mujer-, ¿qué puede ser esto?
-Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho.

Justamente, el portero estaba devorado por la sed. Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad.


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-No -decía Richard-, yo no he visto todavía nada extraordinario.
-¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales?
-¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.

Al día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.

-¿Va mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer.

-Hay que esperar un poco todavía.

Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.

-Escúcheme -le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.


Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: "¡Las ratas!", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba. -¿No hay esperanza doctor? -Ha muerto -dijo Rieux.

La lección de La peste: la epidemia moral

Uno de los mensajes más potentes de la novela de Camus es que las verdaderas epidemias no solo son biológicas, sino también morales. La indiferencia, el egoísmo y la insolidaridad son males que se propagan con la misma rapidez que un virus.

En tiempos de crisis, la sociedad se divide entre quienes actúan con responsabilidad y quienes priorizan sus intereses individuales. La novela nos muestra ambos tipos de personajes: aquellos que se sacrifican por los demás y los que solo piensan en su propio bienestar.

Durante la pandemia de COVID-19, también fuimos testigos de estas actitudes. Mientras algunos arriesgaron sus vidas en el sector salud o colaboraron con medidas de prevención, otros priorizaron la economía por encima de la salud pública.


En palabras de Camus:

“Lo peor de las plagas no es que matan a los cuerpos, sino que desnudan las almas y ese espectáculo suele ser horroroso.”

La crisis sanitaria global nos dejó muchas enseñanzas, y una de ellas es que el sentido de comunidad es esencial para enfrentar adversidades. La peste es una lectura imprescindible porque nos recuerda que la solidaridad es la única cura contra el miedo y la deshumanización.Un libro para leer hoy más que nunca

Albert Camus nos legó con La peste una obra maestra que, más allá de narrar una epidemia, nos invita a reflexionar sobre la condición humana. En tiempos de crisis, ¿somos capaces de actuar con empatía y responsabilidad o nos dejamos llevar por el egoísmo?

Si aún no has leído esta novela, te animo a hacerlo. Es una obra breve, intensa y profundamente actual. Puedes encontrar La peste en librerías y plataformas digitales.

Déjame tu opinión en los comentarios: ¿qué otras similitudes encuentras entre la novela y la pandemia de COVID-19? ¡Nos leemos en el próximo artículo de Mar de Fondo!

Espero que este artículo y fragmento del libro te anime a leer la novela que es breve y que puedes encontrarla también aquí, en Mar de fondo ¡Hasta la próxima! 


Fuente: La petes de Albert Camus (1947) 
Mar de fondo

𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y soy autor del libro "Las vidas que tomé prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜."

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