42 prosas apátridas de Ribeyro para leer en cualquier momento y lugar

¡Qué tal, lectores! Como les he contado, 'Prosas Apátridas' de Julio Ramón Ribeyro es uno de mis libros favoritos, el cual podría leer todo el tiempo; y por eso quiero compartir estos textos iluminadores con ustedes. Cada prosa es un pensamiento revelador que Ribeyro nos ofrece y nos permite reflexionar sobre la vida y lo cotidiano del ser humano. Por eso, te invito a leer alguna de ellas en este post ¡Disfrútalas!

prosas apátridas de Ribeyro para leer en cualquier comento y lugar
Imagen tomada de Pinterest y editada con Uncrop: https://pin.it/1cEYIHu

¿Qué significa Prosas Apátridas?


A lo largo de su vida Ribeyro fue acumulando a modo de notas, diversos pensamientos que le afloraban de conversaciones u observaciones sobre lo cotidiano y la vida misma. Estas observaciones plasmadas en texto eran potenciales cuentos o ideas para novela. Sin embargo, muchas de ellas no llegaron a ese cauce y se convirtieron en fragmentos solitarios, que luego el autor decidió reunir e hizo esta maravilla de obra llamada 'Prosas Apátridas'; es decir, textos que por su estructura no encajaban ni en un cuento, un ensayo o una novela...¡Toda una genialidad!


Estas prosas provienen de la filosofía que cultivó el 'flaco' a lo largo de su existencia que, sumada a la sensibilidad que lo caracterizó, hacen que sus lectores queden fascinados ante cada reflexión. Y comparto las mismas con motivo del 94 aniversario del nacimiento de Julio Ramón Ribeyro, recordemos que el 31 de agosto es un día especial, pues es cuando llegó al mundo el mejor cuentista del Perú. Pero de eso hablaremos luego...

Mientras tanto, disfruta, deléitate y guarda alguna de estas prosas para leerlas cuando más quieras...




LEAMOS LAS 42 PROSAS APÁTRIDAS DE JULIO RAMÓN RIBEYRO


¡Cuántos libros, Dios y que poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca dando antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien aros, en diez, en veinte ¡qué quedará de todo esto! Quizás solo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy e idos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyen do, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero




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Vivimos en un mundo ambiguo, las palabras no quieren decir nada, las ideas son cheques sin provisión, los valores carecen de valor, las personas son impenetrables, los hechos amasijos de contradicciones, la verdad una quimera y la realidad un fenómeno tan difuso que es difícil distinguirla del sueño, la fantasía o la alucinación. La duda, que es el signo de mi inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter. Ella me ha hecho ver y no ver, actuar y no actuar, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión y me ha dado finalmente del mundo la imagen de un remolino donde se ahogan los fantasmas de los días, sin dejar otra cosa que briznas de sucesos locos y gesticulaciones sin causa ni finalidad.




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El sentimiento de la edad es relativo: se es siempre joven o viejo con respecto a alguien. César Vallejo dice en un poema en prosa que por más que pasen los años nunca alcanzará la edad de su madre, lo que es cierto además. Es comprensible que los hombres de cuarenta o cincuenta años sigan sintiéndose jóvenes, pues saben que todavía hay hombres de setenta u ochenta. Solo cuando se llega a esta última edad comienzan a escasear los puntos de referencia por la cima. Los octogenarios se sienten pocos, es decir solos, viejos.



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Teoría del "error inicial": en toda vida hay un error preliminar, aparentemente banal, como un acto de negligencia, un falso razonamiento, la contracción de un tic o de un vicio, que engendra a su vez otros errores. Carácter acumulativo de estos. Al respecto: imagen del tren que, por un error del guarda-agujas, toma la vía equivocada. Más justo sería decir por un descuido del conductor de la locomotora. Más justo todavía imputarle el error al pasajero, que se equivoca de vagón. Lo cierto es que al pasajero se le terminan las provisiones, nadie lo espera en el andén, es expulsado del tren. No llega a su destino.

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Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es solo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué de cir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.

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La locura en muchos casos no consiste en carecer de razón sino en querer llevar la razón que uno tiene hasta sus Últimas consecuencias. El hombre, como leí en un cuento, que trata de clasificar a la humanidad de acuerdo a los más variados criterios (negros y blancos, negros altos y blancos bajos, negros altos flacos y blancos bajos gordos, negros altos flacos solteros y blancos bajos gordos casados) etc. encontrándose así en la necesidad de formular una serie infinita. Un hombre que vino a la Agencia para proponer algo aparentemente muy sensato: reunir a los grandes jefes de estado, al papa, al secretario general de la ONU, etc. en una Paella universal en la que se resolverían amigablemente los problemas mundiales. Aquel otro que vino para informarnos que había presentado una demanda judicial contra la Unión Soviética para que devolviera a España el oro que se llevó durante la república. Su argumentación desde el punto de vis ta histórico y jurídico era inatacable, pero llevada a la práctica era un acto de demente. Lo que diferencia este tipo de locura de la cordura no es tanto el carácter irracional de la idea incriminada sino el que esta contenga en sí su propia imposibilidad. Los locos de esta naturaleza lo son porque han aislado completamente su preocupación del contexto que los rodea y no tienen en cuenta así todos los elementos de una situación o, como se dice, todos los imponderables de un problema. De allí que esta forma de locura tenga tantas similitudes con la genialidad. Los genios son estos locos más una cualidad: la de encontrar la solución de un problema saltando por encima de las dificultades intermediarias.

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Lugares tan banales como la prefectura de policía o el ministerio de Trabajo son ahora los templos délficos donde se decide nuestro destino. Porteros, valets, empleadas viejas con permanente y mitones, son los pequeños dioses a los que estamos irremediablemente sometidos. Dioses funcionarios y falaces, nos traspapelan para siempre un documento y con él nuestra fortuna o nos cierran el acceso a una oficina que era la única en la cual podíamos redimirnos de alguna falta. Los designios de estos diosecillos burocráticos son tan impenetrables como los de los dioses antiguos y como estos distribuyen la dicha y el dolor sin apelación. La empleada de correos que se niega a entregarme una carta certificada porque el remitente ortografió mal una letra de mi apellido es tan terrible como Minerva desarmando a un soldado troyano para dejarlo indefenso en manos de uno griego. Muertos los viejos dioses por la razón, renacieron multiplicados en las divinidades mezquinas de las oficinas públicas. En sus ventanillas enrejadas están como en altares de pacotilla, esperando que les .rindamos adoración.

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Calvo, obeso, majestuoso,, con sus modales llenos de unción, el barredor de la Agencia me da siempre la impresión de un obispo que, a raíz de alguna injusticia, ha sido despojado de sus vestiduras sagradas. Cuando lo veo recorrer en overol los,pasillos, con su aire recogido, sonriente y benévolo, imagino lo bien que se le vería celebrando una misa o presidiendo una ceremonia de canonización. Habla solo, saluda obsequiosamente a todo el mundo, es un pacífico demente. Fue un re dactor que, atacado de locura erótica, trató hace muchos años de violar a una secretaria en un ascensor. No lo echaron de la oficina, pero cuando salió de la casa de reposo, desmemoriado y aparentemente feliz, lo rebajaron al cargo de barrendero.

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Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos.

10 Mirando al gato del restaurant: la maravillosa elegancia con que los animales llevan su desnudez. Hace tiempo comprobé eso en los perros, en los caballos. No hay en los animales nada de ridículo ni de desagradable. Si alguna vez sus posiciones o sus actos nos fastidian es por su semejanza con los actos o posiciones humanas: por ejemplo, cuando los animales hacen el amor.

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La vida se complace a veces en ofrecernos compendios alegóricos de la realidad o más bien citas magníficamente elegidas del gran texto de la historia que vivimos. En los pasillos del metro, el primero de mayo, millares de obreros endomingados, jóvenes y viejos, con sus familias se desbordan alegres, despreocupados, rumbo a la feria de París, al Campo de darte o al Bois de Boulagne, todos con su ramillete de muguet en la mano. Están felices, han almorzado bien, es su feriado, su festividad. Sentados en el suelo de un corredor, dos estudiantes hirsutos y barbudos con guitarras, cantan un aire marcial y revolucionario, del que so` lo percibo al pasar esta estrofa: “Obreros, levanten sus barricadas”. Los proletarios, sin detenerse, les pasar una mirada de reprobación, se sienten chocarlos, casi ofendidos. Nada más fuera de lugar que esos mozalbetes hablando de barricas, luchas y conflictos en un día de esparcimiento entre tantos días de trabajo. La presencia de esos estudiantes, su actitud, su propósito, es tan vano e ilusorio como el de esas mujeres del Ejército de Salvación que se apostan en la puerta de los burdeles tratando de catequizar a los putañeros

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La historia es un juego cuyas reglas se han extraviado. Filósofos, antropólogos, sociólogos y poI íticos las buscan, cada cual por su lado, de acuerdo a sus intereses o a su temperamento. Pero solo encuentran retazos de ellas. La tentativa más coherente para rescatar los principios de este juego es probablemente el marxismo. Pero no la única ni la definitiva. Será completada, rectificada, incluso rebatida, pero habrá cumplido una función de esclarecimiento. Mientras no surja otra explicación habrá que aceptarla, pragmáticamente. Lo terrible sería que después de tantas búsquedas se llegue a la conclusión de que la historia es un juego sin reglas o, lo que sería peor, un juego cuyas reglas se inventan a medida que se juega y que al final son impuestas por el vencedor.

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Dentro de nosotros hay como una oficina meteorológica que emite cada mañana su parte sentimental: estaremos contentos, sufriremos, cólera al mediodía, etc. Y hacia esa predicción avanzarnos temerosos o confiados. Oficina falaz, tan volandera como la que profetiza el clima: la tarde de la que esperábamos tanto júbilo se cubre de pronto de una insoportable tristeza. Pero también cómo alumbra esa noche auguralmente lúgubre la sonrisa de la desconocida.

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La existencia de un gran escritor es un milagro, el resultado de tantas convergencias fortuitas como las que concurren a la eclosión de una de esas bellezas universales que hacen soñar a toda una generación. Por cada gran escritor, icuántas malas copias tiene que ensayar la naturaleza! ¡Cuántos Joyces, Kafkas, Célines flous, velados o sobrexpuestos habrán existido! Unos murieron jóvenes, otros cambiaron de oficio, otros se dedicaron a la bebida, otros se volvieron locos, otros carecieron de uno o de dos de los requisitos que los grandes artistas reúnen para elevarse sobre el nivel de la subliteratura. Falta de formación, enfermedades, pereza, carencia de estímulos, impaciencia, angustias económicas, ausencia de ambición o de tenacidad o simplemente de suerte, son como el billete de lotería prometedor al cual solo le falta el número Terminal para obtener el premio en la rifa de la gloria. Y algunos han probablemente reunido todas esas cualidades, pero faltó la circunstancia azarosa, la aparentemente insignificante (la lectura de un libro, la relación con tal amigo) capaz de servir de reactivo al compuesto químicamente perfecto y darla su verdadera coloración. Así en el me tro veo a veces a una mujer y me digo: "Podría ser Brigitte Bardot, pero lástima que le falten treinta centímetros de estatura" o "Esa rubia se parece a Marilyn Monroe, pero tiene las piernas corno dos estacas". Ellas son también las malas pruebas del modelo original, la mercadería con fallas que se vende al por mayor.

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Esperando a alguien en la boca del metro veo entrar y salir a cientos de muchachas -empleadas, estudiantes, etc.- y me doy cuenta en ese instante de una de las funciones de la moda. Seguir la moda es renunciar a sus atributos individuales para adoptar los de un grupo o, en otras palabras, dejar de ser una persona para convertirse en un tipo. Los signos vestimentarios que eligen las mujeres a la moda -en el presente caso pantalones muy anchos, abrigos de piel, botines de altas suelas-- producen una ilusión en el espectador: confundir a la copia con el modelo. Mientras más perfecta es la imitación más fácil es la ilusión. Por ello la moda no es otra cosa que un disfraz colectivo que se adopta todas las temporadas de acuerdo a ciertos patrones de belleza impuestos por los modelistas. Lo curioso de la moda es que las mujeres que la siguen buscan ser observadas, pero terminan por uniformarse, corriendo el riesgo de pasar desapercibidas. ¿Desapercibidas? Tal vez como unidades de una familia, pero no como familia. Pues la ambigüedad de la moda reside en que oculta por un lado, pero luce por otro. Oculta a las mujeres, pero luce a la mujer.

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Una mujer, cómo anima una casa. Ausente ella, las cosas languidecen. Todo se cubre de polvo y se marchita. En el florero una rama seca, la cómoda llena de pelusas, quemado el foco de la lámpara, percudida la ropa. La mujer mantiene con las cosas de la casa un comercio asiduo. Son sus cosas,posesiva ella, y las engríe y acariña. Las pone en su lugar, las pule y embellece. Depositaria de los objetos domésticos, tiene para cada cual una palabra, una pasión. Ella, solo ella, sabe; dónde estan las tijeras, ell hilo, la libreta que en vano buscamos.Habita las cosas y las cosas la habitan. Sensible a lo pequeño, descubre la mancha en la alfombra, la ceniza en la mesa. Nosotros, desdeñosos- , distantes, adquirimos las cosas, pero luego las dejamos vivir indiferentes y las vemos perecer sin pesadumbre.

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Los nombres cambian, pero las instituciones se perpetúan. Esos hotelitos destartalados de calles como la rue Princesse o la rue des Orteaux, donde se alojan los peones que vienen del Mediterráneo, no son otra cosa que la versión moderna de los ergástulos romanos. No encuentro prácticamente ninguna diferencia entre un albañil argelino o portugués y un esclavo de la época de Diocleciano. En esos hotelitos los peones foráneos se instalan a perpetuidad y salen solamente para su trabajo todos los días o un día, el último, rumbo al cementerio. Son extraños estos hotelitos, explotados generalmente por un paisano de sus inquilinos. En la planta baja está el bar-restaurante y el tablero con las llaves y en sus cuatro o cinco pisos las celdas donde los obreros duermen hacinados en camascamarote. El local les ofrece todo: bebida, comida, litera, televisión, mesas para jugar a las cartas o al dominó. Lo que ganan en la fábrica lo gastan en el hotel. Inútil decir que, a diferencia de los esclavos, son libres. No les queda ni siquiera la esperanza de la manumisión

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El ajedrez es como el amor venal, en el cual la pareja se reúne no por afinidad ni simpatía sino porque se necesitan recíprocamente para obtener de su conjunción un disfrute. Con el alemán facista de la Agencia no me saludo ni cruzo la menor palabra en toda la semana, pero basta que llegue el domingo para que en las horas libres juguemos una partida. Es un acuerdo tácito, que no va precedido de ninguna invitación verbal. Basta que empiece a armar el tablero para que yo me acerque a su mesa y se inicie la partida. Partida silenciosa de la cual está excluido todo comentario. Una vez terminada, sea cual fuere el ganador, cada cual se reintegra a su trabajo y se olvida completamente del otro, durante días, así lo encuentre en el ascensor o el café de la esquina. Hasta el próximo domingo

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Al igual que yo, mi hijo tiene sus autoridades, sus fuentes, sus referencias a las cuales recurre cuando quiere apoyar una afirmación o una idea. Pero si las mías son los filósofos, los novelistas o Los poetas las de mi hijo son los viente álbunes de las aventuras de Tintín. En ellos todo está explicado. Si hablamos de aviones, animales, viajes interplanetarios, países lejanos o tesoros, él tiene muy a la mano la cita precisa, el texto irrefutable que viene en socorro de sus opiniones. Eso es lo que se llama tener una visión, quizás falsa, del mundo, pero coherente y muchísimo más sólida que la mía, pues está inspirada en un solo libro sagrado, sobre el cual aún no ha caído la maldición de la duda. Solo tiempo más tarde se dará cuenta de que esas explicaciones tan simples no cazan con la realidad y que es necesario buscar otras más sofisticadas. Pero esa primera versión le habrá sido útil, como la placenta intrauterina, para protegerse de las contaminaciones del mundo mayor y desarrollarse con ase margen de seguridad que requieren seres tan frágiles. La primera resquebrajadura de su universo coloreado gráfico, será el signo de la pérdida de su candor y de su ingreso al mundo individual de los adultos, después de haber habitado el genérico de la infancia, del mismo modo que en su cara aparecerán los rasgos de sus ancestros, luego de haber sobrellevado la máscara de la especie. Entonces tendrá que escrutar, indagar, apelar a filósofos, novelistas o poetas para devolverle a su mundo armonía, orden, sentido, inútilmente, además.




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Habituados a la ciudad, ignoramos, hombres de esta época, todas las formas de la naturaleza. Somos incapaces de reconocer un árbol, una planta, una flor. Nuestros abuelos, por pobres que fuesen, tuvieron siempre un jardín o una huerta y aprendieron sin esfuerzo los nombres de la vegetación. Ahora, en departamentos u hoteles, no vemos sino flores pintadas, naturalezas muertas o esas raquíticas plantas de macetas que parecen sembradas por peluqueros.

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Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos, incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito,, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito, como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde solo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero cu!to es aquel que solamente ha leído las bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.

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Hay amores horribles que ultrajan en realidad el abolengo de este sentimiento y lo despojan de toda su aureola romántica. Por ejemplo el que existe entre uno de los jefes de la Agencia y una de las secretarias. El jefe es viscoso, moluscoide, fofo, cincuentón y mediocre. La secretaría una gorda desteñida, mastodóntica, con los dientes fuera de las encías y una nariz tan larga que es una infracción permanente a las leyes de la cortesía. Una de esas mujeres, en suma, que como alguien decía "harían peligrar la continuidad de la especie si uno se encontrara solo con ellas en el mundo". Y lo peor de todo es que ambos son casados; en consecuencia cabe pensar qué sórdida catástrofe debe constituir en cada caso su matrimonio, para que le busquen fuera de él esta compensación ominosa. Cuando los sorprendo en la oficina haciéndose sig nos de inteligencia, bromas o mirándose desde lejos embobados, me avergüenzo por mí, por mi especie. Y cuando imagino que estos amores deben consumarse en secreto, adulterinamente, en cuartos de hotel, en sabe Dios qué camas de alquiler y evoco sus atroces cuerpos confundidos, siento la tentación de arrojarme por la ventana, presa de una locura incurable.

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Los años nos alejan de la infancia sin llevarnos forzosamente a la madurez. Uno de los pocos méritos que admito en un autor como Gombrowicz es haber insistido, hasta lo grotesco, en el destino inmaduro del hombre., La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad.. El espectáculo que ofrece la historia antigua y actual es siempre el espectáculo de un juego cruel, irracional,imprevisible, ininterrumpido. Es falso, pues, decir que los niños imitan los juegos de los grandes: son los grandes los que plagian, repiten y amplifican, en escala planetaria, los juegos de los niños.

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Cuánto tienen que circular los objetos para encontrar en una casa el lugar que les conviene! En los pocos años que llevamos en la place Falguiére, sillas, lámparas, cuadros estantes, han sido protagonistas de un fatigante periplo, que los llevó de pieza en pieza y de rincón en rincón. Algunos, es verdad, se adaptan con facilidad y terminan por habitar pacíficamente con sus vecinos. Otros, las insociables, los réprobos, no encuentran posición ni lugar y transitan sin descanso de un espacio a otro, sin echar amarras en ningún sitio. Mal que bien, a regañadientes, terminan a veces por aceptar una esquina y llevar allí una vida que yo adivino plena de incomodidad y de resentimiento. Pero hay también los irrecuperables, aquellos que no transigen con nada y que como castigo a su espíritu subversivo son recluidos en el fondo de un cajón o en la oscuridad de un sótano. Objetos terribles, condenados, que deben estar tramando en silencio alguna venganza atroz.

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Un autor latinoamericano cita cuarenta y cinco autores en un artículo de ocho páginas. He aquí algunos de ellos: Hornero, Platón, Sócrates, Aristóteles, Heráclito, Pascal, Voltaire, William Blake, John Donne, Shakespeare, Bach, Chestov, Tolstoi, Kierkegaard, Kafka, Marx, Engels, Freud, Jung, Husserl, Einstein, Nietszche, Hegel, Cervantes, Malraux, Camus, etc. A mi juicio la mayoría de estas citas eran innecesarias. La cultura no es un almacén de autores leídos sino una forma de razonar. Un hombre culto que cita mucho es un incivilizado.

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Los dos barrenderos franceses de la estación del metro, con sus overoles azules, hablando en argot, gruñendo más bien, acerca de su trabajo. ¿En qué los ha beneficiado la Revolución Francesa? Escala ínfima de los ferroviarios. Inútil preguntarles qué opinan sobre la guerra de Vietnam o la fuerza nuclear. Son justamente los tipos que hacen fracasar los sondeos de la opinión pública. ¿Culpa de ellos? ¿Culpa del sistema? Cabe pensar que la Revolución Francesa, toda revolución, no soluciona los problemas sociales sino que los trasfiere de un grupo a otro, mejor dicho, se los endosa a otro grupo no siempre minoritario. Este endoso no se produce necesariamente en el momento de la revolución, sino que puede diferirse durante años o decenios. Es cierto que 1879 produjo la burguesía más inteligente del mundo, pero al mismo tiempo miles de epiceros, de conserjes y de barrenderos de metro.

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¿Por qué existirán habitaciones que estrangulan en quien las habita toda tentativa de creación? Esta que tengo ahora en la avenue des Gobelins es el nicho del ingenio: estrechísima, larga, oscura, amenazada por el bullicio de tanta carrocería. No se trata, sin embargo, de una habitación miserable, sino de una pieza donde se ve con demasiada evidencia la mano ecónoma del previsor e insoportable patrón de hotel parisino. Es lo que se puede llamar una habitación mezquina. No hay la posibilidad de dejar correr el agua en el lavabo, ni de conectar un tocadiscos porque los plomos estallan. No hay una repisa donde poner libros ni un escondrijo donde sepultar la maleta para evitarnos la impresión de ser los eternos viajeros. Por el contrario, toda la configuración de la pieza parece estar destinada a recordarnos que somos pasajeros, que no tenemos la más remota esperanza de estabilidad y que debemos eliminar de nuestra imaginación el proyecto de establecer aquí nuestro domicilio. Si 'las habitaciones hablaran, esta diría: "Extranjero, te consiento que duermas, pero vete lo más pronto posible y no dejes el menor recuerdo de tu persona".

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¡Con qué irresponsabilidad vive la gente! Al mirar por mi ventana veo a un hombre que cruza la pista con un pan, una muchacha llevando un perrito, un viejo cargando un paquete, un peatón que luego de vacilar elige un itinerario, una pareja de jóvenes abrazados, un piloto a! volante de un veloz automóvil. Despreocupados, indiferentes, vacan a sus ocupaciones, sus rutinas, sus errores, sus deleites o sus vicios ¿Ignoran acaso que no hollan terreno seguro, que vivimos en permanente toque de queda, que a la vuelta de cada esquina los acecha lo invencible? No han meditado seguramente la frase de La Celestina: La muerte nos sigue y nos rodea y hacia su bandera nos acercamos, según natura".

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La luz no es el medio más adecuado para ver las cosas, sino para ver ciertas cosas. Ahora que está nublado he visto por el balcón mayor número de detalles en el paisaje que en los días soleados. Estos resaltan ciertos objetos en detrimento de otros, a los que dejan en la sombra. La media luz del día nublado pone a todos en el mismo plano y rescata de la penumbra a los olvidados. Así, ciertas inteligencias medianas ven con mayor precisión y con mayores matices el mundo que las inteligencias luminosas, que ven solo lo esencial.

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El advenimiento de un niño a un hogar es como la irrupción de los bárbaros en el viejo imperio romano. Mi hijo ha destrozado en veinte meses de vida todos los signos exteriores y ostentatorios de nuestra cultura doméstica: la estatuilla de porcelana que heredé de mi padre, reproducciones de esculturas famosas, ceniceros raros hurtados con tanta astucia en restaurantes, copas de cristal encargadas a Polonia, libros con grabados preciosos, el tocadiscos portátil, etc. El niño se siente frente a estos objetos, cuya utilidad desconoce, como el bárbaro frente a los productos enigmáticos de una civilización que no es la suya. Y como a pesar de su ignorancia y su sinrazón, él representa la fuerza, la supervivencia, es decir, el porvenir, los destruye. Destruye los signos de una cultura ya para él caduca porque sabe que podrá remplazarlos, desde que él encarna, potencialmente, una nueva cultura.

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No hay que exigir en las personas más de una cualidad. Si les encontramos una debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que les faltan. Es vano exigir que una persona sea simpática y también generosa o que sea inteligente y también alegre o que sea culta y también aseada o que sea hermosa y también leal. Tomemos de ella lo que pueda darnos. Que su cualidad sea el pasaje privilegiado a través del cual nos comunicamos y nos enriquecemos.

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En el rostro de los ciegos de nacimiento hay siempre algún otro rasgo, aparte de sus ojos reventados, nebulosos, viscosos o simplemente fijos o cerrados, que indica su ceguera. La boca, la nariz, los músculos faciales adquieren cierta expresión particular que es ya "una expresión de ciego". Diríase que estos rasgos, desconocidos o incontrolables por quien los soporta, siguen sus inclinaciones naturales y se deforman o se ablandan. Para el ciego no existe el espejo que permite a los videntes corregir sus rasgos a tiempo y componerse una expresión' adecuada. La expresión de los ciegos es libre, la más natural que pueda darse. Recuerda un poco la expresión de la gente que duerme. Parece que el rostro se organizara alrededor de la mirada y cuando esta desaparece, se desbarata.

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¿Quién puede dar testimonio de las conversaciones que dormidos entablan los amantes? Apagada la luz, abandonados al sueño, algo en ellos permanece vigilante. No su espíritu ni su conciencia, sino su ternura. Diálogos nocturnos, hechos de frases rotas, de palabras aberrantes que no escuchan, sin embargo, pero obedecen. Así, al despertarse, recuerdan a veces como una otra vida, de alguien que los relevó durante su descanso y se mantuvo atento y hasta rememoran fragmentos de un discurso que, lúcidos, los hace reír y no comprenden.

34

Observando jugar a los niños en el parquecito de la rue de la Procession. Su edad oscila entre uno y tres años. A esta edad se amontonan, pero no se comunican. Les interesa la vecindad y a menudo el espectáculo, pero no el contacto directo. Cada cual en el fondo sigue tan solo como en el cuarto de su casa, pero refractados en múltiples espejos. Llegan incluso a rozarse la mano, a intercambiar sus baldes intercambiables, pero prácticamente sin hablar, sin dar nada de sí ni decir nada, aparte de un objeto como el balde que, en este caso, es un objeto neutro. Y en las bancas del jardín, en torno a la poza de arena, los viejos. Solos también. Sobre todo se ven jubilados y tullidos, bastón y boina, callados, mirando sin ver el film de su infancia que retoza a sus pies y trata de retenerlos, al menos por el recuerdo, a la vida. Solo cabe sacar una conclusión:.la soledad de los niños prefigura la de los viejos. Los parquecitos como el de la rue de la Procession se han hecho para ambos. Que se reúnan el cabo con el rabo. Así se juega de niño, solo. Así se toma el sol en la vejez, solo. Entre ambas edades, el interregno poblado por el amor o la amistad, el único cálido, soportable, entre dos extremos de abandono.

35

Las palabras que se dicen los amantes durante su primer orgasmo son las que presidirán en el futuro toda su comunicación sexual. Son momentos de absoluta improvisación, en ¡os cuales los amantes se rebautizan o rebautizan las partes de su cuerpo. Los nuevos nombres regresarán siempre durante el acto para constituir el códice que utilizarán en la cama. Estas palabras son inocentes y muchas veces poéticas con relación a lo que designan. A veces son también disparatadas. Nadie está libre de decirle a su mujer la noche de su primera posesión: "Alcachofa". Y se fregó porque desde entonces, al poseerla, tendrá siempre que decirle "Alcachofa". El día que no se lo diga, la habrá dejado de querer.

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Dentro de algunos años alcanzaré la edad de mi padre y unos años después superaré su edad, es decir, seré mayor que él y más tarde aun podré considerarlo como si fuese mi hijo. Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Solo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el "ser mayor", comprenderlo mejor y perdonarle todos sus defectos. Solo así además se alcanza la verdadera mayoría de edad, la que extirpa toda opresión, así sea imaginaria, la que concede la total libertad.

37 Un editor francés, comprobando que ha decaído la venta de los clásicos, decide lanzar una nueva colección, pero en la cual los prólogos no serán encomendados a eruditos desconocidos sino a estrellas de la actualidad. Así Brigitte Bardot hará el prefacio de Baudelaire, el ciclista Raymond Poulidor el de Proust y el actor JeanPaul Belmondo, que antes fue boxeador, el de Rimbaud. Belmondo empieza su preámbulo con estas palabras: "Cada vez que leo un poema de Rimbaud siento como un puñetazo en la quijada". Venta asegurada.

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El juego de la bolsa debe ser una ocupación melancólica. A juzgar al menos por los cientos de bolsitas que diariamente veo en los cafés que rodean a la place de la Bourse. Solos o en grupos, exactamente a las dos y media de la tarde, salen estos enigmáticos señores por las escalinatas de su templo neoclásico. Qué clase de gente es? Visten todos con decoro, pero no puede decirse que sean elegantes. Su edad oscila entre los treinta y los sesenta años. No son muy locuaces ni comunicativos, salvo entre ellos, cuando forman su pequeño clan. Es gente más bien preocupada, que sabe esperar. En algo se parecen a los jugadores de lotería. Tienen la misma resignación y en el fondo la misma tenaz esperanza. Tal vez su ocupación es tan vana, tan romántica como la literatura. Evidentemente, ellos no están dans le coup. Alguien los maneja, está por encima de sus previsiones, alguna especie de divinidad de las finanzas cuyas intenciones tratan de penetrar. Vienen diariamente al templo con la seguridad de haber sorprendido algún designio del Olimpo, pero por lo general se equivocan. ¿Aspiran a ser ricos? ¿Lo son? ¿Qué mejor medio para serlo, en lugar de montar un negocio, que estar allí donde el negocio se reduce a su expresión más abstracta, como puede serlo una pizarra con cotizaciones? Por eso su oficio tiene también algo de religioso, de esotérico y es ejercido solo por los iniciados. Son algo así como los fieles -no los sacerdotes, que permanecen ocultos- de la gran misa cotidiana del capitalismo universal.

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Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual solo él tiene la llave e ido el amigo la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser. Yo habría sido diferente si hubiera continuado frecuentando a ciertos amigos de mi juventud. Pero las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y por ello mismo mutilados. De allí que a cierta edad sea difícil hacer nuevos amigos. Todas las facetas que ofrecía nuestra personalidad han sido ya copadas,ocupadas, selladas por las viejas alianzas. No hay superficie libre donde la nueva amistad pueda asirse. Salvo que el nuevo amigo se parezca extremadamente al anterior y se valga de esta semejanza para penetrar por efracción al recinto secreto de la primera amistad. Pero por más afecto que nazca siem pre será el imitador, el falsario, el que no accederá jamás a la cámara 'más preciada. Cámara irrisoria, seguramente, que no guarda a lo mejor más que un montículo de pedrequlio, pero que los ojos del amigo, dei primero, convertían en lo que él queria ver: lo irremplazable.

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Es necesario dotar a todo niño de una casa. Un lugar que, aún perdido, pueda más tarde servirle de refugio y recorrer con la imaginación buscando su alcoba, sus juegos, sus fantasmas. Una casa: ya sé que se deja, se destruye, se pierde, se vende, se abandona. Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdicio, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta "la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea". Todo para él será atesoramiento. Más tarde no importa. Uno se acostumbra a ser transeúnte y la casa se convierte en posada. Pero para el niño la casa es su mundo, el mundo. Niño extranjero, sin casa. En casas de paso, de paseo, de pasaje, de pasajero, que no dejarán en él más que imágenes evanescentes de muebles innobles- y muros insensatos. ¿Dónde buscará su niñez en medio de tanto trajín y tanto extravío? La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar donde uno trascurre y se trasforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá remplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos aquel lugar de nuestra casa.

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El pequeño comerciante francés está tan identificado con su negocio que cuando sale de él pierde su personalidad. Cuántas veces me cruzo en mi barrio con hombres o mujeres que me son conocidos, pero no podría afirmar si son el carnicero, el epicero, la verdulera o la mercera. Solo cuando los veo dentro de su marco habitual, descuartizando una res, despachando patatas, o sirviendo vino, logro reconocerlos. Diríase que ellos solo existen en función de los objetos que manipulan y dentro del contexto de una actividad determinada. Esta actividad los individualiza, los dota de ser. Fuera de ella se vuelven entes impersonales, anónimos, sujetos de una oración incompleta, a la que no sabemos qué complemento ponerles.

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Lo que pierde a los hombres no es tanto sus grandes vicios como sus pequeños defectos. Se puede convivir muy bien con la pereza, la prodigalidad, el tabaco o la lujuria, pero en cambio qué dañinos son las negligencias o los ínfimos descuidos. Parece que la vida, como ciertas sociedades, tolerara los grandes crímenes pero castigara implacablemente las faltas. Un banquero puede muy bien robarle al fisco o dirigir un tráfico de armas, pero líbrelo Dios si cruza con su automóvil una luz roja.


Espero querido lector del Blog, que te haya sido iluminadora y enriquecedora la experiencia de acercarte a las prosas de Ribeyro. Si te gustaron o quieres que comparta más, déjame un comentario ¡Nos vemos en otro post! 

Fuente: Prosas Apátridas (Libros Tauro).

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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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