El cautivador primer relato de "Llamadas telefónicas" libro de Roberto Bolaño

¡Hola, lectores! En este Blog también dedicamos un espacio a la obra del chileno Roberto Bolaño, uno de los autores contemporáneos más destacados y que sigue ganando lectores tras su muerte en 2003. En esta oportunidad quiero compartir contigo el primer relato de su obra "Llamadas telefónicas"(1997), una deliciosa invitación a recordar su pluma ¡Leamos de qué va! 

primer capítulo de "Llamadas telefónicas" libro de Roberto Bolaño
Imagen tomada de Pinterest editada en Canva Pro.


Los libros de Roberto Bolaño


De Bolaño, debo confesar, he leído cuentos y cartas. Pero un título como este es una invitación a descubrir a este autor chileno, para abrir mucho más el horizonte respecto a tantos autores que nos ha dado el país sureño. 

El primer fragmento que leí sobre este libro es una declaración o casi una confesión de Bolaño respecto a la vida humana. 

"Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad". 

La obra literaria de Roberto Bolaño


Roberto Bolaño fue reconocido por su estilo literario único y su capacidad para adentrase en temas como la soledad, la búsqueda de significado y la complejidad del ser humano. A continuación te muestro cuatro de sus libros destacados, puedes acceder a cada uno haciendo clic en el título:


"Los detectives salvajes": una novela época que nos muestra la búsqueda de dos petas jóvenes en México mientras tratan de descubrir el paradero de un poeta desaparecido.


"2666": Considerada una de las obras maestras de Bolaño, "2666" es una novela monumental que aborda temas como el mal, la violencia y la obsesión.


"Estrella distante": Esta novela narra la historia de Carlos Wieder, un poeta y asesino en serie durante la dictadura de Pinochet en Chile.


"Amuleto": Ambientada en la Ciudad de México durante el movimiento estudiantil de 1968, "Amuleto" sigue a una poeta exiliada llamada Auxilio Lacouture mientras se refugia en el baño de la Universidad Nacional Autónoma de México.


Se trata del primer libro de cuentos de Bolaño y fue publicado por primera vez en 1997, bajo el sello de la Editorial Anagrama en las colecciones Narrativas hispánicas y Compactos. 

El libro está encabezado por la que sin duda es una de sus mejores piezas narrativas cortas, «Sensini», en él brilla el estilo hipnótico, despojado de todo artificio retórico, que ha convertido a Roberto Bolaño en uno de los escritores latinoamericanos más reconocidos y leídos hasta la fecha. 

SINOPSIS 

Un escritor emprende la búsqueda de uno de sus autores favoritos, que malvive de su literatura mientras lucha contra el olvido; la relación amorosa entre B y X solo tiene sentido en sus llamadas telefónicas; el estudiante Arturo Belano comparte su pasión por los libros y el cine con un enigmático hombre llamado El Gusano; amor y locura se entrecruzan en la historia de Sofía; una actriz porno se enamora de un compañero de rodaje... Este conjunto de relatos magistrales trasluce la empatía mostrada por Bolaño con aquellos seres que se mueven en una realidad de límites imprecisos, en la que llevan una existencia difícil con atrevimiento, desesperación y humor.


SENSINI


La forma en que se desarrolló mi amistad con Sensini sin duda se sale de lo corriente. En aquella época yo tenía veintitantos años y era más pobre que una rata. Vivía en las afueras de Girona, en una casa en ruinas que me habían dejado mi hermana y mi cuñado tras marcharse a México y acababa de perder un trabajo de vigilante nocturno en un cámping de Barcelona, el cual había acentuado mi disposición a no dormir durante las noches. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir y dar largos paseos que comenzaban a las siete de la tarde, tras despertar, momento en el cual mi cuerpo experimentaba algo semejante al jet-lag, una sensación de estar y no estar, de distancia con respecto a lo que me rodeaba, de indefinida fragilidad. Vivía con lo que había ahorrado durante el verano y aunque apenas gastaba mis ahorros iban menguando al paso del otoño. Tal vez eso fue lo que me impulsó a participar en el Concurso Nacional de Literatura de Alcoy, abierto a escritores de lengua castellana, cualquiera que fuera su nacionalidad y lugar de residencia. El premio estaba dividido en tres modalidades: poesía, cuento y ensayo. Primero pensé en presentarme en poesía, pero enviar a luchar con los leones (o con las hienas) aquello que era lo que mejor hacía me pareció indecoroso. Después pensé en presentarme en ensayo, pero cuando me enviaron las bases descubrí que éste debía versar sobre Alcoy, sus alrededores, su historia, sus hombres ilustres, su proyección en el futuro y eso me excedía. Decidí, pues, presentarme en cuento y envié por triplicado el mejor que tenía (no tenía muchos) y me senté a esperar.


Cuando el premio se falló trabajaba de vendedor ambulante en una feria de artesanía en donde absolutamente nadie vendía artesanías. Obtuve el tercer accésit y diez mil pesetas que el Ayuntamiento de Alcoy me pagó religiosamente. Poco después me llegó el libro, en el que no escaseaban las erratas, con el ganador y los seis finalistas. Por supuesto, mi cuento era mejor que el que se había llevado el premio gordo, lo que me llevó a maldecir al jurado y a decirme que, en fin, eso siempre pasa. Pero lo que realmente me sorprendió fue encontrar en el mismo libro a Luis Antonio Sensini, el escritor argentino, segundo accésit, con un cuento en donde el narrador se iba al campo y allí se le moría su hijo o con un cuento en donde el narrador se iba al campo porque en la ciudad se le había muerto su hijo, no quedaba nada claro, lo cierto es que en el campo, un campo plano y más bien yermo, el hijo del narrador se seguía muriendo, en fin, el cuento era claustrofóbico, muy al estilo de Sensini, de los grandes espacios geográficos de Sensini que de pronto se achicaban hasta tener el tamaño de un ataúd, y superior al ganador y al primer accésit y también superior al tercer accésit y al cuarto, quinto y sexto.


No sé qué fue lo que me impulsó a pedirle al Ayuntamiento de Alcoy la dirección de Sensini. Yo había leído una novela suya y algunos de sus cuentos en revistas latinoamericanas. La novela era de las que hacen lectores. Se llamaba Ugarte y trataba sobre algunos momentos de la vida de Juan de Ugarte, burócrata en el Virreinato del Río de la Plata a finales del siglo XVIII. Algunos críticos, sobre todo españoles, la habían despachado diciendo que se trataba de una especie de Kafka colonial, pero poco a poco la novela fue haciendo sus propios lectores y para cuando me encontré a Sensini en el libro de cuentos de Alcoy, Ugarte tenía repartidos en varios rincones de América y España unos pocos y fervorosos lectores, casi todos amigos o enemigos gratuitos entre sí. Sensini, por descontado, tenía otros libros, publicados en Argentina o en editoriales españolas desaparecidas, y pertenecía a esa generación intermedia de escritores nacidos en los años veinte, después de Cortázar, Bioy, Sabato, Mujica Lainez, y cuyo exponente más conocido (al menos por entonces, al menos para mí) era Haroldo Conti, desaparecido en uno de los campos especiales de la dictadura de Videla y sus secuaces. De esta generación (aunque tal vez la palabra generación sea excesiva) quedaba poco, pero no por falta de brillantez o talento; seguidores de Roberto Arlt, periodistas y profesores y traductores, de alguna manera anunciaron lo que vendría a continuación, y lo anunciaron a su manera triste y escéptica que al final se los fue tragando a todos.


A mí me gustaban. En una época lejana de mi vida había leído las obras de teatro de Abelardo Castillo, los cuentos de Rodolfo Walsh (como Conti asesinado por la dictadura), los cuentos de Daniel Moyano, lecturas parciales y fragmentadas que ofrecían las revistas argentinas o mexicanas o cubanas, libros encontrados en las librerías de viejo del DF, antologías piratas de la literatura bonaerense, probablemente la mejor en lengua española de este siglo, literatura de la que ellos formaban parte y que no era ciertamente la de Borges o Cortázar y a la que no tardarían en dejar atrás Manuel Puig y Osvaldo Soriano, pero que ofrecía al lector textos compactos, inteligentes, que propiciaban la complicidad y la alegría. Mi favorito, de más está decirlo, era Sensini, y el hecho de alguna manera sangrante y de alguna manera halagador de encontrármelo en un concurso literario de provincias me impulsó a intentar establecer contacto con él, saludarlo, decirle cuánto lo quería.


Así pues, el Ayuntamiento de Alcoy no tardó en enviarme su dirección, vivía en Madrid, y una noche, después de cenar o comer o merendar, le escribí una larga carta en donde hablaba de Ugarte, de los otros cuentos suyos que había leído en revistas, de mí, de mi casa en las afueras de Girona, del concurso literario (me reía del ganador), de la situación política chilena y argentina (todavía estaban bien establecidas ambas dictaduras), de los cuentos de Walsh (que era el otro a quien más quería junto con Sensini), de la vida en España y de la vida en general. Contra lo que esperaba, recibí una carta suya apenas una semana después. Comenzaba dándome las gracias por la mía, decía que en efecto el Ayuntamiento de Alcoy también le había enviado a él el libro con los cuentos galardonados pero que, al contrario que yo, él no había encontrado tiempo (aunque después, cuando volvía de forma sesgada sobre el mismo tema, decía que no había encontrado ánimo suficiente) para repasar el relato ganador y los accésits, aunque en estos días se había leído el mío y lo había encontrado de calidad, «un cuento de primer orden», decía, conservo la carta, y al mismo tiempo me instaba a perseverar, pero no, como al principio entendí, a perseverar en la escritura sino a perseverar en los concursos, algo que él, me aseguraba, también haría. Acto seguido pasaba a preguntarme por los certámenes literarios que se «avizoraban en el horizonte», encomiándome que apenas supiera de uno se lo hiciera saber en el acto. En contrapartida me adjuntaba las señas de dos concursos de relatos, uno en Plasencia y el otro en Écija, de veinticinco mil y treinta mil pesetas respectivamente, cuyas bases según pude comprobar más tarde extraía de periódicos y revistas madrileñas cuya sola existencia era un crimen o un milagro, depende. Ambos concursos aún estaban a mi alcance y Sensini terminaba su carta de manera más bien entusiasta, como si ambos estuviéramos en la línea de salida de una carrera interminable, amén de dura y sin sentido. «Valor y a trabajar», decía.


Recuerdo que pensé: qué extraña carta, recuerdo que releí algunos capítulos de Ugarte, por esos días aparecieron en la plaza de los cines de Girona los vendedores ambulantes de libros, gente que montaba sus tenderetes alrededor de la plaza y que ofrecía mayormente stocks invendibles, los saldos de las editoriales que no hacía mucho habían quebrado, libros de la Segunda Guerra Mundial, novelas de amor y de vaqueros, colecciones de postales. En uno de los tenderetes encontré un libro de cuentos de Sensini y lo compré. Estaba como nuevo —de hecho era un libro nuevo, de aquellos que las editoriales venden rebajados a los únicos que mueven este material, los ambulantes, cuando ya ninguna librería, ningún distribuidor quiere meter las manos en ese fuego— y aquella semana fue una semana Sensini en todos los sentidos. A veces releía por centésima vez su carta, otras veces hojeaba Ugarte, y cuando quería acción, novedad, leía sus cuentos. Éstos, aunque trataban sobre una gama variada de temas y situaciones, generalmente se desarrollaban en el campo, en la pampa, y eran lo que al menos antiguamente se llamaban historias de hombres a caballo. Es decir historias de gente armada, desafortunada, solitaria o con un peculiar sentido de la sociabilidad. Todo lo que en Ugarte era frialdad, un pulso preciso de neurocirujano, en el libro de cuentos era calidez, paisajes que se alejaban del lector muy lentamente (y que a veces se alejaban con el lector), personajes valientes y a la deriva.


En el concurso de Plasencia no alcancé a participar, pero en el de Écija sí. Apenas hube puesto los ejemplares de mi cuento (seudónimo: Aloysius Acker) en el correo, comprendí que si me quedaba esperando el resultado las cosas no podían sino empeorar. Así que decidí buscar otros concursos y de paso cumplir con el pedido de Sensini. Los días siguientes, cuando bajaba a Girona, los dediqué a trajinar periódicos atrasados en busca de información: en algunos ocupaban una columna junto a ecos de sociedad, en otros aparecían entre sucesos y deportes, el más serio de todos los situaba a mitad de camino del informe del tiempo y las notas necrológicas, ninguno, claro, en las páginas culturales. Descubrí, asimismo, una revista de la Generalitat que entre becas, intercambios, avisos de trabajo, cursos de posgrado, insertaba anuncios de concursos literarios, la mayoría de ámbito catalán y en lengua catalana, pero no todos. Pronto tuve tres concursos en ciernes en los que Sensini y yo podíamos participar y le escribí una carta.


Como siempre, la respuesta me llegó a vuelta de correo. La carta de Sensini era breve. Contestaba algunas de mis preguntas, la mayoría de ellas relativas a su libro de cuentos recién comprado, y adjuntaba a su vez las fotocopias de las bases de otros tres concursos de cuento, uno de ellos auspiciado por los Ferrocarriles del Estado, premio gordo y diez finalistas a cincuenta mil pesetas por barba, decía textualmente, el que no se presenta no gana, que por la intención no quede. Le contesté diciéndole que no tenía tantos cuentos como para cubrir los seis concursos en marcha, pero sobre todo intenté tocar otros temas, la carta se me fue de la mano, le hablé de viajes, amores perdidos, Walsh, Conti, Francisco Urondo, le pregunté por Gelman al que sin duda conocía, terminé contándole mi historia por capítulos, siempre que hablo con argentinos termino enzarzándome con el tango y el laberinto, les sucede a muchos chilenos.


La respuesta de Sensini fue puntual y extensa, al menos en lo tocante a la producción y los concursos. En un folio escrito a un solo espacio y por ambas caras exponía una suerte de estrategia general con respecto a los premios literarios de provincias. Le hablo por experiencia, decía. La carta comenzaba por santificarlos (nunca supe si en serio o en broma), fuente de ingresos que ayudaban al diario sustento. Al referirse a las entidades patrocinadoras, ayuntamientos y cajas de ahorro, decía «esa buena gente que cree en la literatura», o «esos lectores puros y un poco forzados». No se hacía en cambio ninguna ilusión con respecto a la información de la «buena gente», los lectores que previsiblemente (o no tan previsiblemente) consumirían aquellos libros invisibles. Insistía en que participara en el mayor número posible de premios, aunque sugería que como medida de precaución les cambiara el título a los cuentos si con uno solo, por ejemplo, acudía a tres concursos cuyos fallos coincidían por las mismas fechas. Exponía como ejemplo de esto su relato Al amanecer, relato que yo no conocía, y que él había enviado a varios certámenes literarios casi de manera experimental, como el conejillo de Indias destinado a probar los efectos de una vacuna desconocida. En el primer concurso, el mejor pagado, Al amanecer fue como Al amanecer, en el segundo concurso se presentó como Los gauchos, en el tercer concurso su título era En la otra pampa, y en el último se llamaba Sin remordimientos. Ganó en el segundo y en el último, y con la plata obtenida en ambos premios pudo pagar un mes y medio de alquiler, en Madrid los precios estaban por las nubes. Por supuesto, nadie se enteró de que Los gauchos y Sin remordimientos eran el mismo cuento con el título cambiado, aunque siempre existía el riesgo de coincidir en más de una liza con un mismo jurado, oficio singular que en España ejercían de forma contumaz una pléyade de escritores y poetas menores o autores laureados en anteriores fiestas. El mundo de la literatura es terrible, además de ridículo, decía. Y añadía que ni siquiera el repetido encuentro con un mismo jurado constituía de hecho un peligro, pues éstos generalmente no leían las obras presentadas o las leían por encima o las leían a medias. Y a mayor abundamiento, decía, quién sabe si Los gauchos y Sin remordimientos no sean dos relatos distintos cuya singularidad resida precisamente en el título. Parecidos, incluso muy parecidos, pero distintos. La carta concluía enfatizando que lo ideal sería hacer otra cosa, por ejemplo vivir y escribir en Buenos Aires, sobre el particular pocas dudas tenía, pero que la realidad era la realidad, y uno tenía que ganarse los porotos (no sé si en Argentina llaman porotos a las judías, en Chile sí) y que por ahora la salida era ésa. Es como pasear por la geografía española, decía. Voy a cumplir sesenta años, pero me siento como si tuviera veinticinco, afirmaba al final de la carta o tal vez en la posdata. Al principio me pareció una declaración muy triste, pero cuando la leí por segunda o tercera vez comprendí que era como si me dijera: ¿cuántos años tenés vos, pibe? Mi respuesta, lo recuerdo, fue inmediata. Le dije que tenía veintiocho, tres más que él. Aquella mañana fue como si recuperara si no la felicidad, sí la energía, una energía que se parecía mucho al humor, un humor que se parecía mucho a la memoria.

No me dediqué, como me sugería Sensini, a los concursos de cuentos, aunque sí participé en los últimos que entre él y yo habíamos descubierto. No gané en ninguno, Sensini volvió a hacer doblete en Don Benito y en Écija, con un relato que originalmente se titulaba Los sables y que en Écija se llamó Dos espadas y en Don Benito El tajo más profundo. Y ganó un accésit en el premio de los ferrocarriles, lo que le proporcionó no sólo dinero sino también un billete franco para viajar durante un año por la red de la Renfe.


Con el tiempo fui sabiendo más cosas de él. Vivía en un piso de Madrid con su mujer y su única hija, de diecisiete años, llamada Miranda. Otro hijo, de su primer matrimonio, andaba perdido por Latinoamérica o eso quería creer. Se llamaba Gregorio, tenía treintaicinco años, era periodista. A veces Sensini me contaba de sus diligencias en organismos humanitarios o vinculados a los departamentos de derechos humanos de la Unión Europea para averiguar el paradero de Gregorio. En esas ocasiones las cartas solían ser pesadas, monótonas, como si mediante la descripción del laberinto burocrático Sensini exorcizara a sus propios fantasmas. Dejé de vivir con Gregorio, me dijo en una ocasión, cuando el pibe tenía cinco años. No añadía nada más, pero yo vi a Gregorio de cinco años y vi a Sensini escribiendo en la redacción de un periódico y todo era irremediable. También me pregunté por el nombre y no sé por qué llegué a la conclusión de que había sido una suerte de homenaje inconsciente a Gregorio Samsa. Esto último, por supuesto, nunca se lo dije. Cuando hablaba de Miranda, por el contrario, Sensini se ponía alegre, Miranda era joven, tenía ganas de comerse el mundo, una curiosidad insaciable, y además, decía, era linda y buena. Se parece a Gregorio, decía, sólo que Miranda es mujer (obviamente) y no tuvo que pasar por lo que pasó mi hijo mayor.

Poco a poco las cartas de Sensini se fueron haciendo más largas. Vivía en un barrio desangelado de Madrid, en un piso de dos habitaciones más sala comedor, cocina y baño. Saber que yo disponía de más espacio que él me pareció sorprendente y después injusto. Sensini escribía en el comedor, de noche, «cuando la señora y la nena ya están dormidas», y abusaba del tabaco. Sus ingresos provenían de unos vagos trabajos editoriales (creo que corregía traducciones) y de los cuentos que salían a pelear a provincias. De vez en cuando le llegaba algún cheque por alguno de sus numerosos libros publicados, pero la mayoría de las editoriales se hacían las olvidadizas o habían quebrado. El único que seguía produciendo dinero era Ugarte, cuyos derechos tenía una editorial de Barcelona. Vivía, no tardé en comprenderlo, en la pobreza, no una pobreza absoluta sino una de clase media baja, de clase media desafortunada y decente. Su mujer (que ostentaba el curioso nombre de Carmela Zajdman) trabajaba ocasionalmente en labores editoriales y dando clases particulares de inglés, francés y hebreo, aunque en más de una ocasión se había visto abocada a realizar faenas de limpieza. La hija sólo se dedicaba a los estudios y su ingreso en la universidad era inminente. En una de mis cartas le pregunté a Sensini si Miranda también se iba a dedicar a la literatura. En su respuesta decía: no, por Dios, la nena estudiará Medicina.

Una noche le escribí pidiéndole una foto de su familia. Sólo después de dejar la carta en el correo me di cuenta de que lo que quería era conocer a Miranda. Una semana después me llegó una fotografía tomada seguramente en el Retiro en donde se veía a un viejo y a una mujer de mediana edad junto a una adolescente de pelo liso, delgada y alta, con los pechos muy grandes. El viejo sonreía feliz, la mujer de mediana edad miraba el rostro de su hija, como si le dijera algo, y Miranda contemplaba al fotógrafo con una seriedad que me resultó conmovedora e inquietante. Junto a la foto me envió la fotocopia de otra foto. En ésta aparecía un tipo más o menos de mi edad, de rasgos acentuados, los labios muy delgados, los pómulos pronunciados, la frente amplia, sin duda un tipo alto y fuerte que miraba a la cámara (era una foto de estudio) con seguridad y acaso con algo de impaciencia. Era Gregorio Sensini, antes de desaparecer, a los veintidós años, es decir bastante más joven de lo que yo era entonces, pero con un aire de madurez que lo hacía parecer mayor.




Durante mucho tiempo la foto y la fotocopia estuvieron en mi mesa de trabajo. A veces me pasaba mucho rato contemplándolas, otras veces me las llevaba al dormitorio y las miraba hasta caerme dormido. En su carta Sensini me había pedido que yo también les enviara una foto mía. No tenía ninguna reciente y decidí hacerme una en el fotomatón de la estación, en esos años el único fotomatón de toda Girona. Pero las fotos que me hice no me gustaron. Me encontraba feo, flaco, con el pelo mal cortado. Así que cada día iba postergando el envío de mi foto y cada día iba gastando más dinero en el fotomatón. Finalmente cogí una al azar, la metí en un sobre junto con una postal y se la envié. La respuesta tardó en llegar. En el ínterin recuerdo que escribí un poema muy largo, muy malo, lleno de voces y de rostros que parecían distintos pero que sólo eran uno, el rostro de Miranda Sensini, y que cuando yo por fin podía reconocerlo, nombrarlo, decirle Miranda, soy yo, el amigo epistolar de tu padre, ella se daba media vuelta y echaba a correr en busca de su hermano, Gregorio Samsa, en busca de los ojos de Gregorio Samsa que brillaban al fondo de un corredor en tinieblas donde se movían imperceptiblemente los bultos oscuros del terror latinoamericano.

La respuesta fue larga y cordial. Decía que Carmela y él me encontraron muy simpático, tal como me imaginaban, un poco flaco, tal vez, pero con buena pinta y que también les había gustado la postal de la catedral de Girona que esperaban ver personalmente dentro de poco, apenas se hallaran más desahogados de algunas contingencias económicas y domésticas. En la carta se daba por entendido que no sólo pasarían a verme sino que se alojarían en mi casa. De paso me ofrecían la suya para cuando yo quisiera ir a Madrid. La casa es pobre, pero tampoco es limpia, decía Sensini imitando a un famoso gaucho de tira cómica que fue muy famoso en el Cono Sur a principios de los setenta. De sus tareas literarias no decía nada. Tampoco hablaba de los concursos.



Al principio pensé en mandarle a Miranda mi poema, pero después de muchas dudas y vacilaciones decidí no hacerlo. Me estoy volviendo loco, pensé, si le mando esto a Miranda se acabaron las cartas de Sensini y además con toda la razón del mundo. Así que no se lo mandé. Durante un tiempo me dediqué a rastrearle bases de concursos. En una carta Sensini me decía que temía que la cuerda se le estuviera acabando. Interpreté sus palabras erróneamente, en el sentido de que ya no tenía suficientes certámenes literarios adonde enviar sus relatos.

Insistí en que viajaran a Girona. Les dije que Carmela y él tenían mi casa a su disposición, incluso durante unos días me obligué a limpiar, barrer, fregar y sacarle el polvo a las habitaciones en la seguridad (totalmente infundada) de que ellos y Miranda estaban al caer. Argüí que con el billete abierto de la Renfe en realidad sólo tendrían que comprar dos pasajes, uno para Carmela y otro para Miranda, y que Cataluña tenía cosas maravillosas que ofrecer al viajero. Hablé de Barcelona, de Olot, de la Costa Brava, de los días f ...

Si te gustaría leer más del libro de Bolaño, puedes acceder a este enlace a la web de Buscalibre.com. ¡Nos leemos en la próxima recomendación! 

Fuente: Buscalibre.com


Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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