Como el Covid: Este fue el grave error de los habitantes en "La peste", de Albert Camus

¡Buen día, lectores y lectoras! Han pasado tres años desde la Pandemia por el Coronavirus y con solo volver a recordar los instantes más inciertos se nos estremece el cuerpo. Al respecto, puedo decirles que el mundo de la literatura también ha inmortalizado situaciones de este tipo y una de las más famosas del siglo XX es la novela "La peste" de francés Albert Camus, una historia similar a la vivida en 2020, pero escrita hace 76 años. Por eso, en el post de hoy hablo del craso error cometido en ambas historias ¡Leamos!

el grave error de los habitantes en "La peste" de Albert Camus
Imagen tomada de Pinterest: Doctor by QuicksilverCat

La peste, de Albert Camus: Una lectura para nuestros días


Referir a "La peste" en el mundo literario es hablar de una de las novelas francesas más importantes escritas en el siglo XX, después de la Segunda Guerra Mundial. El contenido va más allá de la simple anécdota y se centra en una epidemia de peste en la ciudad de Orán, que empieza a sumir en sus personajes en un profundo miedo a la muerte.

Como en la pandemia por el Coronavirus, la narración de Albert Camus nos muestra una atmósfera de la ciudad asediada por la peste y la lucha de los habitantes por salvarla de la muerte. Si relacionamos esta batalla contra la enfermedad, podemos pensar en el 2020 cuando millones de hombres y mujeres se fajaron por la salud pública ante un virus que pegaba tan fuerte (o más) como La peste de Camus. Sin embargo, existen también similitudes entre ambas historias, una ficticia y la otra real.


Me refiero a los primeros errores (no médicos) sino de parte de la población para tomarse en serio un problema tan evidente. Esto diferirá en los países donde el virus haya hecho más daño. Pero pensando entre la realidad y la ficción comparto contigo dos fragmentos de la novela que hablan del craso de error de los habitantes de Orán para permitir que la enfermedad se propague.



El inicio de la enfermedad...


La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera. En el primer momento no hizo más que apartar hacia un lado el animal y bajar sin preocuparse. Pero cuando llegó a la calle, se le
ocurrió la idea de que aquella rata no debía quedar allí y volvió sobre sus pasos para advertir al portero. Ante la reacción del viejo Michel, vio más claro lo que su hallazgo tenía de insólito. 

La presencia de aquella rata muerta le había parecido únicamente extraña, mientras que para el portero constituía un verdadero escándalo. La posición del portero era categórica: en la casa no había ratas. El doctor tuvo que afirmarle que había una en el descansillo del primer piso, aparentemente muerta: la convicción de Michel quedó intacta. En la casa no había ratas; por lo tanto, alguien tenía que haberla traído de afuera. Así, pues, se trataba de una broma.


Aquella misma tarde Bernard Rieux estaba en el pasillo del inmueble, buscando sus llaves antes de subir a su piso, cuando vio surgir del fondo oscuro del corredor una rata de gran tamaño con el pelaje mojado, que andaba torpemente. El animal se detuvo, pareció buscar el equilibrio, echó a correr hacia el doctor, se detuvo otra vez, dio una vuelta sobre sí mismo lanzando un pequeño grito y cayó al fin, echando sangre por el hocico entreabierto. El doctor lo contempló un momento y subió a su casa.


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No era en la rata en lo que pensaba. Aquella sangre arrojada le llevaba de nuevo a su preocupación. Su mujer, enferma desde hacía un año, iba a partir al día siguiente para un lugar de montaña. La encontró acostada en su cuarto, como le tenía mandado. Así se preparaba para el esfuerzo del viaje. Le sonrió.


- Me siento muy bien -le dijo.


El doctor miró aquel rostro vuelto hacia él a la luz de la lámpara de cabecera. Para Rieux, esa cara, a pesar de sus treinta años y del sello de la enfermedad, era siempre la de la juventud; a causa, posiblemente, de la sonrisa que disipaba todo el resto.


- Duerme, si puedes -le dijo-. La enfermera vendrá a las once y os llevaré al tren a las doce.

La besó en la frente ligeramente húmeda. La sonrisa le acompañó hasta la puerta.

Al día siguiente, 17 de abril, a las ocho, el portero detuvo al doctor cuando salía, para decirle que algún bromista de mal género había puesto tres ratas muertas en medio del corredor.


Debían haberlas cogido con trampas muy fuertes, porque estaban llenas de sangre. El portero había permanecido largo rato a la puerta, con las ratas colgando por las patas, a la espera de que los culpables se delatasen con alguna burla. Pero no pasó nada.


Rieux, intrigado, se decidió a comenzar sus visitas por los barrios extremos, donde habitaban sus clientes más pobres. Las basuras se recogían por allí tarde y el auto, a lo largo de las calles rectas y polvorientas de aquel barrio, rozaba las latas de detritos dejadas al borde de las aceras. En una calle llegó a contar una docena de ratas tiradas sobre los restos de las legumbres y trapos sucios.

Encontró a su primer enfermo en la cama, en una habitación que daba a la calle y que le servía al mismo tiempo de alcoba y de comedor. Era un viejo español de rostro duro y estragado. Tenía junto a él, sobre la colcha, dos cazuelas llenas de garbanzos. En el momento en que llegaba el doctor, el enfermo, medio incorporado en su lecho, se echaba hacia atrás esforzándose en su respiración pedregosa de viejo asmático. Su mujer trajo una palangana.


La muerte del portero en La Peste de Albert Camus



El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo. Se pedían medidas radicales, se acusaba a las autoridades, y algunas gentes que tenían casas junto al mar hablaban de retirarse a ellas. Pero, al día siguiente la agencia anunció que el fenómeno había cesado bruscamente y que el servicio de desratización no había recogido más que una cantidad insignificante de ratas muertas. La ciudad respiró.


Sin embargo, ese día mismo, cuando el doctor Rieux paraba su automóvil delante de la casa, al mediodía, vio venir por el extremo de la calle al portero, que avanzaba penosamente, con la cabeza inclinada, los brazos y las piernas separados del cuerpo, en la actitud de un
fantoche. El viejo venía apoyado en el brazo de un cura que el doctor reconoció. Era el padre Paneloux, un jesuita erudito y militante con quien había hablado algunas veces y que era muy estimado en la ciudad, incluso por los indiferentes en materia de religión. Los esperó.

El viejo Michel tenía los ojos relucientes y la respiración sibilante. No se sentía bien y había querido tomar un poco de aire, pero vivos dolores en el cuello, en las axilas y en las ingles le habían obligado a pedir ayuda al padre Paneloux.


-Me están saliendo bultos. He debido hacer algún esfuerzo.

El doctor sacó el brazo por la ventanilla y paseó los dedos por la base del cuello que Michel
le mostraba: se le estaba formando allí una especie de nudo de madera.

-Acuéstese, tómese la temperatura; vendré a verle por la tarde.

El portero se fue. Rieux preguntó al padre Paneloux qué pensaba él de este asunto de las ratas.


-¡Oh! -dijo el padre-, debe de ser una epidemia -y sus ojos sonrieron detrás de las gafas
redondas.

Después del almuerzo Rieux estaba releyendo el telegrama del sanatorio que le anunciaba la llegada de su mujer cuando sonó el teléfono. Era un antiguo cliente, empleado del Ayuntamiento, que le llamaba. Había sufrido durante mucho tiempo de estrechez de la aorta
y como era pobre, Rieux lo había atendido gratuitamente.


-Sí -decía-, ya sé que se acuerda usted de mí, pero se trata de otro. Venga en seguida, le ha ocurrido algo grave a un vecino mío.


Su voz era anhelante. Rieux pensó en el portero y decidió ir a verlo después. Minutos más tarde llegaba a la puerta de una casa pequeña de la calle Faidherbe, en un barrio extremo. En medio de la escalera fría y maloliente vio a Joseph Grand, el empleado, que salía a su encuentro. Era un hombre de unos cincuenta años, de bigote amarillo, alto y encorvado, hombros estrechos y miembros ñacos.

-Ya está mejor -dijo, yendo hacia Rieux-, pero creí que se iba.

Se sonó las narices. En el segundo y último piso, escrito sobre la puerta de la izquierda con tiza roja, Rieux leyó: "Entrad, me he ahorcado."

Entraron. La cuerda colgaba del techo, atada al soporte de la lámpara, y bajo ella había una silla derribada; la mesa estaba apartada a un rincón. Pero la cuerda colgaba en el vacío.

-Le descolgué a tiempo -decía Grand, que parecía siempre rebuscar las palabras aunque hablase el lenguaje más simple-. Salía, justamente, y oí ruido dentro. Cuando vi la inscripción creí que era una broma. Pero lanzó un gemido extraño y hasta siniestro, le aseguro.

Se rascaba la cabeza.
-Yo creo que la operación debe ser dolorosa. Naturalmente, Rieux le estrechó la mano. Tenía prisa por ir a ver al portero antes de ponerse a escribir a su mujer.

Los vendedores de periódicos voceaban que la invasión de ratas había sido detenida. Pero Rieux encontró a su enfermo medio colgando de la cama, con una mano en el vientre y otra en el suelo, vomitando con gran desgarramiento una bilis rojiza en un cubo. Después de grandes esfuerzos, ya sin aliento, el portero volvió a echarse. La temperatura llegaba a treinta y nueve con cinco, los ganglios del cuello y de los miembros se habían hinchado, dos manchas negruzcas se extendían en un costado. Se quejaba de un dolor interior.

-Me quema -decía-, este cochino me quema.
La boca pegajosa le obligaba a masticar las palabras y volvía hacia el doctor sus ojos desorbitados, que el dolor de cabeza llenaba de lágrimas. La mujer miraba con ansiedad a Rieux, que permanecía mudo.

-Doctor -decía la mujer-, ¿qué puede ser esto?
-Puede ser cualquier cosa, pero todavía no hay nada seguro. Hasta esta noche, dieta y depurativo. Que beba mucho.

Justamente, el portero estaba devorado por la sed. Ya en su casa, Rieux telefoneó a su colega Richard, uno de los médicos más importantes de la ciudad.


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-No -decía Richard-, yo no he visto todavía nada extraordinario.
-¿Ninguna fiebre con inflamaciones locales?
-¡Ah!, sí por cierto, dos casos con ganglios muy inflamados.

Al día siguiente, 30 de abril, una brisa ligera soplaba bajo un cielo azul y húmedo. Traía un olor a flores que llegaba de los arrabales más lejanos. Los ruidos de la mañana en las calles parecían más vivos, más alegres que de ordinario. En toda nuestra ciudad, desembarazada de la sorda aprensión en que había vivido durante una semana, ese día era, al fin, el día de la primavera. Rieux mismo, animado por una carta tranquilizadora de su mujer, bajaba a casa del portero con ligereza. Y, en efecto, por la mañana la fiebre había descendido a treinta y ocho grados; el enfermo sonreía en su cama.

-¿Va mejor, no es cierto, doctor? -dijo la mujer.

-Hay que esperar un poco todavía.

Pero al mediodía la fiebre subió de golpe a cuarenta. El enfermo deliraba sin parar y los vómitos recomenzaron. Los ganglios del cuello estaban doloridos y el portero quería tener la cabeza lo más lejos posible del cuerpo. La mujer estaba sentada a los pies de la cama y por encima de la colcha sujetaba con sus manos los pies del enfermo. Miraba a Rieux.

-Escúcheme -le dijo él-, es necesario aislarse y proceder a un tratamiento de excepción. Voy a telefonear al hospital y lo transportaremos en una ambulancia.


Dos horas después, en la ambulancia, el doctor y la mujer se inclinaban sobre el enfermo. De su boca tapizada de fungosidades, se escapaban fragmentos de palabras: "¡Las ratas!", decía. Verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla, como si quisiera que se cerrase sobre él o como si algo le llamase sin tregua desde el fondo de la tierra, el portero se ahogaba bajo una presión invisible. La mujer lloraba. -¿No hay esperanza doctor? -Ha muerto -dijo Rieux.


¿Qué lección nos deja La peste, de Albert Camus?


El mensaje en La Peste, de Albert Camus es que las verdaderas epidemias o pandemias son morales.  Esto se encuentra ligado a nuestra capacidad de responder en situaciones de crisis, pues en éstas es que aflora lo peor (o lo mejor) de la sociedad. Temas como la indiferencia, insolidaridad, egoísmo, conveniencia, inmadurez e irracionalidad, son problemas latentes y dispersos por todo el planeta y que en algunos casos pueden llevarnos a un descuido como en los personajes del pueblo de Orán. 

No olvidemos que existe también un mensaje de empatía en aquellos personajes que se sacrifican por el bienestar de los demás. 

Como en la pandemia los habitantes de Orán comenten el error de no tener sentido de comunidad, si no de ser solo individuos que incluso se privan del sueño y cuyo objetivo es acumular bienes y reproducir un sistema laboral. En La peste y en muchos países azotados por el virus, la prosperidad material se perfiló como una meta más importante que la salud y el deber moral. 

Espero que este artículo y fragmento del libro te anime a leer la novela que es breve y que puedes encontrarla también aquí, en Mar de fondo ¡Hasta la próxima! 


Fuente: La petes de Albert Camus (1947) 
Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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