¡Hola, lector! Paso de nuevo para compartir contigo una envolvente historia del legendario Carlos Fuentes, representante inconfundible del Boom Latinoamericano. Hoy, con una historia centrada en un joven itinerante y apasionado del artes ¡Disfruta tu lectura!
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Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/25J8igF |
FORTUNA LO HA QUERIDO
Alejandro siempre hab铆a vivido en hoteles. Desde que lleg贸 de Coahuila a los 22 a帽os, pens贸 que mantener un estudio aislado y luminoso y un cuarto de hotel modesto y en penumbra era la manera de conciliar el trabajo con la vida privada; en el primero recibir铆a a los amigos, cr铆ticos y otros pintores y en el segundo a las amigas, sin peligros de corto-circuito: muy pronto descubri贸 que 茅stas, a menudo, eran las esposas o novias de aqu茅llos. Alejandro no era m谩s vanidoso que el com煤n de los mortales y a veces se pregunt贸 ante el espejo —exagerando las muecas de un rostro m贸vil, que muchos encontraban parecido al del joven Peter Lorre— por qu茅 ten铆a ese 茅xito con las mujeres.
—Los monstruos se han puesto de moda —le dijo, riendo, el joven cr铆tico Rojas—. Karloff, Lugosi y tu sosias Lorre poseen una fascinaci贸n retrospectiva. Se les recuerda nost谩lgicamente como parte de una 茅poca en la que el mal necesitaba expresarse en s铆mbolos extremos: vampiros, momias y s谩tiros de Dusseldorf. Hoy, cualquier adolescente enemigo de la peluquer铆a posee m谩s maldad interna que la que intentaban representar las mil m谩scaras de Lon Chaney. Adem谩s, las mujeres est谩n perfectamente dispuestas a que un Dr谩cula de la clase media les chupe la sangre al sonar la medianoche, de manera que la amenaza suprema del monstruo —violar la inocencia— es recibida con alegre aceptaci贸n.
Alejandro no sonri贸. Continu贸 pintando sin mirar a Rojas. La tesis s贸lo era cronom茅tricamente inexacta: la mujer de Rojas, Libertad, nunca visit贸 a Alejandro en el cuarto de hotel despu茅s de las siete de la tarde. El artista traz贸 un pincelazo de siena quemado y record贸 que la joven se帽ora era una mani谩tica del ox铆geno. El 煤nico producto de aquel amor limitado a dos meses llenos de corrientes de aire fue una pulmon铆a severa. Alejandro suspir贸 y se retir贸 del caballete, dando la espalda a la luz que, a las 11 de la ma帽ana, reivindicaba una transparencia ya m谩s literaria que actual en el manto espeso e industrializado del valle de M茅xico. Ac谩 arriba, en el Olivar de los Padres, la ma帽ana lograba rescatar algunas horas l铆mpidas al vaho ascendente de la ciudad, a las puntuales tolvaneras del mes de marzo, venganza de un lago seco y profanado. Y en los ojos del autorretrato descubri贸 la mirada c贸micamente fr铆a e intensa del monstruo con cabeza de huevo que, despu茅s de ver Las manos de Orlac, llen贸 de deliciosas pesadillas su ni帽ez.
—¡Mira lo que me has hecho hacer con tu conversaci贸n! —grit贸 el pintor. Rojas alarg贸 los brazos para pedirle que no tocara nada: era la s煤plica de un cr铆tico que por vez primera lograba influir directamente sobre una pincelada y, de paso, el tema asegurado para la ex茅gesis del nuevo autorretrato de Alejandro Sevilla, el prodigio, el renovador, el verdugo del muralismo ilustrativo y rom谩ntico, el primer artista mexicano que encontraba de nuevo la ra铆z helada y b谩rbara de la escultura ind铆gena.
—¿Recuerdas tus primeras cosas? —sonri贸 Rojas—. Un Siqueiros de segunda, nos dijimos todos. Siempre lo he dicho: Sevilla vio a la Coatlicue y comprendi贸 que la originalidad de M茅xico, el margen m铆nimo pero absoluto de nuestras vidas, es lo que no ha sido tocado por el Occidente. ¿Recuerdas ese art铆culo?
Alejandro apenas asinti贸, cerr贸 los ojos y roz贸 la tela con los dedos. Embarr贸 una gota de azul Prusia en el 铆ndice y lo frot贸 liger铆simamente sobre los ojos del cuadro: sus propios ojos lo observaron y poco a poco le sonrieron con el recuerdo de una y otra mujer oscura como la piedra de las iglesias, p谩lida como el aura de las monta帽as: esos cuerpos mexicanos en los que las selvas de color se posan y saltan y son felinos capturados en una carne fantasmal.
Frot贸 el espectro de sus ojos: —Est谩 bien, ya no te llamar茅 Lola. —Pero no lo digas as铆. No soy Lola. Piensa que nunca tuve identidad. Yo nunca te he dicho «Alejandro», ¿verdad? T煤 eres mi placer y yo el tuyo. Ll谩mame Fuerza y yo fuerza a ti. —Okey, Fuerza.
La crueldad c贸mica empez贸 a fundirse en la sombra real de la carne: —¿No vas a hablar, Lupe? Por eso me gustas. Sabes para lo que sirves. ¿Te das cuenta que nunca has pronunciado una sola palabra desde que te conoc铆 y te invit茅 al cuarto y me seguiste sin decir nada? ¡Qu茅 idioteces dir铆as, Lupe, que tu inteligencia te vuelve muda! As铆, as铆, cuero divino, pedazo de piel nerviosa, ¡qu茅 ojos m谩s brillantes tienes!, diosa de piedra blanda, shhh, ideal, nunca me distraigas, nunca me estorbes…
El brillo lejano y sonriente de los ojos se reuni贸 al fin con un mal oculto que la falsa crueldad exterior imped铆a ver: —Cre铆 que eras reteinocente. Todos dicen que eres medio boba. —Claro que soy inocente, Alejandro. ¿Hay algo m谩s corrupto que la inocencia?
—Ven. D茅jame ver si algo puede descomponer esa m谩scara prieta. ¿D贸nde aprendiste tantas cosas, Adela?
—Espiaba a mi mam谩. Ella se divert铆a m谩s. Todo era pecado entonces. —Viva la pedagog铆a. —Es el reverso del m茅todo Montessori, mi amor.
Sin advertirlo, se rasc贸 la mejilla.
—Siempre acabas como el Gran Jefe Pies Morados —rio el cr铆tico y recorri贸 la figura del pintor, como si intentara memorizar las botas mineras, el pantal贸n de pana negra, la camisa azul de mezclilla, la cabeza de cortos rizos rubios, los ojos adormilados y saltones, la nariz corta y aguile帽a, los labios llenos y torcidos: el rostro de malicioso asombro.
Ahora vive en el Olivar de los Padres, cerca de un cementerio empinado, en una casa que se hizo construir con enga帽osa sencillez. Los muros encalados y el piso 煤nico esconden una serie de z贸calos moriscos y de interiores en los que la madera oscura y la abundancia de huacos quechuas, figurillas olmecas y Judas de cart贸n logran filtrar la violenta luz del exterior enjalbegado y reducirla a una exactitud porosa.
Abandon贸 el hotel con la exhibici贸n del a帽o 63. Alejandro siempre ha sufrido desplomes afiebrados despu茅s de presentar una nueva colecci贸n de cuadros, pero ahora el temor de repetirse, el rumor de una creatividad menguante y el esfuerzo por superar ambos, convirtieron al artista en una gelatina escondida bajo un enorme abrigo con cuello y solapas de piel de borrego. Tembloroso, sali贸 de la galer铆a sin decir palabra: esas pinturas p谩lidas de seres en los cuales el choque entre el orden exterior y el desorden interno se invert铆a para afirmar el orden de la angustia frente al desorden de la realidad, dijeron lo suyo y Alejandro, cerca del desmayo, corri贸 a encerrarse en el cuarto de hotel que ocupaba en las calles de Luis Moya.
Se desvisti贸, se freg贸 alcohol en el pecho, las piernas y la frente y apart贸 las s谩banas. Acurrucada en la cama estaba esa mujer vestida, peque帽a y argentina por partida doble: nacionalidad y cabellera. Alejandro dice que grit贸 de angustia; la mujer dice que se present贸 —Dulce C煤neo— arguyendo un viaje en autom贸vil desde la Patagonia para conocer a su h茅roe y, lejos de exigirle algo, entregarle todo. Una visi贸n de fatiga mortal sacudi贸 la mente del pintor; por sus ojos afiebrados pasaron las im谩genes del Comienzo, may煤sculo y de concreci贸n metaf铆sica: del Eterno Inicio no requerido, como de costumbre, pero esta vez, tambi茅n, inaceptable. Atarantado, vio a la peque帽a argentina llevarse las dos manos a una cadera, como si pensara iniciar un paso de baile o un asalto bizetiano, si no alg煤n deporte de su particular invenci贸n (y 茅l record贸 los murales de Creta, en los que las mujeres de pechos desnudos inauguran la acrobacia taurina) para desembocar en el anticl铆max de bajar el zipper de la falda y dejarla caer al piso. La presencia de la mujer min煤scula con las piernas desnudas, las ligas complicadas, el saquillo abotonado hasta el cuello y el rostro maquillado en una serie de arcos bucales y capilares, provoc贸 la n谩usea del pintor; se arroj贸 sobre la cama, ocult贸 el rostro entre las almohadas y gimi贸: —V谩yase, por favor, v谩yase. Me siento muy mal. No puedo ahora— mientras intentaba localizar un espejo interno en el que las mujeres fuesen siempre, si no la prolongaci贸n, al menos el reflejo externo, visible —objetivamente secreto— de las aristas ocultas de Alejandro Sevilla. En vano busc贸 la correspondencia entre el artista enamorado y la hembra min煤scula, locuaz, tan obviamente emancipada, que lo acosaba con caricias, saltaba sobre la cama y explicaba que, a partir de Victoria Ocampo, no hab铆a intelectual argentina sometida a las viejas reglas feudales del mundo espa帽ol: —Che, dejate asombrar un poco, ¿quer茅s?
Alejandro lanz贸 un suspiro ronco y se dej贸 hacer.
Cuando despert贸, Dulce, con una s谩bana enrollada al cuerpo, ya hab铆a ordenado un magro desayuno continental y mojaba un cuerno en la taza de caf茅 con leche. Alejandro, ba帽ado en sudor, no quiso escuchar la catarata de noticias —Dulce hab铆a cre铆do que ser铆a dif铆cil introducirse a la rec谩mara; el botones le facilit贸 todo; ya se ve铆a que las mujeres entraban y sal铆an como el gaucho por sus pagos; nunca so帽贸 que todo ser铆a tan perfecto; 茅l ni siquiera se movi贸; la dej贸 tomar las iniciativas: era tener la chancha y los veintes: hacer lo del hombre y sentir lo de la mujer; ella era feminista y moderna; fue la noche m谩s feliz de su vida; el ambiente era c铆nico, espont谩neo y civilizado; le hac铆a recordar las escenas de amor de 脌 bout de souffle; ¿eso no lo hab铆an pasado en M茅xico?; s铆, Buenos Aires era m谩s europea.
Alejandro cerr贸 los ojos y Dulce le acomod贸 las almohadas bajo la nuca y los brazos. Esper贸 en silencio a que la mujer se retirara. A veces abri贸 el ojo izquierdo. A veces el derecho. La argentina estaba en el ba帽o. Se vestir铆a. Se ir铆a. Sali贸 envuelta en la s谩bana y con el l谩piz labial en la mano. Sonri贸 como un peque帽o s煤cubo delirante: se hab铆a fabricado unas largas patillas enroscadas y pegadas con cinta celulosa a los carrillos amarillentos. Se subi贸 a una silla y empez贸 a pintarrajear las paredes. Alejandro abri贸 los ojos y grit贸: la mujercita escrib铆a poemas en rojo, declaraciones de amor, endecas铆labos porte帽os en los que «vos» (Alejandro Sevilla) rimaba con «atroz» (la agon铆a de Dulce) y «quer茅s» (la interrogante innecesaria) con «vez» (la pr贸xima, anunciada y fatal). Cayeron cuadros y espejos: el poema sigui贸 su camino de pared en pared y Alejandro masc贸 varias aspirinas negando con la cabeza, sin querer aceptar el horroroso asombro, empapado en el sudor febril y tratando de imaginar un nuevo cuadro, una serie de cuadros a partir del resumen que, apenas anoche, hab铆a logrado concebir de su obra anterior. Vos, quer茅s, vez, atroz. Rojas entr贸 con los recortes de prensa. La enana le dijo «Chao, petiso» y sigui贸 escribiendo en las paredes antes de concluir, agotada, y meterse a la cama con Alejandro.
—Ll茅vensela, ll茅vensela —logr贸 murmurar el pintor.
Dulce jugueteaba con 茅l bajo las s谩banas; Rojas le铆a las cr铆ticas de la exposici贸n; Alejandro emiti贸 el chillido corto de una ardilla profanada.
Tres d铆as despu茅s, Dulce C煤neo fue deportada por Gobernaci贸n y Alejandro, ojeroso y mudo, pag贸 los desperfectos, abandon贸 el hotel y compr贸 el terreno del Olivar de los Padres.
Viaj贸 a Europa y los Estados Unidos mientras le constru铆an la casa. Su fe en el arquitecto Boyer le permiti贸 dedicar ocho meses a lo que Flaubert llam贸 la plus grande d茅bauche que, para Alejandro, se tra-du-jo en un primer plano insoportable de hoteles, comidas pesadas, cambios de moneda, aduanas, esperas en agencias de viaje, trasbordos de aviones a trenes y de trenes a taxis, propinas, conserjes, meseros, choferes; un segundo plano borroso de perfiles urbanos y calles rescatadas del olvido —los mods en Soho Square, vestidos al estilo de Oscar Wilde—; el crucero m谩s animado de Par铆s —St. Germain, rue Bonaparte, rue de Seine— desde los altos de Chez Lippe; Bleeker Street la noche del s谩bado con su mascarada persecutoria de Genet actualizado —negros, jud铆os, gentiles, pieles rojas—: puritanos de una perpetua fundaci贸n en la roca de Plymouth de la imaginaci贸n exiliada; un tercer plano secreto, voluntariamente inconsciente de exposiciones apenas vistas entre pesta帽as tejidas, de dos o tres pel铆culas diarias —Palais de Chaillot, Academy Cinema, The New Yorker—; una parisiense que hablaba como personaje de Antonioni («S茅 que nunca te amar茅. No podr茅 amarte este a帽o. El entrante, quiz谩s. Entonces habr茅 ido a M谩laga. No es cierto. Salgamos a caminar. Si te aburres bastante, podr茅 amarte en seguida»); una londinense que hablaba como personaje de D. H. Lawrence («Traes el Sur entre los muslos, tienes El Dorado en los ojos y la sangre negra de un sol de sacrificios para fecundar mi bruma; t铆rate al tapete, Alec»); una neoyorquina que hablaba como personaje de Jack Richardson («No llegar铆a a primera base si t煤 fueras mi padrote, Alex. Arch铆valo. Hagamos un esfuerzo por mantener nuestra reputaci贸n. Oooops, por ah铆 ya no. No seas cuadrado»). Guinness is Good for You. Dubo Dubon Dubonnet. The Pause that Refreshes. Je Vous Ai Compris! Dont Let Labour Ruin It! Go with Goldwater!
Cerveza Superior, la Rubia de Categor铆a —M茅xico construye con Cementos An谩huac —Democracia y Justicia Social: Alejandro gui帽贸 detr谩s de los espejuelos negros mientras el taxi lo conduc铆a del aeropuerto a lo largo de las avenidas anchas y solitarias de una madrugada de humo y tortilla quemada. Arroj贸 la maleta de lona al piso y gir贸 sobre los talones en la nueva casa, ciega y blanca, del Olivar de los Padres.
Rojas se cruz贸 de brazos y observ贸 con extra帽eza la nueva paleta: rojos, negros, blancos, aluminios puros.
—¿Viste mucho cine?
Alejandro se rasc贸 el cuello frente a la tela limpia.
—La graf铆a en movimiento, ¿me entiendes? No como la danza, que es el movimiento aleg贸rico. No, no, no. Gracias al cine el movimiento real se vuelve arte: abrir la puerta, caminar por la calle, menear una cuchara dentro de la taza. Eso es, Rojas. La naturaleza y el artificio son id茅nticos en el cine. Entonces no hace falta quebrarse la cabeza. El mundo exterior y el mundo de la obra de arte son iguales. No necesitas explicar socialmente el arte por la necesidad de entender algo ya que no entiendes el mundo de la obra de arte que contemplas. Se acab贸. Basta de explicaciones: la obra es la realidad, no su s铆mbolo, su expresi贸n o su significado. Pero, ¿c贸mo, Rojas? Tengo que encontrarlo.
Adela lo busc贸. —Ya sabes d贸nde encontrar las cosas, divina. En el refrigerador hay s谩ndwiches de pat茅 listos. Si quieres pon los discos que traje. El ba帽o est谩 al fondo. Las botellas detr谩s de una celos铆a en el estudio. Divi茅rtete. Voy a dormir un rato.
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Se mordi贸 la u帽a y observ贸 con disgusto el primer esbozo del cuadro. —Voy a terminarlo por disciplina, Rojas. ¿Sabes lo que pasa? Que estoy viendo. Llevamos seis siglos usando los ojos para pintar. Todo es 贸ptica. ¿Te das cuenta qu茅 limitaci贸n? L铆nea, color, modelado, perspectiva, sombra —o geometr铆a, impresi贸n, forma; todo es visual, como si no tuvi茅ramos otros 贸rganos. Estoy furioso conmigo, te lo juro. Me he tardado 11 a帽os en descubrirlo. De Giotto a Mondrian, todos est谩n jodidos: todos tratan de usar sus ojos, la pintura no es m谩s que un Lazarillo. Ah铆 est谩, Edipo s贸lo entendi贸 cuando se qued贸 ciego, ¿no es cierto? Con los ojos bien abiertos no se enter贸 de nada. Ahora tengo que reventarme los ojos para empezar a pintar de veras.
Lupe lo volvi贸 a buscar. —Oye, Johnny Belinda, hazme el favor de venir a la cocina. Eso. ¿Qu茅 haces en la ma帽ana? Mira. Rep铆telo todo. ¿No me digas que cuando est谩s sola hablas o canturreas? Loado sea J. C. Anda, haz como que preparas tu desayuno. Rebana las naranjas. Muy bien. Ahora te la pongo m谩s dif铆cil. Estrella los huevos. As铆. Con violencia. Gran impresi贸n. Padre. Pon a tostar el pan. All铆 en la parrillita. Que quede bien cuadriculado. ¡Abre el cart贸n de cereales, Lupe! Detente. As铆. Muda, muda, muda.
El cuadro se llen贸 de luces nocturnas: una selva de anuncios sobre los edificios oscuros. —Ya s茅 que no sirve, no me mires as铆. Espera. Primero hay que esconder lo que al fin desnudaremos. ¿Cu谩nto tardaron en darse cuenta que los conos y esferas de C茅zanne eran peras y manzanas? ¿Cu谩nto tardaron en darse cuenta que los puntos de Seurat eran una playa y las luces de Monet una estaci贸n de ferrocarril? Ya s茅 que no basta pintar una f谩brica para dar la idea de la din谩mica industrial. Ya s茅 que no basta este paisaje nocturno con sus anuncios de jab贸n y cerveza; espera, Rojas, por favor espera. Tengo que darlo primero as铆 para despu茅s quitarle todos esos prestigios falsos: el recuerdo, el tiempo, la anunciaci贸n. Tengo que matar todo eso. Me niego desde ahora a decir que hay progreso en la pintura, aunque tu buen gusto lo llame «promesa», o tradici贸n, que t煤 llamar铆as «memoria», o el tiempo entre los dos para hacer objetivo un cuadro. Me niego. Espera.
Lola volvi贸 a buscarlo. —C谩llate la boca. Si vuelves a decir que no sabemos nuestros nombres, te juro que te rompo la cara. H铆ncate. B茅same las manos. Miserable juguetito de hulespuma. ¿Crees que te dejo entrar a mi casa para que sueltes ideas idiotas? Levanta la cara. M铆rame. ¿Qu茅 quieres? ¿Que haga pintura con mi biograf铆a, o con mi autobiograf铆a, que es peor? ¿Crees que te vas a dar el lujo de ser mi inspiraci贸n o mi estado de 谩nimo? ¿O de distraer mi concentraci贸n? Andale. S贸lo sirves para protegerme de la locura o el suicidio. Me acuesto contigo para no castrarme o llegar temblando con el psiquiatra. Me acuesto contigo y con Lupe y con Adela para agotar en ustedes mi biograf铆a e impedir que llegue a jorobar mi pintura. Y para no tener que empezar otra vez. ¿Sabes lo que cuesta iniciar un amor, decir otra vez las mismas palabras y creer que los mismos actos son nuevos? ¿Andarse escondiendo de padres, hermanos y maridos? No creas que voy a jugar al Van Gogh con mi orejita. Arr谩ncate esos trapos. Andale. Prot茅geme del amor. Est谩s aqu铆 porque no me creas problemas.
Se apart贸 del segundo lienzo con las manos sobre los labios y la mirada brillante. —¿Ahora te das cuenta, Rojas? Antes quise decir que entre nosotros era posible un arte sagrado. Todas mis figuras eran la representaci贸n del lado oscuro, de la mitad oculta y sacramental que segu铆a siendo una manera de nuestra totalidad. Ustedes ten铆an raz贸n: era la Coatlicue en su reino actual, Tezcatlipoca en una cantina, Xipe Totec en un cami贸n Penitenciar铆a-Panteones. No era verdad, Rojas, te lo juro. El arte s贸lo es sagrado cuando la naturaleza es peligrosa. Necesita un cielo y un infierno, una opci贸n extrema fuera de la tierra. Muy bien. Entonces la tierra y el hombre tratan de sacralizarse a s铆 mismos en el tiempo. Muy bien. Voy m谩s all谩. Ni la tierra ni el hombre son ya sagrados. Esto es lo sagrado. Esta profanaci贸n final. Esto que les ofrezco. No los buenos sentimientos, ni la figura humana, ni la materia liberada, ni la luz ni el puro rombo. No. Aqu铆 est谩 lo 煤nico sagrado: la negaci贸n de lo sagrado. Lo que ellos usan.
Alejandro extendi贸 los dedos hacia el cuadro terminado. La reproducci贸n perfecta de un tarro de caf茅 en polvo. Un pomo de vidrio con una tapa y una etiqueta roja y las letras NESTL脡 CAF脡 INSTANT脕NEO SIN CAFE脥NA, HECHO EN OCOTL脕N, JAL. MARCA REG.
—Yo he hecho lo que he podido; Fortuna, lo que ha querido —sonri贸 Rojas.
Un cuadro era s贸lo un cuadro. Alejandro, al fin, se sinti贸 a sus anchas en la casa del Olivar de los Padres. Camin贸 mucho por la ciudad, deteni茅ndose durante horas a observar los muros con la propaganda del partido oficial y la imagen de su candidato, los carteles de pel铆culas mexicanas, las mercanc铆as expuestas en Minimax. Adquiri贸 viejos ejemplares de historietas c贸micas y rom谩nticas y clavete贸 las paredes del estudio con recortes que integraban la historia del comic-book mexicano, de don Catarino, Chupamirto y Mamerto a la familia Burr贸n y los fumetti de Jos茅 G. Cruz, pasando por el Pep铆n, el Chamaco Chico y los Supersabios. Esper贸 con impaciencia los comerciales de la televisi贸n que interrump铆an sin consideraci贸n sus amadas pel铆culas de los treintas. Y Bogart, la Bacall, Errol Flynn, Joan Crawford, ¿no eran los modelos de consagraci贸n personal —gesto, vestido, metaf铆sica—? Comenz贸, inseguro, a pintar con las l铆neas simpl铆simas de un cart贸n c贸mico los rostros de Humphrey y Lauren en The Big Sleep y, antes de caer en el suyo, ley贸, una tras otra, las novelas de Raymond Chandler. Y Adela, Lola y Lupe siguieron visit谩ndolo puntuales, consuetudinarias, d贸ciles, parte de la familia, sobriamente ajenas al trabajo de Alejandro Sevilla, aunque sorprendidas por su lenta y reflexiva postura de observaci贸n —casi de fetichismo— frente a unos calcetines de tenis, una botella de agua gaseosa o la cubierta de un disco popular.
—Tienes que salir. ¿Te has visto al espejo? —Rojas lo tom贸 de los hombros y lo condujo al botell贸n amarillo de pulquer铆a en el que Alejandro se reflej贸, m谩s que nunca, como un c贸ncavo s谩tiro que ofrecer铆a dulces a las ni帽as.
En la penumbra del apartamento, el martillo de Trini L贸pez reinaba sobre las parejas severamente enfrentadas en el ejercicio del surf. Alejandro acept贸 una cuba libre y luego se abri贸 paso entre las piernas r铆gidas y las caderas temblorosas y los brazos caprichosos y se recarg贸 contra la pared del fondo del sal贸n. Vio pasar a Rojas, arrastrado por su mujer: Libertad se abanic贸 el pecho con las manos y abri贸 las ventanas sobre la calle de Elba. Desde este s茅ptimo piso la ciudad era el hemiciclo de un escenario en el que las m谩scaras del proscenio subrayaban la convencionalidad del tel贸n de fondo —y tambi茅n su propio, aceptado artificio—. Alejandro vio al due帽o de casa en pleno deporte, vestido con un kimono de seda. Era Vargas, el joven director teatral, y los muros de la habitaci贸n recog铆an, fundi茅ndolas, las pastas faciales de la larga carrera de Lotte Lenya, desde la joven y ojerosa prostituta de La 贸pera de tres centavos hasta una reciente aparici贸n, vieja, l茅sbica y provista de zapatos con dagas, al lado del Agente 007. El sal贸n era santuario —y cripta— del mundo de Brecht y Weill: no s贸lo contaba con las fotos de las grandes producciones musicales del Berl铆n de entrambas guerras, sino con los detalles de mobiliario y decoraci贸n que, ayer apenas condenados al limbo de la cursiler铆a, regresaban hoy con todas las glorias de la nostalgia: una falsa bella 茅poca y su prolongaci贸n en el art nouveau colgaba, aprovechando el car谩cter fungible del apartamento moderno, en un bosquejo de cortinajes de terciopelo, l谩mparas de cuentas y sillones con fleco.
La preciosa mujer pelirroja de Vargas apareci贸 con unas mallas de encaje negro y un bomb铆n al tiempo que termin贸 el disco y una muchacha de pelo negro y ojos azules se desprendi贸 del baile colectivo y, girando, fue a detenerse contra el muro del fondo. Apret贸 las manos sobre el est贸mago. Alejandro la observ贸 y sigui贸 bebiendo. La muchacha recuper贸 el aliento admirando la gracia con que la mujer de Vargas cantaba el Alabama song entre los aplausos y risas de los invitados. La molestia interna de Alejandro dur贸 un segundo: el del desplazamiento mental de una lata de pi帽a en conserva al perfil de la muchacha, casi escondido por el pelo negro, largo y lacio, que se adelantaba hasta encontrar las comisuras de los labios sin pintar. Sonre铆a, fatigada. Salud贸 de lejos a alguien y cruz贸 los brazos sobre el regazo. Alejandro trat贸 de esquivar la mirada y recobrar la imagen de la lata de pi帽a. La muchacha mir贸 a su alrededor. Movi贸 dos dedos, sonriendo, al encontrar a Alejandro. El pintor sac贸 la cajetilla y le ofreci贸 un Raleigh.
Ella dijo: —Thanks. I’m Joyce.
Alejandro encendi贸 el cerillo y lo acerc贸 al rostro de Joyce: —¿Puedo decirle una cosa?
Joyce levant贸 la mirada. Alejandro no quiso comparar esos ojos azules con nada y menos convocar el recuerdo de un efebo en bronce rescatado del mar cerca de un cabo 谩tico de nombre perdido, pero importante porque no significaba nada, no pretend铆a celebrar una victoria o lamentar una muerte, sino ser 茅l mismo, sorprendido en su esbeltez cotidiana. Los dedos largos y las caderas estrechas. Joyce acerc贸 el cigarrillo al fuego.
—Creo que es usted la mujer m谩s hermosa que he visto.
Joyce aspir贸 el humo. No pudo disfrazar la confusi贸n que enrojeci贸 su rostro.
—Mi marido es aquel —indic贸 con el cigarrillo—. El que corea la canci贸n en cuclillas.
—¿脡l no te lo ha dicho nunca?
Joyce mir贸 fijamente a Alejandro: —Los sajones nunca dicen lugares comunes. —Sonri贸—. Por eso me gustan los latinos. —Baj贸 la mirada—. Bueno, usted es el primero que me dice eso.
—¿Qu茅 hacen aqu铆?
—Somos arque贸logos. Nos vamos a doctorar este a帽o. Stanford. Estamos haciendo la tesis aqu铆. Ya estuvimos en Yucat谩n, en Palenque y en Xochicalco. Pasado ma帽ana vamos a Tula.
Joyce frunci贸 el ce帽o. Alejandro le tom贸 la mano.
—No me distraigas —dijo secamente la muchacha—. Ya tuve todas las aventuras necesarias. El amor no es este juego de sillas musicales. Te lo digo en serio. Bastante es llegar a conocerlo con un solo hombre. Es indirecto, es secreto, es parad贸jico y no est谩 en las emociones m谩s obvias. No quiero la gran pasi贸n latina.
—Joyce, no me gustan los pr贸logos. ¿Puedes salir ahora conmigo?
—Tengo que irme con mi marido. Te espero ma帽ana a las 12 en la sucursal del National City Bank.
Se fue, vestida con sus gasas de color lila, descotada, alta, ondulante y seria. Todos aplaudieron y alguien puso un disco de bossa nova. Alejandro baj贸 con lentitud por las escaleras. El ascensor hab铆a dejado de trabajar a las 11.
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Entr贸 poco despu茅s del mediod铆a al edificio de fachada barroca y, en el interior modernizado, la busc贸 entre los canceles de madera y sillas de cuero. Estaba sentada frente a un funcionario. Ten铆a una pa帽oleta en la cabeza y usaba anteojos oscuros. Sin el maquillaje, se le ve铆an las pecas. 脡l se acerc贸 y se dieron la mano.
—Estoy cambiando nuestra mensualidad. En seguida quedo libre.
Recogi贸 el dinero y se levant贸. Parec铆a mucho m谩s baja con los huaraches y llevaba una bolsa de mercado con algunas latas y un mu帽eco a caballo, de petate tejido.
—Es para mi hijo —sonri贸 cuando salieron a la luz reverberante de Isabel la Cat贸lica—. Le encantan los juguetes mexicanos.
—Estoy en el estacionamiento —dijo Alejandro. La tom贸 del codo y cruzaron la calle.
—Tengo que pasar a Exc茅lsior a poner un aviso —dijo Joyce mientras el Opel avanzaba lentamente por 5 de Mayo, perseguido por los ubicuos vendedores de billetes de loter铆a.
—¿Hay tiempo para un caf茅 juntos? —Alejandro se quit贸 las gafas negras y apret贸 las manos de Joyce.
—Primero d茅jame poner el aviso. Necesitamos una nana para el ni帽o. —Joyce tambi茅n apret贸 la mano de Alejandro; Alejandro llev贸 la de Joyce a sus labios. Los claxons se enfurecieron. Los dos se observaron con risa y el Opel volvi贸 a avanzar.
—Ya me dijeron qui茅n eres. Admiro mucho tus cosas. Todos dicen que es lo 煤nico cercano al arte ind铆gena visto en la vida moderna. Pero conste que me gustaste desde antes.
—Joyce. Me gustas cantidad. Te lo juro. Mira c贸mo me pones. Te toco y enloquezco.
—No. Por favor. Aqu铆 est谩 el peri贸dico. ¿Bajas conmigo?
—Mira: estaciono y te espero en la Librer铆a Francesa. Luego nos tomamos un caf茅 al lado.
—O.K.
Joyce baj贸 y corri贸 hacia las oficinas del diario. Alejandro entr贸 al estacionamiento y en seguida camin贸 media cuadra a la librer铆a.
—Buenos d铆as —le dijo Lisette—. Ya llegaron sus libros.
Se hinc贸 frente a un casillero y sac贸 los vol煤menes y Alejandro hoje贸 las l谩minas de Delaunay y se dijo que todo era luz, sin objetos: el final de Rembrandt. Mir贸 su reloj. Pase贸 la mirada por la c谩lida librer铆a, con sus altos estantes y escalerillas sobre ruedas, los ceniceros bien distribuidos y el ramo de azucenas en la mesa redonda del centro. Lleg贸 con los libros bajo el brazo a la caja y pag贸.
Sali贸 de la librer铆a al Paseo de la Reforma.
Se detuvo un instante; en seguida camin贸 con rapidez al estacionamiento, pag贸 y subi贸 al Opel. Arranc贸 por la lateral y dio vuelta a la derecha en Bucareli.
La nueva exposici贸n de Alejandro se inaugur贸 la semana pasada y fue un esc谩ndalo. Lo han acusado de negarse a s铆 mismo, de darle la espalda al pa铆s y de plagiar descaradamente el Pop Art. Rojas acaba de escribir un art铆culo en defensa de Sevilla. Se titula «La sacralizaci贸n de lo balad铆». Adela, Lola y Lupe ya desaparecieron. La exposici贸n conjur贸 a varias nuevas mujeres que hoy se reparten los d铆as de la semana en la casa del Olivar de los Padres. Todos dicen que, buen o mal artista, Alejandro es un Donju谩n afortunado e impenitente. Hace poco le record茅 que ya cumpli贸 33 a帽os y que debe pensar en casarse alg煤n d铆a. Alejandro s贸lo me mir贸 con tristeza.
FIN
Cantar de ciegos, 1964
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