¡Qué tal amigos y amigas de Mar de fondo! El cuento que leerán a continuación no es muy fácil de encontrar en la red. Pertenece al tomo completo de La palabra del mudo, obra insigne de Julio Ramón Ribeyro que reúne todos los cuentos del autor peruano. La primera vez que leí esta historia quedé fascinado, porque mi abuela tenía un ropero enorme, solemne, inquebrantable al paso de los años y al terror de las polillas. JRR niño nos sumerge en un relato conmovedor ¡Disfrutemos!
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EL ROPERO, LOS VIEJOS Y LA MUERTE
El ropero que había en el cuarto de papá no era un mueble más, sino una casa dentro de la casa. Heredado de sus abuelos, nos había perseguido de mudanza en mudanza, gigantesco, embarazoso, hasta encontrar en el dormitorio paterno de Miraflores su lugar definitivo.
Ocupaba casi la mitad de la pieza y llegaba prácticamente al cielo raso. Cuando mi papá estaba ausente, mis hermanos y yo penetrábamos en él. Era un verdadero palacio barroco, lleno de perillas, molduras, cornisas, medallones y columnatas, tallado hasta en sus últimos repliegues por algún ebanista decimonónico y demente.
Tenía tres cuerpos, cada cual con su propia fisonomía. El de la izquierda era una puerta pesada como la de un zaguán, de cuya cerradura colgaba una llave enorme, que ya en sí era un juguete proteico, pues la utilizábamos indistintamente como pistola, cetro o cachipo-tra. Allí guardaba mi papá sus ternos y un abrigo inglés que nunca se puso. Era el lugar obligado de ingreso a ese universo que olía a cedro y naftalina. El cuerpo central, que más nos encantaba por su varie-dad, tenía cuatro amplios cajones en la parte inferior. Cuando papá murió, cada uno de nosotros heredó uno de esos cajones y estableció sobre ellos una jurisdicción tan celosa como la que guardaba papá sobre el conjunto del ropero. Encima de los cajones había una hornacina con una treintena de libros escogidos. El cuerpo central terminaba en una puerta alta y cuadrangular, siempre con llave, nunca supimos qué contuvo, tal vez esos papeles y foros que uno arrastra desde la juventud y que no destruye por el temor de perder parte de una vida que, en realidad, ya está perdida. Finalmente, el cuerpo de la derecha era otra puerta, pero cubierta con un espejo biselado. En su interior había cajones en la parte baja, para camisas y ropa blanca y encima un espacio sin tableros, donde cabía una persona de pie.
El cuerpo de la izquierda se comunicaba con el de la derecha por un pasaje alto, situado detrás de la hornacina. De este modo, uno de nuestros juegos preferidos era penetrar en el ropero por la puerta de madera y aparecer al poco rato por la puerta de vidrio. El pasaje alto era un refugio ideal para jugar a las escondidas. Cuando lo elegíamos, nunca nuestros amigos nos encontraban. Sabían que estábamos en el ropero, pero no imaginaban que habíamos escalado su arquitectura y que yacíamos extendidos sobre el cuerpo central, como en un ataúd.
La cama de mi papá estaba situada justo frente al cuerpo de la derecha, de modo que cuando se enderezaba sobre sus almohadones para leer el periódico se veía en el espejo. Se miraba entonces en él, pero más que mirarse miraba a los que en él se habían mirado. Decía entonces: «Allí se miraba don Juan Antonio Ribeyro y Estada y se anudaba su corbatín de lazo antes de ir al Consejo de Ministros», o
«Allí se miró don Ramón Ribeyro y Álvarez del Villar, para ir después a dictar su cátedra a la Universidad de San Marcos», o «Cuántas veces vi mirarse allí a mi padre, don Julio Ribeyro y Benites, cuando se preparaba para ir al Congreso a pronunciar un discurso». Sus antepasados estaban cautivos, allí, al fondo del espejo. Él los veía y veía su propia imagen superpuesta a la de ellos, en ese espacio irreal, como si de nuevo, juntos, habitaran por algún milagro el mismo tiempo.
Mi padre penetraba por el espejo al mundo de los muertos, pero también hacía que sus abuelos accedieran por él al mundo de los vivos.
Admirábamos la inteligencia con que ese verano se expresaba, sus días siempre claros y accesibles al goce, el juego y la felicidad. Mi padre, que desde que se casó había dejado de fumar, de beber y de frecuentar a sus amigos, se mostró más complaciente, y como los frutales de la pequeña huerta habían dado sus mejores dádivas, invitando a la admiración, y se había logrado al fin adquirir en la casa una vajilla decente, decidió recibir, de tiempo en tiempo, a alguno de sus viejos camaradas.
El primero fue Alberto Rikets. Era la versión de mi padre, pero en un formato más reducido. La naturaleza se había dado el trabaio de editar esa copia, por precaución. Tenían la misma palidez, la misma flacura, los mismos gestos y hasta las mismas expresiones.
Todo ello venía de que habían estudiado en el mismo colegio, leído los mismos libros, pasado las mismas malas noches y sufrido la misma larga y dolorosa enfermedad. En los diez o doce años que no se veían, Rikets había hecho fortuna trabajando tenazmente en una farmacia que ya era suya, a diferencia de mi padre, que solo había conseguido a duras penas comprar la casa de Miraflores.
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En esos diez o doce años Rikets había hecho algo más: tener un hijo, Albertito, al que trajo en su visita inaugural. Como los hijos de los amigos rara vez llegan a ser amigos entre sí, nosotros recibimos a Albertito con recelo. Lo encontramos raquítico, lerdo y por momentos francamente idiota. Mientras mi padre paseaba a Alberto por la huer-ta, mostrándole el naranjo, la higuera, los manzanos y las vides, nosotros llevamos a Albertito a jugar a nuestro cuarto. Como Albertito no tenía hermanos, ignoraba muchos de nuestros juegos caseros y colectivos, se mostró torpe para asumir el papel de indio y mucho más para dejarse coser a tiros por el sheriff. Tenía una forma poco convincente de caer muerto y era incapaz de comprender que una raqueta de tenis podía también ser una ametralladora. Por todo ello renunciamos a compartir con él nuestro juego preferido, el del ropero, y nos concentramos más bien en entretenimientos menudos y mecánicos, que dejaban a cada cual librado a su propia suerte, como hacer rodar carritos por el piso o armar castillos con cubos de madera.
Mientras jugábamos esperando la hora del almuerzo, veíamos por la ventana a mi padre y a su amigo, que recorrían ahora el jar-dín, pues había llegado el turno de admirar la magnolia, el cardenal, las dalias, los claveles y los alhelíes. Desde hacía años mi padre había descubierto las delicias de la jardinería y la profunda verdad que había en la forma de un girasol o en la eclosión de una rosa. Por eso sus días libres, lejos de pasarlos como antes en fatigosas lecturas que lo hacían meditar sobre el sentido de nuestra existencia, los ocupaba en tareas simples como regar, podar, injertar o sacar malayerba, pero en las que ponía una verdadera pasión intelectual. Su amor a los libros había derivado hacia las plantas y las flores. Todo el jardín era obra suya y como un personaje volteriano había llegado a la conclusión de que en cultivarlo residía la felicidad.
-Algún día me compraré en Tarma no un terreno como acá, sino una verdadera granja, y entonces verás, Alberto, entonces sí verás lo que puedo llegar a hacer -escuchamos decir a mi padre.
-Mi querido Perico, para Tarma Chaclacayo - respondió su amigo, aludiendo a la casa suntuosa que se estaba construyendo en dicho lugar-. Casi el mismo clima y apenas a cuarenta kilómetros de Lima.
-Sí, pero en Chaclacayo no vivió mi abuelo, como en Tarma.
¡Aún sus antepasados! Y sus amigos de juventud lo llamaban Perico.
Albertito hizo rodar su carrito debajo de la cama, se introdujo bajo ella para buscarlo y entonces lo escuchamos lanzar un grito de victoria. Había descubierto allí una pelota de fútbol. Hasta ese momento ignorábamos, nosotros que penábamos para entretenerlo, que si tenía una manía secreta, un vicio de niño decrépito y solita-rio, era el de darle de patadas a la pelota de cuero.
Ya la había cogido del pasador y se aprestaba a darle un punta-pié, pero lo contuvimos. Jugar en el cuarto era una locura, hacerlo en el jardín nos estaba expresamente prohibido, de modo que no quedó otro remedio que salir a la calle.
Esa calle había sido escenario de dramáticos partidos que jugáramos años atrás contra los hermanos Gómez, partidos que duraban hasta cuatro y cinco horas y que terminaban en plena oscuridad, cuando ya no se veía ni arcos ni rivales y se convertían, los partidos, en una contienda espectral, en una batalla feroz y ciega en la que cabían todo tipo de trampas, abusos e infracciones. Nunca ningún equipo profesional puso, como nosotros en esos encuentros infanti-les, tanto odio, tanto encarnizamiento y tanta vanidad. Por eso cuando los Gómez se mudaron abandonamos para siempre el fútbol, nada podía ya ser comparable a esos pleitos, y recluimos la pelo-ra debajo de la cama. Hasta que Albertito la encontró. Si queria fút-bol, se lo daríamos hasta por las narices.
Hicimos el arco junto al muro de la casa para que la pelota rebotara en él y colocamos a Albertito de guardavalla. Nuestros primeros tiros los atajó con valentía. Pero luego lo bombardeamos con disparos rasan-tes, para darnos el placer de verlo estirado, despatarrado y vencido.
Luego le tocó patear a él y yo pasé al arco. Para ser enclenque tenía una patada de mula y su primer tiro lo detuve, pero me dejó doliendo las manos. Su segundo tiro, dirigido a un ángulo, fue un gol perfecto, pero el tercero fue un verdadero prodigio: la bola cruzó por entre mis brazos, pasó por encima del muro, se coló entre las ramas del jazminero trepador, salvó un cerco de cipreses, rebotó en el tronco de la acacia y desapareció en las profundidades de la casa.
Durante un rato esperamos sentados en la vereda que nos fuera devuelta la pelota por la sirvienta, como solía ocurrir. Pero nadie aparecía. Cuando nos aprestábamos a ir a buscarla, se abrió la puerta falsa de la casa y salió mi padre con la pelota debajo del brazo.
Estaba más pálido que de costumbre, no dijo nada, pero lo vimos dirigirse resueltamente hacia un obrero que venía silbando por la vereda del frente. Al llegar a su lado le colocó la pelota entre las manos y volvió a la casa sin ni siquiera mirarnos. El obrero tardó en darse cuenta de que esa pelota le acababa de ser regalada y cuando se percató de ello emprendió tal carrera que no pudimos alcanzarlo.
Por la expresión de abatimiento de mi mamá, que nos esperaba en la puerta para llamarnos a la mesa, supusimos que había ocurrido algo muy grave. Con un gesto tajante de la mano nos ordenó entrar a la casa.
-Cómo han hecho eso! -fue lo único que nos dijo cuando pasamos a su lado.
Pero al notar que una de las ventanas del dormitorio de mi papá, la única que no tenía reja, estaba entreabierta, sospechamos lo que había sucedido: Albertito, con un golpe maestro, que nunca ni él ni nadie repetiría así pasaran el resto de su vida ensayándolo, había logrado hacerle describir a la pelota una trayectoria insensata que, a pesar de muros, árboles y rejas, había alcanzado al espejo del ropero en pleno corazón.
El almuerzo fue penoso. Mi padre, incapaz de reprendernos delante de su invitado, consumía su cólera en un silencio que nadie se atrevía a interrumpir. Solo a la hora del postre mostró cierta condescendencia y contó algunas anécdotas que regocijaron a todos.
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Alberto lo imitó y la comida terminó entre carcajadas. Pero ello no borró la impresión general de que ese almuerzo, esa invitación, esos buenos deseos de mi padre de reanudar con sus viejas amistades
-cosa que nunca repitió- había sido un fiasco total.
Los Rikets se fueron de buena hora, para terror de nosotros, que temíamos que nuestro padre aprovechara la coyuntura para castigarnos. Pero la visita lo había fatigado y sin decirnos nada se fue a dormir su siesta.
Cuando se despertó, nos congregó en su cuarto. Estaba descan-sado, Plácido, recostado en sus almohadones. Había hecho abrir de par en par las ventanas para que penetrara la luz de la tarde.
-Miren -dijo señalando el ropero.
Era en realidad lamentable. Al perder el espejo el mueble había perdido su vida. Donde estaba antes el cristal solo quedaba un rectángulo de madera oscura, un espacio sombrío que no reflejaba nada y que no decía nada. Era como un lago radiante cuyas aguas se hubieran súbitamente evaporado.
-¡El espejo donde se miraban mis abuelos! -suspiró y nos despachó en seguida con un gesto.
A partir de entonces, nunca lo escuchamos referirse más a sus antepasados. La desaparición del espejo los había hecho automáticamente desaparecer. Su pasado dejó de atormentarlo y se inclinó más bien curiosamente sobre su porvenir. Ello tal vez porque sabía que pronto había de morirse y que ya no necesitaba del espejo para reunirse con sus abuelos, no en otra vida, porque él era un descreí-do, sino en ese mundo que ya lo subyugaba, como antes los libros y las flores: el de la nada.
París, 1972
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