Leamos "Te querré eternamente", cuento de Julio Ramón Ribeyro

Uno de los cuentos que leí al azar en "La palabra del mudo", fue precisamente este relato, en el cual Julio Ramón Ribeyro habla de la fugacidad del amor, la recuperación y también la muerte. Como sabemos, en la época de Ribeyro se llegaba a Europa a través de trasatlánticos, motivo por el cual tuvo mucho tiempo para pensar en alta mar. Ahí pudo crear cuentos tan geniales como este ¡Disfruta tu lectura!

Cuento Te querré eternamente de Julio Ramón Ribeyro
Imagen: https://pin.it/s1xRxE6

TE QUERRÉ ETERNAMENTE

A fuerza de recorrerlo, el mar había ido perdiendo para mí su poder mitológico. Cuando me inicié en estas travesías creía ver por codo sitio sirenas y tritones. Algunas noches de solitaria borda me pareció distinguir también a flor de agua, bajo la leche lunar, alguna de esas serpientes marinas que solo atisban, locos de alcohol algunos de esos ya embrutecidos lobos de mar que rondan por muelles y tabernas. Pero ahora, en mi cuarto viaje, el mar me aburría, me parecía exento de misterio, excesivo, agua sumada al agua, mineral pozo líquido conteniendo acorazados hundidos -ni siquiera bellos galeones- y carroñas verdosas de infantes de la Marina. Los argonautas de la antiguedad se habían convertido ahora en sucios marineros que comían espagueti y hacían contrabando de cigarrillos.

Decepcionado del piélago y de la tripulación, mi único entretenimiento era observar a los pasajeros. Descubrí, entonces, al extraño hombre enlutado que viajaba en primera. En todos los barcos hay siempre un pasajero silencioso pero el silencio de este hombre, canoso ya, sobrepasaba los límites que impone la timidez, el aburrimiento o el menosprecio: parecía ser un silencio de orden metafísico. Yo recordaba haberlo visto subir en Cannes, con un equipaje monstruoso que excedía con holgura la tonelada métrica a la que tiene derecho todo pasajero. Si bien viaja-da en primera, era corriente verlo al atardecer bajar a la cubierta de segunda y pasearse de babor a estribor, con el paso indeciso de quien al desliza no por el espacio natural del paseo sino de algún espacio interior ajeno a toda medida. Aquel hombre, sin duda, caminaba por su pasado. Su mirada parecía estar detenida en una lejana imagen de la cual ningún paisaje, ninguna travesía podían arrancarlo.

Poco a poco, adicionando mis observaciones, pude comprobar que el enlutado cumplía por el barco un itinerario mucho más inquietante del que a primera vista podía suponerse. Las mañanas las pasaba en primera, acodado en la baranda. Por las tardes debía dormir la siesta, como corresponde a todo hombre elegante a quien el mar no altera el orden de sus hábitos terrenos. Al atardecer iniciaba su circulación por las cubiertas de segunda. Pero en la noche -lo que descubrí durante mi primer insomnio- descendía aún más y se perdía en las más lóbregas bodegas, las que se encuentran, y lo digo con cierto pavor, «bajo el nivel del mar»...

Le acompañaba un marinero viejo en cuyo antebrazo podía leerse claramente. este tatuaje: ME LA PAGARÁS, GISELLE. Se perdían por una escalera estrecha, situada más allá de la sala de máquinas, señalada por un letrero que prohibía el descenso a todo pasajero. Pero el enlutado debía gozar de un estatuto especial, pues, precedido por su guía, abordaba el caracol oscuro con toda impunidad y con la arrogancia adicional de un gran señor inspeccionando los sótanos de su castillo.


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Estos descensos a las bodegas, que se prolongaron durante los primeros días del viaje, me intrigaron en extremo. Como era imposible atravesar esa barrera de silencio que el enlutado oponía a todo el que osara hacerle algún avance amistoso, decidí conquistar al marinero. Yo había seguido sus pasos y sabía que después de la cena se acercaba al bar por una ventanilla reservada a los tripulantes y pedía una cerveza. Una noche, antes de cruzar Gibraltar, me aposté en ese lugar y cuando el marinero, apoyado en la borda, chupaba del gollete de su botella, lo asedié. El tatuaje fue el pretexto y estimulado por mis preguntas y una segunda cerveza que le invité me comenzó a contar la historia de Giselle, banal amor de juventud del cual lo único memorable que quedaba era el tatuaje de su brazo.

-Yo padezco de insomnios - le dije al fin-. Me gusta pasearme hasta tarde por las cubiertas. Varias veces lo he visto bajar a las bodegas con un hombre de negro.

El marinero no me dejó continuar, me miró con desconfianza, sorbió el concho de su botella y, arrojándola al mar, se alejó rápidamente.

Al día siguiente lo encontré. Volvimos a beber y no tuve más remedio que sobornarlo. Por un resto de honor el marinero se negó a hacerme cualquier revelación, pero se comprometió a no cerrar esa noche la puerta tras de sí cuando bajaran a las bodegas.

A la hora acostumbrada, por el pasillo ya desierto, el enlutado apareció conducido por el viejo del tatuaje. Cuando desaparecieron por la escalera prohibida salí de mi escondite y descendí las espirales hasta llegar a la puerta de acero. Mi cómplice la había dejado entreabierta. Empujándola suavemente introduje la cabeza y traté de orientarme en medio del hacinamiento de maletas y embalajes. Una voz me guió. Era el enlutado el que hablaba en perfecto italiano:

_Mañana en la noche lo llevaremos a mi camarote. Aquí hay mucha humedad y eso no me agrada. El capitán me lo ha autorizado.

El marinero lo escuchaba sin interés, dándole la espalda, mientras fumaba su pipa. Y el enlutado estaba inmóvil, contemplando detenidamente un ataúd.

Que un viajero de primera lleve un cadáver en las bodegas del barco no tiene nada de particular. Pero que lo visite todas las noches y obtenga el derecho de transportarlo a su camarote es suficiente para despertar en todo espíritu un poco activo hipótesis necrofílicas.

Y yo hubiera hecho el resto del viaje sin otro alimento que estas suposiciones si un incidente fortuito no me permitiera franquear la reserva del enlutado.

Fue la víspera de llegar a las islas Canarias. Hacía calor, no podía conciliar el sueño y vistiéndome salí a dar una vuelta por estribor.

Era cerca de medianoche. Se me ocurrió, entonces, sin saber por qué, subir a la cubierta de proa, lugar peligroso, casi nunca visitado pues corría en el un viento irresistible. Lo primero que vi cuando estuve en lo alto fue el perfil del enlutado, apoyado en la borda, aspirando con avidez el aire ya tibio del trópico. Decidido a jugarme el todo por el todo me acerqué a su lado y me apoyé en la baranda. No Se cuántos largos minutos permanecimos así, uno al lado del otro, sin despegar los labios. Todas las fórmulas para iniciar una conversación que tuviera la apariencia de ser una conversación ocasional me parecían cargadas de sobreentendidos y capaces de suscitar la fuga de quien me interesaba retener. Pero fue él quien me sacó de mi confusión, hablando él primero, sin dirigirse específicamente a mí, con la voz átona de quien elige su interlocutor con indiferencia, porque está a mano, como podía haberse dirigido también a una fotografía, a un bibelot.

-Después de mirar durante media hora un cielo estrellado solo cabría hacer dos cosas: echarse al mar con una piedra amarrada al cuello o encerrarse en un monasterio para el resto de su vida.

En seguida inclinó el dorso para recoger una botella que había en el suelo.

-¿Quiere un trago?

Acepté su oferta y sorbí directamente del gollete un borbotón del inconfundible coñac Fundador. Al poco rato estábamos conversando animadamente. Al enterarme que era chileno abandonamos el francés, que él hablaba con una exquisita perfección, y empezamos a cambiar nuestras viejas palabras castellanas, sonoras, secas, separadas, suntuosas también y muchas veces hueras, como obispos en fiesta o hidalgos arruinados.

Para ser justo, era él quien hablaba, con esa facilidad de los hombres a quienes un ocio fino les ha permitido cultivar su inteligencia y su elocuencia. Supe que regresaba a su país después de treinta años que pasó en Europa ocupado en visitar museos, coleccionar encuadernaciones -los libros ya no le interesaban- y educar su paladar en los mejores restaurantes de Occidente. Pero toda su conversación, donde yo comenzaba a descubrir un artificio, fruto más de la aplicación que del talento, soslayaba los asuntos personales e iba de tema en tópico con discreción, como quien se conforma con mostrar del índice de un libro a lo más los epígrafes, pero nunca el tenor de los capítulos.

Por fortuna, allí estaba la botella de coñac y sus sediciosos efec-tos. Provocando sus brindis, verificaba con paciencia la lenta disolución de su censura. En fin, en popa ya, a las cuatro de la mañana, terminado el Fundador, el enlutado me obligaba casi a relamer su pobre alma desnuda en la palma de su mano. Alma candorosa es ver-dad, pero en la cual, como en el antebrazo del marinero, una historia de amor había dejado, a su vez, el cauce de un doloroso tatuaje.

¿Quién era Alicia? No lo sé bien. Solo recuerdo -porque a fuer za de beber mi atención se relajó- que me habló apasionadamente de un gran amor, pleno de comprensión y de talento, de aquellos que explican la vida y la perdonan, irregular como todos los grandes amores, prodigador de dicha y de amargura, y que marchó irremediablemente hacia una catástrofe terminal: después de haber vivido treinta años juntos, Alicia había muerto y ahora, sin estimu-los ya, deshecho, el enlutado regresaba a su país a enterrar a su amante y a morir.

-Nos conocimos justamente un 15 de marzo, como hoy día.

Por eso es que me he emborrachado, a la mala, como un vaporino.

Me da vueltas la cabeza. Ahora me voy. Discúlpeme. Y sobre todo no se extrañe si al volvernos a ver no le dirija la palabra.

A raíz de ese diálogo dejé de verlo. Llegamos además a las

Canarias, bajé al puerto y como cada vez que pisaba tierra me pareció mudar de piel, de preocupaciones e iniciar una existencia diferente. En esa vida en miniatura que es un viaje en barco cada escala tiene el mismo valor que el paso de las estaciones o la iniciación de los grandes ciclos vitales.

Atravesábamos el Atlántico. La Cruz del Sur apareció en el cielo, lo que me permitió comprobar que penetraba al fin en mis jardines siderales. Habían subido nuevos pasajeros en Tenerife, con los cuales era necesario definirse y amarlos u odiarlos por un cigarrillo ofrecido o la semejanza en el color de una camisa. Además, nuestros problemas sexuales se iban agravando y muchos de nosotros comenzábamos a sufrir una psicosis de embellecimiento. Mujeres que al embarcarse con nosotros nos fueron anodinas parecían florecer a medida que duraba el viaje, sus rasgos se reordenaban, sus senos se erguían, sus cuerpos se hacían lánguidos y provocativos, sus miradas plenas de misterio y sus palabras rezumaban la miel de una seducción desconocida. Yo incluso comencé a encontrar voluptuosa, turbadora, la giba de una pobre jorobada.

A pesar de estas distracciones, no dejaba de inquietarme la desaparición del enlutado. En vano espiaba a veces las cubiertas de primera con la esperanza de distinguir su atormentada silueta.

¿Estaría enfermo? ¿Se habría recluido en su camarote, con su muerta, presa de un acceso de misantropía? La única forma de confirmar estas suposiciones sería subiendo a primera, pero a bordo las clases son tan exclusivas como en tierra y yo no podía aspirar a una breve incursión por las altas esferas sin ser expulsado por los porteros o, peor aún, acusado de arribista.

Por fortuna, me hice amigo de un rico español, aceitunero andaluz que, viajando en primera, paseaba a menudo por los barrios pobres de segunda su frondosa charlatanería y su colección de gorras marineras. Diríase que su redondo cráneo no tenía otra función que servir de sostén a las más caprichosas invenciones sombreriles. Lucía alternativamente gorras de portuario bretón, de yatchman británico y de contrabandista siciliano. A veces penetraba en el bar de segun-da, como un señorito penetra en una tasca de Lavapiés, para demostrar aparentemente su ausencia de prejuicios aristocráticos, pero con la inconfesable intención de seducir a alguna viajera plebeya.

Alrededor de un chianti nos hicimos amigos, me contó que había subido en Tenerife y que viajaba a Sudamérica sin ningún plan, simplemente para ver «cómo iban las colonias».

Yo aproveché la ocasión para interrogarlo acerca del enlutado.

-¿Un hombre de negro? En primera solo viajan quince personas. Desde que subí me hice amigo de todas. Pero estoy seguro de que no viajaba nadie de luto.

Mi olivero tenía razón, porque la misma noche de esta revela-ción, al visitar el servicio médico para pedir unas pastillas contra el mareo, distinguí al enlutado en un corredor: llevaba una elegante camisa roja y un pañuelo de seda envolvía su cuello. Al verme me dio la espalda y desapareció de prisa por una escotilla.

A mitad del Atlántico se celebró la fiesta ecuatorial. Yo conocia bien estas fiestas absolutamente ficticias, en las cuales se elige un rey Neptuno y una corte de deidades marinas. Los primerizos en estas travesías son bautizados simbólicamente y embadurnados con lava-7a. Todo esto a la postre resulta grotesco y aburrido. Pero si resolví intervenir, por lo menos como espectador, fue porque estas festividades favorecen una efímera promiscuidad de cubiertas, en la cual sería inevitable tropezarme con el enlutado.

Por supuesto que el olivero andaluz fue elegido rey Neptuno. A mediodía, precedido por música de platillos, recorrió el barco envuelto en una sábana blanca, coronado con pámpanos postizos y blandiendo un cetro de cartón dorado. Lo seguían una decena de beldades entre las cuales, sin embargo, se notaba la presencia de una mujer cuarentona cuya elección debía haber sido el fruto de un vergonzoso avenimiento.

El cortejo marino anduvo de un lado a otro haciendo escándalo y sembrando un júbilo conmovedor. Toda la población del barco, incluidos los tripulantes, seguía sus huellas. Hasta el inaccesible capitán se dignó bajar de su puente y como un súbdito más, pero con el uniforme lleno de medallas, se sumó al séquito. Y en las primeras filas de la caravana, dando saltitos y aplaudiendo, percibí al enlutado, de blanco esta vez, deportivo en sus sandalias, frenético bajo su gorra, adherido al cortejo con dos ojos bobos de los cuales chorreaba el agua del embeleso.

Durante el almuerzo hubo pollo, espumante, helados de chocolate y una embriaguez colectiva. Hasta los camareros, tan seguros en mar movido, trastabillaban entre las mesas y echaban el menes-trón en las faldas de los viajeros. Una orquesta amenizaba nuestra gula y todo el barco parecía una ciudad de locos viaiando hacia algún tenebroso remolino.

Más tarde, en la cubierta, se celebraron esos juegos inmemoriales de la carrera de encostalados, la gallina ciega o la manzana amarrada en una pita, juegos inventados por soldados o por frailes para conmemorar la terminación de una guerra o el vencimiento de una herejía y que ahora, injertados en un navío, ejecutados por gente de nuestro siglo y usados porque la carta marítima indicaba un cambio de paralelo, parecían completamente desprovistos de sentido. Mi sorpresa aumentó: el grave enlutado, cuando pidieron voluntarios, estuvo en primera fila y lo vi llevar entre los dientes una cucharita donde bailaba una bolilla, tratando, confundido entre una docena de jovenzuelos, de llegar a la meta sin que su preciosa carga se cayera.


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Todo esto no podía tener sino una explicación y esa noche la encontré cuando, aprovechando la confusión, me deslice hasta primera para presenciar el baile de disfraces. Me costó distinguirlo entre tanto mamarracho. Pero estaba allí, vestido de pierrot, bailando con una especie de cetáceo, en la cual reconocí a la más vieja de las deidades marinas. A mitad del baile salieron a la cubierta y pasearon cogidos de la mano, trémulos, dándose besos furtivos. En la parte oscura lo vi arrodillarse y extender los brazos como si recitara un poema o se declarara en alejandrinos mientras la ondina, emocionada sin duda, le acariciaba la cabeza con una de sus aletas.

El resto de la historia es de una infinita trivialidad. El olivero me contó que entre mi enlutado y la jamona, que subió en las Canarias, había surgido un romance senil, que ya los viajeros estaban hartos de verlos reproducir, exasperados y penosos, los gestos más cándidos de la pasión.

El ataúd fue restituido a las bodegas. Poco antes de llegar a Panamá, el marinero tatuado me informó que, como esa distancia aún lo incomodaba, el enlutado había obtenido el permiso para arrojar el féretro al mar. En Panamá los enamorados descendieron para casarse y retornar a Europa, con la esperanza de que tal vez comenzaba para ellos el eterno amor.

París, 1961

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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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