Leamos 10 extraordinarios microrrelatos de Tolstói, Dostoyevski y Chéjov

¡Qué tal, lectores y lectoras de Mar de fondo! Cada semana disfrutamos de los más geniales relatos de tres monstruos de la literatura universal: León Tosltói, Fiódor Dostoyevski y Antón Chéjov, quienes confirman la trilogía más leída de todos los tiempos en Rusia. Por eso, hoy quiero compartir contigo estos 10 extraordinarios relatos y microrrelatos que puedes leer en cualquier momento del día ¡Veamos! 

microrrelatos de Tolstói, Dostoyevski y Chéjov
Imagen: https://pin.it/56hvtfp

Los relatos que encontrarás en este post:


1. Anécdota Antigua
2. Buena colección
3. Carta a un reportero
4. El saguíneo 
5. El fracaso 

6. La mimbrera
7. La camisa del hombre feliz 
8. El perro muerto
9. El Origen del mal 

10. El sueño de un hombre ridículo


ANTÓN CHÉJOV

ANÉCDOTA ANTIGUA

En tiempos de antaño, en Inglaterra, los criminales condenados a la pena de muerte gozaban del derecho a vender en vida sus cadáveres a los anatomistas y los fisiólogos. El dinero recibido de esta forma ellos se lo daban a sus familias o se lo bebían. Uno de ellos, atrapado en un crimen horrible, llamó a su lugar a un científico médico y, tras negociar con este hasta el hartazgo, le vendió su propia persona por dos guineas. Pero, al recibir el dinero, de pronto se empezó a carcajear…

—¿De qué se ríe? —se asombró el médico.

—¡Usted me compró a mí como un hombre que debe ser colgado —dijo el criminal, riéndose a carcajadas—, pero yo lo timé a usted! ¡Yo voy a ser quemado! ¡Ja, ja!

FIN

BUENA COLECCIÓN

Hace días fui a visitar a mi amigo, el periodista Misha Kovrov. Lo hallé sentado en un sofá, limpiándose las uñas y tomando té. Me ofreció un vaso.

—Sin pan no suelo tomarlo —rehusé—. Manda por pan.

—¡De ningún modo! —exclamó él—. A un enemigo le daría pan. ¡A un amigo, jamás!

—¡Qué raro! ¿Y por qué?

—Ahora lo verás. Ven aquí.

Misha me condujo a una mesa, de la que sacó un cajón.

—Fíjate.

Por más que me fijé, nada de particular se ofreció a mi vista.

—La verdad, no veo nada, basura; clavos, trapos, unos rabos extraños.

—Pues eso es lo que quería enseñarte. ¡Diez años llevo coleccionando esos trapos, esas cuerdas y esos clavos! ¡Una colección estupenda!

Misha recogió toda aquella basura y la fue echando en una hoja de periódico.

—¿Ves este fósforo? —me dijo, mostrándome una cerilla a medio quemar—. Es la mar de interesante. La encontré el año pasado en una rosquilla que compré en la panadería de Sevastianov. Por poco me ahogo. Menos mal que mi mujer estaba en casa y me dio unos golpes en la espalda para que la despidiera; que si no llega a estar, se me queda la cerilla en la garganta. Mira esta uña. Apareció hace tres años dentro de un bizcocho que me vendieron en la panadería y confitería de Filippov. El bizcocho, como ves, no tenía manos ni pies, pero sí uñas. ¡Caprichos de la naturaleza! Este pedazo de trapo verde habitaba, hace cinco años, dentro de un salchichón adquirido en una de las mejores tiendas de Moscú. Esta cucaracha seca se bañaba en una sopa que me sirvieron en la cantina de una estación de ferrocarril; y este clavo, en una albóndiga que me comí en la misma estación. Este rabo de rata y este trozo de tafilete fueron hallados ambos dentro de un panecillo de la misma panadería de Filippov. Esta anchoa, de la que ya no queda sino la raspa, venía en una tarta que le regalaron a mi mujer el día de su santo. Esta fiera llamada ciempiés me fue servida con una jarra de cerveza en una cervecería alemana. Este pegote de guano estuve a punto de tragármelo con una empanadilla, en una fonda. Y así sucesivamente, querido amigo.

—¡¡Magnífica colección!!

—Desde luego. Pesa libra y media. Y eso no contando lo que, por descuido, me habré tragado y digerido, que no será menos de cinco o seis libras…

Misha levantó cuidadosamente la hoja de periódico, contempló admirado la colección durante un instante, y la volvió a echar en el cajón.

Yo cogí el vaso y me puse a tomarme el té, sin volver a pedir que mandara por pan.

FIN



CARTA A UN REPORTERO

Esta semana hubo seis incendios grandes y cuatro pequeños. Se suicidó un joven por el amor apasionado hacia una dama, y esa misma dama enloqueció al conocer su muerte. El portero Guskin se ahorcó porque había consumido en exceso. El día de ayer se hundió un bote con dos tripulantes y un niño pequeño… ¡Pobre niño! En los jardines públicos de La Arcadia, le agujerearon la espalda a cierto comerciante y casi le rompen la crisma. Atraparon a cuatro ladronzuelos bien vestidos, y un tren de mercancías naufragó. ¡Lo sé todo, estimado señor mío! ¡Qué circunstancias tan diferentes! ¡Cuánto dinero tiene usted ahora y no me da a mí ni un kopek! ¡Los buenos caballeros no hacen eso! Su sastre, Zmirlov.

Informó, El hombre sin bazo

FIN


EL SANGUÍNEO


Todas las impresiones repercuten en él de modo ligero. En la juventud es un bebé y un bribón. Les dice groserías a los maestros, no se corta el cabello, no se afeita, usa lentes y mancha las paredes. Estudia mal, pero termina los cursos. No obedece a los padres. Cuando es rico, es un petimetre; siendo ya pobre, vive como un cerdo. Duerme hasta las doce, se acuesta a una hora indefinida. Escribe con faltas. La naturaleza lo trajo al mundo solo para el amor. Nunca está en contra de beber hasta perder el sentido; tras embriagarse por la noche hasta los diablitos verdes, se levanta animado, con una pesadez en la cabeza apenas notable, sin necesitar de la similia similibus curantur [“lo similar cura lo similar”]. Se casa sin intención. Lucha con la suegra eternamente. Se pelea con la parentela. Miente a lo loco. Ama terriblemente los escándalos y los espectáculos aficionados. En la orquesta, es el primer violín. Siendo ligero, es liberal. O nada lee en absoluto, o lee con pasión. Le gustan los periódicos, y él mismo no está en contra de ser un poco periodista. El buzón de correo de las revistas humorísticas ha sido inventado, exclusivamente, para los sanguíneos. Es constante en su inconstancia. En el servicio, es un funcionario de encargos especiales, o algo semejante. En el gimnasio, enseña literatura. Rara vez sirve hasta consejero civil activo; si sirve hasta eso, se hace flemático y a veces colérico. Los granujas, los bribones y los tunantes son sanguíneos. Dormir en una habitación con un sanguíneo no se recomienda: cuenta chistes toda la noche y, si no hay chistes, censura a los allegados o miente. Muere de enfermedad de los órganos de digestión y de extenuación prematura.

FIN

EL FRACASO

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

-Parece que pica -murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos-. Mira, Petrovna… Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos… Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable… Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

-¡Nada de su carácter!… -decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla-. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

-¡Vamos no diga!… ¡Como si no conociera yo su letra! -reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento-. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!… ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!… ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?…

-¡Hum!… Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra…, lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza…, a otro se le pone de rodillas… ¡Pero la escritura! ¡Pchs!… ¡Eso es lo de menos!… Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

-Sí…, pero aquel era Nekrasov, y usted es usted… -un suspiro-. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

-También yo puedo hacerle versos si lo desea.

-¿Y sobre qué sabe usted escribir?

-Sobre el amor…, sobre los sentimientos…. ¡Sobre sus ojos!… Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?

-¡Vaya una tontería!… ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.

Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.

-¡Descuelga la imagen! -dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta-. ¡Anda, vamos! -y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par-. ¡Hijos! -balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos-. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!… ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!…

-¡Yo!… ¡También yo los bendigo! -dijo la madre, llorando de felicidad-. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!… -prosiguió, dirigiéndose a Schupkin-. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!… ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!…

La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.

«Me han cogido… Me han cogido… -pensó, preso de espanto-. Te ha llegado el fin, hermano… Ya no te escaparás…» Y sumisamente presentó su cabeza, como diciendo: «¡Tómenla…, estoy vencido!»

-¡Los… ben.., bendigo… -prosiguió el padre; y empezó a llorar también-. ¡Natascheñka!… ¡Hija mía!… ¡Ponte a su lado!… ¡Petrovna, trae la imagen!

Pero en aquel momento el llanto del padre cesó y su rostro se alteró con furia.

-¡Zoquete!… ¡Cabeza huera! -dijo, dirigiéndose con enfado a su mujer-. ¿Es ésta acaso la imagen?…

-¡Ay, Dios mío!… ¡Virgen Santísima!…

¿Qué había ocurrido?… El profesor de caligrafía levantó temerosamente los ojos y se vio salvado. En su precipitación, la madre había descolgado equivocadamente de la pared el retrato del literato Lajechnikov. El viejo Peplov y su esposa Cleopatra, con él entre las manos, no sabían en su azoramiento qué hacer ni qué decir. El profesor de caligrafía aprovechó el momento de confusión y huyó.



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LEÓN TOLSTÓI


LA MIMBRERA


Durante la Semana Santa, un mujik fue a ver si la tierra ya se había deshelado.

Se dirigió al huerto y tanteó la tierra con un palo. La tierra ya se había ablandado. El mujik fue al bosque. Allí, las yemas de las mimbreras ya se habían hinchado. Y el mujik pensó: “Plantaré mimbreras alrededor del huerto y cuando crezcan lo protegerán del viento”. Cogió un hacha, abatió diez arbustos, aguzó el extremo más grueso y los plantó en la tierra.

Todas las mimbreras echaron brotes con hojas por encima de la superficie; también bajo tierra salieron brotes, que hacían las veces de raíces; algunos prendieron; otros no se aferraron bien con sus raíces; perdieron vigor y cayeron.

Cuando llegó el otoño, el mujik contempló alborozado sus mimbreras: seis habían prendido. A la primavera siguiente las ovejas royeron la corteza de cuatro y solo quedaron dos. A la primavera siguiente las ovejas royeron también esas dos. Una no salió adelante, pero la otra resistió, echó fuertes raíces y se convirtió en un árbol. En primavera las abejas zumbaban ruidosamente sobre la mimbrera. En las hendiduras solían formarse enjambres, de los que se aprovechaban los mujiks. Las campesinas y los mujiks comían y dormían a menudo bajo esa mimbrera; los niños, en cambio, se subían a su tronco y arrancaban las ramas.

El mujik que plantó la mimbrera llevaba ya mucho tiempo muerto, pero esta seguía creciendo. El hijo mayor cortó dos veces sus ramas para quemarlas en la estufa. Pero la mimbrera seguía creciendo. Le cortaban todas las ramas para hacer bastones, pero cada primavera echaba nuevos brotes, más delgados que antes, pero dos veces más numerosos, semejantes a las crines de un potro.

El hijo mayor había dejado ya de trabajar y la aldea había cambiado de lugar, pero la mimbrera seguía creciendo en campo abierto. Unos mujiks forasteros pasaron por allí y cortaron muchas ramas, pero ella seguía creciendo. Un rayo la alcanzó, pero también esta vez salió adelante, gracias a las ramas laterales, y siguió creciendo y floreciendo. Un mujik quiso abatirla para hacer un abrevadero, pero al final cambió de idea pues por dentro estaba bastante podrida. La mimbrera se venció de un lado y solo una parte se mantenía en pie, pero seguía creciendo y cada año las abejas venían a recoger el polen de sus flores.

Un día de principios de primavera, unos niños que estaban guardando los caballos se reunieron bajo su copa. De pronto les pareció que hacía frío y se pusieron a encender un fuego; recogieron rastrojos, ajenjo, ramas secas. Uno se subió a la mimbrera y cortó algunas ramas. Lo colocaron todo en el hueco del árbol y prendieron fuego. La madera de la mimbrera chisporroteaba, su linfa hervía; todo se cubrió de humo, y el fuego empezó a extenderse por el tronco; el interior de la mimbrera se volvió negro. Los brotes jóvenes se arrugaron, las flores se marchitaron. Los niños llevaron a casa los caballos. La mimbrera quemada de arriba abajo, se quedó sola en el campo. Un cuervo negro llegó volando, se posó en ella y graznó: “¡Bueno, viejo atizador, has llegado a tu final! ¡Ya iba siendo hora!”

FIN




LA CAMISA DEL HOMBRE FELIZ


En las lejanas tierras del norte, hace mucho tiempo, vivió un zar que enfermó gravemente. Reunió a los mejores médicos de todo el imperio, que le aplicaron todos los remedios que conocían y otros nuevos que inventaron sobre la marcha, pero lejos de mejorar, el estado del zar parecía cada vez peor. Le hicieron tomar baños calientes y fríos, ingirió jarabes de eucalipto, menta y plantas exóticas traídas en caravanas de lejanos países. Le aplicaron ungüentos y bálsamos con los ingredientes más insólitos, pero la salud del zar no mejoraba. Tan desesperado estaba el hombre que prometió la mitad de lo que poseía a quien fuera capaz de curarlo.

El anuncio se propagó rápidamente, pues las pertenencias del gobernante eran cuantiosas, y llegaron médicos, magos y curanderos de todas partes del globo para intentar devolver la salud al zar. Sin embargo fue un trovador quien pronunció:

—Yo sé el remedio: la única medicina para sus males, señor. Solo hay que buscar a un hombre feliz: vestir su camisa es la cura a su enfermedad.

Partieron emisarios del zar hacia todos los confines de la tierra, pero encontrar a un hombre feliz no era tarea fácil: aquel que tenía salud echaba en falta el dinero, quien lo poseía, carecía de amor, y quien lo tenía se quejaba de los hijos.

Sin embargo, una tarde, los soldados del zar pasaron junto a una pequeña choza en la que un hombre descansaba sentado junto a la lumbre de la chimenea:

—¡Qué bella es la vida! Con el trabajo realizado, una salud de hierro y afectuosos amigos y familiares ¿qué más podría pedir?

Al enterarse en palacio de que, por fin, habían encontrado un hombre feliz, se extendió la alegría. El hijo mayor del zar ordenó inmediatamente:

—Traigan prestamente la camisa de ese hombre. ¡Ofrézcanle a cambio lo que pida!

En medio de una gran algarabía, comenzaron los preparativos para celebrar la inminente recuperación del gobernante.

Grande era la impaciencia de la gente por ver volver a los emisarios con la camisa que curaría a su gobernante, mas, cuando por fin llegaron, traían las manos vacías:

—¿Dónde está la camisa del hombre feliz? ¡Es necesario que la vista mi padre!

—Señor —contestaron apenados los mensajeros—, el hombre feliz no tiene camisa.

FIN



EL PERRO MUERTO



Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.

Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.

Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.

Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.

-Esto emponzoña el aire -dijo uno de los presentes.

-Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo -dijo otro.

–Miren su piel -dijo un tercero-; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.

-Y sus orejas -exclamó un cuarto- son asquerosas y están llenas de sangre.

-Habrá sido ahorcado por ladrón -añadió otro.

Jesús los escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:

-¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! -dijo.

Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:

-¿Quién es este? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Solo Él podría encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto…!

Y todos, avergonzados, siguieron su camino, prosternándose ante el Hijo de Dios.

FIN


EL ORIGEN DEL MAL


En medio de un bosque vivía un ermitaño, sin temer a las fieras que allí moraban. Es más, por concesión divina o por tratarlas continuamente, el santo varón entendía el lenguaje de las fieras y hasta podía conversar con ellas.

En una ocasión en que el ermitaño descansaba debajo de un árbol, se cobijaron allí, para pasar la noche, un cuervo, un palomo, un ciervo y una serpiente. A falta de otra cosa para hacer y con el fin de pasar el rato, empezaron a discutir sobre el origen del mal.

-El mal procede del hambre -declaró el cuervo, que fue el primero en abordar el tema-. Cuando uno come hasta hartarse, se posa en una rama, grazna todo lo que le viene en gana y las cosas se le antojan de color de rosa. Pero, amigos, si durante días no se prueba bocado, cambia la situación y ya no parece tan divertida ni tan hermosa la naturaleza. ¡Qué desasosiego! ¡Qué intranquilidad siente uno! Es imposible tener un momento de descanso. Y si vislumbro un buen pedazo de carne, me abalanzo sobre él, ciegamente. Ni palos ni piedras, ni lobos enfurecidos serían capaces de hacerme soltar la presa. ¡Cuántos perecemos como víctimas del hambre! No cabe duda de que el hambre es el origen del mal.

El palomo se creyó obligado a intervenir, apenas el cuervo hubo cerrado el pico.

-Opino que el mal no proviene del hambre, sino del amor. Si viviéramos solos, sin hembras, sobrellevaríamos las penas. Más ¡ay!, vivimos en pareja y amamos tanto a nuestra compañera que no hallamos un minuto de sosiego, siempre pensando en ella “¿Habrá comido?”, nos preguntamos. “¿Tendrá bastante abrigo?” Y cuando se aleja un poco de nuestro lado, nos sentimos como perdidos y nos tortura la idea de que un gavilán la haya despedazado o de que el hombre la haya hecho prisionera. Empezamos a buscarla por doquier, con loco afán; y, a veces, corremos hacia la muerte, pereciendo entre las garras de las aves de rapiña o en las mallas de una red. Y si la compañera desaparece, uno no come ni bebe; no hace más que buscarla y llorar. ¡Cuántos mueren así entre nosotros! Ya ven que todo el mal proviene del amor, y no del hambre.

-No; el mal no viene ni del hambre ni del amor -arguyó la serpiente-. El mal viene de la ira. Si viviésemos tranquilos, si no buscásemos pendencia, entonces todo iría bien. Pero, cuando algo se arregla de modo distinto a como quisiéramos, nos arrebatamos y todo nos ofusca. Sólo pensamos en una cosa: descargar nuestra ira en el primero que encontramos. Entonces, como locos, lanzamos silbidos y nos retorcemos, tratando de morder a alguien. En tales momentos, no se tiene piedad de nadie; mordería uno a su propio padre o a su propia madre; podríamos comernos a nosotros mismos; y el furor acaba por perdernos. Sin duda alguna, todo el mal viene de la ira.

El ciervo no fue de este parecer.

-No; no es de la ira ni del amor ni del hambre de donde procede el mal, sino del miedo. Si fuera posible no sentir miedo, todo marcharía bien. Nuestras patas son ligeras para la carrera y nuestro cuerpo vigoroso. Podemos defendernos de un animal pequeño, con nuestros cuernos, y la huida nos preserva de los grandes. Pero es imposible no sentir miedo. Apenas cruje una rama en el bosque o se mueve una hoja, temblamos de terror. El corazón palpita, como si fuera a salirse del pecho, y echamos a correr. Otras veces, una liebre que pasa, un pájaro que agita las alas o una ramita que cae, nos hace creer que nos persigue una fiera; y salimos disparados, tal vez hacia el lugar del peligro. A veces, para esquivar a un perro, vamos a dar con el cazador; otras, enloquecidos de pánico, corremos sin rumbo y caemos por un precipicio, donde nos espera la muerte. Dormimos preparados para echar a correr; siempre estamos alerta, siempre llenos de terror. No hay modo de disfrutar de un poco de tranquilidad. De ahí deduzco que el origen del mal está en el miedo.

Finalmente intervino el ermitaño y dijo lo siguiente:

-No es el hambre, el amor, la ira ni el miedo, la fuente de nuestros males, sino nuestra propia naturaleza. Ella es la que engendra el hambre, el amor, la ira y el miedo.


FIÓDOR DOSTOYEVSKI


EL SUEÑO DE UN HOMBRE RIDÍCULO


Soy un hombre ridículo. Ahora ellos me llaman loco. Y eso podría haberme supuesto un ascenso de grado, sí no me siguieran considerando igual de ridículo que antes. Ahora no me enfado y todos me parecen simpáticos; incluso cuando se burlan de mí siguen de algún modo pareciéndome especialmente dulces. De buena gana me reiría con ellos –no ya de mí, sino por afecto hacia ellos– si no fuera por la tristeza que siento cuando los miro. Y me siento triste porque ellos desconocen la verdad, y yo sí la sé. ¡Oh, qué difícil le resulta a uno conocer la verdad! Pero ellos no lo entenderán. No, no lo entenderán.

Antes me angustiaba porque les parecía ridículo. Más que parecérselo, lo era. Siempre fui ridículo, y lo sé probablemente desde el día de mi nacimiento. Seguramente supe que era ridículo desde que tenía siete años. Después estudié en la escuela, más tarde en la universidad. Y ¿qué es lo que sucedió? Pues que cuanto más estudiaba, más me convencía de que era ridículo. De modo que toda mi ciencia universitaria, a medida que penetraba en ella, pareció a fin de cuentas haber existido para demostrarme y explicarme que yo era un hombre ridículo. Lo mismo que ocurrió con la ciencia, también sucedió en la vida real. A medida que pasaban los años se acrecentaba y afianzaba en mí la conciencia de mi ridículo aspecto, en todos los sentidos. Siempre se ha reído de mí todo el mundo, que si había un hombre sobre la faz de la tierra que tenía consciencia de que era ridículo, ese hombre era yo; esta era la cuestión que más me ofendía, cosa que ellos ignoran; pero de esto solo yo tengo la culpa: siempre he sido tan orgulloso que por nada del mundo habría de reconocérselo jamás a nadie. Ese orgullo crecía en mi interior a medida que pasaban los años, y si me hubiera permitido reconocerme como ridículo, ante cualquier persona, creo que al instante me habría volado la tapa de los sesos. ¡Oh, cómo sufría en mi adolescencia pensando que no aguantaría más y que en cualquier momento lo confesaría a mis compañeros! Pero desde que me hice joven, y a pesar de ir tomando lentamente conciencia de mi horrible cualidad, no sé por qué me sentí más aliviado. Y digo que no sé por qué, pues hasta hoy día no he encontrado la razón. Puede que fuera por aquello de que en mi alma crecía una terrible melancolía debido a un hecho que era infinitamente superior a mí; para ser más exactos, se había apoderado de mí la única convicción de que en el mundo todo daba igual. Lo venía presintiendo desde hacía ya tiempo, pero la convicción completa se me presentó de pronto el último año. De repente sentí que me daba igual que existiera el mundo o que no existiera en absoluto. Comencé a percibir con todo mi ser que nada existía a mi alrededor. Al principio creí que, a pesar de todo, en otros tiempos hubo muchas cosas, pero más tarde llegué a la conclusión de que tampoco antes las hubo, de que todo era una ilusión. Poco a poco me fui convenciendo de que jamás existiría nada. Entonces de pronto dejé de enfadarme con la gente, y apenas me percataba de ellos. La verdad es que eso afloraba incluso en las nimiedades más insignificantes; por ejemplo, iba por la calle y chocaba con la gente. Y no era porque fuera ensimismado y pensativo: no tenía nada en qué pensar; por aquel entonces dejé de pensar completamente: todo me daba igual. Si al menos hubiera resuelto algún problema; pero no resolví ninguno. ¡Y cuántos había! Pero todo me daba igual, y todos los problemas se apartaban de mí por sí solos.

Fue después cuando conocí la verdad. La conocí en noviembre del año pasado; concretamente, el tres de noviembre, y desde aquel momento recuerdo cada instante de mi vida. Ocurrió en un anochecer lúgubre, el más lóbrego que puede haber. Iba de regreso a casa, alrededor de las once de la noche, y recuerdo haber pensado exactamente que no podía hacer un tiempo más funesto. Incluso en el aspecto físico. Durante todo el día había estado lloviendo a cántaros una lluvia fría, siniestra y terrible; recuerdo que incluso resultaba hostil a la gente; y de pronto, a las once de la noche, dejó de llover y se empezó a sentir una humedad espantosa, más pegajosa y fría que cuando llovía, todo ello desprendía una especie de vapor que salía de todos los empedrados de la calle y los callejones cuando se mira en su interior desde una cierta distancia. Y de repente, se me figuró que, de haberse apagado todas las farolas de gas sería menos espeluznante, ya que con el gas alumbrando y proporcionando luz hacía que el corazón se sintiera más triste, porque alumbraba todo eso. Ese día apenas comí, y desde la primera hora de la tarde estuve en casa de un ingeniero, junto a otros dos compañeros suyos. Estuve completamente callado y creo que los aburrí. Hablaban sobre un tema apasionante, y en un momento incluso llegaron a acalorarse. Pero el tema les resultaba indiferente, yo ya me había percatado de ello, y se enzarzaron en vano. De pronto les dije: “Señores, si a ustedes les da igual todo”. Ellos no se ofendieron, pero se rieron de mí. Debe ser porque lo que dije fue sin intención alguna, sino únicamente porque a mí todo me daba igual. Se percataron de que a mí todo me daba igual, y eso les hizo gracia.

Cuando de regreso a casa, en la calle, pensé en las farolas de gas, miré hacia el cielo. Hacía una noche terriblemente oscura, pero en algunos trozos se podían distinguir con claridad las nubes despedazadas, y entre ellas unas insondables manchas negras, De golpe, en una de esas manchas, reparé una estrellita, y la miré fijamente. Sucedió porque la estrellita me había insinuado una idea: me había propuesto suicidarme aquella noche. Desde hacía dos meses me rondaba la cabeza aquella idea fija, y, a pesar de mi penosa situación económica, me compré un espléndido revólver y lo cargué aquel mismo día. Desde entonces ya habían transcurrido dos meses, y el revólver todavía permanecía en el cajón; y tanta era mi indiferencia que se me ocurrió posponerlo hasta encontrar el momento en que no todo me diera igual; no sé por qué razón. Y de ese modo, durante esos dos meses, cada noche cuando regresaba a casa pensaba que iba a suicidarme. No hacía más que esperar el momento oportuno. Y he aquí que esa estrellita me dio la idea, y me propuse que eso debía suceder irremisiblemente aquella noche. Sin embargo, ignoro la razón por la que la estrella me dio la idea.

Y justo cuando estaba mirando al cielo, de repente una niña me agarró por el codo. La calle estaba prácticamente desierta y apenas había transeúntes. A lo lejos, sobre el pescante, dormitaba un cochero. La niña tendría unos ocho años. Llevaba un pañuelo en la cabeza y un vestidito. Estaba completamente empapada, y se me quedaron especialmente grabadas sus botas mojadas y rotas, que aún recuerdo: me llamaron la atención especialmente. La niña comenzó a tirarme del codo y a llamarme. No lloraba, pronunciaba entrecortadamente algunas palabras, que no lograba articular bien, porque tiritaba y tenía escalofríos y convulsiones. Estaba horrorizada por algo y gritaba desesperadamente: “¡Mamita, mamita!”. Yo giré la cabeza hacia ella, y sin decirle palabra continué andando; pero la niña siguió corriendo detrás de mí tirándome del brazo. Su voz tenía el tono de desesperación de los niños cuando están muy asustados. Conozco ese tono. Y aunque no llegara a articular y terminar las palabras, comprendí que su madre se estaba muriendo en algún lugar, o que algo por el estilo estaría sucediendo para que la niña saliera corriendo a llamar a alguien, o encontrar algo, con tal de ayudar a su madre. Pero yo no fui tras ella; antes al contrario, de pronto se me pasó por la cabeza la idea de espantarla y echarla. Al principio le dije que buscara al guardia municipal. Pero ella juntó las manitas y, sollozando y ahogándose, continuó corriendo a mi lado sin apartarse de mí. Fue entonces cuando di una patada en el suelo y lancé un grito. La niña solo exclamó: “¡Señor, señor…!”; pero de repente me dejó, y al momento cruzó la calle: en la otra acera había un transeúnte, y al parecer la niña me había dejado para salir corriendo tras él.

Subí al quinto piso en el que vivo, en una habitación de alquiler. Es mísera y pequeña, con un ventanuco semicircular, de desván. Tengo un sofá cubierto con un hule, una mesa llena de libros, dos sillas y un sillón, viejo a más no poder; pero eso sí, de estilo volteriano. Me senté, encendí una vela y me puse a meditar. Al lado, en otra habitación, detrás del tabique, continuaba la juerga. Llevaban así ya tres días. Allí vivía un capitán retirado, que tenía invitados –unos seis troneras– que bebían vodka y jugaban a las cartas con unos viejos naipes. La noche anterior hubo pelea, y sé que dos de ellos se habían tirado de los pelos durante un buen rato. La casera quiso presentar una denuncia, pero le tiene mucho miedo al capitán. Aparte de nosotros, en otra habitación, vive de alquiler una señora muy bajita y delgada, mujer de un militar, que había venido a la pensión con tres niños que enfermaron allí. Tanto ella como los niños temían al capitán hasta más no poder, y se pasaban la noche tiritando y santiguándose; el más pequeño hasta tuvo una especie de ataque por el miedo que le daba el capitán. Sé que ese tal capitán para a la gente en la avenida Nevski para pedir limosna. No lo admiten para prestar servicio, pero es cosa extraña (y por eso lo cuento), pues durante todo el mes, desde que él se alojó aquí, no me contrarió en absoluto. Desde el principio rehuí cualquier contacto amistoso con él, y, además, desde el primer día él mismo se aburrió conmigo, y por más que puedan gritar al otro lado del tabique, y por más gente que pueda haber allí, a mí siempre me resulta indiferente. Permanezco toda la noche sentado, y la verdad es que ni los oigo, hasta tal punto me abstraigo y me olvido de que están allí. No me duerno en toda la noche hasta el amanecer; y así ha transcurrido ya un año. Durante la noche entera estoy sentado en el sillón, delante de la mesa sin hacer nada. Los libros los leo solo durante el día. Permanezco sentado y ni siquiera pienso, sino que dejo que algunas ideas me ronden, y yo las dejo vagar a su libertad. Durante la noche se gasta toda la vela.

Me senté despacio junto a la mesa, saqué el revólver y lo puse delante de mí. Cuando lo coloqué, recuerdo que me hice una pregunta a mí mismo: “¿Ha de ser así?”, y completamente convencido me dije: “Así ha de ser”. Es decir, me suicidaré. Sabía que probablemente me suicidaría aquella noche, pero ignoraba cuánto tiempo permanecería así sentado junto a la mesa. Y sin duda alguna me habría dado un tiro en la cabeza, de no ser por aquella niña.

II

Ya lo ven: aunque todo me daba igual, yo –por poner un ejemplo– sentía dolor. De haberme dado alguien un golpe, habría sentido dolor. Y lo mismo sucedía en el sentido moral: si hubiera ocurrido algo muy penoso, habría sentido la pena de igual modo que entonces, cuando todavía no todo en la vida me resultaba indiferente. Hacía un rato había sentido compasión: podía haber ayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé? Pues por una idea que me asaltó: cuando ella me estaba tirando del brazo y me llamaba, se me planteó una cuestión que no pude resolver. La pregunta era ociosa, y eso me enfureció. Me enfadé porque si ya había tomado la decisión de acabar con mi vida aquella misma noche, entonces todo cuanto ahora me rodeara debía serme más indiferente que nunca. ¿Por qué razón sentí de pronto que no todo me resultaba indiferente, y que sentía compasión hacia aquella niña? Recuerdo que me provocó mucha lástima; incluso hasta producirme un dolor extraño, absolutamente inverosímil dada mi situación. Es cierto que no sé expresar aquel sentimiento mío pasajero, pero este continuó cuando me encontré ya en casa y me hube sentado a la mesa completamente alterado como hacía tiempo que no lo estaba. Una reflexión sucedía a otra. Se me presentaba con toda claridad que si yo era una persona, y aún no me había convertido en un cero, y hasta que ello sucediera, en tal caso estaba vivo, y por consiguiente era capaz de sufrir, enfadarme y experimentar vergüenza por mis actos. Que así fuera. Pero si me suicidaba, por ejemplo, al cabo de dos horas, ¿qué importancia tendrían para mí la niña, la vergüenza, y todo cuanto hubiera en el mundo? Si yo iba a convertirme en un cero, en un cero absoluto, ¿acaso la conciencia de que dejaría totalmente de existir, y de que, por consiguiente, tampoco nada existiría, no influiría mínimamente en el sentimiento de compasión hacia aquella niña, ni en el de vergüenza tras haber cometido aquel acto vil? Porque si le lancé aquel salvaje grito a esa infeliz criatura dando una patada al suelo, fue porque pensé que no solo no sentía lástima por ella, sino que si cometía aquella inhumana bajeza era porque podía hacerlo en aquel momento, ya que pasadas dos horas todo se acabaría. ¿Pueden creerme que por eso lancé el grito? Ahora estoy casi convencido de ello. Se me presentaba con claridad la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí. Incluso podría decir que el mundo, en aquel momento, estaba hecho únicamente para mí: si me suicidaba, el mundo desaparecería, al menos para mí. Por no hablar de que en realidad era probable que ya nada existiera tras mi desaparición, y que cuando se apagara mi conciencia, se apagaría y desaparecería al instante todo el mundo, como si fuera una aparición de mi conciencia, pues tal vez todo ese mundo, y toda esa gente, no eran únicamente más que yo. Recuerdo cómo, cuando estaba sentado y reflexionando, les daba vueltas a todas estas nuevas interrogantes, que se apretujaban las unas contra las otras, orientándose incluso en otra dirección y ocurriéndoseme cosas completamente nuevas. Por ejemplo, se me figuró una idea extraña: si yo hubiera vivido antes en la Luna o en Marte, y hubiera cometido allí un acto de lo más atroz y deshonesto que el hombre pueda imaginar, y se me hubiera reprendido y deshonrado allí por él, de modo tal que solo pudiera sentirlo e imaginarlo en un sueño, viviendo el horror; y después, ya en la Tierra, continuara yo conservando la conciencia de lo que había cometido en el otro planeta, y al margen de ello supiera que ya jamás podría regresar a aquel lugar; en tal caso, si mirara la Luna desde la Tierra ¿me daría todo igual o no? ¿Habría sentido vergüenza, o no, por aquel acto? Las preguntas eran ociosas y estaban de más, puesto que el revólver yacía sobre la mesa frente a mí y yo estaba completamente convencido de que aquello ocurriría sin lugar a dudas, pero las preguntas no dejaban de acalorarme y me enfurecían. Parecía que no me podía morir ahora sin haber resuelto algo previamente. En una palabra, la niña me salvó, porque al hacerme todas esas preguntas aplacé la idea del disparo. Entre tanto, en la habitación del capitán también empezó a cesar el ruido; dejaron de jugar a las cartas, se disponían a irse a dormir, y mientras tanto gruñían y reñían entre sí perezosamente. Y he aquí que en aquel momento me quedé dormido, cosa que jamás me había ocurrido antes, sentado en el sillón. Me dormí sin haberme dado cuenta. Los sueños, como es bien sabido, son algo extraordinariamente extraños: algunas cosas se te presentan con una claridad pasmosa, con unos detalles minúsculos, similares a la orfebrería, y otras transcurren como si estuvieras sobrevolando el tiempo y el espacio, sin darte cuenta en absoluto. Parece que los sueños no los dirige la razón, sino el deseo; que no es la cabeza, sino el corazón, y mientras tanto, ¡qué cosas más astutas se le antojaban a mi razón durante el sueño! Además, durante el sueño suceden cosas absolutamente inconcebibles para la razón. Mi hermano, por ejemplo, había fallecido hacía cinco años. A veces lo veo en sueños: participa de mis cosas, tenemos intereses en común, y, mientras dura el sueño, yo sé perfectamente, y lo recuerdo, que mi hermano está muerto y enterrado. ¿Cómo es que no me resulta extraño que, a pesar de estar muerto, esté aquí, junto a mí, haciendo cosas? ¿Por qué mi razón permite que eso ocurra? Pero dejémoslo aquí. Voy a contar mi sueño. ¡Sí, entonces yo tuve un sueño, mi sueño del tres de noviembre! Ellos ahora se burlan de mí diciendo que solo se trataba de un sueño. Pero ¿acaso no da igual que fuera o no un sueño? ¡Si ese sueño me ha aportado la Verdad! Ya que una vez que has conocido y visto la verdad, es cuando reconoces que no hay otra, ni puede haberla, bien esté uno dormido o despierto. ¡Qué más da que sea un sueño, pues esta vida, que ustedes tanto ensalzan, quise apagarla yo con un suicidio! ¡Mientras que mi sueño, mi sueño! ¡Oh! ¡Me ha revelado una vida nueva, grandiosa, renovada y fuerte!

III

Ya he dicho que me dormí sin darme cuenta e incluso continué reflexionando sobre las mismas materias. Y soñé que cogía el revólver, y sentado lo dirigía directamente al corazón… al corazón, no a la cabeza; puesto que, cuando me lo propuse, tenía pensado dispararme precisamente en la sien derecha. Lo dirigí hacia el pecho, esperé un par de segundos, y tanto mi vela como la mesa y la pared de enfrente se movieron y se sacudieron de repente. Me disparé lo más aprisa que pude.

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A veces, cuando uno sueña, cae desde una gran altura, o nos están dando un navajazo, o nos pegan, pero en ningún momento sentimos dolor, al margen, claro está, de que realmente nos demos un golpe desde la cama hasta despertarse a causa del dolor. Del mismo modo me sucedió a mí: yo no sentí dolor, pero se me figuró que con mi disparo todo en mi interior se sacudió; todo se había apagado y alrededor de mí oscureció terriblemente. Pareció que me había quedado ciego y mudo; y he aquí que permanezco tumbado sobre algo duro, completamente estirado y boca arriba, sin ver nada y sin poder moverme en absoluto. Alrededor de mí va y viene gente gritando; se oye tronar la voz de un capitán, grita la casera; y de pronto otra pausa, y ya me están llevando metido en un ataúd cerrado. Puedo sentir cómo se mueve el ataúd, pienso en ello, y, por primera vez, me impresiona la idea de estar muerto, de estar completamente muerto, de saber y no dudarlo; no veo y no me muevo, mientras que siento y pienso. Pero pronto me conformo con ello, y con normalidad, igual que en el sueño, acepto la realidad sin rechistar.

Y ya me están enterrando. Todos se van y me quedo solo, completamente solo. No me muevo. Antes, cuando me figuraba el día de mi entierro, imaginaba siempre que lo único que me relacionaría con la tumba sería la sensación de la humedad y el frío. El mismo frío que sentí también en ese momento, especialmente en la punta de los dedos de los pies; y nada más.

Estaba tumbado y, cosa extraña, ya nada esperaba, aceptando sin discusión alguna que un muerto nada podía esperar. Pero había humedad. No sé cuánto tiempo transcurrió, si una hora, si algunos días o si muchos. Sobre mi ojo izquierdo, que estaba cerrado, cayó una gota de agua que había calado la tapa del ataúd; a continuación de esta, otra; al cabo de un minuto, una tercera, y así sucesivamente, con el intervalo de un minuto. Una profunda indignación prendió de repente en mi corazón, y pude sentir dolor físico en su interior: “Es mi herida”, pensé, “es el tiro; ahí está depositada la bala…”. Mientras, la gota no cesaba de caer a cada minuto en mi ojo cerrado. De repente llamé, y no ya con la voz, puesto que estaba inmóvil, sino con todo mi ser, al artífice de todo cuanto me estaba sucediendo.

–Seas quien fueres, pero si existes y hay algo más racional que cuanto ahora me está sucediendo, en tal caso, permítele que también se persone aquí. Si, por el contrario, te estás vengando de mí por mi irracional suicido con el horror y el absurdo de una existencia ulterior, has de saber que ¡jamás me perseguirá sufrimiento comparable con el desprecio que sentiré en silencio, aunque mi martirio se prolongue millones de años…!

Imploré y me quedé callado. Un silencio profundo se prolongó durante casi un minuto, e incluso cayó otra gota más; pero estaba completa e irremisiblemente seguro de que ahora todo cambiaría inmediatamente. Y he aquí que mi tumba se removió. Es decir, no sé si fue abierta o desenterrada, pero fui tomado por un ser oscuro y desconocido, y ambos nos encontramos en el espacio. De golpe recuperé la vista: hacía una noche profunda, y yo jamás había visto una oscuridad igual. Nos trasladábamos por el espacio ya muy alejados de la Tierra. Yo no le hacía ninguna pregunta al que me transportaba; solo esperaba y estaba orgulloso. Me convencía a mí mismo de que no tenía miedo y me sentía petrificado al fascinarme con la idea de no tenerlo. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos volando y no me lo imagino: todo transcurrió del mismo modo como sucede en los sueños, dando saltos, dejando atrás el tiempo, el espacio y las leyes de la existencia y la razón para detenerse únicamente sobre algunos puntos que anhela el corazón. Recuerdo que de pronto vi en la oscuridad una estrellita.

–¿Es Sirio? –pregunté yo, ya sin poderme contener, pues no quería preguntar nada.

–No, es la misma estrella que viste entre las nubes, cuando estabas de regreso a casa –me respondió aquel ser que me transportaba.

Yo sabía que él parecía tener un aspecto similar al humano. Cosa extraña, yo no quería a ese ser, e incluso sentía hacia él una profunda aversión. Esperaba una inexistencia absoluta, y con aquella idea me disparé al corazón. Y he aquí que estaba en manos de un ser, aunque no humano, pero que indudablemente existía: “¡Ah! ¡Debe ser que también hay vida de ultratumba!”, pensé, con la extraña ligereza del sueño; pero la esencia de mi corazón continuaba conmigo en su profundidad: “¡Y si he de vivir de nuevo…!”, pensé, “¡… hacerlo, otra vez, conforme a la ineludible voluntad de alguien! ¡En tal caso no quiero que me dobleguen y humillen!”.

–¿Sabes que te temo, y por eso me desprecias? –le dije a mi acompañante sideral, sin poderme contener la humillante pregunta, que incluía reconocimiento, y sintiendo a la vez, en mi humillado corazón, el pinchazo de un alfiler. Él no respondió a mi pregunta, pero percibí que no me despreciaba ni se burlaba de mí; que tampoco me compadecía, y que nuestro viaje tenía un sentido, desconocido y secreto, que solo me atañía a mí. El miedo crecía dentro de mi corazón. Algo sordo, pero torturador, me llegaba desde mi silencioso acompañante y parecía penetrarme. Nos trasladábamos por espacios oscuros y desconocidos. Llevaba ya un buen rato sin ver las estrellas que me eran conocidas. Sabía que existían estrellas de ese tipo en los espacios siderales y que sus haces de luz llegaban a la tierra al cabo de miles y millones de años. Puede que ya hubiéramos sobrevolado esos espacios. Estaba a la espera de algo terrible en el interior de mi angustiado corazón. Y, de repente, me estremeció un sentimiento familiar y sugestivo en grado sumo. ¡Acababa de ver nuestro sol! Yo sabía que eso no podía ser nuestro sol, el que habían dado a nuestra Tierra, y que estábamos a una infinita distancia de él, pero no sé por qué reconocí, con todo mi ser, que se trataba de un sol exactamente igual que el nuestro, su repetición y su doble. Un sentimiento dulce calmó con asombro mi interior: la fuerza familiar de la luz, la misma que me dio vida, resonó dentro de mi corazón, al que resucitó, y me sentí vivo, igual que antes y por vez primera después de ser enterrado.

-Pero si esto es el sol, si este es exactamente el mismo sol que el nuestro –exclamé-, entonces ¿dónde está la Tierra?

Mi acompañante me indicó la estrellita que brillaba en la oscuridad con un brillo de color verde esmeralda. Nos dirigíamos directamente hacia ella.

–¿Acaso son posibles repeticiones de este tipo en el universo? ¿Son así las leyes de la naturaleza…? Y si aquello de allí es una Tierra, ¿acaso es igual que la nuestra…?, ¿exactamente igual, infeliz, pobre, pero querida y eternamente amada, que engendra el mismo amor torturador incluso en sus hijos más desagradecidos, contenible y asombroso amor hacia aquella querida Tierra de antes que había abandonado. La imagen de la pobre niña que yo había ofendido pasó fugazmente delante de mí.

–Lo verás todo –respondió mi acompañante, y un tono triste resonó en aquellas palabras.

Pero enseguida nos aproximamos al planeta. Este crecía ante mi vista, podía ya diferenciar el océano, los contornos de Europa, cuando un sentimiento extraño, de enorme y sacro celo, prendió en mi corazón: “¿Cómo es posible una repetición así? ¿Y con qué finalidad? Yo amo, y todavía puedo amar, aquella Tierra que abandoné, sobre la que quedó salpicada mi sangre cuando el desagradecido de mí terminó con su vida de un disparo en el corazón. Pero jamás dejé de amar yo aquella Tierra, incluso durante aquella noche en que me despedí de ella; es posible que la amara de un modo más torturador que nunca. ¿Y en esta nueva Tierra existe el sufrimiento? ¡En la nuestra, amar de verdad es solo posible con el sufrimiento y a través de él! No sabemos amar de otro modo y desconocemos otro tipo de amor. Yo necesito el sufrimiento para amar. Deseo, ansío, en este instante, besar y regar de lágrimas solo aquella otra Tierra que abandoné; ¡y no quiero, no me haré a vivir en ninguna otra…”

Pero mi acompañante ya me había dejado. De pronto, sin darme cuenta, me encontré en esa otra Tierra sumergido en un día claro, tan maravilloso como el paraíso, bañado en la luz del sol. Creo que me encontré en una de esas islas que componen el archipiélago griego en nuestra Tierra, o en algún punto del litoral del continente cercano al archipiélago. ¡Oh! Todo era igual que en nuestra Tierra, pero por todas partes parecía irradiar festividad y la consecución finalmente alcanzada de un grandioso y santo triunfo. El plácido mar, de color esmeralda, salpicaba suavemente la orilla, la acariciaba cariñosa, visible y casi conscientemente. Los altos y maravillosos árboles crecían en todo el lujo y esplendor de la luz, y estoy convencido de que sus innumerables hojas me saludaban con su suave rumor acariciador que parecía pronunciar palabras de amor. La hierba ardía desprendiendo luz de aromáticas flores. Los pajarillos revoloteaban por el cielo en bandadas, y sin temor se posaban sobre mis hombros y mis manos, aleteando alegremente con sus tiernas y trémulas alitas. Finalmente vi y conocí a la gente que habitaba esta feliz Tierra. Se acercaron a mí. Me rodearon y empezaron a besarme. ¡Hijos del sol! ¡Eran los hijos de su sol! ¡Oh! ¡Qué maravillosos eran! Jamás había visto en nuestra Tierra hombres tan bellos. Quizás pudiera encontrarse algún reflejo de aquella belleza, aunque lejano y algo debilitado, entre nuestros sueños en su más tierna infancia. Los ojos de esta gente feliz brillaban con un esplendor claro. Sus rostros irradiaban raciocinio y algún grado de conciencia reconciliadora; pero a su vez las caras eran alegres; en las palabras y las voces de aquella gente se percibía una alegría infantil. ¡Oh! Al instante de ver aquellos rostros, lo comprendí todo. Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original, y donde vivía gente que no había caído; vivían en el mismo paraíso en que, según la tradición, también habitaron nuestros procreadores, con la única diferencia de que toda la Tierra aquí era el mismo paraíso. Esas personas, sonriendo alegremente, se acercaban a mí y me acariciaban; me condujeron consigo, y cada uno de ellos deseaba tranquilizarme. ¡Oh! No me hacían ningún tipo de preguntas, pero parecían saberlo todo, o eso es lo que me parecía a mí; deseaban borrar cuanto antes el sufrimiento de mi rostro.

IV

Volvemos a lo mismo: ¡pues que ha sido solo un sueño! Pero el sentimiento de amor de aquellas inocentes y maravillosas personas se me quedó grabado para siempre, y aún ahora puedo sentir cómo, desde aquel lugar, se derrama amor sobre mi persona. Los vi con mis propios ojos; los conocí y me convencí de que los amaba, y después sufrí por ellos. ¡Oh! Ya entonces me di cuenta al instante de que en absoluto lograría comprenderlos en muchos aspectos; a mí, como ruso contemporáneo y progresista, como triste petersburgués¹, me parecía inconcebible, por ejemplo, que ellos, sabiendo tanto, no tuvieran nuestra ciencia. Pero enseguida comprendí que sus conocimientos se llenaban y alimentaban de pretensiones distintas de las que nosotros teníamos en la Tierra, y que sus aspiraciones también eran completamente diferentes. No deseaban nada y estaban tranquilos, no ansiaban conocer la vida como lo hacemos nosotros, porque sus vidas habían alcanzado toda la plenitud. Sin embargo, sus conocimientos eran más profundos y elevados que los de nuestra ciencia, pues esta busca explicar la vida, tendiendo a su vez a adquirir conciencia de ella con el fin de enseñar a vivir a otros; ellos, por el contrario, sabían cómo habían de vivir incluso sin la ciencia, y yo lo entendí, pero no conseguí comprender sus conocimientos. Me mostraban sus árboles, y yo no conseguía comprender el grado de amor con que los contemplaban: parecía enteramente que hablaban con seres semejantes. Y ¿saben?: probablemente no me equivocaría si dijera que hablaban con ellos. Sí, habían encontrado su idioma y estoy convencido de que los árboles nos entendían. Del mismo modo contemplaban toda la naturaleza: a los animales que vivían en armonía con ellos, sin atacarlos y amándolos, subyugados por su amor. Me indicaban las estrellas y me decían algo sobre ellas que no conseguía entender, pero estoy convencido de que, de alguna manera, estaban en contacto con aquellos cuerpos celestes, y ya no solo con la idea, sino de un modo vivo. ¡Oh! Aquella gente ni siquiera se esforzaba para que la entendiese, pues me amaban sin necesidad de ello; pero, a pesar de todo, yo sabía que ni siquiera ellos llegarían jamás a entenderme, y por eso apenas les hablaba de nuestra Tierra. Yo me limitaba a besar en su presencia la Tierra en que vivían y, sin decir palabra, los adoraba, y ellos lo percibían y se dejaban amar, pero intimidándose a su vez porque los adorara, ya que ellos mismos amaban mucho. No sufrían por mí cuando, empapado en lágrimas, a veces besada sus pies, reconociendo felizmente en mi corazón con qué gran amor me responderían. A veces me preguntaba con asombro: ¿cómo durante tanto tiempo podían no ofender a alguien como yo, ni suscitar una sola vez en mí el sentimiento de celos o envidia? Muchas veces me preguntaba cómo podía un ser tan petulante y mentiroso como yo no hablarles de mis conocimientos, que ellos, claro está, ignoraban, al igual que tampoco desear asombrarlos con ellos, aunque solo fuera por amor a ellos. Ellos eran tan veloces y alegres como los niños. Paseaban por sus maravillosos sotos y bosques cantando sus bellas canciones, se alimentaban de un modo frugal, con los frutos de los árboles, la miel de sus bosques y la leche de sus queridos animales. Le dedicaban muy poco tiempo a conseguir comida y confeccionar la ropa. Entre ellos había amor y nacían los niños, pero jamás observé entre ellos crueles arrebatos de la lujuria que se apodera de casi todo el mundo en nuestra Tierra, y que es la fuente de la mayoría de los pecados de nuestra humanidad. Se alegraban cuando nacían sus hijos por ser nuevos partícipes de su dicha. No había disputas entre ellos, ni celos, y ni siquiera comprendían lo que eso significaba. Sus hijos eran de todos, porque todos componían una familia. Apenas tenían enfermedades, aunque existía la muerte; sus ancianos morían despacio, como si se quedaran dormidos, rodeados de gente que se despedía de ellos, bendiciéndolos, y despidiéndose con alegres sonrisas. No se veían ni el dolor ni las lágrimas cuando esto sucedía, sino un amor que parecía multiplicado hasta el éxtasis, pero un éxtasis tranquilo, completo y contemplativo.

Hasta cabía pensar que se comunicaban con sus difuntos aun después de la muerte y que con la muerte no se interrumpía entre ellos la unión terrenal. Apenas me comprendían cuando les preguntaba acerca de la vida eterna, pero al parecer estaban tan convencidos de su existencia que eso no provocaba en ellos inquietud alguna. No tenían templos, pero sí un contacto vital e ininterrumpido con el Todo universal; no practicaban la religión, pero estaban firmemente convencidos de que, cuando su alegría alcanzase los límites naturales de la Tierra, llegaría para todos, los vivos y los muertos, una unión aún más estrecha con el Universo. Esperaban con alegría ese instante, pero sin prisas ni sufrimiento, como si ya lo presintieran en sus corazones, y se lo comunicaban los unos a los otros. Por las tardes, antes de dormir, les gustaba reunirse para cantar en cordiales y armoniosos coros. Con esas canciones comunicaban las sensaciones que les había deparado el día, que bendecían y del que se despedían. Alababan la naturaleza, la tierra, el mar, los bosques. Gustaban de componer canciones los unos de los otros halagándose, como los niños; eran canciones muy sencillas, pero fluían del corazón y lo penetraban. Y ya no solo en las canciones, sino que parecía que toda su vida se la pasaban ellos adorándose los unos a los otros. Era lo suyo una especie de enamoramiento mutuo, general y completo. Yo apenas entendía algunas de sus canciones triunfales y solemnes. Comprendiendo las palabras, jamás conseguí entender todo su significado. Permanecían inaccesibles a mi entendimiento y, sin embargo, parecían penetrar cada vez más en mi corazón. A menudo les decía que ya había presentido aquello antes, que todas aquellas alegrías y glorias las intuía yo cuando vivía en nuestra Tierra, pero en forma de evocadora melancolía, rayana, a veces, en un terrible dolor; que en los sueños de mi corazón y las ilusiones de mi inteligencia los presentía a todos ellos junto a su gloria; que estando en la Tierra, a menudo no podía mirar la puesta del sol sin que me brotaran lágrimas… Que mi odio hacia la gente de nuestra Tierra siempre conllevaba tristeza: ¿por qué no podía odiarlos sin amarlos? ¿Por qué no podía perdonarlos? ¿Por qué en mi amor hacia ellos siempre había angustia? ¿Por qué no podía amarlos sin dejar de odiarlos? Ellos me escuchaban, y yo veía que advertían que no podían imaginarse lo que les decía, pero no me arrepentía de decírselo: sabía que entendían el gran pesar que me producían aquellos a los que abandoné. Sí, cuando me miraban con sus maravillosos ojos repletos de amor, cuando sentía que, en su presencia, también mi corazón se tornaba igual de inocente y veraz que el de ellos, no sentía lástima por no comprenderlos. Al experimentar la totalidad de la vida me quedaba sin aliento, y en silencio rezaba por ellos.

¡Oh! Todos se ríen ahora mirándome a los ojos y me intentan persuadir de que durante el sueño es imposible los detalles que yo les transmito ahora; de que en mi sueño había visto o tenido solo una sensación, nacida de mi propio corazón delirante, y de que los detalles los había añadido yo mismo al despertarme. Y cuando les confesé que probablemente así es como sucedió en realidad…¡Dios mío, qué carcajadas soltaron así en mi cara! ¡Y cuánta gracia les hizo aquello! ¡Oh! Claro que únicamente yo estaba convencido del sentimiento de aquel sueño y de que tan solo había sobrevivido en mi profundamente herido corazón, es decir, aquellas que vi durante el tiempo que duró, estaban tan henchidas de armonía, y hasta tal punto eran fascinantes, maravillosas y verdaderas, que al despertarme no tuve fuerzas para encarnarlas en nuestras palabras, de modo que parecieron esfumarse de mi cabeza, y puede que realmente fuera así; que, inconscientemente, yo mismo me viera obligado después a inventar detalles, desfigurándolos, sobre todo teniendo en cuenta mi apasionado deseo de trasladarlos lo antes posible, aunque solo fuera algunos de ellos. Sin embargo, ¿cómo no voy a creer que todo ello fue realidad? ¿Puede que haya sido mil veces mejor, más claro y alegre de lo que yo haya contado? Que sea un sueño, pero aquello no pudo no haber sucedido. ¿Saben una cosa? Les confiaré un secreto: es posible que todo aquello no haya sido un sueño, puesto que sucedió algo tan terriblemente real que era imposible que se presentara en forma de sueño; vale que mi sueño fuera engendrado por mi corazón, pero ¿acaso mi corazón, solo, estaba en condiciones de engendrar aquella terrible verdad que me sucedió después? ¿Cómo podía inventarla yo solo? ¿Acaso mi pequeño y caprichoso corazón y mi insignificante inteligencia podían alzarse con semejante revelación de la verdad? Júzguenlo ustedes mismos: hasta hoy día lo he estado ocultando, pero ahora también declararé esta verdad. ¡La cuestión estriba en que yo… los pervertí a todos!

V

¡Sí, sí, la cosa terminó con que yo los pervertí a todos! Ignoro cómo pudo haber sucedido aquello, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. El sueño sobrevoló milenios, dejando en mí únicamente la sensación de totalidad. Solo sé que la causa del pecado fui yo. Igual que la espantosa triquina, como el átomo de la peste que contagia a países enteros, del mismo modo también yo contagié aquella Tierra, feliz y sin pecado antes de mi llegada. Aprendieron a mentir y les gustó, hasta ver belleza en ello. ¡Oh! Eso puede que ocurriera de un modo inocente, como una broma, una coquetería o un juego amoroso; de veras, puede que se iniciara como un átomo, pero ese átomo de la mentira penetró en sus corazones y les gustó. A continuación nació rápidamente la lujuria, esta engendró los celos, y los celos la crueldad… ¡Oh! No lo sé, no lo recuerdo, pero pronto, muy pronto, brotaron las primeras gotas de sangre: ellos se asombraron y se horrorizaron y comenzaron a dispersarse y a separarse. Comenzaron a crearse las alianzas, pero ya de los unos en contra de los otros. Aparecieron los reproches, las recriminaciones. Conocieron la vergüenza y la convirtieron en virtud. Nació el conocimiento del honor, y en cada agrupación apareció su bandera. Empezaron a torturar a los animales y estos se alejaron de ellos penetrando en el bosque y se convirtieron en sus enemigos. Comenzó la lucha por la separación, el aislamiento, la individualidad, y la propiedad privada. Empezaron a hablar diferentes lenguas. Conocieron el dolor y lo amaron, ansiaron el sufrimiento. Fue entonces cuando surgió entre ellos la ciencia. Cuando se hicieron malvados, empezaron a hablar de la hermandad y la humanidad, y comprendieron esas ideas. Cuando se hicieron criminales, inventaron la justicia, prescribiéndose a sí mismos códigos enteros para custodiarla; y con el fin de salvaguardar su vigencia, impusieron la guillotina. Apenas se acordaban de lo que habían perdido y no querían creer que hubo un tiempo en que fueron inocentes y felices. Se reían incluso de la posibilidad de su felicidad pasada, denominándola sueño. No podían darle forma en su imaginación pero, cosa rara y curiosa: una vez perdida la fe en la felicidad pasada, a la que llamaron cuento, sintieron tantas ganas de ser nuevamente inocentes y felices que, como niños, cayeron ante el deseo de su corazón, lo divinizaron y construyeron templos y empezaron a rezar a su misma idea, a su mismos “deseos”, creyendo plenamente a su vez en la imposibilidad de su cumplimiento y su realización, pero adorándolo y venerándolo con lágrimas. Y, sin embargo, si se les hubiera dado la posibilidad de retornar a aquel estado de felicidad e inocencia que perdieron, y si alguien se lo hubiera mostrado de nuevo preguntándoles si deseaban regresar a ese estado, probablemente se habrían negado. Me respondieron: “Sabemos que somos falsos, malos e injustos, pero lo sabemos y lloramos por ello; nosotros mismos nos torturamos por ello, y probablemente nos castigamos más que aquel misericordioso juez que nos juzgará y cuyo nombre desconocemos. Pero tenemos la ciencia, y por medio de ella buscaremos nuevamente la verdad, aunque la acogeremos ya más conscientemente. El conocimiento está por encima del sentimiento, la conciencia de la vida está por encima de la vida misma. La ciencia nos proporcionará sabiduría, y esta nos descubrirá leyes, y el conocimiento de las leyes, la felicidad que está por encima de la felicidad”. Esto fue lo que dijeron y, después de esas palabras, empezaron a quererse más a sí mismos que a sus prójimos, y les resultó imposible obrar de otro modo. Todos empezaron a ser tan celosos de sus personas que procuraban, por todos los medios, humillar y menoscabar a los demás, convirtiendo esto en la finalidad de sus vidas. Surgió la esclavitud, incluso voluntaria: los débiles, de buena voluntad, se supeditaron a los más fuertes, con la finalidad de ayudarlos a oprimir a los más débiles que ellos mismos. Surgieron los defensores de la justicia que, con lágrimas en los ojos, venían a ver a esa gente y le hablaban de su orgullo, de la pérdida del equilibrio, la armonía y el pudor. La gente se reía de ellos o los apedreaba. A las puertas de los templos se derramaba sangre santa. Y, a pesar de todo, empezó a surgir gente que se planteó la forma de volver a unir a todos de nuevo, con el fin de que cada cual, sin dejar de amarse a sí mismo más que a sus prójimos, nos molestara a su vez a nadie, y se pudiera continuar viviendo de ese modo juntos, como si se tratara de una sociedad conforme consigo misma.

A causa de esta idea se desencadenaron guerras enteras. Todos cuantos luchaban creían fielmente que la ciencia, la sabiduría y el sentimiento de autoprotección obligarían finalmente al hombre a reunirse en una sociedad de concordia y racionalidad, y mientras tanto, para acelerar su llegada, los “más sabios”, ansiosos de ver triunfar sus ideas, aniquilaban a los “menos sabios” que no las entendían. Pero el sentimiento de autoprotección comenzó pronto a debilitarse; aparecieron los orgullosos y los voluptuosos que exigían directamente todo o nada. Para obtenerlo recurrían al crimen, y de no conseguirlo, al suicidio. Surgieron religiones de culto al no ser y a la destrucción, con el único placer de la eterna futilidad. Finalmente esa gente se cansó del absurdo esfuerzo, y en sus rostros se dibujó el sufrimiento, y proclamaron que el sufrimiento era la belleza, ya que únicamente este tenía sentido. Dedicaban canciones a sus sufrimientos.

Yo daba vueltas sin saber qué hacer, y lloraba por ellos, pero los amaba probablemente más que antes, cuando en sus rostros aún no había sufrimiento y eran tan inocentes y maravillosos. Llegué a amar su mancillada Tierra más que antes, cuando aún era paraíso, solo porque en ella había aparecido el dolor. ¡Ay! Siempre amé el dolor y la pena, pero única y exclusivamente para mí, mientras que ahora lloraba por ellos, y me compadecía de ellos. Les tendí las manos desesperado, culpándome, maldiciéndome y despreciándome a mí mismo. Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y solo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira. Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre. Pero ellos se limitaban a burlarse de mí y a tomarme por un chiflado. Me disculpaban, diciendo que recibieron aquello que ellos mismos habían deseado, y que todo cuanto entonces sucedía no podía no haber sucedido. Finalmente me hicieron saber que yo comenzaba a ser un peligro para ellos, y que si no me callaba me encerrarían en un hospital siquiátrico. Entonces el dolor penetró con tanta fuerza en mi alma que mi corazón se estremeció y me sentí morir; en ese instante… bueno, en ese instante me desperté.

Ya había amanecido o, mejor dicho, aún no había luz pero eran cerca de las seis. Me desperté sentando en el mismo sillón, mi vela se había consumido; en la habitación del capitán todos estaban durmiendo, y alrededor reinaba un silencio como en pocas ocasiones se daba en nuestra pensión. Lo primero que hice fue pegar un salto, extraordinariamente asombrado; jamás me había ocurrido nada semejante, ni siquiera en los detalles más absurdos e insignificantes: por ejemplo, jamás me había quedado dormido en el sillón, como me acababa de suceder. He aquí que, mientras permanecía de pie recobrando el sentido, de pronto centelleó ante mí el revólver, preparado y cargado; pero al instante lo aparté. ¡Oh! ¡Ahora solo quería vivir y vivir! Alcé las manos y clamé por la verdad eterna. No clamé, sino que lloré; el asombro, el incalculable asombro, elevaba mi ser. ¡Sí! ¡Quería vivir y predicar! Decidí dedicarme a la predicación en aquel mismo instante y, lógicamente, para el resto de mi vida. Quería predicar, lo quería. ¿Y qué iba a predicar! ¡Pues la verdad, ya que la había visto con mis propios ojos y había descubierto toda su gloria!

Y desde entonces predico. Aparte de ello, amo a todo el mundo, y más aún a los que se burlan de mí. Ignoro por qué sucedió de ese modo, no sé ni puedo explicarlo, pero que así sea. Ellos dicen que ahora me embrollo, es decir, que si ya ahora me embrollo, entonces ¿qué será más adelante? La verdad es inapelable: me confundo, y más adelante probablemente me confundiré aún más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de hacer más. Y claro que me confundiré hasta que encuentre el modo de predicar mejor, es decir, hasta dar con las palabras adecuadas y los hechos que vaya a exponer, pues es sumamente difícil de llevar a cabo. Sí, todo ello lo estoy viendo ahora tan claro como el día, pero atiéndame: ¿quién no se embrolla? Y mientras tanto, todos tienen la misma finalidad, o al menos tienden hacia ello, desde el más sabio hasta el último bandido, solo que por distintos caminos. Esta es una verdad antigua, pero he aquí que hay algo nuevo en ella: no debo desviarme, puesto que yo vi la verdad; yo vi y sé que la gente puede ser maravillosa y feliz sin perder la cualidad de vivir en la Tierra. No quiero ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas; sin embargo, ellos no paran de burlarse de esa fe mía. Pero ¿cómo podría no creer? Si yo vi la verdad; y no es que la haya inventado en mi cabeza, sino que la vi; la vi, y su viva imagen llenó mi alma para toda la eternidad. La vi con tanta plenitud e integridad que no puedo admitir que no exista entre los hombres. ¿Además, cómo voy a embrollarme? Claro que es posible que me confunda unas cuantas veces, pero seguiré hablando incluso con otras palabras, aunque no por mucho tiempo: la viva imagen de lo que vi siempre estará a mi lado y me corregirá y orientará. ¡Oh! Estoy optimista y lleno de lozanía, e iré siguiendo mi propósito aunque necesite mil años. ¿Saben una cosa? Al principio incluso quise ocultar que los había pervertido a todos, pero fue un error. ¡He aquí el primer error! Sin embargo, la verdad me susurró que estaba mintiendo, me protegió y me dirigió. Pero ignoro cómo se construye el paraíso, porque no sé transmitirlo con palabras. Después de mi sueño, perdí las palabras. O al menos los vocablos más importantes, los más necesarios. Que más da: yo marcharé y predicaré sin descanso, porque, a pesar de todo, lo vi con mis ojos aunque no sepa transmitirlo. Pero esto es algo que no entienden aquellos que se burlan de mí, que dicen: “¡Fue un sueño, un delirio, una alucinación!”. ¡Oh! ¿Acaso eso es de sabios? ¡Y están tan orgullosos! ¿El sueño? ¿Qué es el sueño? ¿Acaso nuestra vida no es un sueño? Diré algo más: ¡que sea cierto que nunca se cumpla y que no exista nuestro paraíso (eso ya lo entendí yo), pero, a pesar de todo, predicaré! No obstante, sería tan sencillo: en un día, en tan solo una hora, todo podría hacerse realidad. Lo más importante es que ames a tus semejantes como a ti mismo, y eso es lo fundamental; creo que no se necesita nada más: al instante encontrarías cómo ordenar tu existencia. ¡Además, solo se trata de una verdad antiquísima, leída y repetida billones de veces, pero que no terminó de arraigar! Porque “la conciencia de la vida está por encima de la vida misma, el conocimiento de las leyes de la felicidad excede a la propia felicidad”. ¡Contra eso es contra lo que hay que luchar! Y yo lo haré. Si todos lo desearan, las cosas cambiarían al instante. Por fin encontré aquella pequeña… ¡Y seguiré adelante, seguiré!

FIN

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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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