La tercera parte de la desgarradora carta de Franz Kafka a su padre

¡Hola, lectores! Después de un buen tiempo comparto nuevamente con ustedes otro fragmento de la carta de Franz Kafka a su padre. Muchos se engancharon con las dos primeras partes, así que seguiré posteando las otras que faltan hasta completar la expiación del escritor checo ¡Ahora, disfrutemos de la lectura! 

la desgarradora carta de Franz Kafka a su padre
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/1uv5AIYU2


¿Qué cartas escribió Kafka a su padre?


Como ya lo he mencionado en otros artículo, "Cartas al Padre" es una colección de cartas escritas por el checo Franz Kafka (1883-1924) y dirigidas a su padre, Hermann Kafka. 

Con la muerte del escritor estas misivas cobran más relevancia y se convirtieron en culto por su tono introspectivo y su exploración de la complicada relación entre Kafka y su padre. 

Si has seguido esta colección habrás notado que el autor de La metamorfosis aborda temas como su propia ansiedad, la relación con su familia, sus dificultades en la vida laboral y la búsqueda de aprobación en su progenitor. Si te gusta la obra de Kafka te invito a seguir conociendo el lado humano de este maestro y su lucha por encontrar un lugar en el mundo. 

Si deseas leer esta obra en físico,  te comparto el enlace de Buscalibre.com donde podrás encontrar la edición que más se acomode a tus expectativas. Solo haz clic aquí.


TERCERA PARTE DE LA CARTA DE KAFKA A SU PADRE

(Clic aquí para leer la segunda parte)



Pero así fue toda tu educación. Tienes, creo, dotes de educador; a una persona de tu misma índole seguramente le habrías sido útil con tu educación; esa persona habría comprendido cuán sensato era lo que tú le decías, y sin darle más vueltas, lo habría hecho tal cual. Pero para mí, para el niño que yo era, lo que tú me gritabas era como una orden del cielo, no lo olvidaba nunca, quedaba dentro de mí como el método más importante para juzgar el mundo, sobre todo para juzgarte a ti, y en ese punto tu fracaso fue absoluto. Como, de niño, yo estaba contigo sobre todo durante las comidas, tus enseñanzas versaban en gran parte sobre las buenas maneras en la mesa. Lo que llegaba a la mesa había que comerlo, sobre la calidad de la comida no se podía hablar. Pero muchas veces a ti la comida te parecía incomestible; le dabas el nombre de «bazofia»; aquella «bestia» (la cocinera) la había echado a perder. Como tú tenías un apetito enorme y te gustaba comer todo deprisa, muy caliente y a grandes bocados, aquel niño tenía que darse prisa, en la mesa había un lóbrego silencio, interrumpido por amonestaciones: «Primero comer, luego hablar», o «Más deprisa, más deprisa, más deprisa» o «Lo ves, yo he terminado hace tiempo». No se podían roer los huesos, tú sí. No se podía sorber el vinagre, tú sí. Lo importante era cortar el pan en rebanadas regulares, pero que tú lo cortaras con un cuchillo chorreando salsa, eso daba igual. Había que tener cuidado de que no cayera comida al suelo, donde más había al final era debajo de ti. En la mesa sólo había que ocuparse de la comida, pero tú te limpiabas y te cortabas las uñas, afilabas lápices, te limpiabas los oídos con un mondadientes. Padre, por favor, entiéndeme, en sí eso habrían sido detalles sin la menor importancia, y si a mí me agobiaban era sólo porque tú, un ser para mí tan absolutamente determinante, no acatabas los mandamientos que me imponías a mí. Por ello el mundo quedó dividido para mí en tres partes: una en la que yo, el esclavo, vivía bajo unas leyes que sólo habían sido inventadas para mí y que además, sin saber por qué, nunca podía cumplir del todo; después, otro mundo que estaba a infinita distancia del mío, un mundo en el que vivías tú, ocupado en gobernar, en impartir órdenes y en irritarte por su incumplimiento, y finalmente un tercer mundo en el que vivía feliz el resto de la gente, sin ordenar ni obedecer. Yo vivía en perpetua ignominia: o bien obedecía tus órdenes, y eso era ignominia, pues tales órdenes sólo tenían vigencia para mí; o me rebelaba, y también era ignominia, pues cómo podía yo rebelarme contra ti; o bien no podía obedecer, por no tener, por ejemplo, tu fuerza, ni tu apetito ni tu habilidad, y tú sin embargo me lo pedías como lo más natural; ésa era, por supuesto, la mayor ignominia. De este género eran, no las reflexiones, sino los sentimientos de aquel niño.


Mi situación de entonces tal vez resulte más clara si la comparo con la de Felix. También a él lo tratas de un modo parecido, e incluso empleas contra él un método educativo especialmente horrible cuando, si al comer ha hecho algo que te parece una porquería, no te contentas con decir como me decías a mí entonces: «¡Qué cerdo eres!», sino que añades: «Un auténtico Hermann», o «Exactamente igual que tu padre». Pero quizás -no se puede decir más que «quizás»- eso no le cause realmente a Felix un daño sensible, pues para él tú sólo eres un abuelo -si bien un abuelo de importancia especial-, no lo eres todo como lo fuiste para mí, aparte de eso Felix tiene un carácter tranquilo, es ya hasta cierto punto un hombre, al que una voz de trueno tal vez pueda aturdir pero no dejarlo marcado por mucho tiempo; y sobre todo él está relativamente poco contigo, y se halla bajo otras influencias, tú eres para él más bien algo entrañable y curioso, algo de donde puede elegir lo que le apetece tomar. Para mí tú no eras algo curioso, yo no podía elegir, tenía que tomarlo todo.

$ads={2}


Y además sin poder hacer la menor objeción, pues a ti por principio te resulta imposible hablar tranquilamente de algo con lo que no estás de acuerdo o que, simplemente, no procede de ti. Tu carácter dominante no lo permite. En los últimos años lo explicas con tus trastornos cardíacos. Yo no sé que hayas sido alguna vez muy diferente, todo lo más, tus trastornos cardíacos son para ti un recurso con el que ejercer tu dominación de un modo más imperioso, pues el solo hecho de pensar en ellos tiene que reprimir en el otro el menor intento de contradecirte. Esto no es un reproche, claro, sólo la constatación de un hecho. Por ejemplo con Ottla: «Con ésa no se puede hablar, enseguida le salta a uno a la cara», sueles decir tú; pero en realidad no es ella la que salta; tú confundes la cosa con la persona; es la cosa la que te salta a la vista, y tú te formas un juicio al momento sin escuchar a la persona; lo que se pueda aducir después, a ti sólo te puede irritar más, nunca convencerte. Lo único que sale entonces de tu boca es: «Haz lo que quieras; por mí, tienes toda la libertad; eres mayor de edad; no tengo por qué darte consejos», y todo ello con ese tono, ronco y terrible, de la cólera y del más absoluto rechazo, un tono que si hoy me produce menos temblor que en la infancia es sólo porque el exclusivo sentimiento de culpabilidad del niño ha sido parcialmente sustituido por la clara visión de nuestro mutuo desvalimiento.


La imposibilidad de unas relaciones pacíficas tuvo otra consecuencia, en el fondo muy natural: perdí la facultad de hablar. Seguramente tampoco habría sido nunca un gran orador, pero el lenguaje fluido habitual de los hombres lo habría dominado. Tú, sin embargo, me negaste ya pronto la palabra, tu amenaza: «¡No contestes!» y aquella mano levantada a la vez me han acompañado desde siempre. Delante de ti -cuando se trata de tus cosas, eres un magnífico orador- adquirí una manera de hablar entrecortada y balbuciente, pero hasta eso era demasiado para ti; finalmente acabé por callarme, al principio tal vez por obstinación, después porque delante de ti no podía ni pensar ni hablar. Y como tú has sido mi verdadero educador, eso repercutió en todos los aspectos de mi vida. Es indudablemente un error curioso que tú creas que yo nunca doy mi brazo a torcer. «Siempre llevando la contraria» no ha sido desde luego mi norma de vida frente a ti, como tú crees y como me echas en cara. Al contrario: si hubiese sido menos obediente, seguro que estarías mucho más contento conmigo. Sin embargo, todas tus medidas pedagógicas han dado en el blanco; no he esquivado ni un solo golpe; tal y como soy, soy el resultado (aparte, claro, de mi constitución y las influencias de la vida) de tu educación y de mi obediencia. El hecho de que, pese a ello, ese resultado sea penoso para ti, más aún, que te niegues conscientemente a ver en ello el resultado de tu educación, se debe a que tu mano y mi material han sido completamente ajenos el uno al otro. Tú decías: «¡No contestes!», queriendo así reducir al silencio las fuerzas desagradables y opuestas a ti que había en mí; pero ese influjo era demasiado fuerte para mí, yo era demasiado obediente, enmudecía por completo, me escabullía de tu presencia y sólo osaba empezar a moverme cuando estaba tan lejos de ti que tu poder, al menos directamente, no llegaba hasta allí. Pero tú estabas allí delante y siempre te parecía que todo te «llevaba la contraria», siendo como era la natural consecuencia de tu fuerza y de mi debilidad.


Tus sumamente efectivos y, conmigo al menos, infalibles recursos retóricos en la educación eran: insultos, amenazas, ironía, risa maligna y -curiosamenteautoinculpación.


No recuerdo que me hayas insultado a mí directamente y con insultos explícitos. Ni tampoco hacía falta: ¡tenías tantos otros recursos! Además, en tus conversaciones en casa y sobre todo en la tienda, caían sobre otras personas de mi entorno tales oleadas de insultos que, de niño, a veces estaba casi ensordecido por ellos y no tenía motivos para no aplicármelos también a mí, puesto que la gente a la que insultabas no era seguramente peor que yo, y tú no estabas seguramente menos contento con ellos que conmigo. Y también en este punto estaba esa enigmática inocencia tuya que te hacía intangible, tú insultabas sin sentir el menor reparo, y encima rechazabas y prohibías que insultaran los demás.


Los insultos los reforzabas con amenazas, y eso sí que ya me concernía directamente.


Para mí era horrible por ejemplo la siguiente: «Voy a despedazarte como a un pez», aunque yo sabía que eso no iba seguido de nada malo (cuando era muy pequeño, sin embargo, no lo sabía), pero encajaba casi plenamente con la idea que yo tenía de tu poder el que también fueses capaz de eso. También era horrible cuando corrías dando voces en torno a la mesa para agarrarle a uno, por lo visto no querías hacerlo, pero fingías quererlo y la madre, por fin, parecía salvarlo a uno. A aquel niño le parecía que, una vez más, había conservado la vida gracias a tu clemencia y que el hecho de seguir vivo era un inmerecido regalo tuyo. Aquí hay que situar también tus amenazas por las consecuencias de mi desobediencia. Cuando yo empezaba a hacer algo que no te gustaba y tú me amenazabas con el fracaso, mi respeto a tu opinión era tan grande que ese fracaso, aunque tal vez viniese más tarde, ya era inevitable. Perdí la confianza en lo que hacía. Era inseguro, dubitativo. Cuantos más años iba teniendo, tanto mayor era el material que tú podías presentarme como prueba de mi nulidad; poco a poco empezaste a tener realmente razón, en cierto sentido. Otra vez me guardo de afirmar que yo haya llegado a ser así únicamente por ti; tú sólo reforzaste lo que había, pero lo reforzaste mucho, por ser tan poderoso conmigo y por emplear todo tu poder en ello.


Tenías una confianza especial en la ironía como método educativo; además se avenía muy bien con tu superioridad sobre mí. Una amonestación tuya solía tener esta forma: «¿No lo puedes hacer como te estoy diciendo? Te resulta ya demasiado, ¿no? Claro, no tienes tiempo» y cosas similares. Y cada pregunta, acompañada además de una sonrisa y un gesto maliciosos. En cierto modo, se recibía ya el castigo antes de saber que se había hecho algo malo. También eran irritantes aquellas reprimendas en tercera persona, es decir, cuando uno ni siquiera merecía que le dijeran directamente las malas palabras; o sea, cuando tú por ejemplo hablabas formalmente con la madre, pero en realidad conmigo, que estaba allí sentado, y le decías: «Esto, por supuesto, no se le puede pedir a nuestro señor hijo» y cosas semejantes. (La contrapartida fue, por ejemplo, que, estando la madre presente, yo no osaba -y después por costumbre ya ni lo pensaba- preguntarte nada directamente. Para aquel niño era mucho menos peligroso preguntar por ti a su madre, que estaba sentada a tu lado; uno le preguntaba: «¿Cómo está papá?» y así se evitaban sorpresas.) Claro que también se dio el caso de que uno estuviese muy de acuerdo con la más sangrienta ironía, a saber, cuando se refería a otros, por ejemplo a Elli, con la que estuve a malas durante años. Para mí era una orgía de alevosidad y de alegría maligna cuando casi en cada comida decías sobre ella algo así: «¡A diez metros de la mesa tiene que sentarse esta chica, con esas anchuras!», y cuando después, en tu silla, con encono y sin la menor huella de jovialidad o de humor, sino como enemigo encarnizado, tratabas de imitar, exagerando, la enorme repugnancia que te producía el modo que tenía de estar allí sentada. ¡Cuántas veces se repitió esa y otras escenas parecidas, y qué poco has conseguido en la práctica! Creo que ello era debido a que tal despliegue de ira y de enfado no parecía estar en proporción con la cosa en sí, no se tenía la sensación de que la ira viniese causada por esa pequeñez del sentarse-lejos-de-la mesa, sino que estaba presente ya en toda su amplitud desde un principio y sólo por casualidad había elegido aquella ocasión para estallar. Como se estaba convencido de que en cualquier caso se daría un motivo, no se esforzaba uno demasiado, y también había un cierto embotamiento debido a la amenaza continua; pues de que no iba a haber palos, de eso poco a poco se iba estando casi seguro. Uno se volvía un niño gruñón, desatento, desobediente, con la mente puesta siempre en la huida, casi siempre huida interior.


Así sufrías tú, así sufríamos nosotros. Desde tu punto de vista tenías toda la razón cuando, apretando los dientes y con la risa gutural que le dio a aquel niño una primera idea del infierno, decías amargamente (como dijiste también hace poco a propósito de una carta de Constantinopla): «¡Vaya elementos!»


En total desacuerdo con esa actitud frente a tus hijos parecía estar el hecho, muy frecuente, de que te lamentases públicamente. Confieso que de niño no podía comprenderlo en absoluto (de mayor sí) y no veía cómo podías esperar que sintieran compasión por ti. Tú eras tan gigantesco en todos los sentidos; ¿qué podía importarte nuestra compasión o incluso nuestra ayuda? La tenías que despreciar, como nos despreciabas tantas veces a nosotros. Por eso no daba crédito a esos lamentos y les buscaba una segunda intención. Fue más tarde cuando comprendí que de verdad sufrías mucho con los hijos, pero en aquel entonces, cuando, en otras circunstancias, aquellas lamentaciones habrían podido encontrar una sensibilidad infantil, abierta, sin reservas, dispuesta a cualquier ayuda, fueron para mí sólo un método demasiado evidente de educación y de humillación, y en cuanto tal método no excesivamente duro, pero con el nocivo efecto secundario de que el niño se habituó a no tomar muy en serio justamente las cosas que habría debido tomar en serio.


Afortunadamente, también había excepciones, casi siempre cuando sufrías en silencio, y el amor y la bondad, con su fuerza, superaban todos los obstáculos y conmovían de un modo inmediato. Eso sí, sucedía raras veces, pero era maravilloso. Por ejemplo, cuando en veranos calurosos te veía fatigado, adormilado en la tienda después de comer, el codo sobre el mostrador, o cuando los domingos llegabas agotado a reunirte con nosotros en el sitio donde veraneábamos; o cuando durante una grave enfermedad de nuestra madre te agarrabas a la librería, temblando por el llanto, o cuando, durante mi última enfermedad, entraste sigilosamente a verme a la habitación de Ottla, te quedaste parado en el umbral, sólo estiraste el cuello para verme en la cama, y para no molestar te limitaste a hacer un gesto con la mano. En tales ocasiones uno se echaba en la cama y lloraba de felicidad, y llora ahora otra vez, al escribirlo.


Tienes también un modo especial de sonreír, bellísimo y muy poco frecuente, una sonrisa callada, satisfecha y aprobatoria, que puede hacer completamente feliz a la persona a que va dirigida. Yo no recuerdo que, de pequeño, me haya sido dispensada a mí personalmente alguna vez, pero seguramente que ocurrió, pues por qué me lo ibas a haber negado entonces, cuando yo todavía te parecía desprovisto de culpa y era tu gran ilusión. Por lo demás, esas impresiones placenteras tampoco consiguieron a la larga otra cosa que aumentar mi sentimiento de culpabilidad y hacerme comprender aún menos el mundo.

TE RECOMIENDO, LECTOR: "Una mujercita", cuento de Franz Kafka


Prefería atenerme a lo que tenía una base efectiva y permanente. Para autoafirmarme un poco frente a ti, en parte también por una especie de venganza, pronto empecé a observar, a catalogar, a exagerar pequeñas ridiculeces que veía en ti. Qué fácilmente, por ejemplo, te dejabas deslumbrar por personas que eran -casi siempre sólo aparentementesuperiores a ti, algún consejero imperial o algún otro personaje, y cómo podías hablar de eso continuamente (por otra parte, me dolían también esas cosas, que tú, mi padre, creyeses necesitar tales vanas confirmaciones de tu valía y que te dieras tono con ellas). O también observaba tu afición a las expresiones indecentes, dichas en voz bien alta, riéndote con ellas como si hubieses dicho algo verdaderamente genial, siendo como eran una pequeña y vulgar indecencia (y, una vez más, eso era para mí al mismo tiempo, una expresión de tu vitalidad, que me llenaba de bochorno). Observaciones diversas de este género las hubo naturalmente en cantidad; yo era feliz al hacerlas, me daban ocasión de cuchichear, de bromear. Tú lo notabas a veces, te enfadabas, te parecía alevosía y falta de respeto, pero, créeme, para mí no era otra cosa que un método -inútil, por lo demás- de autodefensa, eran cosas divertidas como las que se cuentan sobre dioses y reyes y que no sólo son compatibles con el más hondo respeto sino incluso inherentes a él...

Continúa en el siguiente post...

Si te gusta el contenido que hago, te invito a a suscribirte al canal de Mar de fondo en WhatsApp y al Tiktok de Mar de fondo para más contenido literario...


Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

2 Comentarios

  1. genial carta y muy lamentable trato de su padre desde infancia. Solamente el que pega a otros es que tiene tanta pánico enfrentarse la vida.

    ResponderEliminar
Artículo Anterior Artículo Siguiente