Leamos "Las dos Elenas", cuento de Carlos Fuentes

Un impactante cuento del mexicano Carlos Fuentes. Una pareja "moderna", un esposo permisivo y una esposa muy sincera, protagonizan este entretenido relato. 

"Las dos Elenas", cuento de Carlos Fuentes
Imagen tomada de Pinterest: Oil Painting by Number https://pin.it/5lF9TUs

¡Buenas noches, lectores y lectoras! Comenzamos esta semana con un breve e impactante cuento del mexicano Carlos Fuentes.

Una pareja "moderna", un esposo permisivo y una esposa muy sincera, protagonizan este entretenido relato. Toda la calidad de Fuentes en apenas tres p谩ginas. Los mejores cuentos de la literatura mexicana est谩n aqu铆 ¡Disfruta tu lectura!

LAS DOS ELENAS


A Jos茅 Luis Cuevas

—No s茅 de d贸nde le salen esas ideas a Elena. Ella no fue educada de ese modo. Y usted tampoco, V铆ctor. Pero el hecho es que el matrimonio la ha cambiado. S铆, no cabe duda. Cre铆 que le iba a dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender, y menos a la hora de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer en paz. Si no, en seguida le sube la presi贸n. Se lo ha dicho el m茅dico. Y despu茅s de todo, este m茅dico sabe lo que dice. Por algo cobra a 200 pesos la consulta. Yo le ruego que hable con Elena. A m铆 no me hace caso. D铆gale que le soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por aprender franc茅s. Que no nos importa que vaya a ver esas pel铆culas rar铆simas a unos antros llenos de melenudos. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a la hora de la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse… V铆ctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas de la cabeza a su mujer.

Desde que vio Jules et Jim en un cine-club, Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena dominical con sus padres —la 煤nica reuni贸n obligatoria de la familia—. Al salir del cine, tomamos el MG y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoac谩n. Elena se ve铆a, como siempre, muy bella con el su茅ter negro y la falda de cuero y las medias que no le gustan a su mam谩. Adem谩s, se hab铆a colgado una cadena de oro de la cual pend铆a un tallado en jade铆ta que, seg煤n un amigo antrop贸logo, describe al pr铆ncipe Uno Muerte de los mixtecos. Elena, que es siempre tan alegre y despreocupada, se ve铆a, esa noche, intensa: los colores se le hab铆an subido a las mejillas y apenas salud贸 a los amigos que generalmente hacen tertulia en ese restaurante un tanto g贸tico. Le pregunt茅 qu茅 deseaba ordenar y no me contest贸; en vez, tom贸 mi pu帽o y me mir贸 fijamente. Yo orden茅 dos pepitos con ajo mientras Elena agitaba su cabellera rosa p谩lido y se acariciaba el cuello:

—V铆ctor, nibelungo, por primera vez me doy cuenta que ustedes tienen raz贸n en ser mis贸ginos y que nosotras nacimos para que nos detesten. Ya no voy a fingir m谩s. He descubierto que la misoginia es la condici贸n del amor. Ya s茅 que estoy equivocada, pero mientras m谩s necesidades exprese, m谩s me vas a odiar y m谩s me vas a tratar de satisfacer. V铆ctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el que saca Jeanne Moreau.

Yo le dije que me parec铆a perfecto, con tal de que lo siguiera esperando todo de m铆. Elena me acarici贸 la mano y sonri贸.

—Ya s茅 que no terminas de liberarte, mi amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, t煤 mismo rogar谩s que otro hombre comparta nuestras vidas. T煤 mismo pedir谩s ser Jules. T煤 mismo pedir谩s que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el G眉erito? Am茅monos los unos a los otros, c贸mo no.

Pens茅 que Elena podr铆a tener raz贸n en el futuro; sab铆a despu茅s de cuatro a帽os de matrimonio que al lado suyo todas las reglas morales aprendidas desde la ni帽ez tend铆an a desvanecerse naturalmente. Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una regla para imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas de los cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un jard铆n, una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la p谩gina anterior.

—No quiero tener hijos antes de seis a帽os —dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el sal贸n oscuro de nuestra casa, mientras escuch谩bamos discos de Cannonball Adderley; y en la misma casa de Coyoac谩n que hemos decorado con estofados policromos y m谩scaras coloniales de ojos hipn贸ticos: —T煤 nunca vas a misa y nadie dice nada. Yo tampoco ir茅 y que digan lo que quieran—; y en el altillo que nos sirve de rec谩mara y que en las ma帽anas claras recibe la luz de los volcanes: —Voy a tomar el caf茅 con Alejandro hoy. Es un gran dibujante y se cohibir铆a si t煤 estuvieras presente y yo necesito que me explique a solas algunas cosas—; y mientras me sigue por los tablones que comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyo en el Desierto de los Leones: —Me voy 10 d铆as a viajar en tren por la rep煤blica—; y al tomar un caf茅 apresurado en el Tirol a media tarde, mientras mueve los dedos en se帽al de saludo a los amigos que pasan por la calle de Hamburgo: —Gracias por llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareci贸 como de tiempos de Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora averig眉茅 que el pecado y la depravaci贸n no est谩n all铆, sino en otra parte—; y despu茅s de una exhibici贸n privada de El 谩ngel exterminador: —V铆ctor, lo moral es todo lo que da vida y lo inmoral todo lo que quita vida, ¿verdad que s铆?

Y ahora lo repiti贸, con un pedazo de s谩ndwich en la boca:

—¿Verdad que tengo raz贸n? Si un m茅nage 脿 trois nos da vida y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres de lo que 茅ramos en la relaci贸n entre dos, ¿verdad que eso es moral?

Asent铆 mientras com铆a, escuchando el chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvi贸 a re铆r y a ser la de siempre. Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e imaginar a cada uno instalado en mi casa, d谩ndole a Elena la porci贸n de sentimiento, est铆mulo, pasi贸n o inteligencia que yo, agotado en mis l铆mites, fuese incapaz de obsequiarle. Mientras observaba este rostro agudamente dispuesto a escuchar (y yo a veces me canso de o铆rla), ese amablemente ofrecido a colmar las lagunas de los razonamientos (yo prefiero que su conversaci贸n carezca de l贸gica o de consecuencias), aquel m谩s inclinado a formular preguntas precisas y, seg煤n 茅l, reveladoras (y yo nunca uso la palabra, sino el gesto o la telepat铆a para poner a Elena en movimiento), me consolaba dici茅ndome que, al cabo, lo poco que podr铆an darle se lo dar铆an a partir de cierto extremo de mi vida con ella, como un postre, un cordial, un a帽adido. Aquel, el del peinado a lo Ringo Starr, le pregunt贸 precisa y reveladoramente por qu茅 segu铆a si茅ndome fiel y Elena le contest贸 que la infidelidad era hoy una regla, igual que la comuni贸n todos los viernes antes, y lo dej贸 de mirar. Ese, el del cuello de tortuga negro, interpret贸 la respuesta de Elena a帽adiendo que, sin duda, mi mujer quer铆a decir que ahora la fidelidad volv铆a a ser la actitud rebelde. Y este, el del perfecto saco eduardiano, solo invit贸 con la mirada intensamente oblicua a que Elena hablara m谩s: 茅l ser铆a el perfecto auditor. Elena levant贸 los brazos y pidi贸 un caf茅 expr茅s al mozo.


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Caminamos tomados de la mano por las calles empedradas de Coyoac谩n, bajo los fresnos, experimentando el contraste del d铆a caluroso que se prend铆a a nuestras ropas y la noche h煤meda que, despu茅s del aguacero de la tarde, sacaba brillo a nuestros ojos y color a nuestras mejillas. Nos gusta caminar, en silencio, cabizbajos y tomados de la mano, por las viejas calles que han sido, desde el principio, un punto de encuentro de nuestras comunes inclinaciones a la asimilaci贸n. Creo que de esto nunca hemos hablado Elena y yo. Ni hace falta. Lo cierto es que nos da placer hacernos de cosas viejas, como si las rescat谩ramos de alg煤n olvido doloroso o al tocarlas les di茅ramos nueva vida o al buscarles el sitio, la luz y el ambiente adecuados en la casa, en realidad nos estuvi茅ramos defendiendo contra un olvido semejante en el futuro. Queda esa manija con fauces de le贸n que encontramos en una hacienda de los Altos y que acariciamos al abrir el zagu谩n de la casa, a sabiendas de que cada caricia la desgasta; queda la cruz de piedra en el jard铆n, iluminada por una luz amarilla, que representa cuatro r铆os convergentes de corazones arrancados, quiz谩, por las mismas manos que despu茅s tallaron la piedra, y quedan los caballos negros de alg煤n carrusel hace tiempo desmontado, as铆 como los mascarones de proa de bergantines que yacer谩n en el fondo del mar, si no muestran su esqueleto de madera en alguna playa de cacat煤as solemnes y tortugas agonizantes.

Elena se quita el su茅ter y enciende la chimenea, mientras yo busco los discos de Cannonball, sirvo dos copas de ajenjo y me recuesto a esperarla sobre el tapete. Elena fuma con la cabeza sobre mis piernas y los dos escuchamos el lento saxo del Hermano Lateef, a quien conocimos en el Gold Bug de Nueva York con su figura de brujo congol茅s vestido por Disraeli, sus ojos dormidos y gruesos como dos boas africanas, su barbilla de Svengali segregado y sus labios morados unidos al saxo que enmudece al negro para hacerlo hablar con una elocuencia tan ajena a su seguramente ronco tartamudeo de la vida diaria, y las notas lentas, de una pla帽idera afirmaci贸n, que nunca alcanzan a decir todo lo que quieren porque solo son, de principio a fin, una b煤squeda y una aproximaci贸n llenas de un extra帽o pudor, le dan un gusto y una direcci贸n a nuestro tacto, que comienza a reproducir el sentido del instrumento de Lateef: puro anuncio, puro preludio, pura limitaci贸n a los goces preliminares que, por ello, se convierten en el acto mismo.

—Lo que est谩n haciendo los negros americanos es voltearle el chirri贸n por el palito a los blancos —dice Elena cuando tomamos nuestros consabidos lugares en la enorme mesa chippendale del comedor de sus padres—. El amor, la m煤sica, la vitalidad de los negros obligan a los blancos a justificarse. F铆jense que ahora los blancos persiguen f铆sicamente a los negros porque al fin se han dado cuenta de que los negros los persiguen psicol贸gicamente a ellos.

—Pues yo doy gracias de que aqu铆 no haya negros —dice el padre de Elena al servirse la sopa de poro y papa que le ofrece, en una humeante sopera de porcelana, el mozo ind铆gena que de d铆a riega los jardines de la casota de las Lomas.

—Pero eso qu茅 tiene que ver, pap谩. Es como si los esquimales dieran gracias por no ser mexicanos. Cada quien es lo que es y ya. Lo interesante es ver qu茅 pasa cuando entramos en contacto con alguien que nos pone en duda y sin embargo sabemos que nos hace falta. Y que nos hace falta porque nos niega.

—Anda, come. Estas conversaciones se vuelven m谩s idiotas cada domingo. Lo 煤nico que s茅 es que t煤 no te casaste con un negro, ¿verdad? Higinio, traiga las enchiladas.

Don Jos茅 nos observa a Elena, a m铆 y a su esposa con aire de triunfo, y do帽a Elena madre, para salvar la conversaci贸n languideciente, relata sus actividades de la semana pasada, yo observo el mobiliario de brocado color palo de rosa, los jarrones chinos, las cortinas de gasa y las alfombras de piel de vicu帽a de esta casa rectil铆nea detr谩s de cuyos enormes ventanales se agitan los eucaliptos de la barranca. Don Jos茅 sonr铆e cuando Higinio le sirve las enchiladas copeteadas de crema y sus ojillos verdes se llenan de una satisfacci贸n casi patri贸tica, la misma que he visto en ellos cuando el presidente agita la bandera el 15 de septiembre, aunque no la misma —mucho m谩s h煤meda— que los enternece cuando se sienta a fumar un puro frente a su sinfonola privada y escucha boleros. Mis ojos se detienen en la mano p谩lida de do帽a Elena, que juega con el migaj贸n de bolillo y recuenta, con fatiga, todas las ocupaciones que la mantuvieron activa desde la 煤ltima vez que nos vimos. Escucho de lejos esa catarata de idas y venidas, juegos de canasta, visitas al dispensario de ni帽os pobres, novenarios, bailes de caridad, b煤squeda de cortinas nuevas, pleitos con las criadas, largos telefonazos con los amigos, suspiradas visitas a curas, beb茅s, modistas, m茅dicos, relojeros, pasteleros, ebanistas y enmarcadores. He detenido la mirada en sus dedos p谩lidos, largos y acariciantes, que hacen pelotitas con la migaja.

—…les dije que nunca m谩s vinieran a pedirme dinero a m铆, porque yo no manejo nada. Que yo los enviar铆a con gusto a la oficina de tu padre y que all铆 la secretaria los atender铆a…

…la mu帽eca delgad铆sima, de movimientos l谩nguidos, y la pulsera con medallones del Cristo del Cubilete, el A帽o Santo en Roma y la visita del presidente Kennedy, realzados en cobre y en oro, que chocan entre s铆 mientras do帽a Elena juega con el migaj贸n…

—…bastante hace una con darles su apoyo moral, ¿no te parece? Te busqu茅 el jueves para ir juntas a ver el estreno del Diana. Hasta mand茅 al chofer desde temprano a hacer cola, ya ves qu茅 colas hay el d铆a del estreno…

…y el brazo lleno, de piel muy transparente, con las venas trazadas como un segundo esqueleto, de vidrio, dibujado detr谩s de la tersura blanca.

—…invit茅 a tu prima Sandrita y fui a buscarla con el coche pero nos entretuvimos con el ni帽o reci茅n nacido. Est谩 precioso. Ella est谩 muy sentida porque ni siquiera has llamado para felicitarla. Un telefonazo no te costar铆a nada, Elenita…

…y el escote negro abierto sobre los senos altos y apretados como un nuevo animal capturado en un nuevo continente…

—…despu茅s de todo, somos de la familia. No puedes negar tu sangre. Quisiera que t煤 y V铆ctor fueran al bautizo. Es el s谩bado entrante. La ayud茅 a escoger los ceniceritos que van a regalarle a los invitados. Vieras que se nos fue el tiempo platicando y los boletos se quedaron sin usar.

Levant茅 la mirada. Do帽a Elena me miraba. Baj贸 en seguida los p谩rpados y dijo que tomar铆amos el caf茅 en la sala. Don Jos茅 se excus贸 y se fue a la biblioteca, donde tiene esa rocola el茅ctrica que toca sus discos favoritos a cambio de un falso 20 introducido por la ranura. Nos sentamos a tomar el caf茅 y a lo lejos el jukebox emiti贸 un glu-glu y empez贸 a tocar Nosotros mientras do帽a Elena encend铆a el aparato de televisi贸n, pero dej谩ndolo sin sonido, como lo indic贸 llev谩ndose un dedo a los labios. Vimos pasar las im谩genes mudas de un programa de tesoro escondido, en el que un solemne maestro de ceremonias guiaba a los cinco concursantes —dos jovencitas nerviosas y risue帽as peinadas como colmenas, un ama de casa muy modosa y dos hombres morenos, maduros y melanc贸licos— hacia el cheque escondido en el apretado estudio repleto de jarrones, libros de cart贸n y cajitas de m煤sica.

Elena sonri贸, sentada junto a m铆 en la penumbra de esa sala de pisos de m谩rmol y alcatraces de pl谩stico. No s茅 de d贸nde sac贸 ese apodo ni qu茅 tiene que ver conmigo, pero ahora empez贸 a hacer juegos de palabras con 茅l mientras me acariciaba la mano:

—Nibelungo. Ni Ve Lungo. Nibble Hon-go. Niebla lunga.

Los personajes grises, rayados, ondulantes buscaban su tesoro ante nuestra vista y Elena, acurrucada, dej贸 caer los zapatos sobre la alfombra y bostez贸 mientras do帽a Elena me miraba, interrogante, aprovechada de la oscuridad, con esos ojos negros muy abiertos y rodeados de ojeras profundas. Cruz贸 una pierna y se arregl贸 la falda sobre las rodillas. Desde la biblioteca nos llegaban los murmullos del bolero: «nosotros, que nos queremos tanto» y, quiz谩s, alg煤n gru帽ido del sopor digestivo de don Jos茅. Do帽a Elena dej贸 de mirarme para fijar sus grandes ojos negros en los eucaliptos agitados detr谩s del ventanal. Segu铆 su nueva mirada. Elena bostezaba y ronroneaba, recostada sobre mis rodillas. Le acarici茅 la nuca. A nuestras espaldas, la barranca que cruza como una herida salvaje las Lomas de Chapultepec parec铆a guardar un fondo de luz secretamente subrayado por la noche m贸vil que doblaba la espina de los 谩rboles y despeinaba sus cabelleras p谩lidas.

—¿Recuerdas Veracruz? —dijo, sonriendo, la madre a la hija; pero do帽a Elena me miraba a m铆. Elena asinti贸 con un murmullo, adormilada sobre mis piernas, y yo contest茅:

—S铆. Hemos ido muchas veces juntos.

—¿Le gusta? —do帽a Elena alarg贸 la mano y la dej贸 caer sobre el regazo.

—Mucho —le dije—. Dicen que es la 煤ltima ciudad mediterr谩nea. Me gusta la comida. Me gusta la gente. Me gusta sentarme horas en los portales y comer molletes y tomar caf茅.

—Yo soy de all铆 —dijo la se帽ora; por primera vez not茅 sus hoyuelos.

—S铆. Ya lo s茅.

—Pero hasta he perdido el acento —rio, mostrando las enc铆as—. Me cas茅 de 18 a帽os. Y en cuanto vive una en M茅xico pierde el acento jarocho. Usted ya me conoci贸, pues madurita.


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—Todos dicen que usted y Elena parecen hermanas.

Los labios eran delgados pero agresivos:

—No. Es que ahora recordaba las noches de tormenta en el golfo. Como que el sol no quiere perderse, ¿sabe usted?, y se mezcla con la tormenta y todo queda ba帽ado por una luz muy verde, muy p谩lida, y una se sofoca detr谩s de los batientes esperando que pase el agua. La lluvia no refresca en el tr贸pico. Nom谩s hace calor. Y no s茅 por qu茅 los criados ten铆an que cerrar los batientes cada vez que ven铆a una tormenta. Tan bonito que hubiera sido dejarla pasar con las ventanas muy abiertas.

Encend铆 un cigarrillo:

—S铆, se levantan olores muy espesos. La tierra se desprende de sus perfumes de tabaco, de caf茅, de pulpa…

—Tambi茅n las rec谩maras —do帽a Elena cerr贸 los ojos.

—¿C贸mo?

—Entonces no hab铆a cl贸sets —se pas贸 la mano por las ligeras arrugas cercanas a los ojos—. En cada cuarto hab铆a un ropero y las criadas ten铆an la costumbre de colocar hojas de laurel y or茅gano entre la ropa. Adem谩s, el sol nunca secaba bien algunos rincones. Ol铆a a moho, ¿c贸mo le dir茅?, a musgo…

—S铆, me imagino. Yo nunca he vivido en el tr贸pico. ¿Lo echa usted de menos?

Y ahora se frot贸 las mu帽ecas, una contra otra, y mostr贸 las venas saltonas de las manos:

—A veces. Me cuesta trabajo acordarme. Fig煤rese, me cas茅 de 18 a帽os y ya me consideraban quedada.

—¿Y todo esto se lo record贸 esa extra帽a luz que ha permanecido en el fondo de la barranca?

La mujer se levant贸.

—S铆. Son los spots que Jos茅 mand贸 poner la semana pasada. Se ven bonitos, ¿no es cierto?

—Creo que Elena se ha dormido.

Le hice cosquillas en la nariz y Elena despert贸 y regresamos en el MG a Coyoac谩n.

—Perdona esas latas de los domingos —dijo Elena cuando yo sal铆a a la obra la ma帽ana siguiente—. Qu茅 remedio. Alguna liga deb铆a quedarnos con la familia y la vida burguesa, aunque sea por necesidad de contraste.

—¿Qu茅 vas a hacer hoy? —le pregunt茅 mientras enrollaba mis planos y tomaba mi portafolios.

Elena mordi贸 un higo y se cruz贸 de brazos y le sac贸 la lengua a un Cristo bizco que encontramos una vez en Guanajuato.

—Voy a pintar toda la ma帽ana. Luego voy a comer con Alejandro para mostrarle mis 煤ltimas cosas. En su estudio. S铆, ya lo termin贸. Aqu铆 en el Olivar de los Padres. En la tarde ir茅 a la clase de franc茅s. Quiz谩 me tome un caf茅 y luego te espero en el cine-club. Dan un western mitol贸gico: High Noon. Ma帽ana qued茅 en verme con esos chicos negros. Son de los Black Muslims y estoy temblando por saber qu茅 piensan en realidad. ¿Te das cuenta que solo sabemos de eso por los peri贸dicos? ¿T煤 has hablado alguna vez con un negro norteamericano, nibelungo? Ma帽ana en la tarde no te atrevas a molestarme. Me voy a encerrar a leerme Nerval de cabo a rabo. Ni crea Juan que vuelve a apantallarme con el soleil noir de la m茅lancolie y llam谩ndose a s铆 mismo el viudo y el desconsolado. Ya lo cach茅 y le voy a dar un ba帽o ma帽ana en la noche. S铆, va a «tirar» una fiesta de disfraces. Tenemos que ir vestidos de murales mexicanos. M谩s vale asimilar eso de una vez. C贸mprame unos alcatraces, V铆ctor nibelunguito, y si quieres v铆stete del cruel conquistador Alvarado que marcaba con hierros candentes a las indias antes de poseerlas. Oh Sade, where is the whip? Ah, y el mi茅rcoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco pass茅, pero de todos modos me alborota el hormonamen. Compra boletos. Chao, amor.

Me bes贸 la nuca y no pude abrazarla por los rollos de proyectos que tra铆a entre manos, pero arranqu茅 en el auto con el aroma del higo en el cuello y la imagen de Elena con mi camisa puesta, desabotonada y amarrada a la altura del ombligo y sus estrechos pantalones de torero y los pies descalzos, disponi茅ndose a… ¿iba a leer un poema o a pintar un cuadro? Pens茅 que pronto tendr铆amos que salir juntos de viaje. Eso nos acercaba m谩s que nada. Llegu茅 al perif茅rico. No s茅 por qu茅, en vez de cruzar el puente de Altavista hacia el Desierto de los Leones, entr茅 al anillo y aceler茅. S铆, a veces lo hago. Quiero estar solo y correr y re铆rme cuando alguien me la refresca. Y, quiz谩, guardar durante media hora la imagen de Elena al despedirme, su naturalidad, su piel dorada, sus ojos verdes, sus infinitos proyectos, y pensar que soy muy feliz a su lado, que nadie puede ser m谩s feliz al lado de una mujer tan vivaz, tan moderna, que… que me… que me complementa tanto.

Paso al lado de una fundidora de vidrio, de una iglesia barroca, de una monta帽a rusa, de un bosque de ahuehuetes. ¿D贸nde he escuchado esa palabrita? Complementar. Giro alrededor de la Fuente de Petr贸leos y subo por el Paseo de la Reforma. Todos los autom贸viles descienden al centro de la ciudad, que reverbera al fondo detr谩s de un velo impalpable y sofocante. Yo asciendo a las Lomas de Chapultepec, donde a estas horas solo quedan los criados y las se帽oras, donde los maridos se han ido al trabajo y los ni帽os a la escuela y seguramente mi otra Elena, mi complemento, debe esperar en su cama tibia con los ojos negros y ojerosos muy azorados y la carne blanca y madura y honda y perfumada como la ropa en los bargue帽os tropicales.

FIN
Cantar de ciegos, 1964

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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

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