Leamos "Dos indios", cuento de Alfredo Bryce Echenique

¡Buenas noches, lectores! Cerramos la semana con este cuento inédito en el Blog, del gran escritor peruano Bryce Echenique. Dos compatriotas se encuentra en la bella Italia, todo se centra en un bar y comienzan a frecuentarse...Esta es la primera parte de este genial relato ¡Disfruta tu lectura! 

"Dos indios", cuento de Alfredo Bryce Echenique
Edvard Munch, Los bebedores de absenta, 1890. Pastel sobre lienzo, 58 x 96 cm

DOS INDIOS


Hacía casi cuatro años que Manolo había salido de Lima, su ciudad natal. Pasó primero un año en Roma, luego, otro en Madrid, un tercero en París, y finalmente había regresado a Roma. ¿Por qué? Le gustaban esas hermosas artistas en las películas italianas, pero desde que llegó no ha ido al cine. Una tía vino a radicarse hace años, pero nunca la ha visitado y ya perdió la dirección. Le gustaban esas revistas italianas con muchas fotografías en colores; o porque cuando abandonó Roma la primera vez, hacía calor como para quedarse sentado en un Café, y le daba tanta flojera tomar el tren. No sabía explicarlo. No hubiera podido explicarlo, pero en todo caso, no tenía mayor impor-tancia.


Cuando salió del Perú, Manolo tenía dieciocho años y sabía tocar un poco la guitarra. Ahora, al cabo de casi cuatro años en Europa, continuaba tocando un poco la guitarra. De vez en cuando escribía unas li-neas a casa, pero ninguno de sus amigos había vuelto a saber de él; ni siquiera aquel que cantó y lloró el día de su despedida.


El rostro de Manolo era triste y sombrío como un malecón en invierno. Manolo no bailaba en las fiestas: era demasiado alto. No hacía deportes: era demasiado flaco, y sus largas piernas estaban mejor bajo gruesos pantalones de franela. Alguien le dijo que tenía manos de artista, y desde entonces las llevaba ocultas en los bolsillos. Le quedaba mal reírse: la alegre curva que formaban sus labios no encajaba en aquel rostro som-brío. Las mujeres, hasta los veinte años, lo encontraban bastante ridículo; las de más de veinte, decían que era un hombre interesante. A sus amigos les gustaba palmearle el hombro. Entre el criollismo limeño, hubiera pasado por un cojudote.


Yo acababa de llegar a Roma cuando lo conocí, y fue por la misma razón por la que todos los peruanos se conocen en el extraniero: porque son peruanos. No recuerdo el nombre de la persona que me lo presentó, pero aún tengo la impresión de que trataba de deshacerse de mí llevándome a aquel Café, llevándome donde Manolo.


-Un peruano -le dijo. Y agregó-: Los dejo; tengo mucho que hacer. --Desapareció.


Manolo permaneció inmóvil, y tuve que inclinarme por encima de la mesa para alcanzar su mano.


-Encantado.


-Mucho gusto -dijo, sin invitarme a tomar asien-to, pero alzó el brazo para llamar al mozo, y le pidió otro café. Me senté, y permanecimos en silencio hasta que nos atendieron.


-¿Y el Perú? preguntó, mientras el mozo deia-ba mi taza de café sobre la mesa.


-Nada -respondi--. Acabo de salir de allá y no sé nada. A ver si ahora que estoy lejos empiezo a enterarme de algo.


-Como todo el mundo -dijo Manolo, bostezando.


Nos quedamos callados durante una media hora, y bebimos el café cuando ya estaba frío. Extrajo un paquete de cigarrillos de un bolsillo de su saco, colocó uno entre sus labios, e hizo volar otro por encima de la mesa: lo emparé. «Muchas gracias; mi primer cigarrillo italiano». Cada uno encendió un fósforo, y yo acercaba mi mano hasta su cigarrillo, pero él ya lo estaba encendiendo. No me miró; ni siquiera dijo «gracias»; dio una pitada, se dejó caer sobre el espaldar de la silla, mantuvo el cigarrillo entre los labios, cerró los ojos, y ocultó las manos en los bolsillos de su pan-talón. Pero yo quería hablar.

$ads={2}


-¿Vienes siempre a este Café?


-Siempre - respondió, pero ese siempre podía sig. nificar todos los días, de vez en cuando, o sabe Dios qué.


-Se está bien aquí me atrevi a decir. Manolo


abrió los ojos y miró alrededor suyo.


-Es un buen Café -dijo-. Buen servicio y buena ubicación. Si te sientas en esta mesa mejor todavía: pasan mujeres muy bonitas por esta calle, y de aquí las ves desde todos los ángulos.


-O sea, de frente, de perfil, y de culo -aclaré.


Manolo sonrió y eso me dio ánimos para preguntar-le-: ¿Y te has enamorado alguna vez?


_Tres veces


- respondió Manolo, sorprendido-


Las tres en el Perú, aunque la primera no cuenta: tenía diez años y me enamoré de una monja que era mi pro-fesora. Casi me mato por ella.


-Se quedó pensativo.


¿Y te gustan las italianas?


-Mucho -respondió


., pero cuando estoy senta-


do aquí sólo me gusta verlas pasar.


-¿Nada te movería de tu asiento?


En este momento, mi guitarra -dijo Manolo, poniéndose de pie y dejando caer dos monedas sobre la mesa.


Deja - exclamé, mientras me paraba e introducía la mano en el bolsillo: buscaba mi dinero.


Manolo señaló el precio del café en una lista colgada en la pared, volvió la mirada hacia la mesa, y con dedo larguísimo golpeó una vez cada moneda. Sen-ti lo ridículo e inútil de mi ademán, una situación muy incómoda, realmente no podía soportar su mira. da, y estábamos de pie, frente a frente, y continuaba mirándome como si quisiera averiguar qué clase de tipo era yo.


-;Tocas la guitarra? - escuché mi voz.


-Un poco -dijo, como si no quisiera hablar más de eso.


Abandonamos el Café, y caminamos unos doscientos metros hasta llegar a una esquina.


Soy un pésimo guía para turistas dijo--. Si vas por esta calle, me parece que encontrarás algo que vale la pena ver, y creo que hasta un museo. Soy un pésimo guía -repitió.


-Soy un mal turista, Manolo. Además, no me molesta andar medio perdido.


-Podemos vernos mañana, en el Café - dijo.


-¿A las cinco de la tarde?


-Bien -dijo, estrechándome la mano al despedir-se. Iba a decirle «encantado», pero avanzaba ya en la dirección contraria.


Al día siguiente, me apresuré en llegar puntual a nuestra cita. Entré al Café minutos antes de las 5 de la tarde, y encontré a Manolo, las manos en los bol-sillos, sentado en la misma mesa del día anterior. Tenía una copa de vino delante suyo, y el cenicero lleno de colillas indicaba que hacía bastante rato que había llegado. Me senté.


-¿Qué tal si tomamos vino, en vez de café? -pre-guntó.


Formidable.


-Mozo llamó-. Mozo, un litro de vino rojo.


-Sí, señor.


-Rojo -repitió con energía-. ¿Te gustan las artistas italianas? Sonreía.


-Me encantan. ¿Qué te parece si vamos un día a


Cinecittá?


Eso de ir hasta allá - dijo Manolo, y su entusiasmo se vino abajo fuerte y pesadamente como un ta-blón.


Tienes razón -dije--. Ya pasará alguna por aquí.


-Se está bien en este Café


-dijo, mirando alre-


dedor suyo--. Tiene que pasar alguna.


-Y la guitarra, ¿qué tal?


Como siempre: bien al comienzo, luego me da hambre, y después de comida me da sueño. Cojo nuevamente la guitarra... La guitarra es mi somnífero.


Trajeron el vino, y llené ambas copas, pues Mano-lo, pensativo, no parecía haber notado la presencia del mozo. «Salud», dije, y bebí un sorbo mientras él alargaba lentamente el brazo para coger su copa. Era un hermoso día de sol, y ese vino, ahí, sobre la mesa, daba ganas de fumar y de hablar de cosas sin importancia.


No está mal dijo Manolo. Miraba su copa y la acariciaba con los dedos.


Me gusta afirmé. ¡Salud!


-Salud dijo; bebió un trago, tac, la copa sobre la mesa, cerró los ojos, y la mano nuevamente al bol-sillo.


Estuvimos largo rato bebiendo en silencio. Era cierto lo que me había dicho: por esa calle pasaban mujeres muy hermosas, pero él no parecía prestarles mayor atención. Sólo de rato en rato, abría los ojos como si quisiera comprobar que yo seguía ahí; bebía un tra-go, me miraba, luego a la botella, volvía a mirarme...


-Me gusta mucho el vino, Manolo. Terminemos esta botella; la próxima la invito yo.


-Bien dijo, sonriente, y llenó nuevamente ambas copas.


Aún no habíamos terminado la primera botella, pero el mozo pasó a nuestro lado, y aprovechamos la oportunidad para pedir otra.


-Y tú, ¿qué tal ayer?


_preguntó Manolo.


-Nada mal. Caminé durante un par de horas, y sin saberlo llegué a un cine en que daban una película peruana.


-¿Peruana?


_exclamó Manolo, sorprendido.


-Peruana. Para mí también fue una sorpresa.


-Y ¿qué tal? ¿De qué trataba?


-Llegué muy tarde y estaba cansado -dije, ex-cusándome-. Me gustaría volver... Creo que era la historia de dos indios.


-¡Dos indios! exclamó Manolo, echando la cabeza hacia atrás-. Eso me recuerda algo... Pero, ¿a qué demonios? Dos indios repitió, cerrando los ojos y manteniéndolos así durante algunos minutos.


Vaciamos nuestras copas. Habíamos terminado la primera botella, y estábamos bebiendo ya de la segun-da. Hacía calor. Yo, al menos, tenía mucha sed.


TE PUEDE INTERESAR: El día en que Ribeyro y Bryce le dieron una propina a Alan García en París




-Tengo que recordar lo de los indios.


-Ya vendrá; cuando menos lo pienses.


-¡Nunca puedo acordarme de las cosas! Y cuando bebo es todavía peor. Es el trago: me hace perder la memoria, y mañana no recordaré lo que estoy diciendo ahora. ¡Tengo una memoria campeona!


Manolo parecía obsesionado con algo, y hacía un gran esfuerzo por recordar. Bebíamos. La segunda botella se terminaría pronto, y la tercera vendría con la puesta del sol y los cigarrillos, con los indios de Mano-lo, y con mi interés por saber algo más sobre él.


-Salud!


-No pidas otra -dijo Manolo-. Sale muy caro.


Vamos al mostrador; allá los tragos son más baratos.


Nos acercamos al mostrador y pedimos más vino.


A mi lado, Manolo permanecía inmóvil y con la mirada fija en el suelo. No lograba verle la cara, pero sabía que continuaba esforzándose por recordar.


-¡Siempre me olvido de las cosas! - sus dientes rechinaron, y sus manos, muy finas, parecían querer hundir el mostrador; tal era la fuerza con que las apo-Manolo, pero..


-Siempre ha sido así; siempre será así, hasta que me quede sin pasado.


-Ya vendrá.


-¿Vendrá? Si sintieras lo que es no poder recordar algo; es mil veces peor que tener una palabra en la punta de la lengua; es como si tuvieras toda una parte de tu vida en la punta de la lengua, jo sabe Dios dónde! Salud!


Estuvo largo rato sin hablarme. Miré hacia un lado, vi la puerta del baño, y sentí ganas de orinar. «Ya vengo, Manolo». En el baño no había literatura obscena: olía a pintura fresca, y me consolaba pensando que hubiera sido la misma que en cualquier otro baño del mundo: «los hombres cuando quieren ser groseros son como esos perros que se paran en dos patas; como todos los demás perros». Pensé nuevamente en Manolo, y salí del baño para volver a su lado. Todas las mesas del Café estaban ocupadas, y me pareció extraño oir hablar en italiano. «Estoy en Roma, me dije. Estoy borracho». Caminé hasta el mostrador, adoptando un aire tal de dignidad y de sobriedad, que todo el mundo quedó convencido de que era un extranjero borracho.


-Aquí me tienes, Manolo.


Volteó a mirarme y noté que tenía los ojos llenos de lágrimas. «Le está dando la llorona. Me fregué».


Puso la mano sobre mi hombro. «Toca un poco la gui-tarra». Me estaba mirando.


Sólo he amado una vez en mi vida..


_:Uy! compadre. A usted sí que el trago le malogra la cabeza. Ayer me contaste que te has enamorado dos veces; dos, si descontamos a la monjita.


No se trata de eso... Esta muchacha no quiso, o no pudo quererme.


-¿Cómo fue lo de la monja? Eso de intentar matarse por una monja debe ser para cagarse de risa.


CONTINÚA...


Fuente: Huerto cerrado.


AVISO LEGAL: Los cuentos, poemas, fragmentos de novelas, ensayos  y todo contenido literario que aparece en mardefondo podrían estar protegidos por los derechos de autor (copyright). Si por alguna razón los propietarios no están conformes con el uso de ellos por favor escribirnos y nos encargaremos de borrarlo inmediatamente.    


Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

Publicar un comentario

Artículo Anterior Artículo Siguiente