¡Hola, lectores! Despu茅s de unos meses retomamos la lectura de Elena Garro, la inspiradora escritora mexicana, quien en La semana de colores (1994) nos regal贸 este genial relato. Un anciano zapatero y su nieto, Faustino, llegan a la Ciudad de M茅xico desde Guanajuato buscando una oportunidad para sobrevivir tras la ruina econ贸mica del campo. ¡Disfrutemos!
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Imagen generada con IA. |
Cuentos de Elena Garro
Sin duda, al leer estas l铆neas nos daremos cuenta que se trata de un relato, cargado de humanidad, cr铆tica social y humor inesperado, nos invita a reflexionar sobre la pobreza, la dignidad, la empat铆a y la extra帽a belleza que pueden encontrarse en los v铆nculos espont谩neos.
A trav茅s de una prosa entra帽able y una mirada compasiva, el lector es testigo de c贸mo la solidaridad puede florecer incluso en medio del caos urbano y la adversidad.
EL ZAPATERITO DE GUANAJUANTO
Iba yo bajando la avenida, llevaba a Faustino de la mano, mi nietecito no dec铆a nada, aunque yo bien ve铆a que los tres d铆as de girar por la ciudad, sin alimento y sin cobijo, lo hab铆an amedrentado. «Sin dinero, sin familia y sin amigos, ¿qu茅 ser谩 de nosotros?», me iba yo diciendo, mientras ve铆a las casas y las ventanas que me miraban pasar. Nunca fui pedig眉e帽o y la verg眉enza del hambre me hac铆a caminar sin ver por d贸nde pisaba. La ciudad es hosca por desconocida y todas sus calles, que son muchas, son ajenas a la tristeza de un fuere帽o. «¿Qu茅 ser谩 de nosotros sin un alma que nos mire?». Iba yo oyendo los pasitos encarrerados de Faustino, sin verlo, para no mirarle el hambre… «De seguro lleva la boca bien seca. Sufriendo se ense帽a el hombre…» as铆 iba yo dici茅ndome, cuando la vi por primera vez. Estaba dentro de un coche nuevo, encaramada en el asiento, bien abrazada al hombre que la ten铆a tomada por la cintura. De 茅l solo vi el pelo negro asomando sobre un hombro de ella, y los brazos que la sosten铆an. Me dije: «¡Caray, aqu铆 se besan en mitad de la calle y en plena luz del sol!». Me llam贸 la atenci贸n su cintura delgadita adentro de su vestido blanco. La puerta del coche estaba abierta, y le vi las piernas tan desnudas como los brazos. Faustino tambi茅n los vio. Y los dos vimos cuando ella levant贸 una mano y le dio una bofetada en mitad de los besos que se daban. 脡l, ofendido, ech贸 la cabeza para atr谩s y ya no vi nada. No pod铆a yo quedarme a mirar. «¡Viejo curioso!», me hubieran dicho, y con sobrada raz贸n. Faustino y yo seguimos bajando la avenida. «¡Qu茅 genio tan vivo!», me dije y ahora me digo: «¡Ojal谩 que Dios le detenga la mano, para que no acabe mal!». De repente el coche nuevo pas贸 zumbando junto a nosotros. Vimos c贸mo adentro iban forcejeando: 茅l para detenerla, ella con la portezuela abierta. El coche iba zigzagueando, como si fuera borracho. «¡Sea por Dios, con tal de que no les salga al paso un poste!»… Faustino y yo seguimos bajando la avenida a la que no le ve铆amos fin. La mentada avenida era como todas las calles de la ciudad de M茅xico: cerrada por paredes y por casas, sin desembocadura al campo. La luz por all谩 es muy blanca y sin verdura, y a esas horas del mediod铆a, con los ojos sin sue帽o, los pies andados y el est贸mago limpio, cansa. En mis ochenta y dos a帽os ya he visto mucho, pero nada tan desamparado como los mediod铆as de la nombrada ciudad de M茅xico. Faustino iba espantado. As铆 me lo dijo ella cuando nos habl贸. Porque de repente la vimos venir andando de cara a nosotros. Su traje blanco relumbraba al sol. Parec铆a muy acalorada. Abri贸 tama帽os ojos y se nos qued贸 mirando.
—No son de aqu铆, ¿verdad?
Nos vio fuere帽os, por los pantalones de manta, los huaraches y los sombreros ardidos de sol.
—No, ni帽a.
Se qued贸 piensa y piensa; ella todo lo piensa mucho aunque parezca que no.
—¿En d贸nde paran?
—En ninguna parte, ni帽a.
Era feo mendigarle y los dos preferimos bajar los ojos. Nos dio verg眉enza la desdicha.
—¿Ya comieron?
Pregunt贸 de frente y sin rodeos. ¿Para qu茅 mentirle, si se nos ve铆a el hambre? Se me nublaron los ojos, la vejez no sirve para atajar a las l谩grimas cuando quieren correr.
—No, ni帽a. Ni mi nietecito ni yo hemos probado alimento, en los tres d铆as que llevamos girando por estas dichosas calles.
Le dije todo por el ni帽o. El orgullo hay que hacerlo a un lado cuando hay criaturas.
—¿Tres d铆as?
Nos mir贸 como si dij茅ramos mentiras y luego se puso a mirar los coches que en esa avenida nunca dejan de pasar.
—¡Hay mucha hambre, ni帽a! Mucha hambre. No solo nosotros la padecemos, en mi pueblo todos andamos en la misma desgracia. Por eso venimos del campo a buscar consuelo en la ciudad.
—¡Estos bandidos del gobierno!…
Se enoj贸 como las yeguas y dio patadas en el suelo.
—Vengan.
No me avergonz贸 su caridad. La hac铆a con enojo, como si ella tuviera la culpa de mi triste situaci贸n. La frescura de su casa nos consol贸 de la sequ铆a de la calle. Sus sirvientas se pusieron a re铆r cuando nos vieron. Luego detuvieron la risa y se quedaron serias. Una de ellas se acerc贸 a la se帽ora Blanquita.
—Se帽ora, ya van tres veces que llama, una despu茅s de la otra. Seguidito, seguidito.
La se帽ora Blanquita se puso roja de moh铆na y apoy贸 la cara sobre la mano para no pensar. Todos nos callamos.
—Si llama otra vez d铆ganle que no he llegado… o que me mor铆…
Sus sirvientas y ella se quedaron muy tristes. Faustino y yo hicimos como si no hubi茅ramos o铆do nada y como si no estuvi茅ramos all铆. Las sirvientas nos llevaron a un cuarto para reposarnos, mientras nos preparaban la comida.
—¡Cu谩nta molestia! —dec铆a yo.
—No se mortifique, se帽or, estamos impuestas, as铆 es la se帽ora Blanquita.
Y as铆 es. Por la tarde me qued茅 en la cocina platicando con ellas. Les cont茅 de Guanajuato y de las tristezas que pas谩bamos: quer铆a pagarles la cortes铆a del hospedaje y de la risa. Al oscurecer entr贸 a la cocina la se帽ora Blanquita. Estaba bien triste. Ocup贸 una sillita y se fum贸 dos cigarros, sin decir una palabra.
—Vete a ver al Chino, para ver si nos f铆a algo para la cena —dijo de repente.
Nunca pens茅 que una casa tan bien puesta y una se帽ora tan bien vestida, no tuviera ni un centavo para cenar. ¡Parec铆a tan rica!
—El dinero se va como agua. Es maldito, ¿verdad?
Muy verdad que era maldito. Y as铆 se lo contest茅 a la se帽ora Blanquita.
—¿Hay mucha hambre en su tierra?
—S铆, ni帽a, mucha.
Preguntando, preguntando, me hizo contarle mi vida, mis pesares, y la raz贸n de mi viaje a la mentada ciudad de M茅xico. Soy de oficio zapatero, le dije, pero a causa de la pobreza ya nadie compra zapatos en Guanajuato. Por eso junt茅 unos centavos, que le ped铆 al agiotista, y me puse a hacer algunos pares, para venir a venderlos a la ciudad de M茅xico, en donde todav铆a la gente rica lleva zapatos. Salieron muy bonitos, con hebillas de plata y tacones altos. Por all谩 somos mineros, y nos gusta tanto el oro como la plata. En otros tiempos todo fue de oro; los palacios, los peines, los altares y en algunas casas hasta los barrotes de las ventanas fueron de oro. Pero, ya digo, eso fue en otros tiempos. Ahora somos pobres, por eso vine hasta aqu铆 a traer mis zapatos. Rosa, mi hija mayor, los envolvi贸 en papel de seda, y me prest贸 a su hijo Faustino, para que me acompa帽ara en el viaje. Mi hija Gertrudis nos prepar贸 la comida y nos hizo el itacate. Y la ma帽ana de un jueves nos pusimos en camino. A las tres de la ma帽ana agarramos la carretera y caminamos hasta el mediod铆a. A esa hora hallamos albergue en la casa de un carbonero, que nos ofreci贸 su compasi贸n, su agua fresca y tambi茅n su fuego para calentar las tortillas. Con 茅l tambi茅n hicimos noche. Nos fuimos de madrugada. Al despedirnos nos dese贸 la buena compa帽铆a de Dios y nos dijo que en el viaje de regreso nos recoger铆a otra vez. En nueve d铆as que dur贸 el viaje, lo hicimos a buen paso, hallamos consuelo en la gente de bien, que nos compadec铆a. A m铆, a causa de mis ochenta y dos a帽os. Y a Faustino, mi nietecito, por sus ocho a帽itos tan tiernos. Cuando entramos en la ciudad de M茅xico, nos fuimos derechos a la Villa de Guadalupe, para dar gracias. Hicimos noche en los portales de la Villa, junto con otros peregrinos, que tambi茅n ven铆an en busca de consuelo para su hambre y sus pesares. All铆 platicando, platicando, un se帽or me inform贸 que en cualquier mercado me comprar铆an los zapatos.
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—¡Qu茅 bonitos! —me dijo cuando se los ense帽茅. Yo no me di bien cuenta de que los mir贸 con codicia, sino hasta el otro d铆a, cuando amanec铆 sin ellos. Faustino me dijo:
—Vamos a buscarlo, abuelo, al fin que no andar谩 lejos.
Y as铆 fue: nos pusimos busca y busca y busca sin hallarlo. El se帽or no era muy alto, llevaba una chamarra de cuero, ten铆a el pelo muy negro y se re铆a bonito. Pero no dimos con 茅l. And谩bamos en su busca, sin un centavo, y sin poder volver a Guanajuato, cuando la hallamos a usted, se帽ora Blanquita.
La se帽ora Blanquita nos mir贸 compadecida.
—¿Y cu谩nto val铆an sus zapatos?
—Algo as铆 como unos cien o quinientos pesos. Nunca lo supe de cierto, porque como le dije, no llegu茅 a venderlos.
—¡Uy, qu茅 bicoca!
Y la se帽ora Blanquita se ech贸 a re铆r. Hay que decir que ella no es de medias tintas, o se r铆e mucho, o est谩 bien enojada.
—Quinientos pesos… yo se los doy y le pago su boleto de autob煤s para que regrese a Guanajuato.
Mucho se lo agradec铆. Le di mi nombre junto con las gracias: Loreto Rosales, para servirla. Y mi nieto, Faustino Duque, su servidor. Regres贸 la sirvienta que se llama Josefina, y que es frondosa y de buen parecer.
—El Chino dijo que ya es mucho lo que nos f铆a, y no quiso darme ni un pedacito de queso.
—¡Se asar谩 en los infiernos!
Y la se帽ora Blanquita sali贸 de la cocina, diciendo palabras gruesas, ella que es tan delgadita. Esa noche cenamos caf茅 negro y tortillas duras con sal. Pero no nos afligimos, porque como nos dijo la propia se帽ora Blanquita, todos est谩bamos al amparo de la Divina Providencia. Apenas acabamos de cenar, apagaron las luces de la sala y cerraron las cortinas de las ventanas que daban a la calle. Tambi茅n apagaron la luz de la cocina. La se帽ora Blanquita y sus sirvientas se tiraron en el suelo, junto a las ventanas, para espiar la calle, por la rendija de una cortina apenas entreabierta.
—All铆 est谩, se帽ora Blanquita —dijo Josefina muy quedito.
—Mire, se帽o, est谩 mirando para ac谩, patrullando la casa…
—Desgraciado, voy a llamar a la polic铆a —dijo la se帽ora.
—S铆, se帽ora, p茅guele un susto antes de que nos mate.
Estuvimos espiando el peligro hasta qui茅n sabe qu茅 horas, porque Faustino y yo nos retiramos a dormir. Casi no dorm铆 pensando en el enemigo que acechaba a la se帽ora Blanquita. O铆 las horas: las doce, la una de la madrugada y ellas all铆 segu铆an, espiando los pasos del malhechor, para estar prevenidas. Menos mal que la se帽ora Blanquita parec铆a muy arredrada. Lo mismo que Josefina y que Panchita. Con ese pensamiento me dorm铆.
—¿Ya desayun贸, don Loretito? —me pregunt贸 la se帽ora en la ma帽ana.
—Ya, ni帽a.
—Hoy le doy su dinero, para que vuelva a Guanajuato…
Y los d铆as empezaron a correr y yo cada vez estaba m谩s avergonzado. La se帽ora Blanquita no ten铆a ni un centavo, y yo no pod铆a hacer nada por ella, ni siquiera irme, porque la hubiera ofendido.
—¡D茅jeme ir, se帽ora Blanquita!
—¡Est谩 loco, don Loretito!
Se re铆a, pon铆a m煤sica y bailaba. No se acongojaba por nada. Nunca sal铆a, estaba muy amenazada. Por las noches espiaba la calle con sus criadas.
—¡Estamos enchiqueradas!
—Solo Dios nos puede ayudar.
En el d铆a Josefina iba a pedir fiado. Antes de salir se asomaba a los balcones.
—Voy en una carrera antes de que llegue y me agarre.
Y volv铆a enseguida con las compras fiadas. Mientras preparaba la sopa de fideos y las quesadillas de flor de calabaza, cantaba. Ten铆a bonita voz la tal Josefina. Panchita tambi茅n cantaba mientras tend铆a las camas y limpiaba los espejos. La se帽ora Blanquita, tantito bailaba y tantito bordaba. Yo me hall茅 bien y ya no ped铆a irme. ¿Qu茅 m谩s quer铆a? Ten铆a buen trato y buena compa帽铆a. A mi nieto lo dejaban jugar con el radio. De la ciudad ya ni me acordaba. Alg煤n d铆a la Divina Providencia nos recordar铆a y nos mandar铆a el dinero que necesit谩bamos. Entonces, con todo el dolor de mi coraz贸n, yo me regresar铆a a Guanajuato. Y digo con todo el dolor porque me hab铆a engre铆do con esas tres mujeres: es dif铆cil hallarlas tan reidoras. As铆 pensaba yo, y as铆 se me pasaban los d铆as. Fue una tarde, cuando ya empezaba a pardear, cuando llamaron a la puerta. Desde mi cuarto alcanc茅 a o铆r la voz de Josefina.
—Perdone, se帽or, pero no puedo agarrar el paquetito…
—¿Por qu茅 no? —era tama帽o vozarr贸n de hombre.
O铆 que Josefina cerr贸 la puerta de golpe.
—¡Se帽ora Blanquita, dejaron esto! —grit贸 Josefina apesadumbrada.
—¡Est煤pida! ¿Por qu茅 lo agarraste?
O铆 que deshac铆an el paquetito.
—¿Ves?, ¿ves? ¡Mira!, ¡mira!
No me atrev铆 a asomar la cabeza para ver qu茅 hab铆an tra铆do. Josefina entr贸 muy disgustada.
—La van a matar… la van a matar…
Al rato vi que Faustino estaba jugando con dos mu帽equitas rotas. Las dos estaban vestidas de novia y los vestidos blancos estaban hechos jirones, las mechitas g眉eras casi arrancadas.
—¿D贸nde las encontraste, muchacho?
—Ah铆 estaban, en el suelo.
Pedimos unas agujas y un poco de hilo y nos pusimos a componerlas. En eso est谩bamos cuando volvieron a llamar a la puerta. Me puse en guardia, para algo hab铆a yo de servir a pesar de mis ochenta y dos a帽os.
—¿La quiere matar? —grit贸 Josefina.
—¡Para que floree su tumba! —o铆 el mismo vozarr贸n de hombre.
—¡Se帽ora!… Se帽ora Blanquita.
Tambi茅n yo sal铆 a ver: all铆 estaban, regadas en el suelo, qui茅n sabe cu谩ntas rosas rojas.
—¡Las avent贸, se帽ora, cuando yo no las quise agarrar!
—Flores en el suelo de mi casa, ¡qu茅 mal ag眉ero!, ¡qu茅 mal ag眉ero! —grit贸 la se帽ora Blanquita.
Bien roja de moh铆na las empez贸 a levantar, abri贸 la ventana y las tir贸 a la calle. Josefina la ayud贸. En cambio Panchita agarr贸 una docena y la escondi贸 en uno de los ba帽os.
—Venga a ver, don Loretito.
La se帽ora me llev贸 al balc贸n. Ya hab铆a oscurecido y las flores con la luz de los faroles, brillaban como confeti. L谩stima que los coches les pasaran por encima. Nos metimos cuando vimos que todas estaban machucadas. Al rato volvieron a llamar a la puerta, pero esta vez eran golpes muy recios, como si quisieran echarla abajo. Me pareci贸 que le daban de patadas o de cachazos de pistola.
—¡Yo abro, Josefina!
Vimos pasar a la se帽ora Blanquita, como una centella. Iba embravecida.
Luego ya no o铆mos nada. Con precauci贸n salimos del cuarto, en el suelo del sal贸n hab铆a otro tanto de rosas rojas, y la puerta de la calle estaba completamente abierta.
—¡Se la llev贸! —grit贸 Josefina.
—S铆, se la llev贸 —repiti贸 Faustino.
Los cuatro nos vimos muy espantados. Solo Dios sab铆a a d贸nde y si alg煤n d铆a la devolver铆a. Apenas 铆bamos a decir algo, cuando la se帽ora Blanquita se nos apareci贸 de nuevo. Ven铆a bien revolcada, con el pelo lacio sobre la cara y su vestido blanco, roto.
—¡Me ech贸 el coche encima!… Dame un tequila…
La se帽ora se dej贸 caer en una silla de seda. Ten铆a las rodillas raspadas. Josefina le limpi贸 la sangre de las piernas, le arregl贸 el pelo y le pas贸 un pa帽uelo por la cara. Panchita nos dio a todos un buen fajo de tequila.
—Ande don Loretito, para el susto.
Con la se帽ora Blanquita va uno de sobresalto en sobresalto. Se bebi贸 su tequila de un trago, se repuso, se levant贸 y se fue al tel茅fono.
—Haga el favor de venir a la esquina de mi casa. A ver si tiene valor de dec铆rmelo en mi cara… Lo espero en diez minutos.
Al rato entr贸 a la cocina bien girita. Llevaba otro vestido. Nos sonri贸, pero yo vi que estaba bien enojada. Busc贸 y busc贸 entre los cuchillos y luego escogi贸 un martillo. Se lo puso bajo el brazo, con la cabeza para arriba, el palo pegado al cuerpo y lo sostuvo con el brazo. Parec铆a que iba desarmada. ¡Es ladina, y sabe muy bien lo que hace!
—Ahorita vengo.
Nos tir贸 un beso con la mano libre y se fue. Las muchachas se me quedaron mirando: «Viejo tarugo, ¿para qu茅 sirve?». Les le铆 el pensamiento.
—Voy a seguir sus pasos… nunca se sabe…
Sal铆 a la calle, que no hab铆a pisado en muchos d铆as. De noche hab铆a tantos autom贸viles como al mediod铆a, y sus faroles la llenaban de reflejos. A causa de ellos, no atinaba yo a ver por d贸nde andaba la se帽ora Blanquita. De repente la vi en la acera de enfrente. Junto a ella estaba un hombr贸n muy alto. Parec铆a que no se hablaban, nada m谩s se miraban: midi茅ndose. Me met铆 entre los coches, y con mucha cautela, me acerqu茅.
—¡S铆game!
—Aqu铆 no —grit贸 la se帽ora.
El hombr贸n se volvi贸 para todas partes, buscando.
—Debe tener usted a sus indios guard谩ndola —dijo temeroso.
—S铆game.
TE RECOMIENDO, LECTOR: "La primera vez que me vi", cuento de Elena Garro
La se帽ora se ech贸 a andar y el hombre la fue siguiendo, mirando, mirando para todas partes, desconfiado. A m铆 no me vio. ¿Qui茅n se fija en m铆? ¡Nadie! Nadie sabe ver a un pobre. Adem谩s yo s茅 caminar sin que me miren. Me lo ense帽aron de chiquito. Nos fuimos metiendo por unas calles con jardines y sin gentes. ¡Muy oscuras! Yo me escurr铆a entre los 谩rboles y los pocos postes de luz. Tambi茅n me arrimaba a las puertas y a las rejas. La se帽ora Blanquita iba muy adelante, caminando sin volver la cabeza, con los brazos pegados al cuerpo, escondiendo el arma, bien derechita. Dio vuelta a la izquierda y 茅l la sigui贸. Yo me arrim茅 a la esquina y mir茅. 脡l me daba la espalda. Ella se le fue acercando.
—A solas, rep铆tame lo que dijo.
—¿Lo que dije?… ¿qu茅 dije? —pregunt贸 el hombre asustado.
—¡Rep铆tame lo que me dijo!
—Eres mala. Muy mala…
Y el hombre dio la vuelta despu茅s de dar su queja. Apenas le dio la espalda, la se帽ora Blanquita sac贸 el martillo, lo levant贸, agarr谩ndolo con las dos manos y le dio un golpe seco sobre la nuca. La cabeza del martillo brinc贸 sobre la acera y se fue rebotando hasta media calle. ¡As铆 de recio fue el golpe! El hombre dio unos pasos bambole谩ndose. A la luz de los faroles le vi los ojos en blanco. Luego, como borracho se fue a media calle y a tientas busc贸 la cabeza del martillo, la agarr贸 y alcanz贸 a tirarla adentro de un jard铆n. Despu茅s se dej贸 caer al suelo y se cogi贸 la cabeza entre las manos. La se帽ora Blanquita se acerc贸 a rematarlo con el palo del martillo. Pero el hombre se lo arrebat贸 de un manotazo y lo tir贸 adentro del jard铆n.
—¡Traidora!… Das por la espalda…
Estaba enojada de haber dejado vivo a su enemigo. Era valiente, porque el enemigo era bien fornido, le sacaba la cabeza y pesaba el doble que ella. All铆 sentado, le vi tama帽as manos y tama帽as espaldas. La se帽ora lo mir贸 un rato y luego agarr贸 el camino de su casa. El hombre se levant贸 para seguirla. Pasaron muy cerquita de m铆, sin verme. Yo los segu铆. «Mientras ella lleve la ventaja, yo no meto las manos. Es bien bragada y defensa no necesita», me iba yo diciendo, cuando llegamos a la 煤ltima callecita, la que desemboca en su avenida. All铆 ella se detuvo, pensando, ¡adivinar en qu茅! Cerca de la esquina hab铆a un estanquillo abierto.
—¡C贸mpreme unos cigarros! —orden贸.
Me acord茅 que desde la ma帽ana no fumaba, porque el Chino no hab铆a querido fiarle sus Monte Carlo.
—S铆, mi amor…
O铆 que contestaba su enemigo. Y con cautela, se par贸 en la puerta del estanquillo, para cuidar la bocacalle y que ella no ganara la avenida. Le estaba cerrando el paso. Ella lo mir贸 y recul贸 muy despacito, muy despacito. Cuando el enemigo entr贸 a pagar los cigarros, la se帽ora Blanquita mir贸 para todas partes, buscando salida en la callecita oscura, pero no ten铆a m谩s remedio que pasar frente a la puerta del estanquillo. Mir贸 para el cielo y se hall贸 con las ramas del fresno. Sin pensarlo, se trep贸 al 谩rbol como un gato y desapareci贸 en lo oscuro del follaje. El hombre sali贸 con los cigarros en la mano y no la vio. Pero no se desanim贸: alerta, fue calle arriba, mirando para todas partes, escudri帽ando los jardines, las rejas, las salientes de las casas. Luego, calle abajo. Luego otra vez calle arriba, buscando; luego otra vez calle abajo. Yo me sent茅 en el borde de la acera, me baj茅 el sombrero y me hice el que dorm铆a, mientras lo miraba: calle arriba, calle abajo. El 谩rbol de la se帽ora Blanquita estaba muy quietecito. Y el hombre segu铆a calle arriba, calle abajo, mirando para todos lados. «¡Condenado, sabe que no ha salido de estos andurriales y le anda cerrando el paso!». Pas贸 m谩s de una hora. Cerraron el estanquillo y el hombre segu铆a calle arriba, calle abajo. De seguro la se帽ora Blanquita lo miraba y por eso no se mov铆a.
—¡脡cheme un cigarro! —grit贸 de pronto desde las ramas del fresno. Siempre he dicho que tanto el hombre como la mujer siempre se venden por sus vicios.
—¿D贸nde, Blanca, d贸nde? —pregunt贸 el hombre dando vueltas como trompo.
—Ac谩 arriba.
—¿D贸nde?
—¡En el fresno!
El enemigo se agarr贸 al tronco del 谩rbol y le dio tanta risa, que a m铆 tambi茅n me la contagi贸. Se re铆a tanto, que trabajo le cost贸 tirarle los cigarros, porque ella no quiso bajarse.
—¡L谩rguese, para que pueda volver a mi casa!
—¡Quiero verle la carita!
—No se puede. Solo mis amigos pueden verla.
—¿Cu谩nto vale su carita? ¡La compro!
—¡Quinientos pesos!
—¿Los mismos que me pediste?
—¡Los mismos! Se los debo al zapaterito de Guanajuato.
Se me quit贸 la risa. El zapaterito de Guanajuato era yo, Loreto Rosales. Me agach茅 bien. No quer铆a que nadie me viera la cara. Me dio verg眉enza que yo, Loreto Rosales, pusiera a una se帽ora en el trance de matar a martillazos al mal hombre que le negaba ¡quinientos pesos!
—¿En d贸nde est谩 su zapaterito, para d谩rselos?
—En un lugar secreto y usted no lo ver谩.
En verdad no deb铆a verme. Me fui hasta la esquina bien agachado. Pas茅 frente al estanquillo, que ten铆a las puertas cerradas. Di la vuelta, llegu茅 a la avenida y gan茅 la casa. Entr茅 y agarr茅 a Faustino y luego tom茅 el camino de regreso a Guanajuato. Hice once d铆as, porque no hallaba la salida de la mentada ciudad de M茅xico. Me fui hasta sin despedirme, porque hay veces en que no despedirse es de m谩s cortes铆a. En los once d铆as de andada, me reconfortaba pensar que y茅ndome, libraba a la se帽ora Blanquita de la c谩rcel. Hace ya siete d铆as que llegu茅 a mi casa. Pero no estoy tranquilo. Anoche so帽茅 a la se帽ora Blanquita, parada en el Hemiciclo a Ju谩rez, busc谩ndome. Tal vez me necesite. Por eso de buena hora agarr茅 el camino de regreso a M茅xico. A buen paso, Faustino y yo llegaremos en nueve d铆as, y all谩 veremos qu茅 es menester que hagamos por ella. Al fin que mientras ella lleve la ventaja, yo no meter茅 las manos… Aunque con la se帽ora Blanquita, nunca se sabe, nunca se sabe…
FIN
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