¡Buenas tardes, queridos lectores! Empezamos el 2024 con más historias de los genios de la literatura universal. Chéjov, es uno de ellos; nacido en 1860 el cuentista y dramaturgo tiene en su haber almenos 600 relatos dotados de realismo y emoción como el que leerás hoy ¡Disfruta tu lectura!
Imagen tomada de Pinterest |
EN FIESTAS (II)
El establecimiento balneario dirigido por el doctor B. O. Moselveiser estaba abierto el día de Año Nuevo, igual que cualquier otro; pero el portero Andréi Jrisanfich estrenaba galones en el uniforme, brillaban sus zapatos de un modo especial y felicitaba la entrada de año a cuantos venían, deseándoles mucha suerte.
Era por la mañana. En pie, junto a la puerta, Andréi Jrisanfich leía el periódico. A las nueve en punto hizo su aparición la figura familiar del general, uno de los clientes habituales, y tras él, el cartero.
Andréi Jrisanfich despojó al general de su capote y le dijo:
—¡Feliz Año Nuevo! ¡Muchas felicidades, excelencia!
—Gracias, amigo. Igualmente.
Luego, el general, mientras subía por la escalera, señalando a una puerta, preguntó:
—Y en esta habitación, ¿qué hay? —siempre preguntaba lo mismo, olvidando inmediatamente la respuesta.
—Es el gabinete de masaje, excelencia.
Cuando los pasos de éste se desvanecieron, Andréi Jrisanfich, echando una mirada al correo recién llegado, encontró una carta a su nombre. Después de abrirla y de leer unos cuantos renglones, despacio y con los ojos siempre en el periódico, se dirigió a su habitación, situada allí mismo, a un extremo del pasillo. Efimia, su mujer, sentada sobre la cama, daba de mamar a un niño. Otro, algo mayor, junto a ella, apoyaba la cabeza en sus rodillas, mientras un tercero dormía sobre la cama.
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Andréi entró en la habitación y entregó a su mujer la carta con estas palabras:
—Seguramente es de la aldea.
Luego volvió a salir, y sin apartar los ojos del periódico se detuvo en el pasillo, a poca distancia de la puerta. Podía oír la voz temblorosa de Efimia leyendo los primeros renglones. Leyó éstos y no pudo seguir. La bastaban aquellos renglones… Echándose a llorar y cogiendo entre sus brazos a su hijo mayor, empezó a besarle y a decirle, sin que él pudiera comprender si lloraba o reía:
—¡Es de la abuela y del abuelo!… ¡De la aldea!… ¡Virgen Santísima!… ¡La de nieve que habrá allí ahora!… ¡Los árboles se ponen blancos, blancos!… ¡Los niños se pasean en unos trineos chiquititos, y el abuelo, calvito, se está sentado en la yacija, al lado de la estufa…, y el perrito amarillo…! ¡Amados míos!… ¡Queridos!…
Andréi Jrisanfich recordó en este momento que su mujer le había dado dos o tres veces cartas rogándole que las enviara a la aldea; pero unas veces por unas cosas y otras por otras, nunca había podido hacerlo. Las cartas que no había mandado se habían extraviado por alguna parte.
—¡Por el campo corren liebres chiquititas!… —proseguía Efimia, inundada de lágrimas y besando a su niño—. ¡El abuelo es muy bueno y muy tranquilo y la abuela también es muy buena!… ¡En la aldea toda la gente es de corazón y tiene temor de Dios!… ¡Allí hay una iglesia pequeñita y los campesinos cantan!… ¡Si nos llevaras allí, Virgen Santísima, protectora nuestra!…
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Mientras no venía nadie, Andréi Jrisanfich volvió a entrar en su habitación a fumar, y Efimia, de repente, se calló y se secó los ojos. Solo sus labios temblaban. Tenía mucho miedo a su marido. La mirada de éste, sus paseos, la estremecían, llenándola de espanto. Ante él no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra.
Andréi Jrisanfich había empezado a fumar; pero, precisamente en aquel instante, sonó el timbre. Apagó el cigarrillo y, poniendo un rostro grave, corrió hacia la puerta de entrada.
Del piso superior, sonrosado y fresco por el baño, bajaba el general.
—Y en esta habitación…, ¿qué hay? —preguntó, señalando a una puerta.
Andréi Jrisanfich, cuadrándose, dijo en voz alta:
—¡La ducha sharko, excelencia!
FIN
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