Leamos "El otro", cuento de Jorge Luis Borges

¡Hola, lector de Mar de fondo! Revisando los cuentos de Borges, me encontr茅 con este maravillo relato cuyo protagonista hace una especie de viaje en el tiempo para encontrarse con un sujeto y una historia muy similar a la suya. Estamos ante uno de los relatos fant谩sticos m谩s envolventes del genio argentino ¡Disfruta tu lectura! 

"El otro", cuento de Jorge Luis Borges
Imagen tomada de Pinterest: G茅rard DuBois (French, b. 1968, Argenteuil, France, based Montreal, Quebec, Canada) 

EL OTRO

El hecho ocurri贸 en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escrib铆 inmediatamente porque mi primer prop贸sito fue olvidarlo, para no perder la raz贸n. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leer谩n como un cuento y, con los a帽os, lo ser谩 tal vez para m铆.

S茅 que fue casi atroz mientras dur贸 y m谩s a煤n durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.

Ser铆an las diez de la ma帽ana. Yo estaba recostado en un banco, frente al r铆o Charles. A unos quinientos metros a mi derecha hab铆a un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el r铆o hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Her谩clito. Yo hab铆a dormido bien; mi clase de la tarde anterior hab铆a logrado, creo, interesar a los alumnos. No hab铆a un alma a la vista.

Sent铆 de golpe la impresi贸n (que seg煤n los sic贸logos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se hab铆a sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se hab铆a puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurri贸 la primera de las muchas zozobras de esa ma帽ana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de El铆as Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de 脕lvaro Meli谩n Lafinur, que hace tantos a帽os ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la d茅cima del principio. La voz no era la de 脕lvaro, pero quer铆a parecerse a la de 脕lvaro. La reconoc铆 con horror.

Me le acerqu茅 y le dije:

—Se帽or, ¿usted es oriental o argentino?

—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestaci贸n.

Hubo un silencio largo. Le pregunt茅:

—¿En el n煤mero diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?

Me contest贸 que s铆.

—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo tambi茅n soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.

—No —me respondi贸 con mi propia voz un poco lejana.

Al cabo de un tiempo insisti贸:

—Yo estoy aqu铆 en Ginebra, en un banco, a unos pasos del R贸dano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.

Yo le contest茅:

—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Per煤 nuestro bisabuelo. Tambi茅n hay una palangana de plata, que pend铆a del arz贸n. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres vol煤menes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre cap铆tulo y cap铆tulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de T谩cito en lat铆n y en la versi贸n de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biograf铆a de Amiel y, escondido detr谩s de los dem谩s, un libro en r煤stica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balc谩nicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.

—Dufour —corrigi贸.

—Est谩 bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?

—No —respondi贸—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy so帽ando, es natural que sepa lo que yo s茅. Su cat谩logo prolijo es del todo vano.

La objeci贸n era justa. Le contest茅:

—Si esta ma帽ana y este encuentro son sue帽os, cada uno de los dos tiene que pensar que el so帽ador es 茅l. Tal vez dejemos de so帽ar, tal vez no. Nuestra evidente obligaci贸n, mientras tanto, es aceptar el sue帽o, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.

—¿Y si el sue帽o durara? —dijo con ansiedad.

Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fing铆 un aplomo que ciertamente no sent铆a. Le dije:

—Mi sue帽o ha durado ya setenta a帽os. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos est谩 pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No quer茅s saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?

Asinti贸 sin una palabra. Yo prosegu铆 un poco perdido:

—Madre est谩 sana y buena en su casa de Charcas y Maip煤, en Buenos Aires, pero padre muri贸 hace unos treinta a帽os. Muri贸 del coraz贸n. Lo acab贸 una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un ni帽o sobre la mano de un gigante. Muri贸 con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela hab铆a muerto en la misma casa. Unos d铆as antes del fin, nos llam贸 a todos y nos dijo: “Soy una mujer muy vieja, que est谩 muri茅ndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan com煤n y corriente”. Norah, tu hermana, se cas贸 y tiene dos hijos. A prop贸sito, en casa, ¿c贸mo est谩n?

—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jes煤s era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en par谩bolas.

Vacil贸 y me dijo:

—¿Y usted?

—No s茅 la cifra de los libros que escribir谩s, pero s茅 que son demasiados. Escribir谩s poes铆as que te dar谩n un agrado no compartido y cuentos de 铆ndole fant谩stica. Dar谩s clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.

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Me agrad贸 que nada me preguntara sobre el fracaso o 茅xito de los libros. Cambi茅 de tono y prosegu铆:

—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tard贸 en capitular; Inglaterra y Am茅rica libraron contra un dictador alem谩n, que se llamaba Hitler, la c铆clica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendr贸 otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de C贸rdoba nos salv贸, como antes Entre R铆os. Ahora, las cosas andan mal. Rusia est谩 apoder谩ndose del planeta; Am茅rica, trabada por la superstici贸n de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada d铆a que pasa nuestro pa铆s es m谩s provinciano. M谩s provinciano y m谩s engre铆do, como si cerrara los ojos. No me sorprender铆a que la ense帽anza del lat铆n fuera reemplazada por la del guaran铆.

Not茅 que apenas me prestaba atenci贸n. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sent铆 por ese pobre muchacho, m谩s 铆ntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunt茅 qu茅 era.

—Los pose铆dos o, seg煤n creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replic贸 no sin vanidad.

—Se me ha desdibujado. ¿Qu茅 tal es?

No bien lo dije, sent铆 que la pregunta era una blasfemia.

—El maestro ruso —dictamin贸— ha penetrado m谩s que nadie en los laberintos del alma eslava.

Esa tentativa ret贸rica me pareci贸 una prueba de que se hab铆a serenado.

Le pregunt茅 qu茅 otros vol煤menes del maestro hab铆a recorrido. Enumer贸 dos o tres, entre ellos El doble.

Le pregunt茅 si al leerlos distingu铆a bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.

—La verdad es que no —me respondi贸 con cierta sorpresa.

Le pregunt茅 qu茅 estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titular铆a Los himnos rojos. Tambi茅n hab铆a pensado en Los ritmos rojos.

—¿Por qu茅 no? —le dije—. Pod茅s alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rub茅n Dar铆o y la canci贸n gris de Verlaine.

Sin hacerme caso, me aclar贸 que su libro cantar铆a la fraternidad de todos los hombres. El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su 茅poca.

Me qued茅 pensando y le pregunt茅 si verdaderamente se sent铆a hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas f煤nebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los n煤meros pares, de todos los af贸nicos, etc茅tera. Me dijo que su libro se refer铆a a la gran masa de los oprimidos y parias.

—Tu masa de oprimidos y de parias —le contest茅— no es m谩s que una abstracci贸n.

Solo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenci贸 alg煤n griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.

Salvo en las severas p谩ginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que est谩n por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situaci贸n era 煤nica y, francamente, no est谩bamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego cre铆a en la invenci贸n o descubrimiento de met谩foras nuevas; yo en las que corresponden a afinidades 铆ntimas y notorias y que nuestra imaginaci贸n ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sue帽os y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opini贸n, que expondr铆a en un libro a帽os despu茅s.

Casi no me escuchaba. De pronto dijo:

—Si usted ha sido yo, ¿c贸mo explicar que haya olvidado su encuentro con un se帽or de edad que en 1918 le dijo que 茅l tambi茅n era Borges?

No hab铆a pensado en esa dificultad. Le respond铆 sin convicci贸n:

—Tal vez el hecho fue tan extra帽o que trat茅 de olvidarlo.

Aventur贸 una t铆mida pregunta:

—¿C贸mo anda su memoria?

Comprend铆 que para un muchacho que no hab铆a cumplido veinte a帽os, un hombre de m谩s de setenta era casi un muerto. Le contest茅:

—Suele parecerse al olvido, pero todav铆a encuentra lo que le encargan. Estudio anglosaj贸n y no soy el 煤ltimo de la clase.

Nuestra conversaci贸n ya hab铆a durado demasiado para ser la de un sue帽o.

Una brusca idea se me ocurri贸.

—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no est谩s so帽ando conmigo. O铆 bien este verso, que no has le铆do nunca, que yo recuerde.

Lentamente enton茅 la famosa l铆nea:

L’hydre—univers tordant son corps 茅caill茅 d’astres.

Sent铆 su casi temeroso estupor. Lo repiti贸 en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.

—Es verdad —balbuce贸—. Yo no podr茅 nunca escribir una l铆nea como esa.

Hugo nos hab铆a unido.

Antes, 茅l hab铆a repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.

—Si Whitman la ha cantado —observ茅— es porque la deseaba y no sucedi贸. El poema gana si adivinamos que es la manifestaci贸n de un anhelo, no la historia de un hecho.

Se qued贸 mir谩ndome.

—Usted no lo conoce —exclam贸—. Whitman es incapaz de mentir.

Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversaci贸n de personas de miscel谩nea lectura y gustos diversos, comprend铆 que no pod铆amos entendernos. 脡ramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No pod铆amos enga帽arnos, lo cual hace dif铆cil el di谩logo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situaci贸n era harto anormal para durar mucho m谩s tiempo. Aconsejar o discutir era in煤til, porque su inevitable destino era ser el que soy.

De pronto record茅 una fantas铆a de Coleridge. Alguien sue帽a que cruza el para铆so y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ah铆 est谩 la flor.

Se me ocurri贸 un artificio an谩logo.

—O铆 —le dije—, ¿ten茅s alg煤n dinero?

—S铆 —me replic贸—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convid茅 a Sim贸n Jichlinski en el Crocodile.

—Dile a Sim贸n que ejercer谩 la medicina en Carouge y que har谩 mucho bien… ahora, me das una de tus monedas.

Sac贸 tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreci贸 uno de los primeros.


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Yo le tend铆 uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tama帽o. Lo examin贸 con avidez.

—No puede ser —grit贸—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.

(Meses despu茅s alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)

—Todo esto es un milagro —alcanz贸 a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrecci贸n de L谩zaro habr谩n quedado horrorizados.

No hemos cambiado nada, pens茅. Siempre las referencias librescas.

Hizo pedazos el billete y guard贸 la moneda.

Yo resolv铆 tirarla al r铆o. El arco del escudo de plata perdi茅ndose en el r铆o de plata hubiera conferido a mi historia una imagen v铆vida, pero la suerte no lo quiso.

Respond铆 que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos vi茅ramos al d铆a siguiente, en ese mismo banco que est谩 en dos tiempos y en dos
sitios.

Asinti贸 en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le hab铆a hecho tarde. Los dos ment铆amos y cada cual sab铆a que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.

—¿A buscarlo? —me interrog贸.

—S铆. Cuando alcances mi edad habr谩s perdido casi por completo la vista. Ver谩s el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa tr谩gica. Es como un lento atardecer de verano.

Nos despedimos sin habernos tocado. Al d铆a siguiente no fui. El otro tampoco habr谩 ido.

He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro convers贸 conmigo en un sue帽o y fue as铆 que pudo olvidarme; yo convers茅 con 茅l en la vigilia y todav铆a me atormenta el recuerdo.

El otro me so帽贸, pero no me so帽贸 rigurosamente. So帽贸, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el d贸lar.

FIN

El libro de arena, 1975

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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

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