¡Hola, lectores!Juan Rulfo es un genio de la narrativa y digo "es" porque est谩 vivo y lo estar谩 cada vez que leamos sus cuentos, pues sus historias nos aterrizan en la crudeza de la realidad, pero al mismo tiempo en la belleza de la vida. Espero que disfruten este relato que tiene mucho de eso y m谩s. ¡Leamos!
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Arte de Alfredo Ramos Mart铆nez. |
EL HOMBRE
Los pies del hombre se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezu帽a de alg煤n animal. Treparon sobre las piedras, engarru帽谩ndose al sentir la inclinaci贸n de la subida; luego caminaron hacia arriba, buscando el horizonte.
“Pies planos —dijo el que lo segu铆a—. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas se帽as. As铆 que ser谩 f谩cil.”
La vereda sub铆a, entre yerbas, llena de espinas y de malas mujeres. Parec铆a un camino de hormigas de tan angosta. Sub铆a sin rodeos hacia el cielo. Se perd铆a all铆 y luego volv铆a a aparecer m谩s lejos, bajo un cielo m谩s lejano.
Los pies siguieron la vereda, sin desviarse. El hombre camin贸 apoy谩ndose en los callos de sus talones, raspando las piedras con las u帽as de sus pies, rasgu帽谩ndose los brazos, deteni茅ndose en cada horizonte para medir su fin: “No el m铆o sino el de 茅l”, dijo. Y volvi贸 la cabeza para ver qui茅n hab铆a hablado.
Ni una gota de aire, s贸lo el eco de su ruido entre las ramas rotas. Desvanecido a fuerza de ir a tientas, calculando sus pasos, aguantando hasta la respiraci贸n: “Voy a lo que voy”, volvi贸 a decir. Y supo que era 茅l el que hablaba.
“Subi贸 por aqu铆, rastrillando el monte —dijo el que lo persegu铆a—. Cort贸 las ramas con un machete. Se conoce que lo arrastraba el ansia. Y el ansia deja huellas siempre. Eso lo perder谩.”
Comenz贸 a perder el 谩nimo cuando las horas se alargaron y detr谩s de un horizonte estaba otro y el cerro por donde sub铆a no terminaba. Sac贸 el machete y cort贸 las ramas duras como ra铆ces y tronch贸 la yerba desde la ra铆z. Masc贸 un gargajo mugroso y lo arroj贸 a la tierra con coraje. Se chup贸 los dientes y volvi贸 a escupir. E1 cielo estaba tranquilo all谩 arriba, quieto, trasluciendo sus nubes entre la silueta de los palos guajes, sin hojas. No era tiempo de hojas. Era ese tiempo seco y ro帽oso de espinas y de espigas secas y silvestres. Golpeaba con ansia los matojos con el machete: “Se amellar谩 con este trabajito, m谩s te vale dejar en paz las cosas”.
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Oy贸 all谩 atr谩s su propia voz.
“Lo se帽al贸 su propio coraje —dijo el perseguidor—. 脡l ha dicho qui茅n es, ahora s贸lo falta saber d贸nde est谩. Terminar茅 de subir por donde subi贸, despu茅s bajar茅 por donde baj贸, rastre谩ndolo hasta cansarlo. Y donde yo me detenga, all铆 estar谩. Se arrodillar谩 y me pedir谩 perd贸n. Y yo le dejar茅 ir un balazo en la nuca... Eso suceder谩 cuando yo te encuentre.”
Lleg贸 al final. S贸lo el puro cielo, cenizo, medio quemado por la nublaz贸n de la noche. La tierra se hab铆a ca铆do para el otro lado. Mir贸 la casa enfrente de 茅l, de la que sal铆a el 煤ltimo humo del rescoldo. Se enterr贸 en la tierra blanda, reci茅n removida. Toc贸 la puerta sin querer, con el mango del machete. Un perro lleg贸 y le lami贸 las rodillas, otro m谩s corri贸 a su alrededor moviendo la cola. Entonces empuj贸 la puerta s贸lo cerrada a la noche.
E1 que lo persegu铆a dijo: “Hizo un buen trabajo. Ni siquiera los despert贸. Debi贸 llegar a eso de la una, cuando el sue帽o es m谩s pesado; cuando comienzan los sue帽os; despu茅s del ‘Descansen en paz’, cuando se suelta la vida en manos de la noche con el cansancio del cuerpo raspa las cuerdas de la desconfianza y las rompe”.
“No deb铆 matarlos a todos —dijo el hombre—. ”Al menos no a todos”. Eso fue lo que dijo.
La madrugada estaba gris, llena de aire fr铆o. Baj贸 hacia el otro lado, resbal谩ndose por el zacatal. Solt贸 el machete que llevaba todav铆a apretado en la mano cuando el fr铆o le entumeci贸 las manos. Lo dej贸 all铆. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas.
El hombre baj贸 buscando el r铆o, abriendo una nueva brecha entre el monte.
Muy abajo el r铆o corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vuelta sobre s铆 mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podr铆a dormir all铆, junto a 茅l, y alguien oir铆a la respiraci贸n de uno, pero no la del r铆o. La hiedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telara帽as que el r铆o no deshace en ning煤n tiempo.
El hombre encontr贸 la l铆nea del r铆o por el color amarillo de los sabinos. No lo o铆a. S贸lo lo ve铆a retorcerse bajo las sombras. Vio venir las chachalacas. La tarde anterior se hab铆an ido siguiendo, el sol, volando en parvadas detr谩s de la luz. Ahora el sol estaba por salir y ellas regresaban de nuevo.
Se persign贸 hasta tres veces. “Disc煤lpenme”, les dijo. Y comenz贸 su tarea. Cuando lleg贸 al tercero, le sal铆an chorretes de l谩grimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso. Se defiende aunque se haga a la resignaci贸n y el machete estaba mellado: “Ustedes me han de perdonar”, volvi贸 a decirles.
“Se sent贸 en la arena de la playa —eso dijo el que lo persegu铆a—. Se sent贸 aqu铆 y no se movi贸 por un largo rato. Esper贸 a que despejaran las nubes. Pero el sol no sali贸 ese d铆a, ni al siguiente. Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me muri贸 el reci茅n nacido y fuimos a enterrarlo. No ten铆amos tristeza, s贸lo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban deste帽idas y marchitas como si sintieran la falta del sol.”
“E1 hombre ese se qued贸 aqu铆, esperando. All铆 estaban sus huellas: el nido que hizo junto a los matorrales; el calor de su cuerpo abriendo un pozo en la tierra h煤meda.”
“No deb铆 haberme salido de la vereda —pens贸 el hombre. Por all谩 hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchaz贸n rara. Yo as铆 lo siento. Cuando sent铆 que me hab铆a cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta despu茅s. As铆 ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna se帽al. As铆 lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cans贸”. Luego a帽adi贸: “No deb铆 matarlos a todos; me hubiera conformado con el que ten铆a que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Despu茅s de todo, as铆 de a muchos les costar谩 menos el entierro.”
“Te cansar谩s primero que yo. Llegar茅 a donde quieres llegar antes que t煤 est茅s all铆 —dijo el que iba detr谩s de 茅l—. Me s茅 de memoria tus intenciones, qui茅n eres y de d贸nde eres y ad贸nde vas. Llegar茅 antes que t煤 llegues.”
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“Este no es el lugar —dijo el hombre al ver el r铆o—.“Lo cruzar茅 aqu铆 y luego m谩s all谩 y quiz谩 salga a la misma orilla. Tengo que estar al otro lado, donde no me conocen, donde nunca he estado y nadie sabe de m铆; luego caminar茅 derecho, hasta llegar. De all铆 nadie me sacar谩 nunca”.
Pasaron m谩s parvadas de chachalacas, graznando con gritos que ensordec铆an.
“Caminar茅 m谩s abajo. Aqu铆 el se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar.”
“Nadie te har谩 da帽o nunca, hijo. Estoy aqu铆 para protegerte. Por eso nac铆 antes que t煤 y mis huesos se endurecieron antes que los tuyos”.
O铆a su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sent铆a sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qu茅 habr铆a dicho aquello? Ahora su hijo se estar铆a burlando de 茅l. O tal vez no. “Tal vez est茅 lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra 煤ltima hora”. Porque era tambi茅n la m铆a; era 煤nicamente la m铆a. 脡1 vino por m铆. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que 茅l so帽aba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguraci贸n. Igual que lo que yo hice con su hermano; pero lo hice cara a cara, Jos茅 Alcanc铆a, frente a 茅l y frente a ti y t煤 nom谩s llorabas y temblabas de miedo. Desde entonces supe qui茅n eras y c贸mo vendr铆as a buscarme. Te esper茅 un mes, despierto de d铆a y de noche, sabiendo que llegar铆as a rastras, escondido como una mala v铆bora. Y llegaste tarde. Y yo tambi茅n llegu茅 tarde. Llegu茅 detr谩s de ti. Me entretuvo el entierro del reci茅n nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qu茅 se me marchitaron las flores en la mano.”
“No deb铆 matarlos a todos —iba pensando el hombre—. No val铆a la pena echarme ese tercio tan pesado en mi espalda. Los muertos pesan m谩s que los vivos; lo aplastan a uno. Deb铆a de haberlos tentaleado de uno por uno hasta dar con 茅l; lo hubiera conocido por el bigote; aunque estaba oscuro hubiera sabido d贸nde pegarle antes que se levantara... Despu茅s de todo, as铆 estuvo mejor. Nadie los llorar谩 y yo vivir茅 en paz. La cosa es encontrar el paso para irme de aqu铆 antes que me agarre la noche.”
El hombre entr贸 a la angostura del r铆o por la tarde. E1 sol no hab铆a salido en todo el d铆a, pero la luz se hab铆a borneado, volteando las sombras; por eso supo que era despu茅s del mediod铆a.
“Est谩s atrapado —dijo el que iba detr谩s de 茅l y que ahora estaba sentado a la orilla del r铆o—. Te has metido en un atolladero. Primero haciendo tu fechor铆a y ahora yendo hacia los cajones, hacia tu propio caj贸n. No tiene caso que te siga hasta all谩. Tendr谩s que regresar en cuanto te veas enca帽onado. Te esperar茅 aqu铆. Aprovechar茅 el tiempo para medir la punter铆a, para saber d贸nde te voy a colocar la bala. Tengo paciencia y t煤 no la tienes, as铆 que 茅sa es mi ventaja. Tengo mi coraz贸n que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo est谩 desbaratado, revenido y lleno de pudrici贸n. Esa es tambi茅n mi ventaja. Ma帽ana estar谩s muerto, o tal vez pasado ma帽ana o dentro de ocho d铆as. No importa el tiempo. Tengo paciencia.”
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E1 hombre vio que el r铆o se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. “Tendr茅 que regresar”, dijo.
E1 r铆o en estos lugares es ancho y hondo y no tropieza con ninguna piedra. Se resbala en un cauce como de aceite espeso y sucio. Y de vez en cuando se traga alguna rama en sus remolinos, sorbi茅ndola sin que se oiga ning煤n quejido.
“Hijo —dijo el que estaba sentado esperando—: no tiene caso que te diga que el que te mat贸 est谩 muerto desde ahora”. ¿Acaso yo ganar茅 algo con eso? La cosa es que yo no estuve contigo. ¿De qu茅 sirve explicar nada? No estaba contigo. Eso es todo. Ni con ella. Ni con 茅l. “No estaba con nadie; porque el reci茅n nacido no me dej贸 ninguna se帽al de recuerdo.”
El hombre recorri贸 un largo tramo r铆o arriba.
En la cabeza le rebotaban burbujas de sangre. “Cre铆 que el primero iba a despertar a los dem谩s con su estertor, por eso me di prisa.” “Disc煤lpenme la apuraci贸n”, les dijo. Y despu茅s sinti贸 que el gorgoreo aquel era igual al ronquido de la gente dormida; por eso se puso tan en calma cuando sali贸 a la noche de afuera, al fr铆o de aquella noche nublada.
Parec铆a venir huyendo. Tra铆a una porci贸n de lodo en las zancas, que ya ni se sab铆a cu谩l era el color de sus pantalones.
Lo vi desde que se zambull贸 en el r铆o. Apechug贸 el cuerpo y luego se dej贸 ir corriente abajo, sin manotear, como si caminara pisando el fondo. Despu茅s rebas贸 la orilla y puso sus trapos a secar. Lo vi que temblaba de fr铆o. Hac铆a aire y estaba nublado.
Me estuve asomando desde el boquete de la cerca donde me ten铆a el patr贸n al encargo de sus borregos. Volv铆a y miraba a aquel hombre sin que 茅l se maliciara que alguien lo estaba espiando.
Se apalanc贸 en sus brazos y se estuvo estirando y aflojando su humanidad, dejando orear el cuerpo para que se secara. Luego se enjaret贸 la camisa y los pantalones agujerados. vi que no tra铆a machete ni ning煤n arma. S贸lo la pura funda que le colgaba de la cintura, hu茅rfana.
Mir贸 y remir贸 para todos lados y se fue. Y ya iba yo a enderezarme para arriar mis borregos, cuando lo volv铆 a ver con la misma traza de desorientado.
Se meti贸 otra vez al r铆o, en el brazo de en medio, de regreso.
“¿Qu茅 traer谩 este hombre?”, me pregunt茅.
Y nada. Se ech贸 de vuelta al r铆o y la corriente se solt贸 zangolote谩ndolo como un reguilete, y hasta por poco y se ahoga. Dio muchos manotazos y por fin no pudo pasar y sali贸 all谩 a bajo, echando buches de agua hasta desentriparse.
Volvi贸 a hacer la operaci贸n de secarse en pelota y luego arrend贸 r铆o arriba por el rumbo de donde hab铆a venido.
Que me lo dieran ahorita. De saber lo que hab铆a hecho lo hubiera apachurrado a pedradas y ni siquiera me entrar铆a el remordimiento.
Ya lo dec铆a yo que era un juil贸n. Con s贸lo verle la cara. Pero no soy adivino, se帽or licenciado. S贸lo soy un cuidador de borregos y hasta s铆 usted quiere algo miedoso cuando da la ocasi贸n. Aunque, como usted dice, lo pude muy bien agarrar desprevenido y una pedrada bien dada en la cabeza lo hubiera dejado all铆 bien tieso. Usted ni quien se lo quite que tiene la raz贸n.
Eso que me cuenta de todas las muertes que deb铆a y que acababa de efectuar, no me lo perdono. Me gusta matar matones, cr茅ame usted. No es la costumbre; pero se ha de sentir sabroso ayudarle a Dios a acabar con esos hijos del mal.
La cosa es que no todo qued贸 all铆. Lo vi venir de nueva cuenta al d铆a siguiente. Pero yo todav铆a no sab铆a nada. ¡De haberlo sabido!
Lo vi venir m谩s flaco que el d铆a antes con los huesos afuerita del pellejo, con la camisa rasgada. No cre铆 que fuera 茅l, as铆 estaba de desconocido.
Lo conoc铆 por el arrastre de sus ojos: medio duros, como que lastimaban. Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien est谩 enjuag谩ndose la boca; pero lo que pasaba era que se hab铆a tragado un buen pu帽o de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Deb铆a de tener hambre.
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Le vi los ojos, que eran dos agujeros oscuros como de cueva. Se me arrim贸 y me dijo: “¿Son tuyas esas borregas?” Y yo le dije que no. “Son de quien las pari贸”, eso le dije.
No le hizo gracia la cosa. Ni siquiera pel贸 el diente. Se peg贸 a la m谩s hobachona de mis borregas y con sus manos como tenazas le agarr贸 las patas y le sorbi贸 el pez贸n. Hasta ac谩 se o铆an los balidos del animal; pero 茅l no la soltaba, segu铆a chupe y chupe hasta que se hasti贸 de mamar. Con decirle que tuve que echarle creolina en las ubres para que se le desinflamaran y no se le fueran a infestar los mordiscos que el hombre les hab铆a dado.
¿Dice usted que mat贸 a toditita la familia de los Urquidi? De haberlo sabido lo atajo a puros le帽azos.
Pero uno es ignorante. Uno vive remontado en el cerro, sin m谩s trato que los borregos, y los borregos no saben de chismes.
Y al otro d铆a se volvi贸 a aparecer. Al llegar yo, lleg贸 茅l. Y hasta entramos en amistad.
Me cont贸 que no era de por aqu铆, que era de un lugar muy lejos; pero que no pod铆a andar ya porque le fallaban las piernas: “Camino y camino y ando nada. Se me doblan las piernas de la debilidad. Y mi tierra est谩 lejos, m谩s all谩 de aquellos cerros.” Me cont贸 que se hab铆a pasado dos d铆as sin comer m谩s que puros yerbajos. Eso me dijo. ¿Dice usted que ni piedad le entr贸 cuando mat贸 a los familiares de los Urquidi? De haberlo sabido se habr铆a quedado en juicio y con la boca abierta mientras estaba bebi茅ndose la leche de mis borregas.
Pero no parec铆a malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos.Y de lo lejos que estaban de 茅l. Se sorb铆a los mocos al acordarse de ellos.
Y estaba reflaco, como trasijado. Todav铆a ayer se comi贸 un pedazo de animal que se hab铆a muerto del rel谩mpago. Parte amaneci贸 comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que qued贸 茅l la tatem贸 en las brasas que yo prend铆a para calentarme las tortillas y le dio fin. Ru帽贸 los huesos hasta dejarlos pelones.
“El animalito muri贸 de enfermedad”, le dije yo.
Pero como si ni me oyera. Se lo trag贸 enterito. Ten铆a hambre.
Pero dice usted que acab贸 con la vida de esa gente. De haberlo sabido. Lo que es ser ignorante y confiado. Yo no soy m谩s que borreguero y de ah铆 en m谩s no se nada. ¡Con decirles que se com铆a mis mismas tortillas y que las embarraba en mi mismo plato!
¿De modo que ahora que vengo a decirle lo que s茅, yo salgo encubridor? Pos ahora s铆. ¿Y dice usted que me va a meter a la c谩rcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mat贸 a la familia esa. Yo s贸lo vengo a decirle que all铆 en un charco del r铆o est谩 un difunto. Y usted me alega que desde cu谩ndo y c贸mo es y de qu茅 modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ahora s铆.
Cr茅ame usted, se帽or licenciado, que de haber sabido qui茅n era aquel hombre no me hubiera faltado el modo de hacerlo perdidizo. ¿Pero yo qu茅 sab铆a? Yo no soy adivino. 脡l s贸lo me ped铆a de comer y me platicaba de sus muchachos, chorreando l谩grimas.
Y ahora se ha muerto. Yo cre铆 que hab铆a puesto a secar sus trapos entre las piedras del r铆o; pero era 茅l, enterito, el que estaba all铆 boca abajo, con la cara metida en el agua. Primero cre铆 que se hab铆a doblado al empinarse sobre el r铆o y no hab铆a podido ya enderezar la cabeza y que luego se hab铆a puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le sal铆a por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado.
Yo no voy a averiguar eso. S贸lo vengo a decirle lo que pas贸, sin quitar ni poner nada. Soy borreguero y no s茅 de otras cosas.
Fin
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