Julio Ramón Ribeyro explica porqué discutir es a veces "el ejercicio mental más inútil"

¡Buenos días, lectores! Creo que discutir forma una parte esencial de nuestra vida, de nuestro ser humanos. No existe acto pulcro más entretenido entre dos personas, pues hasta la conversación más inocente es una discusión ¿pero cuándo esto se vuelve tóxico? Ayer estaba pensando qué compartir con ustedes y recordé un artículo de Julio Ramón Ribeyro en el libro La caza sutil, donde hace una excelente disertación sobre lo inútil que puede ser enfrascarse en una discusión si esta no es por deporte ¡Disfrutemos la lectura!


Imagen: https://pin.it/6RNTy1b



El artículo que comparto contigo hoy, se titula LAS DISCUSIONES y apareció en 1957, en él, Ribeyro nos comienza diciendo que la discusión continúa siendo uno de los ejercicios mentales más inútiles. Una afirmación como esta despierta inmediatamente el interés del lector. Luego, critica el viejo proverbio que dice "de la discusión sale la luz". Para el 'flaco' esta añeja afirmación es lo mismo a contentarse con una idea recibida y revela su desconocimiento vergonzoso de la naturaleza humana.

El hombre, animal que discute

A pesar de esto, la discusión es uno de los entretenimientos favoritos del hombre. Cuando dos o tres personas se reúnen para conversar, lo que en realidad hacen es discutir, porque de lo contrario se aburrirían. El cambio de opiniones con que se inicia la charla es solo la escaramuza de un conflicto que se avecina, pues para discutir, fatalmente, no es necesario tener ideas. Basta tener ganas de discutir, lo cual es tan natural como tener ganas de vivir.

La discusión nos hace humanos, dice Ribeyro, nos define como hombres en este mundo, pues somos "animales que discuten", una definición totalmente legítima.

Incluso es más exacta que definir al hombre por el pensamiento o por el lenguaje. Las investigaciones científicas revelan un pensamiento rudimentario en ciertas especies animales y un lenguaje organizado en otras, de donde se desprende que estas facultades no son privativas del hombre. Pero lo que sí pertenece a él de una manera ancestral e intransferible es la facultad de discutir. Es concebible que las hormigas o las abejas cambien saludos y hagan pacíficas tertulias sobre el clima o sobre las flores, pero no es admisible, en cambio, que se pongan a discutir, porque sobrevendría la más grande desorganización en sus respectivos reinos y se expondrían a ser exterminadas. Y si nos trasladamos a la esfera de los seres sobrenaturales, veremos que, según las Escrituras, los ángeles piensan y discurren, pero jamás discuten, porque se encuentran ya en posesión de la verdad. Cuando más harán lentas y sabias rondas por el paraíso, hablando sosegadamente de las virtudes teologales.

Esto nos ubica entonces ante un privilegio, pues para el autor de La palabra del mudo, solo al hombre se le ha reservado el derecho de discutir, pues solamente él encuentra en esa actividad un placer indescriptible al no ponerse de acuerdo. En cierto modo es verdad.


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Las leyes de la discusión


Ahora bien, la discusión rechaza por principio la idea de método o de orden; al contrario, parecen regidas por ciertas constantes e incluso el 'flaco' se formula leyes generales de la discusión, pues por sobre todo hay una "ley del dinamismo", ya que toda discusión repudia el estancamiento, es como aquella bola de nieve de los dibujos animados que gira y se lleva todo a su paso; al poco tiempo ya tiene en su trayecto otros elementos que difieren del inicio. Por ejemplo, dice Ribeyro:

Asistí hace poco a una discusión muy ilustrativa en ese sentido. Participaban en ella cuatro personas. El tema debatido era «la idea del hombre» en la cultura griega. Tres horas más tarde, los polemistas, con la garganta destrozada, discutían rabiosamente sobre motores de automóviles. ¿Por cuáles tortuosos senderos se había desviado la discusión? ¿Cómo era posible que de un tema tan elevado se desembocara en un tópico tan prosaico?

Esta derivación parece un enigma, sin embargo: si hasta el final los protagonistas no se percataron de ello fue porque las transiciones habían sido rigurosamente lógicas. Una segunda ley de la discusión sería, pues, la de las «transiciones lógicas». Toda discusión es no solamente un proceso dinámico, sino que este proceso se realiza según una asociación lógica de ideas discernible a posteriori. Podría definirse la discusión como «el desorden lógicamente encadenado».

Demostrando la afirmación inicial

Hasta ahora, sin embargo, no he pasado a demostrar mi afirmación inicial de la inutilidad de las discusiones. Habría que señalar, en principio, cuál es la finalidad de una discusión y ver si esta se cumple. La discusión surge, es ocioso repetirlo, del desacuerdo sobre un punto cualquiera, sea este la vigencia de un sistema filosófico o la bondad de una marca de cigarrillos. Surgido el desacuerdo, las partes tratan de afirmar su posición, de defender su tesis. Si la discusión se limitara a esto, no dudo que cumpliría su cometido. Pero los contendores son más ambiciosos, y lo que en realidad se proponen es eliminar el desacuerdo mediante la reducción de uno de los contrarios. Y esto precisamente es lo que jamás se realiza por dos razones fundamentales:

En primer lugar, por la imperfección del aparato mental del hombre y su incapacidad para alcanzar verdades absolutas. A todo argumento se le puede oponer siempre un argumento igualmente válido. A todo dato histórico utilizado en apoyo de una tesis, se enfrenta otro que prueba lo contrario. El más brillante silogismo es abatido por una simple paradoja. Thomas Mann había advertido con mucha agudeza este fenómeno. En La montaña mágica, Naphta y Settembrini se pasan discutiendo muchos cientos de páginas sin lograrse convencer. La discusión que podría teóricamente prolongarse hasta el infinito termina con el suicidio de Naphta, lo cual es un detalle profundamente simbólico.

Una razón más

El 'flaco' menciona que otra razón que hace inútil el acto de discutir es la vanidad que posee cada hombre. Es corriente admitir en el prójimo belleza física, una mayor fortaleza o elegancia, pero lo que más cuesta, dice Ribeyro, es admitir (y por eso no lo haremos jamás) que el otro posee una mayor inteligencia. ¿Por qué?

Pues existe miedo en aceptar un argumento contrario. Aquí podríamos decir lo mismo que Sartre: "el otro es el infierno". Aceptar la razón del otro significaría un sojuzgamiento intelectual y por ende una humillación inconcebible.


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Hay un miedo pánico en aceptar un argumento contrario como si esto implicara una forma de sojuzgamiento intelectual mucho más humillante que la opresión física. Si Aristóteles, Spinoza y Kant -hipótesis caprichosa se encontraran en un momento ideal, asistiríamos consternados a un espectáculo monstruoso de incomprensión humana. Aristóteles trataría de probar que las cosas que vemos existen realmente; Kant lo atacaría a golpes de noúmeno, mientras que Spinoza no admitiría que le quitaran una sola pluma de su vistosa concepción panteísta del universo.

Todo lo enunciado no impide que la historia de la humanidad pueda considerarse como un encadenamiento sutil de discusiones.

Discutían los escribas egipcios, discutían los sofistas griegos, discutían los juristas romanos, discutían los escolásticos medievales, discutían los humanistas del Renacimiento... y en la actualidad, en las Repúblicas democráticas, qué cosa es el Parlamento sino el derecho a la discusión elevado a la dignidad del poder del Estado. Parece, pues, que la discusión está profundamente ligada a la marcha de la historia y a la idea del progreso. Y es curioso constatar que aquellas instituciones, aquellos sistemas y aquellas épocas en las cuales la historia parece detenerse son precisamente las que han tratado de abolir el derecho a la discusión. En la Edad Media, la Iglesia combatía a los herejes con la hoguera; en el sistema feudal los caballeros imponían con la espada la legitimidad de sus pensamientos y en los regímenes totalitarios son conocidos los métodos de represión empleados contra los discrepantes.

Si de la discusión no surge la luz: por lo menos nace el movimiento. Naturalmente que sería interesante determinar si no convendría más el reposo. Pero esta alternativa ya es materia de una discusión.

Como ves, Ribeyro tenía un concepto muy bien definido y argumentado para el porqué discutir nos hace perder tiempo ¿estás de acuerdo con esto? o quizá debemos discutirlo. 

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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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