Leamos "Como una casa en llamas", primer capítulo de László Krasznahorkai

La intensa prosa de László Krasznahorkai en Guerra y guerra, una novela sobre belleza, locura y el caos de la existencia moderna.

Korin rodeado por siete jóvenes sobre un puente, con una casa ardiendo al fondo – escena de la novela Guerra y guerra de László Krasznahorkai
Imagen generada con AI. 

László Krasznahorkai: el hechizo narrativo de un genio húngaro incomprendido

Guerra y guerra: una obra extraña y deslumbrante

Un protagonista fuera de lugar

¡HOLA, lectores! La primera puerta de entrada a su universo fue Guerra y guerra (Acantilado, 2009), traducida por Adan Kovacsics. Un libro que resiste toda clasificación y se instala en la frontera entre el delirio y la revelación.

El personaje central, Korin, parece arrancado de una novela de Dostoievski o de Bohumil Hrabal: desubicado, derrotado, pero inquebrantablemente obsesionado con una idea trascendental. Encuentra un manuscrito sin firma ni título, algo que considera sublime, y decide dejar todo —trabajo, casa, país— para irse a Nueva York, el centro del mundo, con la misión de publicarlo en Internet y así garantizarle inmortalidad.

Su meta final: el suicidio, como una forma de sellar la obra y su destino. Pero la novela es mucho más que esta sinopsis. Guerra y guerra no es solo una historia: es un torrente incesante de historias que se entrelazan, se repiten, se contradicen, como si buscaran su forma definitiva en medio del caos.

Una prosa que desafía las normas

Frases infinitas, estructura única

El estilo de Krasznahorkai es inconfundible. Frases larguísimas que resisten el punto final, capítulos construidos a partir de una sola oración que puede durar una página o más. Hay una resistencia activa al cierre, al orden. Es como si la lengua misma luchara por no ser domesticada.

“…lo que lo caracterizaba era el rechazo a los vencedores [...] solo conseguía identificarse con la derrota…” (p. 102)

Este rasgo formal no es caprichoso: expresa el conflicto central del protagonista y del propio autor con la linealidad, la razón, la victoria. La escritura, como la vida, se vuelve un esfuerzo tortuoso por resistir al sentido impuesto.

La búsqueda de belleza en un mundo sin sentido

Korin está inmerso en un mundo hostil y caótico. Sus interlocutores no entienden su idioma. Él habla en húngaro, mientras el mundo escucha sin comprender. Pero insiste, porque su misión no es comunicar, sino preservar algo esencial.

“…porque Hermes, explicó Korin, significa perder la sensación de hallarse en un hogar…” (p. 57)

Esta noción de Hermes como símbolo del desarraigo atraviesa toda la novela. El hogar no es un lugar, es una promesa rota. Y la belleza, más que un destino, es una búsqueda sin fin.

Una narrativa en fuga: tiempo, historia y repetición

El manuscrito que Korin quiere preservar relata también la historia de cuatro personajes que aparecen en distintos momentos históricos, siempre en busca de la paz. Pero la calma se rompe una y otra vez. La historia avanza, pero siempre tropieza con la guerra.

La misma estructura narrativa reproduce esta tensión: párrafos enteros se repiten, las ideas se reformulan, como si el texto mismo no pudiera aceptarse y necesitara regresar sobre sí para intentar decir lo que nunca termina de decir.

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Béla Tarr y Krasznahorkai: alianza audiovisual

La narrativa de Krasznahorkai encontró un espejo en el cine del húngaro Béla Tarr. Juntos trabajaron en filmes como El hombre de Londres y El caballo de Turín, obras sombrías, de tomas largas, diálogos escasos y atmósfera densa. Tarr, en sus palabras, era un director más bien convencional antes de conocer a Krasznahorkai. Luego, ambos crearon un universo fílmico tan críptico y existencial como sus novelas.

La relación entre imagen y palabra en sus colaboraciones no es adaptativa, sino expansiva. La literatura y el cine se funden en un mismo gesto: resistir la banalización del tiempo y del lenguaje.

Literatura húngara contemporánea: entre la rareza y el genio

Leer a László Krasznahorkai es entrar a un laberinto donde las palabras se rebelan, los personajes buscan sentido entre ruinas y la belleza se encuentra, si acaso, en la derrota. Sus libros son densos, pero no inaccesibles. Exigen del lector una entrega total. No basta con leer: hay que habitar sus frases, caminar con sus personajes, sufrir sus revelaciones.

Krasznahorkai es aceptar la incomodidad

La literatura de Krasznahorkai no busca agradar ni entretener. Busca transformar. Su estética es la de la incomodidad y el asombro. Como dice Korin, vivir con propósito no es encontrar respuestas, sino formular mejor las preguntas.

Para quienes aman los retos literarios, Guerra y guerra es una obra imprescindible. Y su autor, un referente absoluto de la narrativa europea contemporánea.


COMO UNA CASA EN LLAMAS 


1. 
Ya no me importa morir, dijo Korin, y tras un largo silencio, señalando un estanque cercano, preguntó: ¿Aquello son cisnes?
2. 
Siete muchachos lo rodeaban justo en el centro del puente que pasaba por encima del ferrocarril, agachados, empujándolo contra la barandilla, seguían exactamente igual que media hora antes, cuando lo habían atracado, pero con la diferencia de que ya nadie quería robarle, pues, aunque resultaba evidente que era fácil asaltar a una persona como él, no merecía la pena debido a las imprevisibles consecuencias del hecho, porque el hombre seguro que no tenía nada y lo que podía poseer parecía más bien un lastre insondable, o sea que, cuando esto fue quedando claro, paulatinamente, a partir de un punto determinado del caótico, tormentoso y, para ellos, «tremendamente aburrido» monólogo de Korin, desde el momento, más o menos, en que empezó a hablar de cómo había perdido la cabeza, los chicos no se levantaron, ni lo dejaron allí como a un loco, sino que permanecieron tal como estaban, guiados por el motivo que los había traído al lugar, agachados, formando un semicírculo, inmóviles, ya que entretanto había caído poco a poco la noche sobre ellos; los acalló la oscuridad que se posó con el silencio crepuscular de las fábricas, y la mudez expresaba de la forma más profunda su atención, a la que, como Korin ya no interesaba, sólo le quedaba un objeto: las vías que pasaban por debajo.

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3. 
Nadie le pidió que hablara, sólo querían su dinero, pero él no lo soltó, sino que aseguró no llevar nada encima y empezó a darle a la sin hueso, tartamudeando al principio, luego de forma más fluida y por último sin parar, aunque, eso sí, se le notaba que peroraba por el pánico que le daban los ojos de los siete muchachos o, tal como comprendió más tarde, porque el estómago se le encogió de miedo y él, dijo, necesitaba desahogarse cuando el miedo le atenazaba el estómago, es más, como la angustia no se le iba, ya que no podía saber si portaban o no un arma, se sumió más y más en su discurso, decidido a contarles todo, todo por fin a quien fuese, pues desde que emprendiera, en secreto—¡y en el último momento!—, el «gran viaje», como lo llamaba, no había intercambiado ni una palabra con nadie, ni una sola palabra, por cuanto hacerlo se le antojaba demasiado peligroso, y, por cierto, tampoco se le había presentado la ocasión, puesto que en el camino no se había topado con nadie que fuese inofensivo, con nadie a quien no tuviese que temer; la verdad era que nadie le parecía lo bastante inocente, o sea que había de temer a todos, como dijo de entrada, en todos veía a un solo hombre, a aquel que, de forma directa o desde un segundo plano, mantenía algún contacto con sus perseguidores, alguna relación cercana o lejana, pero relación al fin y al cabo, algún trato con aquellos que, en su opinión, conocían cada uno de sus pasos, aunque él era más rápido, explicó posteriormente, siempre llevaba «como mínimo medio día» de ventaja, si bien los fugaces triunfos de los tiempos y de los escenarios también se cobraban su precio; ni una palabra a nadie, realmente, sólo ahora, por miedo, bajo la presión natural del pánico, adentrándose en territorios más y más importantes de su vida, ofreciendo una visión más y más íntima, más y más profunda de sus entresijos, con el único objeto de sobornarlos, de ganarse su confianza, de borrar simplemente al agresor que había en sus agresores, de convencer a los siete de lo siguiente: no sólo se rendía, sino que con esa rendición iba incluso al encuentro de sus atracadores.
4. 
Olía a alquitrán; el asqueroso, penetrante y contundente olor a alquitrán se extendía por doquier, y no lo remediaba ni siquiera el fuerte viento, porque éste, que los calaba, por cierto, hasta los huesos, sólo levantaba y remolineaba el olor, pero no conseguía sustituirlo por otro; de manera que en toda la zona, en un tramo de kilómetros y kilómetros, pero en particular allí, entre aquellos raíles que entraban desde el este y se desplegaban luego como un abanico y la estación de Rákosrendezo˝ que se vislumbraba a sus espaldas, la atmósfera consistía en eso, en olor a alquitrán, y difícilmente podía precisarse qué contenía, además, este hedor, si humo y hollín acumulados, si la fetidez de los cientos y cientos de miles de convoyes que pasaban traqueteando, de las traviesas, del balasto y del acero de las vías, aunque no cabía la menor duda de que incluía otros elementos ocultos, que sólo podían mentarse mediante circunloquios o que eran directamente innombrables, tales como la ingente carga de la futilidad humana que una voluntad vomitiva—la cual adoptaba millones de caras y, vista desde la altura del puente, se plasmaba en una aterradora inutilidad—traía en cientos y cientos de miles de convoyes; y el aire era alimentado también, sin duda, por el espíritu de lo desértico, de lo abandonado, del fantasmagórico letargo fabril que se había aposentado durante décadas sobre aquel paisaje, donde Korin trataba ahora de situarse, él, que en su huida sólo quiso, en principio, pasar al otro lado, con rapidez, sin ruido y sin llamar la atención, a fin de proseguir su camino hacia el hipotético centro de la ciudad y que ahora se veía obligado, por así decirlo, a asentarse en ese gélido y ventoso punto del mundo, forzado a agarrarse—barandilla, bordillo, asfalto, metal—de detalles que parecían importantes desde la altura de los ojos, pero que eran, por supuesto, todos casuales, de tal modo que un puente que cruzaba por encima de las vías del tren a unos cien metros de la estación de mercancías de Rákosrendezo˝ dejó de ser un segmento inexistente en el mundo para transformarse en un segmento existente, se convirtió en uno de los episodios iniciales más significativos de su nueva vida o, como él mismo lo formuló luego, de su amok, un puente por el que, si no lo hubieran detenido allí, habría pasado ciegamente.

TE RECOMIENDO, LECTOR: El último barco", cuento de László Krasznahorkai


5. 
Empezó de golpe, sin introducción, ni pálpito, ni preparativos, ni impulso; el descubrimiento se precipitó sobre él justo en un momento dado de su cuadragésimo cuarto cumpleaños y enseguida le resultó tremendamente doloroso, tal como cuando aquellos siete cayeron sobre él, hacía unos instantes, allí, en medio del puente, de manera igualmente inopinada e imprevisible, dijo; estaba sentado a la orilla de un río, como solía a veces, porque no le daban ganas de volver a su casa vacía precisamente el día de su cumpleaños, estaba sentado, pues, y, en efecto, se le clavó de pronto, explicó, el reconocimiento de que, por amor de Dios, no comprendía nada de nada, ay, ay, ay, no tenía ni la menor idea, Jesús, María y José, no entendía el mundo, y acto seguido se estremeció al pensar que la cosa se formulaba así en su interior, en ese plano del tópico, de la banalidad, de la repugnante ingenuidad, pero de eso se trataba exactamente, dijo, de súbito se vio terriblemente estúpido a sus cuarenta y cuatro años, un tonto vacuo e idiota, cuya memez había caracterizado, precisamente, el modo en que, durante cuarenta y cuatro años, había entendido el mundo, aunque lo cierto era, como pudo apreciar entonces junto al río, que no sólo no lo comprendía, sino que no entendía nada de nada, y lo peor era que durante cuarenta y cuatro años había creído entender, fue lo peor de esa tarde de su cumpleaños, que pasó solo a la orilla del río, lo peor de lo peor, porque, para colmo, el descubrimiento no venía acompañado por aquello de «bueno, pero ahora lo entiendo», pues no recibió un saber nuevo a cambio de aquel otro, sino un pavoroso embrollo cada vez que pensaba en el mundo a partir de ese momento, y lo cierto es que esa tarde reflexionó de forma terriblemente profunda sobre el universo y se devanó los sesos tratando de penetrar en él, pero no pudo ser, la complejidad se volvió más y más opaca, y Korin llegó a tener la sensación de que tal complejidad era en sí el sentido del mundo que trataba de comprender a fuerza de torturarse, que el universo era, por tanto, idéntico a su propia complejidad; hasta allí llegó y no cejó en su empeño sino cuando se dio cuenta de que comenzaba a dolerle la cabeza.
6. 
Por entonces llevaba ya muchos años viviendo solo, explicó a los siete muchachos, agachado él también, apoyando la espalda contra la barandilla y sacudido por el viento de noviembre que azotaba el puente, viviendo solo, dijo, pues su matrimonio se había roto antes debido al asunto Hermes (con un ademán indicó que posteriormente entraría en detalles), pero luego él «se quemó en una intensa relación amorosa», tanto que decidió ya nunca más siquiera acercarse a una mujer, lo cual, por supuesto, no significó...


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Mar de fondo

𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y soy autor del libro "Las vidas que tomé prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜."

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