¡Qu茅 tal, lectores! comenzamos el a帽o con los mejores relatos del escritor estadounidenses, Edgar Allan Poe. Una narraci贸n y un estilo impecable ¡Disfruta tu lectura!
![]() |
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/7aSieBT |
EL HOMBRE DE LA MULTITUD
Bien se ha dicho de cierto libro alem谩n que er l盲sst sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mir谩ndolos lastimosamente en los ojos; mueren con el coraz贸n desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que s贸lo puede arrojarla a la tumba. Y as铆 la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de oto帽o, hall谩bame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al caf茅 D…, en Londres. Despu茅s de varios meses de enfermedad, me sent铆a convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposici贸n que es el reverso exacto del ennui; disposici贸n llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visi贸n interior -维蠂位蠇蟼 萎 蟺蟻喂谓 苇蟺萎蔚谓- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, as铆 como la v铆vida aunque ingenua raz贸n de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble ret贸rica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes leg铆timas del dolor extra铆a yo un placer. Sent铆a un inter茅s sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un peri贸dico en las rodillas, me hab铆a entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del sal贸n, cuando no mirando hacia la calle a trav茅s de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el d铆a hab铆a transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aument贸, y cuando se encendieron las l谩mparas pudo verse una doble y continua corriente de transe煤ntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me hab铆a hallado a esa hora en el caf茅, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llen贸 de una emoci贸n deliciosamente nueva. Termin茅 por despreocuparme de lo que ocurr铆a adentro y me absorb铆 en la contemplaci贸n de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relaci贸n colectiva. Pronto, sin embargo, pas茅 a los detalles, examinando con minucioso inter茅s las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayor铆a de los que iban pasando ten铆an un aire tan serio como satisfecho, y s贸lo parec铆an pensar en la manera de abrirse paso en el api帽amiento. Frunc铆an las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transe煤ntes los empujaban, no daban ninguna se帽al de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, tambi茅n en gran n煤mero, se mov铆an incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obst谩culo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los dem谩s les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshac铆an en saludos hacia los responsables, y parec铆an llenos de confusi贸n. Pero, fuera de lo que he se帽alado, no se advert铆a nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenec铆an a la categor铆a tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eup谩tridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres due帽os de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirig铆an negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llam贸 mayormente mi atenci贸n.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en 茅l discern铆 dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, j贸venes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desde帽osas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabr铆a denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parec铆a el exacto facs铆mil de lo que un a帽o o a帽o y medio antes hab铆a constituido la perfecci贸n del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definici贸n posible de su clase.
La divisi贸n formada por los empleados superiores de las firmas s贸lidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconoc铆a por sus chaquetas y pantalones negros o casta帽os, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y s贸lidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban se帽ales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hac铆a mucho un lapicero, aparec铆a extra帽amente separada. Not茅 que siempre se quitaban o pon铆an el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectaci贸n de respetabilidad, si es que puede existir una afectaci贸n tan honorable.
Hab铆a aqu铆 y all谩 numerosos individuos de brillante apariencia, que f谩cilmente reconoc铆 como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Mir茅 a dicho personaje con suma detenci贸n y me result贸 dif铆cil concebir c贸mo los caballeros pod铆an confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del pu帽o de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales -y hab铆a no pocos- eran a煤n m谩s f谩cilmente reconocibles. Vest铆an toda clase de trajes, desde el peque帽o tah煤r de feria, con su chaleco de terciopelo, corbat铆n de fantas铆a, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distingu铆an por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios p谩lidos y apretados. Hab铆a, adem谩s, otros dos rasgos que me permit铆an identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensi贸n m谩s que ordinaria del pulgar, que se abr铆a en 谩ngulo recto con los dedos. Junto a estos tah煤res observ茅 muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser p谩jaros del mismo plumaje. Cabr铆a definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el p煤blico en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos caracter铆sticos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontr茅 temas de especulaci贸n m谩s sombr铆os y profundos. Vi buhoneros jud铆os, con ojos de halc贸n brillando en rostros cuyas restantes facciones s贸lo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes s贸lo la desesperaci贸n hab铆a arrojado a la calle a pedir limosna; d茅biles y espectrales inv谩lidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploraci贸n, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas j贸venes que volv铆an tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fr铆os hogares, retray茅ndose m谩s afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequ铆voca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de m谩rmol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el 煤ltimo grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosm茅ticos, que hace un 煤ltimo esfuerzo para salvar la juventud; la ni帽a de formas apenas n煤biles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueter铆as de su profesi贸n, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambale谩ndose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todav铆a est谩n cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso m谩s firme y m谩s vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente p谩lidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a trav茅s de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carb贸n, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los o铆dos y creaba en los ojos una sensaci贸n dolorosa.
A medida que la noche se hac铆a m谩s profunda, tambi茅n era m谩s profundo mi inter茅s por la escena; no s贸lo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos m谩s agradables desaparec铆an a medida que el sector ordenado de la poblaci贸n se retiraba y los m谩s 谩speros se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, d茅biles al comienzo de la lucha contra el d铆a, ganaban por fin ascendiente y esparc铆an en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espl茅ndido, como el 茅bano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extra帽os efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me imped铆a lanzar m谩s de una ojeada a cada rostro, me pareci贸 que, en mi singular disposici贸n de 谩nimo, era capaz de leer la historia de muchos a帽os en el breve intervalo de una mirada.
$ads={2}
Pegada la frente a los cristales, ocup谩bame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decr茅pito de unos sesenta y cinco o setenta a帽os) que detuvo y absorbi贸 al punto toda mi atenci贸n, a causa de la absoluta singularidad de su expresi贸n. Jam谩s hab铆a visto nada que se pareciese remotamente a esa expresi贸n. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pict贸ricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observaci贸n, analizar el sentido de lo que hab铆a experimentado, crecieron confusa y parad贸jicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperaci贸n. «¡Qu茅 extraordinaria historia est谩 escrita en ese pecho!», me dije. Nac铆a en m铆 un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber m谩s sobre 茅l. Poni茅ndome r谩pidamente el abrigo y tomando sombrero y bast贸n, sal铆 a la calle y me abr铆 paso entre la multitud en la direcci贸n que le hab铆a visto tomar, pues ya hab铆a desaparecido. Despu茅s de algunas dificultades termin茅 por verlo otra vez; acerc谩ndome, lo segu铆 de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atenci贸n. Ten铆a ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy d茅bil. Vest铆a ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se enga帽aban, a trav茅s de un desgarr贸n del abrigo de segunda mano que lo envolv铆a apretadamente alcanc茅 a ver el resplandor de un diamante y de un pu帽al. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolv铆 seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla h煤meda que envolv铆a la ciudad no tard贸 en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extra帽o efecto en la multitud, que volvi贸 a agitarse y se cobij贸 bajo un mundo de paraguas. La ondulaci贸n, los empujones y el rumor se hicieron diez veces m谩s intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escond铆a una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pa帽uelo sobre la boca y segu铆 andando. Durante media hora el viejo se abri贸 camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo segu铆a pegado a 茅l por miedo a perderlo de vista. Como jam谩s se volv铆a, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acab谩bamos de abandonar. Inmediatamente advert铆 un cambio en su actitud. Caminaba m谩s despacio, de manera menos decidida que antes, y parec铆a vacilar. Cruz贸 repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin prop贸sito aparente; la multitud era todav铆a tan densa que me ve铆a obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata dur贸 casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al n煤mero que habitualmente puede verse a mediod铆a en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana m谩s populosa). Un nuevo cambio de direcci贸n nos llev贸 a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobr贸 al punto su actitud primitiva. Dej贸 caer el ment贸n sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extra帽amente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abr铆a camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendi贸, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volv铆a sobre sus pasos. Y mucho m谩s me asombr贸 verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvi贸 bruscamente.
Otra hora transcurri贸 en esta forma, al fin de la cual los transe煤ntes hab铆an disminuido sensiblemente. Segu铆a lloviendo con fuerza, hac铆a fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entr贸 en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jam谩s hubiera so帽ado en una persona de tanta edad, y me oblig贸 a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposici贸n parec铆a ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobr贸 su actitud anterior, mientras se abr铆a paso a un lado y otro, sin prop贸sito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar deb铆 obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permit铆an andar sin hacer el menor ruido. En ning煤n momento not贸 el viejo que lo espiaba. Entr贸 de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercanc铆as con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sent铆a lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empuj贸 al viejo, e instant谩neamente vi que corr铆a por su cuerpo un estremecimiento. Lanz贸se a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corri贸 con incre铆ble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde hab铆amos partido, la calle del hotel D… Pero el aspecto del lugar hab铆a cambiado. Las luces de gas brillaban todav铆a, mas la lluvia redoblaba su fuerza y s贸lo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideci贸. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, gir贸 en direcci贸n al r铆o y, sumergi茅ndose en una complicada serie de atajos y callejas, lleg贸 finalmente ante uno de los m谩s grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud sal铆a a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareci贸 que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se hab铆a calmado un tanto. Otra vez cay贸 su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo hab铆a visto al comienzo. Not茅 que segu铆a el camino que tomaba el grueso del p煤blico, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras and谩bamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilaci贸n del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato sigui贸 de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que s贸lo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombr铆a, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareci贸 perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitaci贸n, sigui贸 r谩pidamente una ruta que nos llev贸 a los l铆mites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que hab铆amos atravesado hasta entonces. Era el barrio m谩s ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la d茅bil luz de uno de los escasos faroles se ve铆an altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas s铆 pod铆a discernirse entre ellos algo as铆 como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la ciza帽a. La m谩s horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atm贸sfera estaba ba帽ada en desolaci贸n. Sin embargo, a medida que avanz谩bamos los sonidos de la vida humana crec铆an gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del m谩s vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareci贸 reanimarse el viejo, como una l谩mpara cuyo aceite est谩 a punto de extinguirse. Otra vez ech贸 a andar con el谩sticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvi贸 una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
TE RECOMIENDO, LECTOR: Lovecraft y la raz贸n por la que escribe cuentos fant谩sticos
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y sal铆an todav铆a por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegr铆a el viejo se abri贸 paso hasta el interior, adopt贸 al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo as铆, cuando un s煤bito movimiento general hacia la puerta revel贸 que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo a煤n m谩s intenso que la desesperaci贸n se pint贸 entonces en las facciones del extra帽o ser a quien ven铆a observando con tanta pertinacia. No vacil贸, sin embargo, en su carrera, sino que con una energ铆a de maniaco volvi贸 sobre sus pasos hasta el coraz贸n de la enorme Londres. Corri贸 r谩pidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo segu铆a, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba m谩s que cualquier otra cosa. Sali贸 el sol mientras segu铆amos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D…, la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aqu铆, largamente, entre la confusi贸n que crec铆a por momentos, me obstin茅 en mi persecuci贸n del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el d铆a no se alej贸 del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sent铆a cansado a morir, enfrent茅 al errabundo y me detuve, mir谩ndolo fijamente en la cara. Sin reparar en m铆, reanud贸 su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplaci贸n.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Ser铆a vano seguirlo, pues nada m谩s aprender茅 sobre 茅l y sus acciones. El peor coraz贸n del mundo es un libro m谩s repelente que el Hortulus Animae, y quiz谩 sea una de las grandes mercedes de Dios el que er l盲sst sich nicht lesen.
FIN
AVISO LEGAL: Los cuentos, poemas, fragmentos de novelas, ensayos y todo contenido literario que aparece en mardefondo podr铆an estar protegidos por los derechos de autor (copyright). Si por alguna raz贸n los propietarios no est谩n conformes con el uso de ellos por favor escribirnos y nos encargaremos de borrarlo inmediatamente.