¡Qu茅 tal, lectores! En una oportunidad ya les hab铆a contado en un video sobre el relato que van a leer a continuaci贸n, porque es mi cuento favorito, uno de los que m谩s a帽oro y valoro con fervor. Manuel Beingolea es un cuentista peruano, no tan reconocido como los grandes maestros, pero su talento vive gracias a quienes lo leemos con cari帽o ¡Disfruta tu lectura!
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Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/5Ku6DwW |
MI CORBATA
Me la regal贸 Marta, una provinciana a quien seduje con mi aplomo y mis modales de lime帽o. Estaba hecha de un retazo de seda roas, oriundo quiz谩, de alg煤n vestido en receso, y sobre ella la donante hab铆a bordado con puntadas gordas e ingenuas multitud de florecillas azules, que no pude reconocer si eran miosotis. Me la envi贸 encerrada en una caja de jab贸n Windsor, que ol铆a muy bien.
Yo por aquel tiempo era un pobrete que me com铆a los codos y andaba de Ceca en Meca, galopando tras un empleo en alguna oficina del Estado. Ser amanuense era entonces mi mayor ambici贸n. Cincuenta soles de sueldo eran para m铆, inestimable tesoro, que solo muy escasos mortales pod铆an poseer. ¡Oh, cincuenta soles de sueldo! ¡con esa suma asegurada hubiera yo doblado el cabo de la felicidad! ¿Qu茅 c贸mo? Cuando se es amado, a pesar de ser pobre, una gran confianza en el porvenir nos alienta. Y la dulce serranita me amaba. Muchos pretendientes hab铆a despachado por mi causa. Felices horteras endomingados que le hac铆an la rueda, mientras le vend铆an media vara de surah o un corte de indiana. As铆 como as铆, eran mejores que yo los tales horteras desde el punto de vista matrimonial. Ten铆an regulares sueldos y lo que ellos llamaban las rebuscas, cosa que, probablemente yo, me morir铆a sin conocer. Pero Marta los mandaba a paseo sin escucharlos siquiera. Solo yo era el preferido. Quiz谩 me encontraba distinto tambi茅n a los j贸venes de su tierra, sentimentales y turbulentos. A m铆 no me disgustaba la muchacha. Ten铆a bonito pelo, ojos tiernos y tocaba en el piano “Al pie del Misti” con bastante sentimiento ¿Con ella y mis 50 soles hubiera sido feliz! Lo 煤nico que parec铆a apenarla era mi poca fe. Mi carencia de religi贸n.
- ¿Creen usted en Dios? – me preguntaba a menudo.
- Naturalmente – le repondr铆a yo.
- No es bastante, es preciso cumplir con la Iglesia, es preciso creer.
La verdad es que yo no cre铆a sino en mi pobreza. Solo se cree en Dios a partir de cincuenta soles de sueldo.
Un d铆a fui invitado sin saber c贸mo a una reuni贸n. Figuraos mi alborozo cuando recib铆 la siguiente esquela:
“Grimanesa de Bocardo e hijas, tienen el honor de invitar a usted a su casa, Aumente 341, atomar una taza de t茅 la noche del martes.”
Y en el reverso:” Se帽or Idi谩quez”. ¡Canastos! ¡Una taza de t茅! Yo que ni siquiera hab铆a comido seriamente aquel d铆a.
Pareci贸me recibir una invitaci贸n celestial y me preguntaba si los filetes de oro de la esquelita no ser铆an una insignia ang茅lica. Bocardo … Bocardo. Nombre sonoro. ¡Qu茅 diablo! Nombre perteneciente sin duda a alg煤n abogado de nota de esos que llevan siempre como cola esta frase: “Lumbrera del foro peruano”. Nombre que quiz谩 hace y deshace de millones de empleos de cincuenta soles.
Me emperejil茅 lo mejor que pude, con un chaquet de diagonal ribeteado con trencilla , unos pantalones de esa tela a cuadritos que parece un trazado para jugar al “Le贸n y las ovejas”; un chaleco despampanante, escotado hasta el ombligo, dejando al descubierto la dudosa pechera de mi 煤nica camisa formal, donde figuraba un grueso bot贸n de doubl茅 y un sombrero hongo de copa no m谩s alta que la c谩scara de nuez, de esos que puso en moda en Lima el ya olvidado actor Perr铆n. Y, en medio de todo esto, resplandeciente como un astro de primera magnitud, mi famosa corbata. Famosa s铆. ¡Voto al ch谩piro!.
La casa de Aumente n° 341 era un majestuoso prodigio de simetr铆a. Constaba de dos ventanas de reja, una a cada lado de la puerta, dos balcones, uno sobre cada ventana. Adentro, dos departamentos, uno a cada lado del zagu谩n. En el fondo, una mampara de vidrieras con una ventana a cada lado. Todo all铆 parec铆a en equilibrio, repartido a ambos lados de alguna cosa, como hecho ex profeso para demostrar la ley de compensaciones. Entr茅. Alguien tocaba un vals al piano cuyos fragmentos se escuchaban entre un sordo murmullo. Dej茅 mi sombrero en una salita y penetr茅 en el sal贸n. Multitud de parejas bailaban atropell谩ndose. Grupos animados conversaban en los rincones, en el hueco de las ventanas; algunos j贸venes se paseaban solos, con las manos entre los bolsillos. Vi, asimismo, ni帽as a quienes nadie sacaba a danzar, bien por negligencia o por ignorancia del baile. Yo hubiera querido ponerme a las 贸rdenes de la due帽a de casa, como se estila en semejantes ocasiones, pero – la verdad- sent铆 embarazo. No me atrev铆 a preguntar d贸nde se la pod铆a encontrar. Una linda morena vestida color malva, sentada en el extremo de un sof谩, me cautiv贸 desde el primer instante. Resolv铆 bailar con ella. Cuando se lo propuse pareci贸 sorprendida y me mir贸 de arriba a bajo. Sin embargo, me dijo con amabilidad exquisita:
- Tengo ya compromiso, caballero.
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Yo me sent茅 a su lado sin saber que decirle al pronto. Me concret茅 a olerla. Y que bien ol铆a. ¡Voto al ch谩piro! ¡Qu茅 pobre me pareci贸 Marta con su jab贸n de Windsor! Esta, en cambio, embriagaba. De su seno elevado y palpitante se escapaban oleadas que me desvanec铆an. Indudablemente la dicha deb铆a oler a eso. Empezaba a dirigirla la palabra, cuando un joven se acerc贸, la dio del brazo y desapareci贸 dej谩ndome lelo. Entonces me juzgu茅 en la obligaci贸n de sacar a una esbelta rubia que mord铆a nerviosamente el extremo de su abanico. Mir贸me de hito en hito y me dijo secamente: “Estoy cansada”. Luego cre铆 oportuno dirigirme a otra se帽orita, la cual me dijo con marcado desd茅n, lo mismo. Volv铆 a la carga con otra que tambi茅n me despach贸 fulmin谩ndome con una mirada despreciativa. Recorr铆 las restantes, a las que acababan de bailar y a las que no hab铆an bailado a煤n y todas me petrificaban con aquel terrible y descort茅s: “Estoy cansada”. ¡Y lo mejor es que sal铆an con el primero que se les presentaba! Empec茅 a amoscarme. Me pareci贸 notar que algo chocarrero, existente en m铆, me hac铆a acreedor al desprecio. Entonces sin saber qu茅 partido tomar, rogu茅 a un joven que discurr铆a por all铆, y que me infundi贸 confianza (hay rostros as铆 que infunden confianza), que me explicara el caso. Mir贸me con impertinencia y me dijo: “Tiene usted una corbata imposible. Lo mejor que puede usted hacer es largarse joven”. ¡Corbata imposible! Y me fij茅 en la de 茅l. En efecto, era una hermosa corbata color de vino, hecha de mano maestra, atravesada por un alfiler de oro.
Sal铆 avergonzado, sin despedirme. ¿De qui茅n me iba a despedir? Tal como hab铆a entrado. Nunca he comprendido por qu茅 me invitaron a aquella casa. Quiz谩 por equivocaci贸n.
Como es de suponerse, la sangre me herv铆a. Hubiera deseado aporrear, abofetear, pisotear a alguien. Maquinaba venganza terrible contra la para m铆 desconocida se帽ora Bocardo. Hubiera deseado decirla: “venga usted para ac谩, grand铆sima t铆a, ¿con qu茅 objeto me invita a su cochina taza de t茅, que ni siquiera he bebido?”. Y en cuanto a Marta, la muy serrana, ya pod铆a esperarme sentada. ¡Qu茅 rid铆cula me pareci贸 su corbata! Una corbata que no serv铆a ni para ahorcarse. Que fuera all谩 con sus hortelas. Lo que es yo… ¡Que si quieres!
Desde aquel d铆a se present贸 en mi mente un mundo te y seductor, desconocido hasta entonces. Comprend铆 que en la vida hab铆a algo mejor que empleos de cincuenta soles. Me harte de las perrer铆as de mi existencia, de las monsergas de mi patrona, de las comidas del restaurante a diez centavos el plato, esas infames comidas con sabor a chamusquina. ¡Ah, que mundo tan perro! ¡Qu茅 indecencia! ¡Hab铆a que salir de 茅l a todo trance, como pudiera, sin reparar en los medios!
Por lo pronto era menester vestir elegante y usar corbatas atravesadas por un alfiler de oro. Haciendo acopio de todo el aplomo que me quedaba, me lance donde el mejor sastre de Lima. Me hice confeccionar un traje de chaquet, seg煤n la 煤ltima moda. Di las se帽as de mi patrona, a quien anticipadamente anunci茅 un supuesto destino en la aduana con sueldo fabuloso y esper茅 los acontecimientos. Mi patrona era viuda de un coronel, cuyo retrato a 贸leo, obra del pintor Palas, se exhib铆a en el sal贸n amueblado con buen gusto. ¡Cu谩n distinto del cuarto que me alquilaba en el interior, donde apenas cab铆a una cama de dobleces! ¡La rogu茅, poni茅ndome grave, que recibiera la ropa que hab铆a mandado hacer por cuenta del Ministerio de Hacienda. Cundo oy贸 “Ministerio de Hacienda” abri贸 cada ojo la se帽ora … ¡Voto al ch谩piro! ¡Jam谩s he mentido con tal aplomo!
-¿Supongo que me pagar谩 usted lo atrasado? – Me dijo con j煤bilo.
- Con creces, mi querida se帽ora, con creces – le respond铆 yo, ech谩ndome atr谩s.
El mejor sastre de Lima no tuvo inconveniente en dejar el traje en el sal贸n de una se帽ora donde se exhib铆a un retrato tan pr贸cer. Cuando la criada le dijo: “El joven ha salido”, hizo la mar de reverencia.
- ¡Oh! No hab铆a para qu茅 molestarse, mandar铆a la cuenta,¡bah! Apenas le vi torcer la esquina, me col茅 a la casa e mi patrona. Ya estaba all铆 mi traje extendido sobre un sof谩. ¡Oh, que maravilla de traje! Figuraos un chaquet redondeado correctamente, con una gracia mundana singular, una hilera de botones forrados en tela, unas solapas bien alisadas, con poca hombrera. Una chaquet digno de Ministro de Hacienda. Corr铆 a mi tugurio, lo dej茅 sobre mi camastro y volv铆 donde mi patrona desolado…
-¿Qu茅 necesita usted? – me dijo 茅sta, con todo cari帽o.
- ¡Ah, se帽ora, usted sabe! Mi sueldo no lo recibir茅 hasta fin de mes … ¡necesito ahora cien soles para ciertos gastos! …
- Con el mayor gusto, Idi谩quez – respondi贸me- Solo le voy a pedir un favor: si usted puede colocar a mi hijo en su oficina… no es porque necesite nada, mientras yo viva… ¡usted sabe! … ¡pero! ¡Es tan bonito estar en Aduana!.
Le ofrec铆 destinar a toda su familia. Entonces me dijo: “¿Gusta usted doscientos?”. Puse una cara de banquero que teme comprometerse, y por fin la dije_: “¡bueno, vengan”!.
Si me hubierais visto volver una hora despu茅s, en un coche cargado de camisas, sombreros , pares de botas, bastones y cajas de estupendas y lujos铆simas corbatas…Pero prefiero mostrarme en Mercaderes, con mi chaquet, exhibiendo una corbata modelo, atravesada por un alfiler de oro, y con una espejeante chistera. Me calc茅 los guantes color patito, me puse el pantal贸n bien planchado, cayendo sobre unos escarpines que, a su vez, ca铆an sobre dos botas de charol, flamantes. Ninguna mujer me pareci贸 bastante bonita. Ninguna tienda bastante abastecida. Ninguna corbata bastante lujosa. La calle de mercaderes fue para m铆 estrecho sitio donde no cab铆a mi persona. Hombres y mujeres me miraban fija y tenazmente, con envidia aqu茅llos, con complacencia 茅stas. De pronto, al salir de Guill贸n, encontr茅 a la morena del baile, magn铆ficamente ataviada., irresistible, encantadora. Estaba vestida de claro y llevaba en la mano multitud de paquetitos. Me mir贸 con una de aquellas miradas con que las mujeres suelen decir “me gustas”. La segu铆. Iba en compa帽铆a de una criada, de una persona de esas en quienes no se repara jam谩s. Ella volvi贸 la cara sonriente. Parec铆a que quisiera decirme: “atr茅vete”. Yo me acerqu茅, y despu茅s de saludarla correctamente la deslic茅 al o铆do todas aquellas frases que son del caso: “¿tan temprano de paseo?”. “¡Con raz贸n la ma帽ana est谩 tan hermosa!”. “¿Qu茅 le parece a usted el calor?”. Contest贸me con amabilidad inusitada. H铆zome recuerdos del baile donde “nos divertimos tanto” y luego me rog贸 que fuera a su casa, donde sus padres tendr铆an gran gusto recibi茅ndome.
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Me enamore terriblemente de la se帽orita en cuesti贸n. Acud铆 a su casa, donde fui tratado con grandes agasajos. La despatarr茅 con una docena de corbatas h谩bilmente combinadas. La ped铆 en matrimonio y a los cuatro meses me cansaba con ella entrando en posesi贸n de una fortuna respetable. ¡Al demontre las perrer铆as!
Hoy soy padre de una hermosa familia que da bailes a los que concurren las mejores corbatas de Lima. Poseo casas en la capital. Una hacienda en las afueras. Quintas en el campo. Minas en Casapalca. Voy jueves y domingo al Paseo Col贸n en un elegante carruaje, y he hecho varios viajes a Europa. Mi mujer no contenta con hacerme rico, ha querido hacerme c茅lebre: gracias a ella he sido diputado, senador y … lo dem谩s. Todo sin m谩s esfuerzo que un cambio de corbata.
Pero he aqu铆 entre nos, os confesar茅 que no soy feliz. Mi mujer es cari帽osa, es cierto. ¡Me anuda cada corbata! Pero me parece que piensa m谩s en sus trajes que en su marido. Mis hijos tambi茅n piensan m谩s en sus caballos que en su padre. Yo me he vuelto ambicioso y pienso m谩s en la “cosa p煤blica” que en mi mujer y en mis hijos. M谩s feliz hubiera sido con mi arequipe帽ita. ¡Oh! Esa que me quer铆a arrancado y por mi mismo. Con ella y mis cincuenta soles hubiera vivido ignorado, sin ambiciones que me consumen, ni desenga帽os que me torturan. ¿Qu茅 habr谩 sido de ella? A veces, cuando estoy muy triste, saco del fondo de mi gaveta la corbata que me regal贸 y me enternezco recordando a Marta y aspirando ese olor ya desvanecido del jab贸n Windsor. Definitivamente la verdadera dicha debe oler a jab贸n de Windsor.
FIN
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