Leamos "La primera vez que me vi", cuento de Elena Garro

¡Hola, lectores! En esta oportunidad estrenamos un segundo cuento de Elena Garro que tiene un arranque envolvente y que nos dejar谩 meditando. Una viuda pobre con su hija hu茅rfana, Luc铆a, en el departamento de Deportaci贸n de Nueva York ¡Disfruta tu lectura! 

"La primera vez que me vi", cuento de Elena Garro
Imagen editada en CVPro. 

LA PRIMERA VEZ QUE ME VI


Ya tardeaba y yo iba caminando bien asustado. «¡Caray!, mi casa est谩 muy lejos», me dije y me acord茅 de mi santo pap谩 d谩ndome una de esas chicotizas en las que se regocijaba tanto. Tambi茅n me acord茅 de mi mam谩, nom谩s mirando… «Yo no regreso, nunca me quisieron… tampoco me quiso mi se帽orita de quinto a帽o, no apreciaba mis trabajos de geograf铆a, ni siquiera los de Historia Patria. No le gustaba ¡ninguno!». En la ma帽ana abandon茅 mi casa para siempre, vi su puerta pintada de azul y le dije: «Adi贸s, para siempre adi贸s…». Es triste decirlo, pero as铆 sucedi贸 y en vez de ir a la escuela agarr茅 camino y me fui anda y anda por la ciudad. En Bucareli me encontr茅 con muchos fugados iguales a m铆 y con disimulo les pregunt茅: «¿Qu茅 hacen?». Ellos me miraron del lado y se rieron: «¿No lo ves?, andamos de periodistas», me contestaron y se pusieron a gritar ¡Extra!… ¡Extra! Otros estaban comiendo unos tacos que me ganaron la vista y el est贸mago. «¿Andas huido?», me pregunt贸 un grandote d谩ndome un empuj贸n. «La verdad s铆, ando huido…». El grandote me mir贸 de reojo «¿Qu茅 te robaste?», me pregunt贸. «Yo nunca he robado nada», contest茅. Y era la pura verdad. Me sab铆a muy bien el catecismo y los diez mandamientos y en el 煤nico con el que no estuve ni estoy de acuerdo es con 茅se de: «Honrar谩s a tu padre y a tu madre». La vida es injusta hasta en los diez mandamientos. Yo siempre honr茅 a mis padres, quiero decir, que aguant茅 sus palizas y sus borracheras. ¿Pues qu茅 no iba yo a las cantinas a buscar a mi pap谩? Pero ellos no me honraron a m铆, de seguro porque falta el mandamiento de: «Honrar谩s a tus hijos». Se ve que ese mandamiento se le pas贸 a Nuestro Se帽or Jesucristo, y as铆 se lo dije en confesi贸n al se帽or cura, que se qued贸 mirando, mirando y luego me llam贸 aparte para consolarme y decirme que Dios siempre honra a sus hijos y que todos, hasta mis padres, somos hijos suyos. Yo mov铆 la cabeza, no era justo que mis padres y yo tuvi茅ramos el mismo rango y el se帽or cura me dijo: «No olvides nunca que los ni帽os son los elegidos del Se帽or». Ya sab铆a yo, que yo era su elegido… pero tanto cintarazo me dio mi padre que acab茅 por aburrirme. De noche, arrinconado en mi catre yo le ped铆a: «Seca su mano, Se帽or Jesucristo», y ¡nunca se la sec贸! Me gustaba imaginarlo con su mano seca como un palo, alzada con el cintur贸n y 茅l nom谩s mir谩ndola… pero Nuestro Se帽or no quiso hacerme el milagro y me fugu茅 esa famosa ma帽ana. Cruc茅 muchas calles llenas de coches verdes, azules, colorados, amarillos, blancos, con sus defensas de plata reluciente y fue en Ju谩rez donde me detuve, para ver pasar a una caravana de coches negros, con sus vidrios negros y hartos motociclistas con sirenas. «Ya se muri贸 el presidente de la rep煤blica y ah铆 lo llevan a enterrar». «¿Y las flores?… de seguro que a los presidentes los entierran sin flores y con sirenas», me dije y se lo comuniqu茅 a un se帽or de chamarra, que me mir贸 con desprecio. Quise explicarme: «Es que los presidentes no son como nosotros…» le dije. «Es un secretario que va a su Secretar铆a», me contest贸 y se dio de golpes en las canillas con su peri贸dico. Ese fulano no ten铆a ganas de platicar conmigo y agarr茅 y me largu茅 de la Avenida Ju谩rez, pues mientras m谩s me alejara de mi casa m谩s seguro me hallaba. Entr茅 a unas calles en las que casi no hab铆a tiendas, solo casas grandes con jardines y rejas. «¡Caray!, ¿qui茅n puede vivir en semejantes casas?», me pregunt茅. ¡Qui茅n sabe! Mi pap谩 dec铆a que el gobierno y a lo mejor era verdad, pues el gobierno es todopoderoso y muy omnipotente. Mis padres nunca salieron de su dichoso barrio del Ni帽o Perdido… y ahora que lo pienso me va bien el nombre y se han de estar acordando de m铆, porque yo soy el ni帽o perdido… Pero no como me dec铆a mi pap谩: «¡Perdido!… ¡Sinverg眉enza! ¡Ojal谩 y que nunca hubieras nacido!», y luego ¡zas!, y ¡zas!, y ¡zas!, zumbaban los cinturonazos y yo me encog铆a en el suelo y mis l谩grimas me dol铆an al salir y al correr por mi cara. S铆, en mi casa estaba yo muy perseguido y me escond铆a en un rinc贸n oscuro a pedirle a Nuestro Se帽or que le secara la mano a ese individuo, pero Dios dispuso de otro modo y ahora soy el designado por mi calle: el Ni帽o Perdido. Ya pardeaba y ten铆a miedo de que me agarraran los granaderos o los azules. «Oye, t煤, ¿qu茅 andas haciendo por estos alrededores?», me dir铆an. La tierra solo se abre cuando hay temblores fuertes y si cuando me hicieran la pregunta, no se ve铆a uno de esos terremotos y me tragaba la tierra, estaba yo ¡perdido! De seguro que me hubieran llevado a una bartolina, de las que nos hablaba en la escuela mi se帽orita de quinto a帽o, y que est谩n ah铆 desde los remotos tiempos de don Porfirio. Muchas veces me pregunt茅 por qu茅 mi se帽orita le tiene tanto miedo, si seg煤n tengo entendido o tal vez me equivoco, don Porfirio ya est谩 difunto. ¡Tuve mala suerte acord谩ndome de don Porfirio! Se me figuraba que sal铆a de cada casa grande o que iba sigui茅ndome en un coche, o si no era 茅l, ser铆a alguno de sus esbirros, como dec铆a mi se帽orita, y me dio el escalofr铆o. Esa calle me daba desconfianza y comenc茅 a sudar y a sudar y apret茅 el paso. Detuve a un ni帽o que andaba jugando por ah铆 y apenas le pregunt茅: «Oye, mano, ¿c贸mo se llama esta calle?». Lo llam贸 una se帽ora que estaba agarrada a unas rejas: «Lindo, ven aqu铆. ¡No me gusta que hables con pelados!». El ni帽o alcanz贸 a decirme: «Es la colonia Anzures», y tambi茅n alcanz贸 a sacarle la lengua a su mam谩 antes de obedecer su orden. A lo mejor me lo encuentro un d铆a voceando la Extra en Bucareli… aunque yo no lo vendo, ni paso nunca por ah铆, pues he sabido que hacen muchas redadas. ¡Qui茅n me hubiera dicho que en esa misma calle curva sembrada de palmeras y de jacarandas iba yo a encontrar mi suerte! La vi venir, ¡eran dos! Una vestida de color de rosa y la otra de azul con cuello blanco de encajitos. Las dos eran g眉eras, solo que una de ellas todav铆a iba a la escuela y la de rosa era su mam谩. As铆 se me figur贸 y as铆 result贸.

—Se帽ora, ll茅veme a su casa… —le supliqu茅 a la de rosa. La se帽ora se me qued贸 mirando, se ech贸 unas mechas g眉eras hacia atr谩s y luego comenz贸 a re铆rse. Me dirig铆 a su hija que ten铆a unos ojos grandes y muy compadecidos.

—D铆gale a su mamacita que me lleve a su casa… no tengo casa, ando perdido y tengo mucho miedo. ¿No ve que ya est谩 cayendo la noche?

La se帽ora se agach贸 para divisarme bien y volvi贸 a re铆rse con m谩s ganas.

—¡Mira, pues estamos igual! Tampoco nosotras tenemos casa y tambi茅n tenemos miedo —me dijo muy alegre. ¡No le cre铆! ¿C贸mo una se帽ora tan g眉era y tan elegante no iba a tener casa? Agach茅 los ojos y vi unas hojitas ca铆das en el suelo, que en medio de las sombras brillaban como moneditas de oro y escuch茅 decir a la colegiala:

—Es verdad, no tenemos casa… y tenemos miedo…

—No nos crees. ¿C贸mo te llamas? —pregunt贸 la se帽ora.

—Faustino Moreno Rosas —contest茅 y se me olvid贸 aquello que le dec铆a a mi se帽orita: «para servir a usted». Pues ¿de qu茅 le iba yo a servir a esa se帽ora y a su hija? ¡De estorbo!

—Ando cansado, he caminado todo el santo d铆a…

—Tambi茅n nosotras hemos venido a pie hasta ac谩 —dijo la hija de la se帽ora.

—No nos crees, Faustino. ¡Pues ven con nosotras para que veas que no te enga帽amos! —dijo la se帽ora.

Me fui con ellas muy gustoso y los tres comenzamos a re铆rnos porque yo no les cre铆a. Y mientras menos les cre铆a m谩s gusto nos daba y m谩s nos re铆amos. Nos detuvimos frente a una casa grande y nos abri贸 una criada. Entramos y cruzamos un patio muy suntuoso, no como el m铆o, y nos dirigimos a otra casa m谩s chica que estaba en el fondo: «Vamos al estudio de Pablo», dijo la se帽ora y abri贸 la puerta y entramos a un sal贸n de billar muy grande, en el que tambi茅n hab铆a una mesa de ping pong, igual a las que salen en la televisi贸n. Subimos una escalerita y llegamos a una sala muy grande tambi茅n, en donde hab铆a sillones de cuero y hartos libros. No estaba toda iluminada, solo hab铆a una l谩mpara verde y el tal Pablo, un anciano, sin pelo y medio metido en una camisa a cuadros.

—¡Hombre!, Leli, ¿qu茅 haces por aqu铆?… ¿y 茅ste qui茅n es? —dijo se帽al谩ndome.

—Faustino. Un amigo que no me cree que no tengo casa. ¿Quieres explic谩rselo? —dijo la se帽ora. El anciano se llev贸 las manos a la cabeza: «¡Vas a meterte en otro l铆o con este mocoso! ¡Claro que no tienes casa! Y no digas nada. T煤 tienes la culpa. ¿De d贸nde sacaste a 茅ste? ¡Nunca vas a entender! ¡Nunca!», y dio media vuelta y se dej贸 caer en un sill贸n.

Una cabeza como de mujer, se asom贸 por un sill贸n y dijo: «Es incre铆ble que no entiendas. ¿No tienes ya bastantes problemas?». Era mujer, solo que con los pelos rapados no se notaba bien, «¡Ha de haber tenido ti帽a, de seguro!», me dije, cuando la vi alzarse, metida en su vestido caf茅 con tirantes, y ¡bien descriada, bien fea!, y prefer铆 mirar al suelo. Era verdad que la se帽ora Leli no ten铆a casa y que iba all铆 a pedir posada. «Hemos pensado que si traes una cama al cuarto de criados podemos recibirte…», comenz贸 el anciano, pero la ti帽osa interrumpi贸: «¡No, no, pap谩…!», y se me qued贸 mirando y de seguro ley贸 mis pensamientos y puso una vocecita muy cambiada: «¿C贸mo se te ocurre ofrecerles el cuarto de criados?… habr谩 que pensar en otra habitaci贸n…». Y se arregl贸 los tirantes y ense帽贸 sus dientes, para que crey茅ramos que iba a ofrecernos un buen alojamiento. El anciano mir贸 a su hija, agarr贸 un vaso de licor y dijo: «Lo dejo en tus manos Artemisa… este problema me est谩 volviendo loco». Nunca hab铆a yo o铆do que alguien se llamara ¡Artemisa! «No es nombre cristiano», dije para m铆 y me le qued茅 mirando, mirando, era bien chaparrita y usaba zapatos de hombre para acabarla de amolar. Me dio coraje que la se帽ora Leli y la se帽orita Luc铆a no se dieran cuenta de que nunca iba a darles el hospedaje que ped铆an. «Ya est谩 rete oscuro, mejor v谩monos», dije varias veces y nos fuimos, dejando al anciano agarrado a su vaso, mientras que su hija nos llevaba hasta la puerta, mirando al suelo con mucha modestia: «¡C贸mo lo siento! Llama ma帽ana…», dijo.

La calle estaba muy oscura y nos fuimos caminando. La se帽ora iba contenta: «¡Qu茅 simp谩tico es Pablo, da gusto encontrar amigos en estos momentos! ¡L谩stima que no tuvieran lugar para nosotras!», iba diciendo. «¡De tener cuarto, ten铆an! Lo que no tuvieron fue voluntad», dije enojado. Luc铆a me agarr贸 de un hombro.

—¿T煤 crees Faustino que no tuvieron voluntad? —pregunt贸 muy asustada.

Me vi en la obligaci贸n de repetir lo que ya hab铆a dicho. «¡Es bien mala esa Artemisa! Tiene mirada de muerto», le dije, pues me acord茅 de c贸mo miraba don Lupe, en el d铆a que lo mataron enfrente de mi casa. La se帽ora dijo: «Luc铆a, desde ahora no haremos nada sin consultarlo con Faustino». ¡Y as铆 fue, tal como lo dijo! Ya noche llegamos al hotel en el que se hospedaban. Yo nunca hab铆a estado en un hotel y palabra ¡que me gust贸! Aquellos fueron d铆as gloriosos. Ese hotel estaba atr谩s de un parque donde estaban construyendo el edificio m谩s alto de todo M茅xico. Al ir llegando, nada m谩s vi muchos picos negros de hierro, pero ni me fij茅 en ellos por ver la puerta iluminada del hotel.

—Buenas noches. ¡Da gusto llegar! —dijo la se帽ora a un hombre alto con pantal贸n de rayas grises y chaqueta negra, que me mir贸 un poco feo… pero no me import贸 mucho.

El cuarto eran dos cuartos, uno m谩s arriba y otro m谩s abajo, separados por unas cortinas verdes. En el de abajo hab铆a sillones, un div谩n, seg煤n me explic贸 Luc铆a, y una televisi贸n. En el de arriba estaba una cama muy blandita y un escritorio mejor que mi pupitre de la escuela. Tambi茅n hab铆a un ba帽o y una cocina muy elegante y junto una mesa redonda.

—T煤 vas a dormir en el div谩n —me dijo Luc铆a y encendi贸 la televisi贸n.

En eso o铆 a la se帽ora: «Seraf铆n… Seraf铆n… ¿en d贸nde te has metido?», me puse alerta y mir茅 a la se帽ora, que andaba cerca de la cocina. De all铆 sac贸 a Seraf铆n, un gatito g眉ero, que les daba un aire de familia y que se sent贸 con nosotros a ver la televisi贸n. Luc铆a agarr贸 el tel茅fono y pidi贸 comida, yo me qued茅 esperando a ver si era verdad y cuando llamaron a la puerta la se帽ora me meti贸 en el ba帽o.

—Veo que tienen muy buen apetito ¡tres langostas y cuatro arroz con leche! —dijo un hombre, al que alcanc茅 a ver por la rendija.

Cuando se fue, nos sentamos a la mesa y qued茅 muy satisfecho. Me gust贸 la carne a la tampique帽a, la langosta, la ensalada y el arroz con leche. Luego, nos echamos a ver la televisi贸n, est谩bamos contentos, cuando vi aparecer mi retrato en la pantalla: «El ni帽o perdido Faustino Moreno Rosas. Sus padres piden a las personas que lo vean, que den aviso al 5-89-000. Lleva una camiseta de color naranja y unos pantalones de mezclilla».

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—¡Carajo!… dieron el n煤mero del estanquillo —dije, y sent铆 que se me cay贸 algo adentro, como esas cosas que se caen cuando hay terremotos.

—Te est谩n buscando… —dijo Luc铆a.

—No salgas hasta que tengamos dinero para comprarte otra ropa —dijo la se帽ora muy tranquila.

—¿Y si me encuentran?… —y me acord茅 del hombre del pantal贸n de rayas grises.

—¡Qu茅 te van a encontrar! ¿Han encontrado a Seraf铆n? —me pregunt贸 la se帽ora.

No pude ya ni ver la pel铆cula, pero muy tarde me vi otra vez en la televisi贸n. Esta vez tambi茅n estaban mis padres y llorando los muy ¡payasos!

—¡脫rale! Llorando, buscando la compasi贸n. ¿Y cu谩ndo me daban los cinturonazos? —dije.

Nos dormimos muy tarde, pero bien. And谩bamos muy cansados.

Pasamos unos d铆as muy buenos, com铆amos bien y a nuestra hambre, ve铆amos la televisi贸n y jug谩bamos con Seraf铆n. Siempre digo: «Aquel que no haya conocido a Seraf铆n, no sabe lo que es un gato». ¡Tan alegre, tan cort茅s, con su nariz igual a un bot贸n de rosa y sus manitas enguantadas de blanco! En el convento las monjitas lo quer铆an mucho y 茅l jugaba en el jard铆n, hasta que lo espant贸 un tama帽o perrazo, que se meti贸 sin que lo not谩ramos y mientras que la madre Esperanza estaba ense帽ando el piano a las pobres huerfanitas que viv铆an all铆. Despu茅s del perro, Seraf铆n prefiri贸 jugar en la capillita o en el piano, mientras nosotros beb铆amos una tacita de manzanilla, para recogernos la bilis. Parece que siempre hay alguna bilis que recoger, y Seraf铆n tambi茅n beb铆a su tacita. Mejor no me acuerdo de 茅l…

En el cuarto, me met铆a debajo de la cama cuando llegaban las criadas: «No se molesten, as铆 est谩 bien», les dec铆a la se帽ora si quer铆an meter la barredora. Supe que ellas tambi茅n andaban huidas y que no ten铆an casa ni dinero.

—¿Crees que la polic铆a sabe que estamos aqu铆? —preguntaba Luc铆a mientras mir谩bamos la televisi贸n.

—¡Claro que no! ¿No te acuerdas de que aqu铆 hac铆amos las juntas? A poco crees que el administrador Camargo no sabe qui茅nes somos. Di un nombre falso para cubrirlo, si la polic铆a nos descubre —contestaba la se帽ora muy tranquila.

—¿Camargo es el chaparrito o es el alto? —pregunt茅.

—El chaparrito —contest贸 la se帽ora.

Era el alto el que me hab铆a mirado feo, pero yo estaba al alba con los dos y cuando sal铆amos al oscurecer para ir a la estaci贸n a vernos con la Colorada, yo pasaba haci茅ndome el disimulado, aunque poco vale hacerse el disimulado cuando uno se enfrenta a gente mala. ¡Caray!, la estaci贸n estaba bien lejos y nos 铆bamos anda y anda y anda… Nunca he visto a nadie tan alta y tan derecha como la Colorada. Ni tampoco he escuchado sue帽os m谩s bonitos que sus sue帽os. ¡Palabra que me hubiera gustado so帽arlos! Pero yo no tengo suerte con los sue帽os, en ellos siempre me persiguen y siempre me quedo como paral铆tico, tal como yo le ped铆a a Dios que dejara la mano de mi pap谩 y me despierto sudando. En cambio, la Colorada so帽aba con una viborita de plata que tomaba el sol en su tejado y a veces era un corderito y a veces una vaca, pero ¡eso s铆!, siempre de plata, siempre amable. Yo nom谩s escuchaba sus sue帽os y no me importaba que de repente me mirara y dijera:

—Y t煤, caprichoso, ¿cu谩ndo regresas a tu casa? Ya he visto a tus pobres padres en la televisi贸n, llorando por ti.

—No me importa que los vea. No los ha visto borrachos y golpe谩ndome.

—Ya me los puedo imaginar. 脫yeme, Leli, qu茅 malas costumbres tiene nuestro triste pueblo mexicano. ¿No te parece?

Y la Colorada nos invitaba chalupitas en una fonda frente a la estaci贸n. Ella se hospedaba en un hotel muy distinto, all铆 los pisos eran de mosaico y en los cuartos hab铆a camas de hierro con colchas azules. Aprend铆 muchas cosas y entre otras que a la Colorada la nombraban as铆 en el Norte, porque a los diecisiete a帽os la agarr贸 la polic铆a junto con unos amigos amotinados que andaban trabajando en los campos de algod贸n.

—¡S铆, mocoso, nos sublevamos! ¿Y c贸mo se vive mejor que sublevado? A ti te gusta decir que s铆 a todo, eres un buen chilango. Nosotros no somos as铆, a ver si aprendes a ser m谩s hombrecito —me contest贸, ech谩ndome encima sus ojos tan grandes como los de una artista de cine, solo que verdaderos, pues ya se sabe que los de las artistas son falsos. Esa noche, la Colorada estaba pensando en que la se帽ora no ten铆a dinero para pagar el hotel donde nos aloj谩bamos.

—¡Caray! Te digo que nos jalemos para el Norte. Ac谩 son tan tarugos que desprecian a la mujer que vale. Ya sabes que por all谩 es distinto. All谩 nadie te agarra. ¿Pudieron la otra vez? Pues ahora es igualito.

Yo no sab铆a lo «de la otra vez» pero mucho me hubiera gustado que nos fu茅ramos al Norte. ¿Y qu茅 tal si nos mud谩bamos al hotel en el que se alojaban los norte帽os?

—¡Mira, ya habl贸 otra vez esta tarugada! Las tarugadas no hablan. ¿Quieres que estos chilangos nos agarren a ella y a todos sus amigos? —pregunt贸 la Colorada d谩ndome un manotazo.

—¿No te parece que esta tarugadita te puede poner los esbirros en tu espalda? —pregunt贸 la Colorada.

¡Los esbirros!, y trat茅 de mirar para ninguna parte. Cuando ya nos 铆bamos, la Colorada le dio dinero a la se帽ora y le dijo:

—Ten, para que agarres un taxi, no s茅, pero tengo un mal p谩lpito. Ma帽ana, voy a buscar a ese vago, para ver si ya te vendi贸 las cosas con el fin de que pagues el hotel y te mudes.

Sus palabras nos dejaron sobrecogidos y esa noche nos atrancamos en el cuarto del hotel. Antes de dormimos dijo la se帽ora:

—Creo que la Colorada exagera un poco, pero ser铆a bueno que se hubieran vendido las jarritas de plata… bueno, ¡vamos a rezar!

Encendi贸 la luz, sac贸 de su bolsa La Magn铆fica y los tres la rezamos muchas veces.

—As铆 ya no nos pasa nada —dijo la se帽ora.

Esa noche Seraf铆n se pas贸 a mi div谩n y se acost贸 sobre mi pelo, en vez de acostarse sobre el de la se帽ora Leli. Yo so帽茅 que Seraf铆n se hab铆a vuelto de oro y que revoloteaba entre las nubes y despert茅 muy satisfecho. «Glorifica mi alma el Se帽or y mi esp铆ritu se llena de gozo», repetimos Luc铆a y yo toda la ma帽ana y toda la tarde, mientras esper谩bamos que la Colorada nos dijera si ya se hab铆an vendido las jarritas. ¡Dichosas jarritas! Nunca llegu茅 a verlas, pero tengo entendido que eran muy plateadas, muy brillantes y con mucha agua fresca para la se帽ora, Luc铆a, Seraf铆n y yo. Comimos en el cuarto y jugamos con Seraf铆n, que tambi茅n saboreaba gustoso la langosta y para ese d铆a, que no sab铆amos que iba a ser tan se帽alado, le pedimos una enterita para 茅l solo. Y Seraf铆n se pas贸 jugando con las patas anaranjaditas de su langosta mucho rato y luego se subi贸 corriendo a las cortinas y qui茅n sabe por qu茅, cuando la noche comenz贸 a hacerse muy oscura Seraf铆n dej贸 de jugar y se arrim贸 a nosotros, que nos fuimos quedando tristes y nada m谩s mir谩bamos las patitas esparcidas de la langosta del gatito.

—Pide la cena… —dijo la se帽ora y Luc铆a obedeci贸 y agarr贸 el tel茅fono.

—Dicen que la polic铆a est谩 abajo y que no nos suben cena… dicen que si intentamos fugarnos nos disparan —explic贸 Luc铆a cuando colg贸 el tel茅fono.

—¡Pobres diablos! —contest贸 la se帽ora.

Cogi贸 el tel茅fono y pidi贸 un n煤mero. La o铆 decir:

«¡Oye t煤, soy yo!… ¡no hables, me acaban de decir que abajo est谩 la polic铆a!… ¿cu谩l polic铆a?… ¡yo qu茅 s茅!, ¡hay tantas!… No, no vamos a salir, pero ya sabes, av铆sale a quien ya sabes…», y colg贸 el tel茅fono muy tranquila.

—Ya vienen la Colorada y sus amigas —nos dijo.

—¡Mam谩!, ¿le hablaste a ella?… —pregunt贸 Luc铆a que se hab铆a puesto tan blanca que me asust贸.

—¡No! Le habl茅 a la del tendaj贸n para que le avise… estoy pensando que ella tiene raz贸n: quieren quedarse con «los conejos».

Luc铆a corri贸 al armario y sac贸 dos abrigos de pieles y dijo: «Aqu铆 est谩n. ¿Tambi茅n nos van a quitar esto?».

La se帽ora me llam贸 y me puso un abrigo encima del otro: «No, te quedan demasiado grandes… qu茅 l谩stima… tengo una idea», y entonces me puso zapatos de tac贸n alto, pero tampoco le pareci贸: «Es in煤til no tienes el tipo, no te van…», dijo y se dej贸 caer en el div谩n. Yo me qued茅 con los abrigos y los zapatos puestos: «¡Palabra que no es justo que agarren a una se帽ora tan buena y a su hija tan seriecita y tan alegre!», me dije y luego pregunt茅: «¿Y tambi茅n van a agarrar a Seraf铆n?».

—¡Tambi茅n! —contest贸 la se帽ora y comenz贸 a fumar con ansias.

—¡Pinche gobierno! —grit贸 Luc铆a.

—¿Pinche?… ¿pinche?… yo dir铆a m谩s bien ¡cabr贸n!, perdonando la palabra —dije, al recordar que mi pap谩 as铆 lo nombraba cuando estaba borracho y cuando no lo estaba. ¡En eso s铆, 茅l nunca vari贸 de palabra! Seraf铆n se puso contento cuando habl茅 mal del gobierno y vino a acomodarse junto a m铆. Ten铆a yo ansias de ver a la Colorada, ¿qu茅 铆bamos a hacer si no llegaba? Pero no subi贸 la Colorada. Una se帽orita llam贸 de abajo y dijo: «¡Subo ahora mismo!». Toc贸 tres veces en la puerta y abri贸 Luc铆a. Vi a una joven muy bella, muy bien vestida, con las mejillas muy encendidas. «Soy Alma… no me conoces, soy tu abogado, ning煤n hombre quiso venir. ¡Ya sabes qu茅 valientes son nuestros hombrecitos! ¡A ver, quiero esos “conejos”!». —dijo entrando.

Luc铆a me los quit贸 de encima y se los entreg贸. Me fij茅 que estaba tan blanca que a m铆 se me aflojaron las rodillas.

—¡No se asusten! Abajo est谩 la polic铆a pero tambi茅n est谩 la Colorada y est谩 脕ngeles, pero no la nombren. Hagan como si no la conocieran, ya saben que ma帽ana lanza su candidatura para diputada. Con la Colorada s铆 pueden hablar. Bueno, hay que salir y evitar que vengan ellos a agarrarlas… —nos dijo y clav贸 sus ojos de mu帽eca en el suelo. ¡Estaba bien triste!, pero no acobardada.

La se帽ora me llam贸 aparte:

—Ya o铆ste, Faustino, nos llevan presas. ¡Esc煤rrete!, y si te detienen di que solo pasaste aqu铆 unos d铆as. Di la verdad, con la verdad te salvas —me dijo la se帽ora con mucha tristeza.

—¡Ni Dios mande que vaya yo a decir la verdad! ¿No ve que la acusar铆an de rapto de menor? Si algo me preguntan dir茅 que vine de visita o que vine a… pedir limosna —dije con harta pena.

—Mientras nos llevan, t煤 te vas a tu casa —me orden贸 la se帽ora.

—¡Eso s铆 que no! Yo no las dejo, prefiero irme a la c谩rcel con ustedes… —contest茅.

—Bueno… vamos. A ver si no te perjudica que tengan tus huellas en la polic铆a —dijo la se帽ora.

Almita abri贸 la puerta y salimos a entregarnos a la justicia. No vimos a ning煤n polic铆a. Bajamos en el elevador y yo nom谩s miraba a Luc铆a, que iba ¡bien blanca!, y a m铆 se me volvieron a aflojar las rodillas. ¡Nunca pens茅 que acabar铆a yo preso en compa帽铆a suya! La se帽ora llevaba abrazado a Seraf铆n, que tambi茅n iba a entregarse a la justicia. Apenas se abri贸 el elevador, una nube de hombrones nos cay贸 encima. Igualito que en las pel铆culas. Vi entre ellos al tal Camargo y a su amigo el alto. El tal Camargo apunt贸 a la se帽orita Alma:

—¡Esa mujer lleva un abrigo puesto y otro en el brazo! —grit贸.

Dos hombres quisieron agarrar a Almita, pero ella se qued贸 como una estatua del Paseo de la Reforma y sin mirarlo les dijo:

—¡Sinverg眉enzas! ¡Cobardes, estos abrigos son m铆os! —y se sali贸 a la calle y se los pas贸 a la Colorada en un momento.

Los hombres, por mirarse asustados, no la miraron.

—¡Ll茅venla a ella tambi茅n! —orden贸 Camargo.

Los hombres creyeron que hablaba de la se帽ora y a ella se dirigieron, pero la se帽ora los esquiv贸:

—S茅 caminar sola —dijo, y sali贸 con Seraf铆n.

Cuatro hombres agarraron a Luc铆a, que se dej贸 llevar con tama帽os ojos abiertos. A m铆 nadie me mir贸 y sal铆 a la calle. ¡Qu茅 despliegue de fuerzas!, hubieran dicho los peri贸dicos. Hab铆a una fila de coches y dos carros de granaderos. ¡Caray! ¡Llevaron hasta granaderos para nuestra aprehensi贸n! Enfrente, en lo oscuro del parque, estaban Almita, la Colorada y otra se帽ora, de seguro la tal 脕ngeles, y cuando las mir茅, me hicieron se帽as de que me callara, de modo que sin decir una palabra me encontr茅 adentro de un carro de granaderos en compa帽铆a de Seraf铆n, Luc铆a y la se帽ora. ¡Son grandes los dichosos carros de granaderos y tienen banquitas adentro, para que uno vaya c贸modo! Tambi茅n iban junto a nosotros algunos granaderos con sus cascos puestos, que nada m谩s nos miraban y nos miraban. Arranc贸 el carro y se fue qui茅n sabe ad贸nde. La se帽ora iba bien seria y Seraf铆n bien alerta, yo me junt茅 a Luc铆a y le dije con mis ojos: «Nos llevan presos», y ella me contest贸 con los suyos: «Nos llevan». Me di cuenta de que es bien triste ir preso, no se puede decir ni una palabra y le pregunt茅 a Luc铆a: «¿Y qui茅n nos lleva presos?». Y ella me contest贸: «El gobierno…». ¡Caray, qu茅 gobierno tan cabr贸n!, hubiera dicho mi pap谩 de hallarse all铆 con nosotros, pero Dios quiso que 茅l no fuera a la c谩rcel: «De seguro que ya regres贸 a la televisi贸n a hacer rodar sus lagrimitas», me dije. No daba bien en la televisi贸n, tampoco mi mam谩, pero con el motivo de mi fuga no sal铆an de all铆 y se andaban haciendo los artistas. Iba yo a re铆rme, cuando vi la cara de uno de los granaderos, que me miraba bien fijo. Entonces, me puse serio y suspir茅 hondo y dije: «¡Qu茅 mala suerte!», porque vi a la se帽ora medio triste y ella contest贸: «Bastante mala…», y ni Seraf铆n ni Luc铆a dijeron nada. Cuando se detuvo el carro, abrieron las puertas de atr谩s y nos ordenaron con tama帽o vozarr贸n: «¡Bajen!», y bajamos.

Est谩bamos en una calle bonita, frente a otro parque y all铆 se hallaban ya los otros carros de los granaderos y los coches de Camargo y de los polic铆as de la Secreta. La Comisar铆a estaba bien iluminada con faroles, era grande y nosotros est谩bamos bastante destanteados. Enfrente, se agrupaban: Alma, la Colorada y 脕ngeles, y como iba a ser diputada, 脕ngeles se nos escondi贸 entre los 谩rboles para que los polic铆as no la reconocieran. Almita vino corriendo, ya no tra铆a los «conejos», ven铆a a cuerpo.

—¡Entren!… ¡Entren! —nos ordenaron.

Entramos a un patio y de all铆 a unas oficinas con barandales de madera en donde hab铆a jueces y muchos acusados. El tal Camargo se abri贸 paso a codazos y todos nos miraron: «¿Y 茅ste qu茅 se trae?», dijeron los que ya estaban all铆. Nos vimos en una sala, frente a una barandilla y hartos escribanos que escrib铆an a m谩quina y que dejaron de escribir apenas nos vieron. Los granaderos se quedaron en el patio y el tal Camargo, en compa帽铆a del otro, del pantal贸n rayado, comenz贸 a gritar:

—¡Se帽or juez!… ¡Se帽or juez!… —pero el juez sigui贸 agachado leyendo unos papeles, mientras que nosotros, empujados por Camargo, comparecimos ante 茅l.

Me fij茅 muy bien en los de la Secreta, que tambi茅n entraron y se pusieron muy arrimados a la pared, como haciendo que estaban y que no estaban. Almita se le encar贸 al tal Camargo:

—¡Cobarde! ¿Cu谩nto le pagan por hacer esto? —le dijo.

Camargo dio otro paso y se plant贸 mero frente al juez.

—¡Se帽or juez!, acuso a esta mujer de haberse inscrito en mi hotel bajo nombre falso y con fines delictivos —dijo con una voz tan fuerte que los otros acusados, as铆 como sus familiares, se agolparon atr谩s de nosotros y la sala se llen贸 de gente que miraba a la se帽ora Leli, que llevaba entre sus brazos a Seraf铆n y que no dec铆a ni una palabra.

—¡Miente! —grit贸 Almita.

Pero nadie pod铆a callar al tal Camargo, que estaba bien colorado.

—¡Se帽or juez!, esta aventurera, esta mujer carente de escr煤pulos, esta extranjera perniciosa, esta enemiga de M茅xico, ¡me ha enga帽ado! Se ha inscrito en mi hotel bajo nombre supuesto y ha permanecido all铆 durante un mes durmiendo, comiendo y escondida para llevar a cabo sus fines criminales. ¡Exijo, en nombre de la ley, que quede detenida, as铆 como su c贸mplice, que tambi茅n lleva nombre supuesto y a quien tambi茅n acuso de fraude y mala fe! —y Camargo extendi贸 su brazo y se帽al贸 a Luc铆a, que apenas tuvo tiempo para o铆r tama帽as palabras.

Pero el se帽or juez sigui贸 mirando sus papeles, y la gente arremolinada junto a nosotros sigui贸 mir谩ndonos, mientras que los de la Secreta, se juntaron m谩s a la pared.

—¡Se帽or juez!, yo soy una persona honrada que trae una queja contra una extranjera criminal, y usted no se digna escucharme —grit贸 Camargo.

Fue entonces cuando el juez, ya un anciano, levant贸 sus ojos y mir贸 a Camargo y luego a la se帽orita que cargaba a Seraf铆n y estaba ¡bien callada! Not茅 que el juez parpade贸 muchas veces, cuando vio a la se帽ora y que luego puso su pluma sobre sus papeles, y en eso, Camargo sac贸 un papel y grit贸:

—¡Se帽or juez! aqu铆 tiene usted la prueba fehaciente de la culpabilidad de esta aventurera. ¡Ha firmado con nombre supuesto en el registro del hotel! —y puso su papel en el escritorio del juez.

El juez apart贸 el papel de un manotazo, y Camargo grit贸: «¡Pretende llamarse In茅s Cu茅tara!».

Yo nom谩s temblaba y temblaba y miraba a la se帽ora que no dec铆a ni una palabra. Fue entonces cuando el juez le pregunt贸:

—¿Se llama usted In茅s Cu茅tara? —y la mir贸 con l谩stima.

—Pues, s铆 y no… ver谩 usted se帽or juez: In茅s es mi segundo nombre y Cu茅tara es mi tercer apellido —contest贸 ella, y todos la escuchamos con mucha atenci贸n.

—¡Ella misma confiesa su delito! —grit贸 Camargo.

Almita estaba muy encendida y dio un paso adelante y sus ojos de mu帽eca echaron chispas.

—¡Yo soy su abogado!

El juez apreci贸 su belleza y le sonri贸 y le hizo una se帽a para que hablara despu茅s y en seguida le pregunt贸 a la se帽ora:

—¿Y por qu茅 usa usted su segundo nombre y su tercer apellido?

—Pues… porque me da miedo usar mi primer nombre y mi primer apellido —dijo ella muy tranquila.

Camargo aprovech贸 la ocasi贸n para volver a escandalizar: «¡Criminal! ¡Aventurera! ¡Enemiga de M茅xico!». Y ya cuando se call贸 la boca, el juez le pregunt贸 a la se帽ora:

—¿Y cu谩l es su primer nombre y su primer apellido?

—Leli… —y la se帽ora se agach贸 y dijo muy bajito su primer apellido. Yo no alcanc茅 a o铆rlo pero los borrachos y los otros acusados que estaban mir谩ndonos dijeron: «Ah, con raz贸n, con much铆sima raz贸n», y la miraron con tama帽os ojos y luego miraron a Camargo, y unos le dijeron: «¡Esbirro!». y otros le dijeron: «¡Roto desgraciado!», y la se帽ora se agach贸 y le pregunt贸 al juez en voz muy bajita pero que alcanc茅 a o铆r:

—¿Usted no tendr铆a miedo si se llamara como yo?

—En efecto, se帽ora, tendr铆a miedo —confes贸 el juez y se qued贸 pensando.

Y Camargo comenz贸 de nuevo con sus gritos. Entonces, el juez se puso bien colorado y orden贸:

—Un poco m谩s de respeto para la se帽ora Leli. ¡Caramba! Que vengan los peritos. ¡Este individuo est谩 borracho y est谩 insultando a una se帽ora en la misma cara de la justicia!

Camargo se ech贸 para atr谩s, lo vi asustado, ¡bien asustado!, y quiso llamar a los de la Secreta que se apretujaron m谩s contra la pared, pero no tuvieron tiempo de nada, porque tres peritos se acercaron a Camargo y le dijeron:

—¡Eche el aliento!

Y lo ech贸 y ellos dijeron: «¡Borracho!». El juez les hizo una se帽a y agarraron al del pantal贸n rayado: «¡Eche el aliento!», y lo ech贸 y dijeron: «¡Borracho!».

Y entonces todos los borrachos y sus esposas, que all铆 estaban, aplaudieron y comenzaron a gritar: «¡Ora s铆, jijos, ya les lleg贸 su hora!».

—Quedan detenidos por insultos a una se帽ora, a su hija y a la autoridad. Adem谩s est谩n briagos. Ma帽ana se ventilar谩 su caso —orden贸 el juez.

Todos vimos c贸mo los agarraban los gendarmes y se los llevaban para adentro. «¡Este solo es el primer round!», grit贸 Camargo y a帽adi贸: «¡La meteremos al bote!», pero ya no pudo decir nada m谩s pues los gendarmes lo metieron.

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—Ret铆rese, se帽ora. Una deuda de dos semanas en un hotel no es un asunto penal —dijo el juez.

—¿Podemos irnos? —pregunt贸 la se帽ora.

Almita la agarr贸 del brazo: «¡脕ndale, v谩monos de aqu铆, r谩pido, que ellos tienen mucha gente detr谩s!», nos dijo.

Salimos, y los borrachos y sus esposas nos dieron la mano y nos echaron hasta la bendici贸n. Cuando est谩bamos en el patio nos detuvieron dos granaderos y con voz compadecida nos preguntaron:

—¿Y ad贸nde va usted esta noche? ¡Tan sola, con su hijita, su gatito y su mocito! Somos pobres pero si le sirve nuestra casa de cobijo, aunque solo sea por esta noche, est谩 a sus 贸rdenes… y perdone, nosotros solo somos unos mandados… y cumplimos…

—¡V谩monos! Yo tengo que entrar para levantar el acta. ¡Dense prisa! Enfrente est谩n 脕ngeles y la Colorada de refuerzo. 脕ngeles tiene los abrigos, pero no la busquen, acu茅rdense de que ma帽ana se lanza de diputada —nos dijo Almita, mientras nos iba sacando a la calle, y luego se volvi贸 a meter.

Nos fuimos corriendo por calles frescas, con jardines y casas muy antiguas. «¡Insurgentes!… ¿D贸nde est谩 Insurgentes?», preguntaba la se帽ora mientras 铆bamos a buen paso por esas calles empedradas, en las que casi nos ca铆amos en nuestra huida. Seg煤n ten铆a yo entendido, tanto la se帽ora como Luc铆a no ten铆an familia, ¡eran solas en el mundo! Tal vez por eso les cay贸 la desgracia; eran como yo, que nadie daba la cara por sus vidas. Bueno, como yo no, ¿pues qu茅 no andaban mis padres en la televisi贸n asomando su cara ba帽ada por las l谩grimas? Cuando dimos con Insurgentes ya caminamos menos de prisa. Era muy tarde y casi no hab铆a coches, algunos taxis se paraban, pero no ten铆amos ni un centavo, ni lugar a donde ir y seguimos caminando y mirando para atr谩s para ver si nos segu铆an. «¡Vamos a tener que andar toda la noche!», nos dijo la se帽ora. Ya and谩bamos muy lejos, cuando pasamos por una casa grande. «¿Y si le pedimos posada a tu madrina, nada m谩s por esta noche?», pregunt贸 la se帽ora. «Hace a帽os que no la veo, no nos abrir谩», dijo Luc铆a. «Eso no importa, se ha de acordar de ti», y la se帽ora se detuvo frente a la casa grande y comenz贸 a llamar al timbre y a gritar: «¡Tacha… Tachita!». Le contest贸 el silencio y sigui贸: «¡Tacha… 谩brenos, solo por esta noche!». Nos quedamos esperando. Vi cuando se abri贸 una ventana con rejas enlazadas, que daba derechito sobre la acera y una voz sali贸 muy cerquita de nosotros:

—¡Hagan el favor de largarse! Aqu铆 son desconocidas. La se帽ora est谩 durmiendo —era una voz de mujer muy rara, como de tartamuda, sent铆 que la voz me ca铆a sobre el pelo y me asust茅. «¿Qui茅n es?», le pregunt茅 a Luc铆a. «Debe de ser Justa, su criada, ya no me acuerdo», me dijo y luego comenz贸 a gritar:

—¡Madrinaaa!… ¡Madrina! ¿No se acuerda de m铆?… ¡Soy Luc铆a!… ¡Madrinaaa!…

Y nos quedamos esperando, hasta que sali贸 otra voz y dijo desde lo oscuro: «¡C谩llate! No puedo abrir. ¡C谩llate!, ni siquiera s茅 qui茅n eres», y cerr贸 la ventana.

                       

—¡Ya lo sab铆a yo! —dijo Luc铆a.

Nos fuimos y seguimos caminando, «¡C贸mo pesa Seraf铆n!», dijo la se帽ora cuando ya 铆bamos bien lejos de la casa de la madrina. La verdad es que yo nunca hab铆a andado tan noche en la calle y para qu茅 negarlo, ¡ten铆a yo miedo! «A ver si no nos agarran los patrulleros», dijo la se帽ora cuando vimos a un carro de patrulla con su antena bien alta, que pas贸 muy despacito ech谩ndonos su faro. «Eso ser铆a salir de Guatemala para entrar a guatepeor. ¿No les parece?», nos pregunt贸. «S铆 nos parece», le respondimos, y seguimos cruzando la ciudad oscura. «¿Ad贸nde iremos?», preguntaba la se帽ora. «Mejor nos hubi茅ramos ido con los granaderos, si nos iban a agarrar, pues ya nos ten铆an y si no nos iban a agarrar estar铆amos cobijados», dije. «Es verdad… ¿y ahora ad贸nde iremos?», volvi贸 a preguntar la se帽ora. De repente se acord贸 de un nombre: «¡El铆seo!». Luc铆a se anim贸 y dijo: «S铆, El铆seo vive solo y es muy bueno», y nos encaminamos a la casa del tal El铆seo. Llegamos a las cuatro de la ma帽ana. Pero no era casa, era un edificio muy alto y nos vimos en la necesidad de subir andando muchos pisos, por una escalera bien oscura. «¿Qui茅n habr谩 inventado lo oscuro?», me dec铆a yo, tropez谩ndome con los escalones que no ve铆a. De verdad que esa noche de nuestra detenci贸n fue muy larga y muy inmerecida. Ya no ten铆amos aire cuando un vozarr贸n pregunt贸 de atr谩s de la puerta:

—¿Qui茅n es?

—¡Soy yo, Leli, abre! —contest贸 la se帽ora animada.

—¡Ah!… no te vayas, ahora mismo abro —grit贸 el vozarr贸n muy contento.

Me vi sentado en una salita con faroles rojos y negros adornados con hilitos de oro. Tambi茅n hab铆a unas mariposas clavadas con alfileres y metidas en un cuadro y el vozarr贸n gritaba sentado frente a nosotros.

—¡Pendeja! Te pas贸 todo por pendeja —y se echaba unas carcajadas tremendas.

El铆seo no era grandote, al contrario, era muy chiquito y gordito, lo 煤nico grande que ten铆a era la voz y sus palabras y sus carcajadas. Estaba muy animado y ni siquiera me mir贸, nom谩s miraba a la se帽ora y cuando Luc铆a quer铆a colocar una palabra la callaba: «¡Jodida! No hables». Sac贸 una botella de tequila y nos ofreci贸 una copa, fue cuando yo comenzaba a beberla, cuando not贸 mi presencia.

—¡Ay Dios! ¿Y 茅ste qui茅n es? —pregunt贸 muy asustado.

—Un amigo nuestro, se llama Faustino —dijo la se帽ora.

—¿Faustino qu茅?… —pregunt贸 El铆seo mir谩ndome con sus ojos negros que me dejaron clavado como a una de sus mariposas.

—Nada m谩s Faustino. No tiene padres, lo abandonaron —dijo la se帽ora.

—¡No me gustas!… no, no me gustas, y me parece que te he visto en alguna parte. S铆, en alguna parte —dijo El铆seo sin quitarme la vista.

—¿Por qu茅 no te gusta? ¡Es muy bueno! Y nunca lo has visto —le contest贸 la se帽ora.

«¿Y si me hubiera visto en la televisi贸n?», me dije, y hasta se me cay贸 encima mi primera copa de tequila. El铆seo, preguntando, preguntando, supo todo lo de nuestra detenci贸n y no me gust贸 cuando le dijo a la se帽ora: «Eres divina. ¡Simplemente divina!».

—¡Acu茅stense aqu铆! —nos orden贸 cuando ya rayaba el d铆a.

Y nos llev贸 a un cuarto que ten铆a una ventana a la calle. El铆seo la cerr贸 bien cerrada y se volvi贸 a mirarnos y orden贸: «¡Nunca me la vayan a abrir! Hay corrientes de aire y los vidrios se pueden estrellar». El cuarto era chico, ten铆a algunos libros viejos y de pasta roja, le铆 el t铆tulo: La comedia humana de Honorato de Balzac. Resulta que todos eran del mismo libro. En la cama hab铆a un colch贸n quemado, que sacaba harta ceniza si nos mov铆amos. ¡Pero ni nos desvestimos! Nom谩s nos echamos a dormir. Temprano nos despert贸 el vozarr贸n.

—¡Anda t煤, vago de esquina, prepara el caf茅!

«¡Vago de esquina!», dije y fui a calentar el agua para luego echarle Nescaf茅. El铆seo dorm铆a en otro cuarto m谩s chiquito y me grit贸 que all铆 se lo llevara.

—Oye, t煤 no vas a quedarte en esta casa. Yo no soy pendejo como ella. ¡T煤 te me largas! —me dijo bebiendo su Nescaf茅.

Se lo fui a decir a Luc铆a y mir贸 para todas partes y me dijo con voz quedita: «Vamos a buscar al Pato». El铆seo llam贸 a la se帽ora y se sentaron en la salita de los faroles rojos y negros con hilitos de oro. Yo nada m谩s o铆a: «¡Pendeja! No sabes nada. ¡No supiste nada!». Al rato o铆 que le dec铆a a la se帽ora: «¡Chaplin! ¡Eres Chaplin!», y se re铆a, luego le dijo: «No sabes, ni sabr谩s nada».

—Y este El铆seo ¿qui茅n es? —le pregunt茅 en secreto a Luc铆a.

—Pues es un sabio… creo que descubre mariposas y piedras antiguas o algo as铆 —me dijo ella tambi茅n en secreto.

Est谩bamos sentados sobre el colch贸n quemado, aguantando los rayos del sol y con la ventana ¡bien cerrada!, tal y como lo quer铆a El铆seo. Los dos ten铆amos sue帽o, pero el sabio no quer铆a que durmi茅ramos. Ser铆an las cuatro de la tarde cuando Luc铆a y yo fuimos a la salita, entonces vi que El铆seo estaba descalzo con su copa en la mano y hablando de puras tarugadas.

—Mam谩, tenemos que ir a ver al abogado —le dijo Luc铆a, como lo hab铆amos convenido.

—¿A cu谩l abogado? —pregunt贸 la se帽ora, que por estar jugando con Seraf铆n ni siquiera escuchaba a El铆seo.

Luc铆a se puso bien colorada y mir贸 a su mam谩 con el mismo enojo que yo miraba a la m铆a.

—¿Ya se le olvid贸, se帽ora? Hoy le dieron cita para hacer declaraciones —dije yo ech谩ndole un capote a Luc铆a.

—¡Qu茅 barbaridad! Se me olvid贸 completamente —contest贸 la se帽ora que crey贸 lo que le dec铆amos.

—¡No vayas a volver a meter la pata! —dijo El铆seo cuando ya est谩bamos en la puerta.

Nos hallamos en la calle, en medio de un solazo que nos achicharraba: «¿Y en d贸nde vive ese abogado?, ¿y c贸mo se llama? ¡Mira que tener que caminar con este sol!», se quej贸 la se帽ora que iba cargando a Seraf铆n.

—¡Nada de abogado! Vamos a buscar al Pato —le respondi贸 Luc铆a muy enojada.

Lo dif铆cil era hallar un tel茅fono que no costara, pues no ten铆amos para la llamada. Entramos a muchas tiendas y nos negaron el favor. Fue una viejecita que ten铆a un tendaj贸n la que nos dej贸 hablarle al Pato y hasta me regal贸 un pedazo de piloncillo. «Dice el Pato que esperemos en la esquina», nos comunic贸 Luc铆a y nos salimos a esperar. Llevar铆amos un buen cuarto de hora cuando se detuvo un ¡tama帽o cochecito! ¿Qui茅n hubiera dicho que adentro iban cinco muchachos? Los estudiantes se bajaron para darnos paso y luego se volvieron a subir y al rato, me vi sentado en un caf茅 cerca del Paseo de la Reforma y en muy buena compa帽铆a. El Pato se retorci贸 el bigote:

—No fue acertado ir a la casa de El铆seo —opin贸.

En eso, vimos que unos individuos se acercaban a su cochecito y le pegaban un cartel de propaganda del PRI y que otros nos tomaban fotos. «¡Ya me fregu茅! ¡Me van a ver mis pap谩s!», me dije.

—¡Ahora vengo! —dijo el Pato.

Sali贸 arregl谩ndose el bigote y arranc贸 el cartel de su coche, mientras que los individuos le tomaban fotos desde atr谩s de un 谩rbol. El Pato regres贸 a la mesa.

—¡Te retrataron, mano! —le dije.

—Espero haber salido tan bien como Pedro Infante —contest贸.

¡Me cay贸 bien el Pato! Hablando vimos que comenz贸 a oscurecer y ni modo, hab铆a que regresar a la casa del El铆seo. «Pero, se帽o, ¿no sabe que anduvo en Chiapas y nos fue de… bueno, c贸mo nos fue?». Le dijeron a la se帽ora a la que llamaban: se帽o.

—¡Dios m铆o!, y ¿c贸mo lo iba a saber si nunca he ido a Chiapas y hac铆a tres a帽os que no ve铆a a El铆seo? —contest贸 ella muy preocupada.

Y as铆 contaron otras cositas y nosotros nos asustamos. «No se preocupen, para ma帽ana les tendremos un lugar seguro. ¡Ojo con hoy!», nos prometieron los muchachos y nos citamos para el d铆a siguiente. Nos despedimos a dos calles de la casa de El铆seo. Llegamos con miedo, aunque la se帽o se quer铆a hacer la valiente. «¡Dios m铆o, no entiendo nada! ¿Qu茅 ha sucedido?», iba diciendo la se帽o mientras sub铆amos la escalera. «¡Te lo dije, que te estuvieras quieta en la casa!», le contest贸 Luc铆a.

Hallamos a El铆seo con su copita de tequila en la mano, se anim贸 mucho al vernos.

—¡Anden!, pasen, vienen muy sucios. ¡B谩帽ense! Puse el calentador, as铆 dormir谩n bien —nos dijo. La verdad no ten铆amos ni ganas de ba帽arnos, est谩bamos pensando en lo que nos dijo el Pato y nos quedamos sentados en la salita.

—¿T煤 crees que si pido disculpas me perdonen? —pregunt贸 la tonta de la se帽o.

—¿Despu茅s de tantas cabronadas como has hecho? Odias al gobierno y ahora ¿qu茅?… ¡La gran pendeja cree que la van a perdonar! —grit贸 El铆seo.

—¡Ya no le digas pendeja! —le contest贸 Luc铆a.

—¡Carajo! ¡Te repito que tu madre es una pendeja!… Bueno, ¿se van a ba帽ar?

—S铆, vamos, Luc铆a, para que luego se ba帽e Faustino —dijo la se帽ora.

«¿Para que luego se ba帽e Faustino?». ¡Caray!, todav铆a estoy esperando el dichoso ba帽o. Apenas cerraron la puerta del cuarto de ba帽o, El铆seo se me vino encima.

—¡Ah!, ya vas a ver. ¡Te vi en la televisi贸n! ¡A m铆 no me haces pendejo y ahora mismo viene la polic铆a a buscarte! —me dijo El铆seo y se solt贸 una carcajadota.

Abr铆 la puerta de salida y baj茅 la escalera oscura d谩ndome de tropezones, El铆seo ven铆a detr谩s de m铆 gritando: «¡Ag谩rrenlo… Ag谩rrenlo!», pero nadie, nadie, abri贸 sus puertas. Me encontr茅 en la calle y corr铆 como flecha. ¡Bien que o铆 la sirena de los patrulleros que ven铆an en mi busca!… pero no me vieron, me les hice chiquito. El Pato viv铆a en Tacubaya y hasta all谩 llegu茅 a las tres de la ma帽ana.

—¡Muy bien! Ser谩s el ch铆charo del grupo —me dijo el Pato que a esa hora andaba medio adormilado. ¡Y as铆 fue como entr茅 a formar parte en las filas revolucionarias! Supe que al d铆a siguiente la se帽o y Luc铆a se salieron de la casa de El铆seo. ¡C贸mo no iban a salirse! Esa misma noche y mientras yo iba huyendo para refugiarme en la casa del Pato, por poquito y se mueren las dos. Estaban dormidas y ten铆an la ventana ¡bien cerrada! y la se帽o se despert贸 casi ahogada. Alguien olvid贸 cerrar la llave del gas de la estufa… Bueno, es que El铆seo y el tequila siempre van juntos, digo yo. El铆seo estaba encerrado en su cuartito adonde yo le llev茅 su Nescaf茅, con su ventana abierta para aspirar el perfume de los 谩rboles del jard铆n de la casa de junto. El铆seo se acobard贸 y dijo que lo quer铆an matar, pero se resisti贸 a que se fueran de su casa, porque se re铆a con ellas. ¿C贸mo dicen que la suerte del loco y del borracho es buena? ¡Que me lo digan a m铆, que aguant茅 a mi pap谩! Los compa帽eros me dijeron que las dos lloraban mi suerte y estaban enojadas con el tal El铆seo, porque nom谩s les dijo cuando ellas terminaron su ba帽o y me llamaron. «¿El mocoso ese?… no s茅, por ah铆 andaba…». ¡Si ser谩 mentiroso!

Yo ya no las vi, era m谩s prudente por aquello de que la se帽o todo lo dice sin darse cuenta. Se le figura que no se perjudica, y los compa帽eros por prudencia revolucionaria prefirieron que ella no supiera mi incorporaci贸n a las filas de la revoluci贸n, ¡como era yo muy menor y andaba fugado!

—¿Quieres que se lo digamos? —me preguntaron los compa帽eros.

Iba yo a decir que s铆, pero me acord茅 de eso del clandestinaje que me hab铆a explicado esa ma帽ana el Pato y con la cabeza dije un ¡no! que me doli贸 harto. ¡No importa!, trabajo mucho con los compa帽eros y cuando llegue el d铆a del triunfo y de agitar las banderas, le dir茅:

—Se帽o, ¿se acuerda usted de Camargo, ese par谩sito burgu茅s? —y nos reiremos los cuatro juntos, la se帽o, Luc铆a, Seraf铆n y yo… ¿qu茅 digo? Seraf铆n hace ya mucho tiempo que cay贸 v铆ctima de la lucha por el pueblo. ¡No importa! En el d铆a del triunfo le haremos su muy hermoso monumento, alto, muy alto, con sus columnas de oro y arriba muy arriba 茅l, Seraf铆n, hecho en oro macizo, como el 脕ngel de la Independencia de los gatos, con sus alas abiertas… As铆 lo hemos decidido mis compa帽eros y yo.

Y mientras ese tiempo llega, ¡a las pintas compa帽eros! De noche y cuando los enemigos andan distra铆dos… Y que nadie diga que yo soy el Ni帽o Perdido, porque de perdido, ¡nada!…

FIN

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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

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