Tengo mucho cari帽o por F. Scott Fitzgerald, pero no me refiero a la persona sino a la producci贸n literaria. Una de las mejores frases que he le铆do en mi vida y que jam谩s olvidar茅 es: "cuando sientas deseos de criticar a alguien, recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que t煤". Una de las composiciones m谩s sensibles al bien com煤n.
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Desde entonces she sentido el m谩s hondo respeto por Fitzgerald e incluso me debo un libro que mencionaron en la serie de Netflix: YOU "Suave es la noche". Pero te comparto el siguiente relato inolvidable y quisiera saber qu茅 te pareci贸.
AMOR EN LA NOCHE
Aquellas palabras conmovieron a Val. Le hab铆an venido a la cabeza de pronto, aquella tarde de abril fresca y dorada, y se las repet铆a una y otra vez: “Amor en la noche; amor en la noche”. Las pronunci贸 en tres idiomas —ruso, franc茅s e ingl茅s—, y decidi贸 que sonaban mejor en ingl茅s. En cada idioma significaban un tipo diferente de amor y un tipo diferente de noche: la noche inglesa parec铆a la m谩s c谩lida y suave, con la lluvia de estrellas m谩s di谩fana y cristalina. El amor ingl茅s parec铆a el m谩s fr谩gil y rom谩ntico: un vestido blanco y una cara en penumbra y unos ojos que eran remansos de luz. Y, si a帽ado que en realidad Val pensaba en una noche francesa, comprendo que debo retroceder y empezar desde el principio.
Val era mitad ruso y mitad norteamericano. Su madre era hija de aquel Morris Hasylton que fue uno de los patrocinadores de la Feria Internacional de Chicago de 1892, y su padre —v茅ase el Almanaque de Gotha, edici贸n de 1910— era el pr铆ncipe Pablo Sergio Boris Rostoff, hijo del pr铆ncipe Vladimir Rostoff, nieto de un gran duque —conocido como Sergio el Charlat谩n—, y primo tercero y distanciado del zar. Era, como se ve, impresionante: casa en San Petersburgo, un pabell贸n de caza cerca de Riga, y una lujos铆sima villa, m谩s bien un palacio, con vistas al Mediterr谩neo. En aquella villa de Cannes pasaban el invierno los Rostoff, y lo 煤ltimo que se le pod铆a recordar a la princesa Rostoff era que aquella villa de la Riviera, desde la fuente de m谩rmol —estilo Bernini— hasta las doradas copas de licor —estilo sobremesa—, hab铆a sido pagada con oro americano.
Los rusos, por supuesto, viv铆an alegres en Europa en los d铆as festivos de antes de la guerra. De las tres razas que usaban el mediod铆a franc茅s como parque de atracciones eran, con mucho, los m谩s distinguidos. Los ingleses eran demasiado pragm谩ticos, y los americanos, aunque gastaran con generosidad, no ten铆an una tradici贸n de comportamiento rom谩ntico. Pero los rusos… Eran tan galantes como los latinos y adem谩s eran ricos. Cuando los Rostoff llegaban a Cannes a finales de enero, los due帽os de restaurantes telegrafiaban al norte para que pegaran en las botellas de champ谩n las etiquetas de las marcas favoritas del pr铆ncipe, y los joyeros apartaban las piezas m谩s incre铆bles y maravillosas para mostr谩rselas al pr铆ncipe —pero no a la princesa—, y barr铆an y adornaban la iglesia rusa por si al pr铆ncipe se le ocurr铆a pedir ortodoxamente perd贸n por sus pecados. Y hasta el Mediterr谩neo tomaba en su honor un intenso color de vino en las tardes de primavera, y los barcos de pesca, con las velas hinchadas como el pecho de un petirrojo holgazaneaban primorosamente a poca distancia de la costa.
El joven Val se daba cuenta vagamente de que todo aquello se organizaba en beneficio suyo y de su familia. Aquella ciudad peque帽a y blanca, a orillas del mar, era un privilegio y un para铆so donde ten铆a libertad para hacer lo que quisiera porque era rico y joven y la sangre de Pedro el Grande corr铆a azul por sus venas. Solo ten铆a diecisiete a帽os en 1914, cuando comienza esta historia, aunque ya se hab铆a batido en duelo con un joven cuatro a帽os mayor que 茅l, y, como prueba, ten铆a una peque帽a cicatriz sin pelo en su preciosa coronilla.
Pero el asunto del amor en la noche era lo que m谩s le llegaba al coraz贸n. Era un sue帽o vago y agradable, algo que le suceder铆a alguna vez, 煤nico e incomparable. Lo 煤nico que pod铆a decir sobre aquel asunto era que aparecer铆a una chica maravillosa y desconocida y que tendr铆a lugar bajo la luna de la Riviera.
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Lo raro no fue que abrigara aquella esperanza amorosa, desbordante y a la vez casi espiritual, pues todos los chicos con algo de imaginaci贸n abrigan esperanzas semejantes: lo raro fue que se cumpliera. Y, cuando aquello sucedi贸, sucedi贸 de improviso: fue tal la confusi贸n de sensaciones y emociones, de frases sorprendentes que acud铆an a sus labios, de visiones y ruidos, de momentos que llegaban, y se perd铆an, y ya eran pasado, que apenas enrendi贸 nada. Y quiz谩 la misma inmaterialidad de aquellos instantes los grab贸 para siempre en su coraz贸n y su memoria.
Aquella primavera el amor estaba en el aire, a su alrededor: los amor铆os de su padre, por ejemplo, que eran muchos e indiscretos, y de los que Val se fue enterando poco a poco por los chismorreos de los criados, y definitivamente cuando una tarde descubri贸 a su madre, la americana, tronando hist茅ricamentte contra el retrato de su padre que presid铆a el sal贸n. En el cuadro su padre vest铆a uniforme blanco con dolm谩n de piel y miraba impasible a su mujer como si dijera: “¿Cre铆as, querida, que te hab铆as casado para formar parte de una familia de cl茅rigos?”
Val se alej贸 de puntillas, sorprendido, confuso y turbado. No se escandaliz贸, como se hubiera escandalizado un chico norteamericano de su edad. Sab铆a, desde hac铆a a帽os, c贸mo era la vida de los europeos ricos, y lo 煤nico que le censuraba a su padre era que hiciera llorar a su madre.
El amor lo envolv铆a: el amor sin tacha y el amor il铆cito. Deambulando por el paseo mar铆timo, a las nueve de la noche, cuando brillaban tanto las estrellas que rivalizaban con las farolas el茅ctricas, adivinaba el amor en todas partes. De las terrazas de los caf茅s, animadas por los vestidos a la 煤lrima moda de Par铆s, llegaba un olor dulce y picante a flores y chartreuse, a caf茅 reci茅n hecho y cigarrillos, y entremezclado con aquel olor percib铆a otro aroma, el aroma misterioso y excitante del amor. Manos acariciaban manos rutilantes de joyas sobre las mesas blancas. Los alegres vestidos y las pecheras blancas de las camisas vibraban al un铆sono, y las llamas de los f贸sforos temblaban un poco, antes de encender lenramente los cigarrillos. Al otro lado del bulevar, enamorados menos elegantes, j贸venes franceses que trabajaban en las tiendas de Cannes, paseaban con sus novias a la sombra de los 谩rboles, pero los ojos j贸venes de Val rara vez miraban hacia all铆. El esplendor de la m煤sica y los colores vivos y las palabras en voz baja eran su sue帽o. Eran, en esencia, las galas del amor en la noche.
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Aunque adoptaba, en la medida de sus posibilidades, la expresi贸n feroz propia de un joven caballero ruso que recorre solo las calles, Val empezaba a sentirse desgraciado. El crep煤sculo de abril hab铆a sucedido al crep煤sculo de marzo, la primavera casi hab铆a Terminado, y a煤n no hab铆a descubierto qu茅 hacer en las tardes c谩lidas de primavera. Las chicas de diecis茅is y diecisiete a帽os que conoc铆a estaban perfectamente vigiladas por sus madres y parientes desde que anochec铆a hasta que se iban a la cama —recordad que era antes de la guerra—, y las que hubieran paseado gustosamente con 茅l ofend铆an su deseo rom谩ntico. Y as铆 pasaba abril: una, dos, tres semanas…
Hab铆a estado jugando al tenis hasta las siete, y se qued贸 vagabundeando por las pisras otra hora, as铆 que eran las ocho y media cuando el cansado caballo del coche de alquiler lleg贸 a la cima de la colina sobre la que resplandec铆a la fachada de la villa de los Rostoff. Los faros de la limosina de su madre brillaban amarillos en el camino, y la princesa, aboton谩ndose los guantes, cruzaba en aquel momento la cancela reluciente. Val le lanz贸 dos francos al cochero y fue a besar a su madre.
—No me toques —se apresur贸 a decir la madre—. Has estado tocando dinero.
—Pero no con la boca, madre —protest贸, en tono festivo.
La princesa lo mir贸 con impaciencia.
—Estoy de mal humor —dijo—. ¿Precisamente ten铆as que llegar tarde esta noche? Estamos invitados a cenar en un yate, y t煤 ten铆as que venir.
—¿Un yate?
—S铆, de unos americanos —siempre hab铆a en su voz una sutil iron铆a cuando mencionaba su tierra natal. Su Am茅rica era el Chicago de los a帽os noventa, que todav铆a imaginaba como la inmensa escalera de una carnicer铆a. Ni siquiera los desprop贸sitos del pr铆ncipe Pablo eran un precio demasiado alto para su fuga.
—Dos yates —prosigui贸—. La verdad es que no sabernos muy bien qu茅 yate es. La nota era poco precisa, muy poco formal.
Americanos. La madre de Val le hab铆a ense帽ado a mirar por encima del hombro a los americanos, pero no hab铆a conseguido que 1 desagradaran. Los americanos se daban cuenta de que exist铆as, aunqUe tuvieras diecisiete a帽os. Los americanos le ca铆an simp谩ticos. Era totalmente ruso, pero no era inmaculadamente ruso: la proporci贸n exacta como la de un jab贸n famoso, era de un noventa y nueve y tres cuartos por ciento.
—Quiero ir —dijo—. Me dar茅 prisa, madre, me dar茅… —Ya es tarde —la princesa se volvi贸 cuando su marido apareci贸 en la cancela—. Val dice ahora que quiere venir.
—Pues no puede —dijo el pr铆ncipe Pablo, tajante—. Ha llegado escandalosamente tarde.
Val asinti贸. Los arist贸cratas rusos, por indulgentes que fueran consigo mismos, siempre eran admirablemente espartanos con sus hijos. Era imposible discutir. —Lo siento —dijo.
El pr铆ncipe Pablo gru帽贸. El lacayo, de librea roja y plata, abri贸 la puerta de la limusina. Pero el gru帽ido hab铆a decidido la cuesti贸n a favor de Val, porque la princesa Rostoff, en aquel d铆a y hora precisos, ten铆a ciertas quejas contra su marido que le daban el dominio de la situaci贸n dom茅stica.
—Lo he pensado mejor: es mejor que vengas, Val —anunci贸 la princesa con poco entusiasmo—. Ya es tarde, pero ven despu茅s de la cena. El yate es el Minnehaha o el Privateer —entr贸 en la limusina—. El que est茅 m谩s animado. Me figuro que el yate de los Jackson…
—Encontrar requiere sentido com煤n —murmur贸 el pr铆ncipe cr铆pticamente, dando a entender que Val encontrar铆a el yate si ten铆a alg煤n sentido com煤n—. Que mi ayuda de c谩mara te eche un vistazo antes de salir. Ponte una corbata m铆a en lugar de ese escandaloso lazo que llevabas en Viena. Ya es hora de que te portes como un hombre.
Mientras la limusina se arrastraba crepitando por el camino de grava, la cara de Val ard铆a.
II
Hab铆a oscurecido en el puerto de Cannes, o parec铆a a oscuras tras el esplendor del paseo que Val acababa de dejar atr谩s. Tres faros mortecinos y d茅biles rutilaban en la d谩rsena sobre los innumerables barcos de pesca que se amontonaban como conchas en la playa. En el agua, m谩s lejos, hab铆a m谩s luces, all铆 donde una flota de yates esbeltos surcaba la corriente con lenta dignidad, y, m谩s lejos a煤n, una luna llena y en su punto convert铆a la superficie del agua en una brillante pista de baile. De vez en cuando se o铆a un crujido, un chirrido, un gotear, cuando un bote de remos avanzaba por las aguas poco profundas y su silueta borrosa atravesaba el laberinto oscilante de lanchas y barcas de pesca. Val, que descend铆a por la aterciopelada pendiente de arena, tropez贸 con un marinero dormido y percibi贸 un olor rancio a ajo y vino barato. Cogi贸 al hombre por los hombros y el hombre abri贸 los ojos, asustado.
—¿Sabe d贸nde est谩n fondeados el Minnehaha y el Privateer?
Mientras se deslizaban por la bah铆a se tumb贸 en la popa: miraba con algo parecido a la insatisfacci贸n la luna de la Riviera. No hab铆a duda: era la luna ideal, perfecta. Frecuentemente, cinco de cada siete noches, la luna era la ideal. Y la brisa era suave, tan encantadora que hac铆a da帽o, y sonaba la m煤sica, acordes mezclados de muchas orquestas, la m煤sica que ven铆a de la playa. Hacia el este se extend铆a el oscuro cabo de Antibes, y Niza, y m谩s all谩 Montecarlo, donde la noche tintineaba rebosante de oro. Alg煤n d铆a disfrutar铆a de todo aquello, conocer铆a sus placeres y triunfos: cuando fuera demasiado viejo y juicioso para que le importara.
Pero aquella noche… aquella noche, la corriente de plata que se rizaba como un gran tirabuz贸n hacia la luna, las luces tenues y rom谩nticas de Cannes a su espalda, el amor en el aire, irresistible e inefable…, aquella noche, todo aquello, iba a desperdiciarse para siempre.
—¿Cu谩l es? —pregunt贸 de pronto el barquero.
—¿Qu茅? —pregunt贸 Val, levant谩ndose.
—¿Cu谩l es el barco?
Se帽al贸 con el dedo. Val se volvi贸. Por encima de 茅l se levantaba la proa gris de un yate, como una espada. En el espacio de tiempo que hab铆a durado el ansia insistente de su deseo hab铆an recorrido casi un kil贸metro.
Ley贸 las letras de bronce, sobre su cabeza. Era el Privateer, pero solo hab铆a a bordo luces d茅biles, ni m煤sica ni voces, solo el murmullo, el chapoteo intermitente de las olas mansas que lam铆an los costados del yate.
—El otro —dijo Val—, el Minnehaha.
—No os vay谩is todav铆a.
Val se asust贸. La voz, baja y suave, descend铆a desde las tinieblas de cubierta.
—¿Es que ten茅is prisa? —dijo la voz suave—. Hab铆a cre铆do que alguien ven铆a a verme y he sufrido una desilusi贸n terrible.
El barquero levant贸 los remos y mir贸, indeciso, a Val. Pero Val callaba, as铆 que el hombre hundi贸 los remos en el agua y dirigi贸 majestuosamente la barca hacia la luz de la luna.
—¡Espere un momento! —grit贸 Val entonces.
—Adi贸s —dijo la voz—. Volved cuando os pod谩is quedar m谩s tiempo.
—Me quedo ahora —contest贸 Val, jadeante.
Dio las 贸rdenes precisas y la barca vir贸 y volvi贸 al pie de la escala de cuerda. Alguien joven, alguien con un vestido blanco y vaporoso, alguien que hablaba en voz baja, con una voz preciosa, lo llamaba desde la oscuridad de terciopelo. “¡Si le viera los ojos!”, se dijo. Le gustaba el sonido rom谩ntico de aquellas palabras y las repiti贸 con un suspiro: “¡Si le viera los ojos!”.
—¿Qui茅n eres? —ahora estaba cerca, sobre 茅l. Lo miraba desde cubierta y Val la miraba desde la escala, mientras sub铆a, y, cuando sus ojos se encontraron, los dos se echaron a re铆r.
Era muy joven, delgada, casi fr谩gil, y el vestido, sencillo y blanco, acentuaba su juventud. Dos manchas oscuras y tenues en las mejillas se帽alaban d贸nde brillaba el color a la luz del d铆a.
—¿Qui茅n eres? —repiti贸, retrocediendo y riendo de nuevo cuando la cabeza de Val apareci贸 en cubierta—. Tengo miedo y quiero saber qui茅n eres.
—Soy un caballero —dijo Val, e hizo una reverencia. —¿Qu茅 clase de caballero? Hay muchas clases de caballeros. Hab铆a un… un caballero negro en la mesa de al lado en Par铆s, as铆 que… —se interrumpi贸 de pronto—. No eres americano, ¿verdad?
—Soy ruso —dijo Val, como hubiera anunciado que era un arc谩ngel. Y, sin pensarlo demasiado, a帽adi贸—: Y soy el m谩s afortunado de los rusos. Todo el d铆a, toda la primavera, he estado so帽ando con enamorarme en una noche as铆, y ahora el cielo te ha enviado.
—¡Un momento! —dijo ella, domin谩ndose para no gritar—Ahora estoy segura de que esta visita es una equivocaci贸n. No estoy para cosas as铆. ¡Por favor!
—Te ruego que me perdones —la mir贸 perplejo, sin darse cuenta de que hab铆a dado por sentadas demasiadas cosas. Y se puso muy derecho, ceremoniosamente—. Me he equivocado. Si me lo permite, me retirar茅.
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Dio media vuelta. Ten铆a la mano en la barandilla.
—Espera —dijo ella, apart谩ndose de los ojos un mech贸n de pelo descontrolado—. Pens谩ndolo mejor, puedes decir todas las tonter铆as que quieras, pero no te vayas. Estoy muy triste y no me quiero quedar sola.
Val titube贸; hab铆a algo que no acababa de entender. Hab铆a dado por supuesto que si una chica llamaba a un desconocido de noche, aunque fuera desde la cubierta de un yate, era que, sin duda alguna, estaba abierta al amor. Y deseaba con todas sus fuerzas quedarse. Entonces record贸 que aqu茅l era uno de los dos yates que hab铆a estado buscando.
—Me figuro que la cena ser谩 en el otro barco —dijo.
—¿La cena? Ah, s铆, es en el Minnehaha. ¿Ibas all铆?
—Iba all铆… hace mucho.
—¿C贸mo te llamas?
Estaba a punto de dec铆rselo, pero hizo una pregunta.
—¿Y t煤? ¿Por qu茅 no has ido a la fiesta?
—Porque he preferido quedarme aqu铆. La se帽ora Jackson dijo que iban a ir rusos… Me imagino que lo dir铆a por ti —lo miraba con inter茅s—. Eres muy joven, ¿no?
—Soy bastante mayor de lo que parezco —dijo Val, muy estirado—. La gente siempre lo comenta. Es algo extraordinario.
—¿Cu谩ntos a帽os tienes?
—Veintiuno —minti贸.
Ella se ech贸 a re铆r.
—¡Qu茅 tonter铆a! No tienes m谩s de diecinueve.
El disgusto de Val era tan evidente que la chica se apresur贸 a tranquilizarlo.
—¡An铆mate! Yo solo tengo diecisiete. Hubiera ido a la fiesta si hubiera sabido que iba a ir alguien con menos de cincuenta a帽os.
Val se alegr贸 de que cambiara de conversaci贸n.
—Prefieres quedarte aqu铆, a so帽ar a la luz de la luna.
—He estado pensando en las equivocaciones —se sentaron juntos, en sillas de lona—. Es un tema muy absorbente, el tema de las equivocaciones. Las mujeres piensan poco en las equivocaciones. Tienen m谩s ansia de olvidar que los hombres. Pero cuando se obsesionan…
—¿Has cometido alguna equivocaci贸n? —pregunt贸 Val.
Asinti贸.
—¿No tiene arreglo?
—Creo que no —respondi贸—. No estoy segura. En eso pensaba cuando llegaste.
—Quiz谩 yo pueda ayudarte en algo —dijo Val—. Quiz谩 no sea una equivocaci贸n irreparable.
—No puedes ayudarme —dijo, triste—. As铆 que no le demos m谩s vueltas. Estoy harta de mi equivocaci贸n y me gustar铆a que me contaras las cosas alegres y divertidas que est谩n pasando en Cannes esta noche.
Miraban hacia la l铆nea de luces misteriosas y fascinantes de la costa, los grandes bloques de juguete con velas encendidas que eran en realidad los grandes hoteles de moda, el reloj iluminado de la ciudad vieja, el fulgor empa帽ado del Caf茅 de Par铆s, y, como alfilerazos de luz, las ventanas de las villas que ascend铆an por colinas suaves hacia la negrura del cielo.
—¿Qu茅 hace all铆 todo el mundo? —murmur贸 la chica . Parece que est谩 sucediendo algo maravilloso, pero no sabr铆a decir qu茅.
—All铆 todo el mundo hace el amor —dijo Val, en voz baja.
—¿Eso? —lo mir贸 un instante muy largo, con una expresi贸n extra帽a en los ojos—. Entonces quiero volver a Estados Unidos —dijo—. Aqu铆 hay demasiado amor. Quiero volver a casa ma帽ana.
—¿Tienes miedo de enamorarte?
Neg贸 con la cabeza.
—No es eso. Es que aqu铆… yo no tengo amor.
—Yo, tampoco —a帽adi贸 Val en un susurro—. Es triste que estemos en un sitio tan adorable, en una noche tan adorable, y no tengamos… nada.
Se acercaba a ella, con ojos rom谩nticos, ojos inspirados y castos, y ella se apartaba.
—Hab铆ame m谩s de ti —se apresur贸 a preguntarle—. Si eres ruso, ¿d贸nde has aprendido a hablar ingl茅s tan bien?
—Mi madre es norteamericana —reconoci贸—. Mi abuelo tambi茅n era norteamericano, as铆 que mi madre no tuvo elecci贸n.
—¡Entonces t煤 tambi茅n eres norteamericano!
—Yo soy ruso —dijo Val con orgullo.
Lo mir贸 a los ojos, sonri贸 y no quiso discutir.
—Bueno, entonces —dijo con diplomacia—, me figuro que tendr谩s un nombre ruso.
Pero Val no ten铆a intenci贸n de decirle su nombre todav铆a. Un nombre, incluso el apellido de los Rostoff, hubiera profanado la noche. Eran dos voces que hablaban muy bajo, dos caras blancas, y era bastante. Estaba seguro, sin ninguna raz贸n para estar seguro, solo por instinto, una especie de instinto que susurraba triunfalmente en su interior, estaba seguro de que en un instante, un minuto o una hora, iba a conocer por fin la vida del amor. Su nombre no exist铆a, en comparaci贸n con lo que se agitaba en su coraz贸n.
—Eres preciosa —dijo de repente.
—¿C贸mo lo sabes?
—Porque la luz de la luna es la luz m谩s cruel para las mujeres.
—¿Soy guapa a la luz de la luna?
—Eres lo m谩s precioso que he visto en mi vida.
—Ah —reflexionaba sobre aquellas palabras—. No pensaba dejarte subir a bordo. Deber铆a haber imaginado de qu茅 铆bamos a hablar con esta luna. Pero no puedo quedarme aqu铆 toda la vida, mirando a la costa. Soy demasiado joven, ¿no te parece?
—Demasiado joven —asinti贸 Val solemnemente.
Y de pronto oyeron una m煤sica nueva, cerca, al alcance de la mano, una m煤sica que parec铆a surgir del agua, a menos de cien metros de distancia.
—¡Escucha! —exclam贸 ella—. Es en el Minnehaha. Han acabado de cenar.
Escuchaban en silencio.
—Gracias —dijo Val de pronto.
—¿Por qu茅?
Casi ni se hab铆a dado cuenta de que hab铆a hablado. Les daba las gracias a los instrumentos de metal por sonar en la brisa, bajos y profundos; al mar por su murmullo c谩lido y quejumbroso contra la proa; a la luz d茅bil y lechosa de las estrellas por derramarse sobre ellos y ba帽arlos, hasta que sinti贸 que flotaba en una sustancia m谩s densa que el aire.
—Es precioso —murmur贸 ella.
—¿Qu茅 vamos a hacer ahora?
—¿Tenemos que hacer algo? Podr铆amos quedarnos aqu铆 y disfrutar…
—No, no piensas eso —la interrumpi贸 Val, a media voz—. Sabes que hay algo que debemos hacer. Voy a ofrecerte mi amor, y te alegrar谩s.
—No puedo —dijo ella con un hilo de voz. Quer铆a re铆rse, decir algo insustancial y gracioso, algo que devolviera la situaci贸n a las aguas seguras de un coqueteo sin importancia. Pero ya era demasiado tarde. Val sab铆a que la m煤sica hab铆a completado lo que hab铆a empezado la luna.
—Te dir茅 la verdad —dijo—. Eres mi primer amor. Solo tengo diecisiete a帽os, como t煤.
Hab铆a algo absolutamente encantador en el hecho de que tuvieran la misma edad, algo que la desarmaba ante el destino que los hab铆a reunido. Las sillas crujieron y Val tuvo conciencia de un d茅bil perfume, irreal, mientras ca铆an, de repente, como ni帽os, el uno en brazos del otro.
III
No podr铆a recordar m谩s tarde si la bes贸 una o varias veces aunque quiz谩 pasaran una hora all铆 sentados, muy juntos y cogidos de la mano. Lo que m谩s le sorprendi贸 del amor fue que no parec铆a contener ninguno de los elementos de l谩 pasi贸n desaforada —remordimiento, deseo y desesperaci贸n—, sino una delirante promesa de felicidad, para la vida, para el mundo, como no hab铆a conocido nunca. El primer amor: ¡solo era el primer amor! ¡Qu茅 ser铆a el amor en toda su plenitud, en toda su perfecci贸n! No sab铆a que lo que estaba experimentando entonces, aquella mezcla irreal de paz y 茅xtasis, limpia de deseo, era irrecuperable para siempre.
Hac铆a un rato que la m煤sica hab铆a cesado, cuando el ruido de una barca de remos rompi贸 aquel silencio lleno de murmullos, perturbando las aguas tranquilas. Ella se levant贸 de un salto y mir贸 hacia la bah铆a como un centinela.
—¡Oye! —dijo deprisa—. Quiero que me digas tu nombre.
—No.
—Por favor —le rog贸—. Me voy ma帽ana.
Val no contest贸.
—No quiero que me olvides —dijo ella—. Me llamo…
—No te olvidar茅. Te prometo que te recordar茅 siempre. A quienquiera que ame siempre la comparar茅 contigo, mi primer amor. Mientras viva, siempre conservar谩s la misma lozan铆a en mi coraz贸n.
—Quiero que te acuerdes de m铆 —murmur贸 con palabras entrecortadas—. Ay, esto ha significado para m铆 m谩s que para ti, mucho mas.
Estaba tan cerca que Val sent铆a su respiraci贸n joven y c谩lida en la cara. Volvieron a abrazarse. Val apretaba sus manos, sus mu帽ecas, entre las suyas, como parec铆a que hab铆a que hacer, y le bes贸 los labios. Era el beso ideal, pens贸, el beso rom谩ntico: ni muy corto ni muy largo. Pero conten铆a una especie de promesa, promesa de otros besos que podr铆a haber gozado, y, con un leve peso en el coraz贸n, oy贸 c贸mo se acercaba la barca al yate, y comprendi贸 que hab铆a vuelto la familia de la chica. Hab铆a acabado la noche.
“Y esto es solo el principio”, se dijo. “Toda mi vida ser谩 como esta noche”.
Ella le dec铆a algo en voz baja, deprisa, y 茅l escuchaba en tensi贸n.
—Quiero que sepas una cosa: estoy casada. Desde hace tres meses. 脡sa era la equivocaci贸n en que estaba pensando cuando apareciste a la luz de la luna. Enseguida lo entender谩s.
Call贸 de repente cuando la barca choc贸 contra la escala y una voz de hombre surgi贸 de la oscuridad.
—¿Eres t煤, querida?
—S铆.
—Hay un bote de remos esperando. ¿A qui茅n espera?
—Uno de los invitados del se帽orJackson ha venido por equivocaci贸n y le he pedido que se quedara y me hiciera compa帽铆a un rato.
Y el pelo escaso y canoso y la cara cansada de un hombre de sesenta a帽os apareci贸 en cubierta. Y Val se dio cuenta demasiado tarde de cu谩nto le afectaba aquello.
IV
En mayo, cuando termin贸 la temporada en la Riviera, los Rostoff y el resto de los rusos cerraron sus villas y se fueron al norte a pasar el verano. Y cerraron la iglesia ortodoxa rusa y los barriles de los vinos m谩s selectos, y guardaron en el trastero, por decirlo as铆, para otro a帽o la elegante luz de la luna primaveral, en espera de su regreso.
—Volveremos la temporada que viene —repitieron como todos los a帽os.
Pero se apresuraron al decirlo, porque no volver铆an jam谩s. Los pocos que volvieron a dispersarse por el sur despu茅s de cinco a帽os de tragedia se alegraban de encontrar trabajo como camareras y valets de chambre en los grandes hoteles donde hab铆an comido en otro tiempo. Muchos, por supuesto, murieron en la guerra o en la revoluci贸n, y muchos desaparecieron en las grandes ciudades, convertidos en sablistas o timadores, y no pocos acabaron sus vidas en la desesperaci贸n y el embrutecimiento.
Cuando el gobierno de Kerensky cay贸 en 1917, Val era teniente en el frente oriental, e intentaba desesperadamente que su compa帽铆a acatara una autoridad de la que, desde hac铆a mucho, ya no quedaba ni el menor vestigio. A煤n lo estaba intentando cuando el pr铆ncipe Pablo Rostoff y su esposa ofrendaron sus vidas una ma帽ana de lluvia para expiar las meteduras de pata de los Romanoff: la envidiable carrera de la hija de Morris Hasylton acab贸 en una ciudad que se parec铆a a una carnicer铆a mucho m谩s incluso que el Chicago de 1892.
Y Val combati贸 en el ej茅rcito de Denikin hasta que se dio cuenta de que estaba participando en una farsa: la gloria de la Rusia imperial hab铆a terminado. Entonces se fue a Francia, donde inmediatamente hubo de enfrentarse al incre铆ble problema de c贸mo mantener unidos el cuerpo y el alma.
Era perfectamente natural que pensara en irse a Estados Unidos. Dos t铆as lejanas, con quienes su madre se hab铆a peleado hac铆a muchos a帽os, segu铆an viviendo all铆 con cierto lujo. Pero la idea repugnaba a los prejuicios que su madre le hab铆a inculcado y adem谩s no le quedaba dinero para pagar el pasaje. Tendr铆a que ganarse la vida en Francia como pudiera hasta que una posible contrarrevoluci贸n le restituyera las propiedades rusas de los Rostoff.
As铆 que se fue a la ciudad que mejor conoc铆a. Se fue a Cannes. Compr贸 un billete de tercera con sus 煤ltimos trescientos francos y, cuando lleg贸, entreg贸 el esmoquin a una sociedad ben茅fica que se ocupaba de semejantes asuntos y recibi贸 a cambio dinero para comida y alojamiento. M谩s tarde se arrepentir铆a de haber vendido el esmoquin, porque podr铆a haberle ayudado a conseguir un puesto de camarero. Pero encontr贸 trabajo como taxista, y se sinti贸 igual de feliz o, mejor, igual de desgraciado.
A veces llevaba a norteamericanos a ver villas en alquiler, y, cuando estaba abierto el cristal que separaba el asiento del ch贸fer alcanzaba a o铆r curiosos fragmentos de conversaci贸n.
—Me han dicho que ese tipo era un pr铆ncipe ruso… Calla… No, 茅se, el ch贸fer… ¡Calla, Esther! —y aguantaban la risa.
Cuando el coche se deten铆a, los pasajeros lo rodeaban para mirarlo. Al principio se sent铆a desesperadamente desdichado si lo miraban las chicas, pero luego dej贸 de importarle. Una vez un americano alegremente borracho le pregunt贸 si aquella historia era verdad y lo invit贸 a comer, y otra vez una mujer ya mayor le cogi贸 la mano al bajar del taxi, la apret贸 con violencia y lo oblig贸 a coger un billete de cien francos.
—Bueno, Florence, ya puedo contar, cuando vuelva a casa, que le he dado la mano a un pr铆ncipe ruso.
El americano ebrio que lo invit贸 a comer cre铆a al principio que Val era hijo del zar, y Val tuvo que explicarle que ser pr铆ncipe en Rusia solo era como ser lord en Inglaterra. Pero no acababa de entender el norteamericano c贸mo un hombre con la personalidad de Val no se dedicaba a ganar dinero de verdad.
—Esto es Europa —dijo Val muy serio—. Aqu铆 no se gana el dinero. Aqu铆 se hereda, o se ahorra lentamente durante largos a帽os, y a lo mejor al cabo de tres generaciones una familia puede mejorar su posici贸n social.
—Piense en algo que necesite la gente, como hacemos nosotros.
—Eso es porque en Estados Unidos hay m谩s dinero para necesidades. Todo lo que necesita la gente de aqu铆 lleva pensado mucho tiempo.
Pero, un a帽o despu茅s, gracias a la ayuda de un joven ingl茅s con quien hab铆a jugado al tenis antes de la guerra, Val consigui贸 un empleo en la sucursal en Cannes de un banco ingl茅s. Se encargaba del correo, compraba billetes de tren y organizaba excursiones para turistas impacientes. Algunas veces una cara familiar se acercaba a su ventanilla; si reconoc铆a a Val, se estrechaban la mano; si no, Val callaba. Y, dos a帽os m谩s tarde, ni siquiera lo se帽alaban con el dedo por haber sido pr铆ncipe: los rusos eran ya una vieja historia. El esplendor de los Rostoff y compa帽铆a estaba olvidado.
Se mezclaba muy poco con la gente. Daba un paseo por las tardes, se beb铆a una lenta cerveza en un caf茅 y se acostaba temprano Casi nunca lo invitaban a ning煤n sitio porque consideraban que su ex presi贸n triste y ensimismada era deprimente, y, si lo invitaban, jam谩s aceptaba una invitaci贸n. Vest铆a trajes franceses y baratos en vez de las franelas caras e inglesas que encargaba con su padre. En cuanto a las mu jeres, no conoc铆a a ninguna. A los diecisiete a帽os hab铆a estado seguro de muchas cosas, y de lo que hab铆a estado m谩s seguro hab铆a sido de esto: habr铆a muchos amores en su vida. Ahora, ocho a帽os despu茅s, sab铆a que no era as铆. Nunca hab铆a tenido tiempo para el amor: la guerra la revoluci贸n y ahora la pobreza hab铆an conspirado contra su coraz贸n lleno de ilusiones. El manantial de emoci贸n que brot贸 por primera vez una noche de abril se hab铆a secado inmediatamente y ahora solo manaba gota a gota.
Su juventud feliz hab铆a acabado antes de empezar. Ya se ve铆a cada d铆a m谩s viejo y m谩s pobre, viviendo siempre, m谩s y m谩s, de los recuerdos de la adolescencia maravillosa. Se volver铆a rid铆culo: sacar铆a un viejo reloj, una reliquia de familia, y se lo ense帽ar铆a a los compa帽eros de la oficina, que, divertidos, oir铆an entre gui帽os sus historias sobre el apellido Rostoff.
Sumido en estos pensamientos tristes paseaba a orillas del mar una noche de abril de 1922 y contemplaba la magia inalterable del despertar de las luces el茅ctricas. Aquella magia ya no estaba a su disposici贸n, pero segu铆a existiendo, y Val se alegraba de que fuera as铆. Al d铆a siguiente se ir铆a de vacaciones a un hotel barato de la costa donde podr铆a ba帽arse, descansar y leer, y luego volver铆a a la ciudad y al trabajo. Todos los a帽os, desde hac铆a tres, se iba de vacaciones las dos 煤ltimas semanas de abril, quiz谩 porque entonces sent铆a mayor necesidad de recordar. Fue en abril cuando lo que estaba destinado a ser lo mejor de su vida hab铆a alcanzado su punto culminante a la rom谩ntica luz de la luna. Aquello era sagrado para 茅l: lo que hab铆a cre铆do una iniciaci贸n y un principio hab铆a resultado ser el final.
Se detuvo un instante frente al Caf茅 des 脡trangers, e inmediatamente, como arrastrado por un impulso, cruz贸 la calle y baj贸 a la playa. Una docena de yates, que viraban hacia un precioso color plata, fondeaban en la bah铆a. Los hab铆a visto aquella tarde y, por costumbre, hab铆a le铆do los nombres pintados en la proa. Llevaba haci茅ndolo tres a帽os, y ya era casi una funci贸n natural de sus ojos.
—Un beau soir —comentaron a su lado, en franc茅s. Era un barquero, que muchas veces hab铆a visto a Val por all铆—. ¿A monsieuf le parece hermoso el mar?
—Muy hermoso.
—A m铆, tambi茅n. Pero, fuera de temporada, deja poco para vivir. Menos mal que la semana que viene tengo un encargo especial. Me pagan por quedarme aqu铆, esperando, sin hacer otra cosa, desde las ocho de la tarde hasta medianoche.
—Es estupendo —dijo Val, por cortes铆a.
Es una se帽ora viuda, muy guapa, una americana. Su yate siempre fondea en el puerto las dos 煤ltimas semanas de abril. Este a帽o ser谩 el tercero, si el Privateer llega ma帽ana.
V
Val no peg贸 un ojo en toda la noche, no porque se preguntara qu茅 deb铆a hacer, sino porque sus emociones, adormecidas durante mucho tiempo, de repente despertaron y revivieron. Estaba claro que no deb铆a verla —茅l, un pobre fracasado, con un apellido que ya solo era una sombra—, pero siempre lo har铆a un poco m谩s feliz saber que ella lo recordaba. Aquello a帽ad铆a una nueva dimensi贸n a sus propios recuerdos: los resaltaba, como esas lentes estereosc贸picas que, sobre un papel liso, dan fondo y relieve a las im谩genes. Le hac铆a sentirse seguro de que no se hab铆a enga帽ado: una vez hab铆a sido encantador con una mujer preciosa, y ella no lo olvidaba.
Al d铆a siguiente, una hora antes de la salida del tren, ya estaba en la estaci贸n con su equipaje: quer铆a evitar cualquier posibilidad de un encuentro en la calle. Busc贸 un asiento en el vag贸n de tercera clase.
Y, en cuanto se sent贸, empez贸 a ver la vida de manera diferente: con una especie de esperanza, d茅bil e ilusoria, desconocida veinticuatro horas antes. Quiz谩 existiera alg煤n modo de que volvieran a encontrarse en los pr贸ximos a帽os: si trabajaba de verdad, aprovechando con pasi贸n cualquier oportunidad que se le presentara. Sab铆a de dos rusos que viv铆an en Cannes, que hab铆an vuelto a empezar desde cero, solo con buena educaci贸n e ingenio, a quienes ahora les iba sorprendentemente bien. La sangre de Morris Hasylton comenzaba a latir d茅bilmente en las sienes de Val para recordarle algo que nunca hab铆a querido recordar: Morris Hasylton, que hab铆a construido un palacio en San Petersburgo para su hija, hab铆a empezado desde la m谩s absoluta miseria.
Y otra emoci贸n, simult谩nea, se apoder贸 de 茅l, menos extra帽a, menos din谩mica, pero tambi茅n americana: la emoci贸n de la curiosidad. En el caso de que volviera a… Bueno, en el caso de que la vida hiciera posible que volviera a encontrar a la chica, por lo menos se enterar铆a de su nombre.
Se puso en pie de un salto, consigui贸 abrir con mucha torpeza, muy nervioso, la puerta del vag贸n y salt贸 del tren. Y, tras lanzar la maleta a la consigna, ech贸 a correr hacia el consulado de Estados Unidos.
—Esta ma帽ana ha llegado un yate —dijo con prisa al funcionario—, un yate norteamericano, el Privateer. Quisiera saber qui茅n es el due帽o.
—Espere un momento —dijo el funcionario, mir谩ndolo con curiosidad—. Voy a ver si puedo informarme…
Volvi贸 al cabo de lo que a Val le pareci贸 un espacio de tiempo interminable.
—Espere un momento, por favor —repiti贸, inseguro—. ai… Parece que vamos a poder informarnos…
—¿Ha llegado el yate?
Ah, s铆, perfectamente. O eso creo yo. Si茅ntese un momento, por favor.
Diez minutos despu茅s, Val mir贸 su reloj, impaciente. Si no se daban prisa, perder铆a el tren. Hizo un gesto nervioso, como si fuera a levantarse de la silla.
—¡Est茅se quieto, por favor! —dijo el funcionario, ech谩ndole una ojeada desde el escritorio—. Se lo ruego, si茅ntese.
Val lo miraba fijamente. ¿Qu茅 pod铆a importarle al funcionario que esperara o no esperara?
—Voy a perder el tren —dijo con impaciencia—. Siento haberle molestado.
—¡Por favor, qu茅dese donde est谩! Nos alegrar铆a mucho quitarnos este asunto de encima. ¿Sabe? Llevamos esperando su pregunta… tres a帽os.
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Val se levant贸 de un salto y se encasquet贸 el sombrero.
—¿Por qu茅 no me lo ha dicho? —pregunt贸 de mal humor.
—Porque ten铆amos que avisar a… a nuestro cliente. No se vaya, por favor. Es… Es demasiado tarde.
Val dio media vuelta. Un criatura delicada y radiante, de ojos negros y asustados, se perfilaba contra la luz del sol, en la puerta.
—C贸mo…
Los labios de Val se entrabrieron, pero no le salieron las palabras. Ella dio un paso hacia 茅l.
—Yo… —lo miraba a trav茅s de las l谩grimas, desvalida—. Solo quer铆a saludarte —murmur贸—. He vuelto tres a帽os seguidos porque quer铆a saludarte.
Val callaba.
—Podr铆as contestar —dijo con impaciencia—. Podr铆as contestar… Ya pensaba que hab铆as muerto en la guerra —entonces se dirigi贸 al funcionario—: Por favor, pres茅ntenos —exclam贸—. ¿Sabe? No puedo saludarlo porque ni siquiera sabemos c贸mo nos llamamos.
Es cierto que se suele desconfiar de estos matrimonios internacionales. Seg煤n la tradici贸n norteamericana siempre acaban mal, y estamos acostumbrados a titulares como 茅stos: “Cambiar铆a el t铆tulo por un verdadero amor americano, dice la duquesa” o “El conde Mendicant torturaba a su esposa”. Nunca aparecen titulares que digan: “El castillo joven rico es un nido de amor, afirma una antigua belleza de Georgia” o “El duque y la hija del empaquetador celebran sus bodas de oro”.
Hasta el momento los j贸venes Rostoff no han aparecido en ning煤n titular. El pr铆ncipe Val est谩 demasiado ocupado en la cadena de taxis color azul claro de luna que dirige con inusitada eficacia, y no concede entrevistas. El pr铆ncipe y su esposa solo abandonan Nueva York una vez al a帽o, y todav铆a existe un barquero que se alegra cuando el Privateer entra en el puerto de Cannes una noche de mediados de abril.
FIN
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