Los 8 cuentos más leídos de Juan Rulfo para presentárselo a quien quieras

¡Buenos días, lectores y lectoras de Mar de fondo! Hoy no es un día cualquiera, pues celebramos el nacimiento del escritor más querido de México: Juan Rulfo. El universo de Rulfo nos sumerge siempre en el éxtasis de un relato vivo y mágico cada vez que nos animamos a leer una de sus historias. Por eso, hoy comparto contigo los 8 cuentos más leídos en el Blog ¡Disfruta tu lectura! 

Los 8 cuentos más leídos de Juan Rulfo
Imagen tomada de https://www.mexicoescultura.com/

Los cuentos de Rulfo


Juan Rulfo fue un reconocido escritor y fotógrafo mexicano. Nació el 16 de mayo de 1917 en Apulco, Jalisco, México, y falleció el 7 de enero de 1986 en Ciudad de México. Hasta hoy es considerado uno de los escritores más importantes de la literatura latinoamericana del siglo XX y uno de los máximos exponentes del realismo mágico. 

Su obra más conocida es la novela "Pedro Páramo", publicada en 1955, que ha sido ampliamente elogiada y tiene una gran influencia en la literatura hasta nuestros días. 

En este post encontrarás 8 cuentos de Rulfo, que han sido de los preferidos por los usuarios todos suman más de 30 mil vistas y forman parte del famoso libro El llano en llamas.


Ahora, sin más preámbulo te dejo aquí debajo los cuentos de Rulfo:

Contenido:


1. No oyes ladrar a los perros

2. ¡Diles que no me maten!"

3. El hombre

4. El día del derrumbe

5. El llano en llamas

6. Es que somos muy pobres

7. La noche que lo dejaron solo

8. Nos han dado la tierra



NO OYES LADRAR A LOS PERROS



—Tu que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.


La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.


—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.






¡DILES QUE NO ME MATEN!




-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.


-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.



-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.


-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.


-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.


-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.


-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.


Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:


-No.





EL HOMBRE




Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal. Treparon sobre las piedras, engarruñándose al sentir la inclinación de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.


“Pies planos —dijo el que lo seguía—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil.”


La vereda subía, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parecía un camino de hormigas de tan angosta. Subía sin rodeos hacia el cielo. Se perdía allí y luego volvía a aparecer más lejos, bajo un cielo más lejano.


Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre caminó apoyándose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las uñas de sus pies, rasguñándose los brazos, deteniéndose en cada horizonte para medir su fin: “No el mío sino el de él”, dijo. Y volvió la cabeza para ver quién había hablado.


Ni una gota de aire, sólo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiración: “Voy a lo que voy”, volvió a decir. Y supo que era él el que hablaba.






EL DÍA DEL DERRUMBE




—Esto pasó en septiembre. No en el septiembre de este año sino en el del año pasado. ¿O fue el antepasado, Melitón?


—No, fue el pasado.


— Sí, si yo me acordaba bien. Fue en septiembre del año pasado, por el día veintiuno. Óyeme, Melitón,¿no fue el veintiuno de septiembre el mero día del temblor?


—Fue un poco antes. Tengo entendido que fue por el dieciocho.


—Tienes razón. Yo por esos días andaba en Tuzcacuexco. Hasta vi cuando se derrumbaban las casas como si estuvieran echas de melcocha; nomás se retorcían así, haciendo muecas y se venían las paredes enteras contra el suelo. Y la gente salía de los escombros toda aterrorizada corriendo derecho a la iglesia dando de gritos. Pero espérense. Oye, Melitón, se me hace como que en Tuzcacuexco no existe ninguna iglesia. ¿Tú no te acuerdas?






EL LLANO EN LLAMAS



“¡Viva Petronilo Flores!”


El grito se vino rebotando por los paredones de la barranca y subió hasta donde estábamos nosotros. Luego se deshizo.


Por un rato, el viento que soplaba desde abajo nos trajo un tumulto de voces amontonadas, haciendo un ruido igual al que hace el agua crecida cuando rueda sobre pedregales.


En seguida, saliendo de allá mismo, otro grito torció por el recodo de la barranca, volvió a rebotar en los paredones y llegó todavía con fuerza junto a nosotros:


“¡ Viva mi general Petronilo Flores!”


Nosotros nos miramos.


La Perra se levantó despacio, quitó el cartucho a la carga de su carabina y se lo guardó en la bolsa de la camisa. Después se arrimó a donde estaban Los cuatro y les dijo: “Síganme, muchachos, vamos a ver qué toritos toreamos!” Los cuatro hermanos Benavides se fueron detrás de él, agachados; solamente la Perra iba bien tieso, asomando la mitad de su cuerpo flaco por encima de la cerca.


Nosotros seguimos allí, sin movernos. Estábamos alineados al pie del lienzo, tirados panza arriba, como iguanas calentándose al sol.


La cerca de piedra culebreaba mucho al subir y bajar por las lomas, y ellos, la Perra y los Cuatro, iban también culebreando como si fueran los pies trabados. Así los vimos perderse de nuestros ojos. Luego volvimos la cara para poder ver otra vez hacia arriba y miramos las ramas bajas de los amoles que nos daban tantita sombra. Olía a eso; a sombra recalentada por el sol. A amoles podridos.





ES QUE SOMOS MUY POBRES



Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.


Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río.


El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y, sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.





LA NOCHE QUE LO DEJARON SOLO



-¿Por qué van tan despacio? -les preguntó Feliciano Ruelas a los de adelante-. Así acabaremos por dormirnos. ¿Acaso no les urge llegar pronto?


-Llegaremos mañana amaneciendo -le contestaron.


Fue lo último que les oyó decir. Sus últimas palabras. Pero de eso se acordaría después, al día siguiente.


Allí iban los tres, con la mirada en el suelo, tratando de aprovechar la poca claridad de la noche.


“Es mejor que esté oscuro. Así no nos verán.” También habían dicho eso, un poco antes, o quizá la noche anterior. No se acordaba. El sueño le nublaba el pensamiento.


Ahora, en la subida, lo vio venir de nuevo. Sintió cuando se le acercaba, rodeándolo como buscándole la parte más cansada. Hasta que lo tuvo encima, sobre su espalda, donde llevaba terciados los rifles.


Mientras el terreno estuvo parejo, caminó deprisa. Al comenzar la subida, se retrasó; su cabeza empezó a moverse despacio, más lentamente conforme se acortaban sus pasos. Los otros pasaron junto a él, ahora iban muy adelante y él seguía balanceando su cabeza dormida.


Se fue rezagando. Tenía el camino enfrente, casi a la altura de sus ojos. Y el peso de los rifles. Y el sueño trepado allí donde su espalda se encorvaba.





NOS HAN DADO LA TIERR A



Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.


Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.


Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.


Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:


-Son como las cuatro de la tarde.


Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: “Somos cuatro”. Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.


Faustino dice:


-Puede que llueva.




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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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