¡Hola, lectores y lectoras de Mar de fondo! Comenzamos la semana con más contenido de valor para el buen lector. Aprovecho en comentarles que el Blog también está en Tiktok con contenido referido a libros y literatura; así como datos interesantes como este que leerás a continuación, pues por mucho tiempo se ha tejido una red de misterio en torno al verdadero autor de El Lazarillo de Tormes, una de las historias más conocidas de la literatura universal. Por eso, hoy Santiago de Posteguillo nos regala más detalles acerca del misterio resuelto.
El libro con los mejores datos literarios
Ayer me entró ganas de leer La noche que Frankenstein leyó El Quijote y me topé con una historia interesante que acababa por fin con el misterio de "quién escribió el Lazarillo de Tormes". Fiel al estilo que ya he compartido con ustedes en este Blog, Santiago de Posteguillo famoso narrador y experto en la materia, nos regala una historia detallada y amena sobre la identidad de este personaje...leamos con atención:
El inicio de una anécdota memorable
Posteguillo comienza su historia con la escena del personaje "don Diego" quien estaba leyendo nuevamente una misiva del rey en donde se le conminaba a aceptar el nuevo encargo de su gobernante. Don Diego, que había regresado de ser embajador en Roma, dejó la carta sobre el escritorio y se puso a pensar en silencio. Al cabo de unos minutos tomó una decisión. Se dispuso a abrir el cajón y tomo varias hojas escritas, envolviéndolas con cuidado para protegerlas del clima y pasar desapercibido. Posteguillo continúa:
(don Diego) Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa.
-Mi capa - dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle.
Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Otro personaje entra en escena
Los minutos pasaban y Don Diego no tenía respuesta. De pronto, se oyó la voz de un anciano que se acercaba desde el interior y decía:
-Voto a Dios que no son horas! decía la voz-.
¿Quién va?
-Abrid en nombre del rey! exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar.
La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral.
Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor.
-Voto a Dios que no es hora de visitas.
-No es hora, en efecto dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo.
Un libro: El fantástico encargo
¿Qué sería aquello que habría arrojado? Posteguillo narra que el peso del metal resonó muy fuerte en aquella estancia de luz tenue producida por una vela que sostenía el anciano con la mano. Una vez que la puerta se cerró el viejo se dispuso a recoger la bolsa y la puso sobre una mesa donde estaban unos moldes de letra. Una vez que volcó el contenido de la bolsa se dio con todo el oro que iluminaba más que la vela.
-Esto es mucho dinero dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado
Nada bueno queréis.
Don Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó también sobre la mesa.
-Ese dinero es en pago por imprimir este libro.
Veréis que soy hombre asaz generoso.
El viejo ladeó la cabeza
-Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata.
La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y empe-rador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y... bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo.
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De pronto, don Diego pone sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro que atrajo la atención del anciano y miró el cuero con el libro y dijo "aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo".
-Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. Y don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa-=. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad.
El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre.
Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar pala-bras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encaminó hacia la puerta.
-Hay un problema, caballero - añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta.
El caballero se detuvo y se volvió despacio.
-¿Qué problema?
Aquí, en el libro, no figura autor alguno.
Don Diego sonrió de forma siniestra.
No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. -Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.
La reacción del a Iglesia ante El Lazarillo de Tormes
Roma. Año del Señor de 1555
El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice. -Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre.
-¿Qué asunto? preguntó el papa Julio III con aire distraído.
El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
-Se trata del índice de libros, el Index librorum prohi-bitorum, santísimo padre. Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como
España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero.
-¿Desde España? - preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
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_Sí, santidad - continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de eiercitar una paciencia infinita-. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos -y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba-, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
El Lazarillo de Tormes - repitió su santidad--.
¿Tan popular se ha hecho ese libro?
Hasta cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como éste, santidad; hay que prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos.
-Supongo que tenéis razón -respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo; hasta que, de pronto, parpadeó y, con curiosidad, preguntó: ¿Y quién ha escrito ese libro?
El gran inquisidor, que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejó de sonreír.
No lo sabemos. - Y el inquisidor hizo una breve pausa--. No lo sabemos aún, santidad, pero lo averiguaremos.
Apenas cuatro años después, en 1559, el Index librorum prohibitorum fue oficial. En él ingresó el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto, cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre literatura de los siglos xIx, xx y xxI y sus conclusiones: la atribución de la autoría del Lazarillo de Tormes a don Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este capítulo.
No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha considerado que el Lazarillo quizá pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del mismísimo Fernando de Rojas, autor de La Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez, Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles autores es casi interminable.
Siempre pensé que el que no se conociera quién es el autor de esta novela era una derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes victorias de la literatura universal.
Una versión que despeja todo tipo de dudas. Un dato literario que no podemos dejar de conocer.
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