¡Hola, queridos lectores! Comenzamos la jornada con cuentos verdaderamente cortos y que puedes leer en cualquier espacio del día. Se trata nada menos que de seis relatos del maestro H.P. Lovecraft, uno de los autores más leídos en Mar de fondo y que siempre nos sumerge en el misterio de lo sobrenatural ¡Leamos! Y por favor apóyame úniéndote aquí al canal de YouTube!
Imagent tomada de Pinterest y editada en CV. Pro. |
LA TORRE
Desde esa esquina se puede ver la torre. Si el testigo abandona por un segundo el ruido de la vida porteña, descubrirá tras las paredes circulares un aquelarre. El eco del mismo lugar que la humanidad resguarda en la penumbra bajo diferentes disfraces. La esencia de los cimientos de construcciones tan antiguas como las pirámides y Stonehenge. Allí se suceden acontecimientos -incluso próximos a lo cotidiano- que atraen a hados y demonios.
Fue lupanar y fumadero de opio. Acaso alguno de sus visitantes haya dejado el alma allí preso del puñal de un malevo. Pero fue cuando llegó aquella artista pálida, María Krum, que su esencia brotó al fin. Recuerdo que apenas salía para hacer visitas a la universidad. Fue en su biblioteca donde hojeó las páginas del prohibido Necronomicón. Mortal fue su curiosidad por la que recitó aquel hechizo. Quizá creyó que las paredes sin ángulos la protegerían de los sabuesos. Pero esas criaturas son hábiles, impetuosas, insaciables. Los vecinos oyeron el grito del día en que murió. Ahora forma parte de la superstición barrial. Pero yo sigo oyendo su sufrimiento y el jadeo de los Perros de Tíndalos que olfatean, hurgan y rastrean en la torre.
FIN
GUGOS Y LIVIDOS
Los gugos, velludos y gigantescos, habitan en los lugares subterráneos del mundo de los sueños. No tienen voz y se comunican por gestos faciales. Sus cabezas, enormes como barriles, no son fáciles de olvidar: a cada lado, sobresaliendo dos pulgadas, están sus ojos rosados que refulgen en la oscuridad y, atravesándolas de arriba abajo, la boca de enormes colmillos amarillos que se abre verticalmente y no de manera corriente. Su alimento principal son los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros. Los lívidos son del tamaño de un caballo pequeño y su rostro resulta bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.
FIN
AZATHOTH
Cuando el mundo se sumió en la vejez, y la maravilla rehuyó la muerte de los hombres; cuando ciudades grises elevaron hacia cielos velados por el humo torres altas, temibles y feas, a cuya sombra nadie podía soñar sobre el sol ni las praderas floridas de la primavera; cuando el conocimiento despojó a la tierra de su manto de belleza, y los poetas no cantaron sino a distorsionados fantasmas, vistos a través de ojos cansados e introspectivos; cuando tales cosas tuvieron lugar y los anhelos infantiles se hubieron esfumado para siempre, hubo un hombre que empleó su vida en la búsqueda de los espacios hacia los que habían huido los sueños del mundo.
Poco hay consignado sobre el nombre y procedencia de este hombre, ya que eso correspondía exclusivamente al mundo despierto, aunque se dice que ambos eran oscuros. Baste saber que vivía en una ciudad de altos muros donde reinaba un estéril crepúsculo; y que se afanaba todo el día entre sombras y alborotos, volviendo a casa por la tarde, a una habitación cuya ventana no daba a campos y arboledas, sino a un penumbroso patio hacia el que muchas otras ventanas se abrían en lúgubre desesperación. Desde ese alféizar no se divisaba sino muros y ventanas, a no ser que uno se inclinara mucho para escudriñar hacia lo alto, hacia las pequeñas estrellas que pasaban. Y dado que los muros desnudos y las ventanas conducen pronto a la locura al hombre que sueña y lee demasiado, el inquilino de este cuarto solía asomarse noche tras noche, escrutando a lo alto para vislumbrar alguna fracción de cosas que estaban más allá del mundo despierto y de la grisura de la elevada ciudad. Con el paso de los años, fue conociendo a las estrellas de curso lento por su nombre, y a seguirlas con la fantasía cuando, con pesar, se deslizaban fuera de su vista; hasta que al fin su mirada se abrió a la multitud de paisajes secretos cuya existencia no llega a sospechar el ojo mundano. Y una noche salvó un tremendo abismo, y los cielos repletos de sueños se abalanzaron hacia la ventana del solitario observador para mezclarse con el aire viciado de su alcoba y hacerle partícipe de sus fabulosa maravilla.
A ese cuarto llegaron extrañas corrientes de medianoches violetas, resplandeciendo con polvo de oro; torbellinos de oro y fuego arremolinándose desde los más lejanos espacios, cuajados con perfumes de más allá de los mundos. Océanos opiáceos se derramaron allí, alumbrados por soles que los ojos jamás han contemplado, albergando entre sus remolinos extraños delfines y ninfas marinas, de profundidades olvidadas. La infinitud silenciosa giraba en torno al soñador, arrebatándolo sin tocar siquiera el cuerpo que se asomaba con rigidez a la solitaria ventana; y durante días no consignados por los calendarios del hombre, las mareas de las lejanas esferas lo transportaron gentiles a reunirse con los sueños por los que tanto había porfiado, los sueños que el hombre había perdido. Y en el transcurso de multitud de ciclos, tiernamente, lo dejaron durmiendo sobre una verde playa al amanecer; una ribera de verdor, fragante por los capullos de lotos y sembrado de rojas calamitas…
FIN
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LA BOTELLITA DE CRISTAL
—Poned la nave al pairo, hay algo flotando a sotavento.
Quien hablaba era un hombre poco fornido, de nombre William Jones. Era el capitán de una nave en la que, con un puñado de tripulantes, navegaba en el momento de comenzar esta historia.
—Sí, señor —respondió John Towers, y la nave fue puesta al pairo. El capitán Jones tendió su mano hacia el objeto, y comprobó que se trataba de una botella de cristal.
—No es más que una botella de ron que algún tripulante de algún barco ha tirado —dijo, pero, dejándose llevar por la curiosidad, le echó mano.
Era sólo una botella de ron y estuvo a punto de arrojarla, pero en ese momento se percató de que había un trozo de papel dentro. Lo sacó y leyó lo siguiente:
1 de enero de 1864
Mi nombre es John Jones y estoy escribiendo esta carta. Mi buque se hunde con un tesoro a bordo. Me hallo en el punto marcado en la carta náutica adjunta.
El capitán Jones le dio la hoja y vio que por el otro lado era una carta náutica en cuyo margen había escritas las siguientes palabras:
—Towers —dijo excitado el capitán Jones—, lea esto.
Towers le obedeció.
—Creo que merece la pena dirigirnos hasta ahí —dijo el capitán Jones—. ¿No cree?
—Coincido con usted —replicó Towers.
—Aprestaremos hoy mismo una embarcación —dijo el excitado capitán.
—Como mande —dijo Towers.
Así que fletaron una nave y siguieron la línea de puntos de la carta. En cuatro semanas habían alcanzado el lugar señalado y los buzos se sumergieron para volver con una botella de hierro. Dentro encontraron las siguientes palabras garabateadas en una hoja de papel pardo:
3 de diciembre de 1880
Estimado buscador; discúlpeme por la broma que le he gasto, pero eso le servirá de lección contra próximas tonterías...
Sin embargo, deseo compensarle por los gastos en el lugar en que ha encontrado la botella. Calculo que serán unos 25.000 dólares, así que eso es lo que encontrará en una caja de hierro. Sé donde encontró la botella porque yo la puse allí, así como la caja de hierro y luego busqué un buen lugar para poner la segunda botella. Esperando que el dinero le compense, me despido.
Anónimo
—Me gustaría arrancarle la cabeza —dijo el capitán Jones—. Sumergíos ahora y traedme los 25.000.
Eso les compensó, pero me parece que nunca volverán a ir a un lugar misterioso dejándose guiar por tan solo una botella misteriosa.
FIN
EL SER BAJO LA LUZ DE LA LUNA
Morgan no es hombre de letras; de hecho, su inglés carece del más mínimo grado de coherencia. Por eso me tienen maravillado las palabras que escribió, aunque otros se han reído.
Estaba solo la noche en que ocurrió. De repente lo acometieron unos deseos incontenibles de escribir, y tomando la pluma redactó lo siguiente:
«Me llamo Howard Phillips. Vivo en la calle College, 66, Providence, Rhode Island. El 24 de noviembre de 1927 -no sé siquiera en qué año estamos- me quedé dormido y tuve un sueño; y desde entonces me ha sido imposible despertar.
»Mi sueño empezó en un paraje húmedo, pantanoso y cubierto de cañas, bajo un cielo gris y otoñal, con un abrupto acantilado de roca cubierta de líquenes, al norte. Impulsado por una vaga curiosidad, subí por una grieta o hendidura de dicho precipicio, observando entonces que a uno y otro lado de las paredes se abrían las negras bocas de numerosas madrigueras que se adentraban en las profundidades de la meseta rocosa.
»En varios lugares, el paso estaba techado por el estrechamiento de la parte superior de la angosta fisura; en dichos lugares, la oscuridad era extraordinaria, y no se distinguían las madrigueras que pudiese haber allí. En uno de esos tramos oscuros me asaltó un miedo tremendo, como si una emanación incorpórea y sutil de los abismos tomara posesión de mi espíritu; pero la negrura era demasiado densa para descubrir la fuente de mi alarma.
»Por último, salí a una meseta cubierta de roca musgosa y escasa tierra, iluminada por una débil luna que había reemplazado al agonizante orbe del día. Miré a mi alrededor y no vi a ningún ser viviente; sin embargo, percibí una agitación extraña muy por debajo de mí, entre los juncos susurrantes de la ciénaga pestilente que hacía poco había abandonado.
»Después de caminar un trecho, me topé con unas vías herrumbrosas de tranvía, y con postes carcomidos que aún sostenían el cable fláccido y combado del trole. Siguiendo por estas vías, llegué en seguida a un coche amarillo que ostentaba el número 1852, con fuelle de acoplamiento, del tipo de doble vagón, en boga entre 1900 y 1910. Estaba vacío, aunque evidentemente a punto de arrancar; tenía el trole pegado al cable y el freno de aire resoplaba de cuando en cuando bajo el piso del vagón. Me subí a él, y miré en vano a mi alrededor tratando de descubrir un interruptor de la luz… entonces noté la ausencia de la palanca de mando, lo que indicaba que no estaba el conductor. Me senté en uno de los asientos transversales. A continuación oí crujir la yerba escasa por el lado de la izquierda, y vi las siluetas oscuras de dos hombres que se recortaban a la luz de la luna. Llevaban las gorras reglamentarias de la compañía, y comprendí que eran el cobrador y el conductor. Entonces, uno de ellos olfateó el aire aspirando con fuerza, y levantó el rostro para aullar a la luna. El otro se echó a cuatro patas dispuesto a correr hacia el coche.
»Me levanté de un salto, salí frenéticamente del coche y corrí leguas y leguas por la meseta, hasta que el cansancio me obligó a detenerme… Huí, no porque el cobrador se echara a cuatro patas, sino porque el rostro del conductor era un mero cono blanco que se estrechaba formando un tentáculo rojo como la sangre.
»Me di cuenta de que había sido solo un sueño; sin embargo, no por ello me resultó agradable.
»Desde esa noche espantosa lo único que pido es despertar…, ¡pero aún no ha podido ser!
»¡Al contrario, he descubierto que soy un habitante de este terrible mundo onírico! Aquella primera noche dejó paso al amanecer, y vagué sin rumbo por las solitarias tierras pantanosas. Cuando llegó la noche aún seguía vagando, esperando despertar. Pero de repente aparté la maleza y vi ante mí el viejo tranvía… ¡A su lado había un ser de rostro cónico que alzaba la cabeza y aullaba extrañamente a la luz de la luna!
»Todos los días sucede lo mismo. La noche me coge como siempre en ese lugar de horror. He intentado no moverme cuando sale la luna, pero debo caminar en mis sueños, porque despierto con el ser aterrador aullando ante mí a la pálida luna; entonces doy media vuelta, y echo a correr desenfrenadamente.
»¡Dios mío! ¿Cuándo despertaré?»
Eso es lo que Morgan escribió. Quisiera ir al 66 de la calle College de Providence; pero tengo miedo de lo que pueda encontrar allí.
FIN
EX OBLIVIONE
Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques encantados.
Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.
Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol, hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y rosas imperecederas.
Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso con puerta de bronce.
Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de vid y la puerta de bronce.
Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.
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Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino del otro lado del muro no sólo era más duradero, sino también más hermoso y radiante.
Más tarde, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento.
Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase.
Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos; y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las glorias del país del que nunca volvería .
Pero en cuanto la puerta se abrió más, y el embrujo de la droga y el sueño me empujaron por ella, supe que todas las glorias y visiones habían terminado; porque en ese nuevo reino no había ni tierra ni mar, sino sólo el blanco vacío del espacio ilimitado y desierto. Así, más dichoso de lo que nunca había osado esperar, me disolví nuevamente en esa infinitud original de olvido cristalino de la que el demonio Vida me había sacado por una hora breve y desolada.
FIN
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