Leamos "La novia robada", cuento de Juan Carlos Onetti

¡Hola, lectores! Hoy nos deleitamos con un gran cuento del uruguayo Juan Carlos Onetti, uno de los escritores m谩s influyentes en Latinoam茅rica y que nos ha regalado relatos tan buenos como "El perro tendr谩 su d铆a". Disfrutemos en esta oportunidad la historia de 'Moncha', una novia que deambula en las noches de luna ¡Leamos! 

"La novia robada", cuento de Juan Carlos Onetti
Ilustraci贸n tomada de Pinterest: Wikimedia. 

LA NOVIA ROBADA

En Santa Mar铆a nada pasaba, era en oto帽o, apenas la dulzura brillante de un sol moribundo, puntual, lentamente apagado. Para toda la gama de sanmarianos que miraban el cielo y la tierra antes de aceptar la sinraz贸n adecuada del trabajo.

Sin consonantes, aquel oto帽o que padec铆 en Santa Mar铆a nada pasaba hasta que un marzo quince empez贸 sin violencia, tan suave como el Kleenex que llevan y esconden las mujeres en sus carteras, tan suave como el papel, los papeles de seda, sedosos, arrastr谩ndose entre nalgas.

Nada sucedi贸 en Santa Mar铆a aquel oto帽o hasta que lleg贸 la hora -por qu茅 maldita o fatal o determinada e ineludible-, hasta que lleg贸 la hora feliz de la mentira y el amarillo se insinu贸 en los bordes de los encajes venecianos.

Me dijeron, Moncha, que esta historia ya hab铆a sido escrita y tambi茅n, lo que importa menos, vivida por otra Moncha en el sur que liberaron y deshicieron los yanquis, en alg煤n fluctuante lugar del Brasil, en un condado de una Inglaterra con la O铆d Vic.

Dije, Moncha, que no importa porque se trata, apenas, de una carta de amor o cari帽o o respeto o lealtad. Siempre supiste, creo, que yo te quer铆a y que las palabras que preceden y siguen se debilitan porque nacieron de la l谩stima. Piedad, prefer铆as. Te lo digo, Moncha, a pesar de todo. Muchos seran llamados a leerlas pero solo t煤, y ahora, elegida para escucharlas.

Ahora eres inmortal y, atravesando tantos a帽os que tal vez recuerdes, conseguiste esquivar las arrugas, los caprichosos dibujos varicosos en las piernas hinchadas, la torpeza lamentable de tu peque帽o cerebro, la vejez.

Hace unas horas apenas que tom茅 caf茅 y an铆s rodeado por brujas que solo dejaban de hablar para mirarte. Moncha, para ir al ba帽o o sorberse los mocos detr谩s de un pa帽uelo. Pero yo s茅 m谩s y mejor, yo te juro que Dios aprob贸 tu estafa y, tambi茅n, que supo premiarla.

Me dicen, adem谩s, que si persisto, debo comenzar por el final, volver a tus marchas incomprensibles, en cuatro patas, de cuando tenias un a帽o de edad, saltar sobre tu susto de la primera menstruaci贸n, tocar otra vez con misterio y trampa el final, regresar a tus veinte a帽os y al viaje, moverme de inmediato hacia tu primer, siniestro, desconsolado aborto.

Pero t煤 y yo, Moncha, hemos coincidido tantas veces en la ignorancia del esc谩ndalo que prefiero contarte desde el origen que importa hasta el saludo, la despedida. Me dar谩s las gracias, te reir谩s de mi memoria, no mover谩s la cabeza al escuchar lo que acaso no deba decirte. Como si ya estuvieras capacitada para saber que las palabras son m谩s poderosas que los hechos.

No, nunca, para ti. Nunca entendiste, en el fondo, palabras que no anunciaran, af贸nicas, dinero, seguridad, alguna cosa que te permitiera acomodar las grandes nalgas de tu cuerpo flaco en un amplio, d贸cil sill贸n de viuda reciente.

No es carta de amor ni eleg铆a; es carta de haberte querido y comprendido desde el principio inmemorable hasta el beso reiterado sobre tus pies amarillos, curiosamente sucios y sin olor.

Moncha, otra vez, recuerdo y s茅 que regimientos te vieron y usaron desnuda. Que te abriste sin otra violencia que la tuya, que besaste en mitad de la cama, que te hicieron, casi, lo mismo.

Ahora llegan las se帽oras para verte una desnudez novedosa y definitiva; para limpiarte con las carcomidas esponjas y una puritana concentrada obstinaci贸n. Tus pies contin煤an consumidos y sucios.

Comparado con tu boca, por primera vez suave y bondadosa, nada que pueda decirte recordando tiene importancia. Compar谩ndolo con el olor que te invade y te rodea, nada importa. Menos yo, claro, entre todos, yo que empiezo a oler la primera, t铆mida, casi grata avanzada de tu podredumbre. Porque yo siempre estuve viejo para ti y no me inspiraste otro deseo posible que el de escribirte alg煤n d铆a lejano una orillada carta de amor, una carta breve, apenas, un alineamiento de palabras que te dijeran todo. La corta carta, insisto, que yo no pod铆a prever te ve铆a pasar, grotesca y dolorosa por las calles de Santa Mar铆a, o te encontraba grotesca y dolorosa, impasible, con la terca resoluci贸n de tu disfraz entre la nunca revelada burla en cualquier rinc贸n, y yo contribu铆a sin palabras a crear e imponer un respeto que se te deb铆a desde siglos por ser hembra y transportar recatada e ineludible tu persona entre las piernas.

Y es mentira pero te vi desfilar frente a la iglesia, cuando Santa Mar铆a se sacudi贸 el primer, t铆mido, casi inocente prost铆bulo, joven, vigorosa y torpe equivocando el paso, con tu expresi贸n de prescindencia y desafio, detr谩s del cartel贸n donde flameaban con audacia y timidez las altas, estrechas letras negras: “Queremos novios castos y maridos sanos”.

La carta, Moncha, imprevisible, pero que ahora invento haber presentido desde el principio. La carta planeada en una isla que no se llama Santa Mar铆a, que tiene un nombre que se pronuncia con una efe de la garganta, aunque tal vez solo se llame Bisinidem, sin efe posible; una soledad para nosotros, una man铆a pertinaz de obseso y hechizado.

Por astucia, recurso, humildad, amor a lo cierto, deseo de ser claro y poner orden, dejo el yo y simulo perderme en el nosotros. Todos hicieron lo mismo.

Porque es f谩cil la pereza del paraguas de un seud贸nimo, de firmas sin firma: J. C. O. Yo lo hice muchas veces.

Es f谩cil escribir jugando; seg煤n dijo el viejo Lanza o alg煤n irresponsable nos dijo que inform贸 de ella: una mirada desafiante, una boca sensual y desde帽osa, la fuerza de la mand铆bula.

Ya se hizo una vez.

Pero la vasquita Moncha Insurralde o Insaurralde volvi贸 a Santa Mar铆a. Volvi贸, como volvieron, vuelven todos, en tantos a帽os, que tuvieron su fiesta de adi贸s para siempre y hoy vagan, vegetan, buscan sobrevivir apoyados en cualquier peque帽a cosa s贸lida, un metro cuadrado de tierra, tan lejos y alejados de Europa, que se nombra Par铆s, tan lejos del sue帽o, el gran sue帽o. Podr铆a decir regresan, retornan. Pero la verdad es que volvemos a tenerlos en Santa Mar铆a y escuchamos sus explicaciones sobre el olvidable fracaso, sobre el injusto por qu茅 no. Protestan desde la iracundia en voz de bajo hasta el gemido de reci茅n nacidos. En todo caso, protestan, explican, se quejan, desprecian. Pero nos aburrimos, sabemos que mascar谩n con placer el fracaso y las embellecidas memorias, falsificadas por necesidad, sin intenci贸n pensada. Sabemos que volvieron para que-darse y, otra vez, seguir viviendo.

De modo que la clave, para un narrador amable y patri贸tico, es, tiene que ser, la incomprensi贸n ajena e incomprensible, la mala suerte, tambi茅n ajena, igualmente incomprensible. Pero vuelven, lloran, se revuelven, se acomodan y se quedan.

Por eso en esta Santa Mar铆a de hoy, con carreteras altas, tan distinta, tenemos, sin necesidad de tr谩mites de expropiaci贸n y a precio triste pero barato lo que puede y tiene cualquier gran ciudad. Reconocemos la proporci贸n adecuada: diez a cien, cien a mil, millar al mill贸n. Pero hay y habr谩, siempre en Santa Mar铆a, con nuevas caras y codos que sustituyen al 煤ltimo desaparecido, nuestro Picasso, nuestro Bela B谩rtok, nuestro Picabia, nuestro Lloyd Wright, nuestro Ernesto Hemingway, peso pesado, barbudo y abstemio, tan saludable cazador de moscas paralizadas por el fr铆o.

Muchos m谩s fracasos, caricaturas que ofrecen pensar, r茅plicas torpes y obstinadas. Decimos que s铆. aceptamos, y hay, parece, que intentar seguir viviendo.

Pero todos volvieron aunque no hayan viajado todos. D铆az Grey vino sin habernos dejado nunca. La vasquita Insurralde estuvo pero nos cay贸 despu茅s desde el cielo y todav铆a no sabemos; por eso contamos.

Misteriosamente, todav铆a, Moncha Insurralde volvi贸 de Europa para no hablar con ninguno de nosotros, los notables. Se encerr贸, con llave, en su casa, no quiso recibir a nadie, por tres meses la olvidamos. Despu茅s, sin buscarlas, las noticias llegaron al Club y al bar del Plaza. Era inevitable, Moncha, que nos dividi茅ramos. Unos no cre铆amos y ped铆amos otra copa, naipes, un tablero de ajedrez para matar el tema. Otros cre铆amos desapasionados y dej谩bamos arrastrarse las ya muertas tardes de invierno al otro lado de los vidrios del hotel, jugando al poker, aguardando con la cara inm贸vil una confirmaci贸n esperada e indudable. Otros sab铆amos que era cierto y flot谩bamos entre la lujuria imposible de entender y un secreto sellado.

Las primeras noticias nos pusieron inc贸modos pero tra铆an esperanza, volaban nacidas en otro mundo, tan aparte, tan ajeno. Aquello, el esc谩ndalo, no llegar铆a a la ciudad, no iba a rozar los templos, la paz de las casas sanmarianas, especialmente la paz nocturna de las sobremesas, las horas perfectas de paz, digesti贸n e hipnotismo frente al mundo absurdo por torpe, de la imbecilidad crasa y jubilosamente compartida que parpadeaba y dec铆a tartamuda en los aparatos de televisi贸n.

Los muros, ociosamente altos, de la casa del muerto vasco Insaurralde nos proteg铆an del grito y la visi贸n. El crimen, el pecado, la verdad y la d茅bil locura no pod铆an tocarnos, no se arrastraban entre nosotros dejando, para injuria o lucidez, una fina, temblorosa baba de plata.

Moncha estaba encerrada en la casa, excluida por los cuatro muros de ladrillos y de altura ins贸lita. Moncha, guardada, adem谩s, por ama de llaves, cocinera, ch贸fer inm贸vil, jardinero, peonas y peones, era una mentira lejana, f谩cil de olvidar y no creer, una leyenda tan remota y blanca.


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Sab铆amos, se supo, que dorm铆a como muerta en la casona, que en las noches peligrosas de luna recorr铆a el jard铆n, la huerta, el pasto abandonado, vestida con su traje de novia. Iba y regresaba, lenta, erguida y solemne, desde un muro hasta el otro, desde el anochecer hasta la disoluci贸n de la luna en el alba.

Y nosotros a salvo, con permiso de ignorancia y olvido, nosotros, Santa Mar铆a toda, resguardados por el cuadril谩tero de altas paredes, tranquilos e ir贸nicos, capaces de no creer en la blancura lejana, ausente, en la raya blanca ambulante bajo la blancura siempre mayor de la luna redonda o cornuda.

La mujer bajando del coche de cuatro caballos, del olor de azahares, del cuero de Rusia. La mujer, en el jard铆n que ahora hacemos enorme y donde hacemos crecer plantas ex贸ticas, avanzando implacable y calinosa, sin necesidad de desviar sus pasos entre rododendros y gomeros, sin rozar siquiera los rectos 谩rboles de orqu铆deas, sin quebrar su aroma inexistente, colgada siempre y sin peso del brazo del padrino. Hasta que 茅ste murmuraba, sin labios, lengua o dientes, palabras rituales, insinceras y antiguas para entregarla, sin violencia, apenas un inevitable y elegante rencor de macho, para entregarla al novio en los jardines abandonados, blancos de luna y de vestido.

Y luego, lentamente, rada noche clara, la ceremonia de la mano, ya infantil, extendida con su leve, resucitado temblor, a la espera del anillo. En este otro parque solitario y helado ella, de rodillas junto a su fantasma, escuchando las ingastables palabras en lat铆n que resbalaban del cielo. Amar y obedecer, en la dicha y en la desgracia, en la enfermedad y en la salud, hasta que la muerte nos separe.

Tan hermoso e irreal todo esto, repetido sin fatiga ni verdadera esperanza en cada inexorable noche blanca. Encerrado en la insolente altura de cuatro muros, aparte de nuestra paz, nuestra rutina.

Hab铆a entonces tantos m茅dicos nuevos y mejores en Santa Mar铆a, pero la vasquita. Moncha Insaurralde, casi en seguida de su regreso de Europa, antes de la clausura entre los muros, llam贸 por tel茅fono al doctor D铆as Grey, pidi贸 consulta, trep贸 una siesta los dos tramos de escalera y sonri贸 estupidizada. sin aliento, la mano apretada contra el pecho para levantar la teta izquierda y apoyarla sobre donde ella cre铆a tener el coraz贸n, excesivamente pr贸xima al hombro.

Dijo que iba a morirse, dijo que iba a casarse. Estaba o era tan distinta. El inevitable D铆az Grey trat贸 de recordarla, algunos a帽os atr谩s, cuando la huida de Santa Mar铆a, del falansterio, cuando ella crey贸 que Europa garantizaba, por lo menos, un cambio de piel.

-Nada, no hay s铆ntomas -dijo la muchacha-. No s茅 por qu茅 vine a visitarlo. Si estuviera enferma hubiera ido a ver un m茅dico de verdad. Perd贸neme. Pero alg煤n d铆a sabr谩 que usted es m谩s que eso. Mi padre fue amigo suyo. Tal vez haya venido por eso.

Se levant贸 flaca y pesada, balance谩ndose sin coqueter铆a, empujando con resoluci贸n envejecida al cuerpo desparejo.

“Una todav铆a linda potranca, yegua de pura sangre, con sobreca帽as dolorosas”, pens贸 el m茅dico. “Si pudiera lavarte la cara y auscultarla, nada m谩s que eso, tu cara invisible debajo del violeta, el rojo, el amarillo, las rayitas negras que te alargan los ojos sin intenci贸n segura o comprensible”.

“Si pudiera verte otra vez desafiando la imbecilidad de Santa Mar铆a, sin defensa ni protecci贸n ni m谩scara, con el pelo mal atado en la nuca, con el exacto ingrediente masculino que hace de una mujer, sin molestia, una persona. Eso inapresable, ese cuarto o quinto sexo que llamamos una muchacha”.

“Otra loca, otra dulce y tr谩gica loquita, otra Julita Malabia en tan poco tiempo y entre nosotros, tambi茅n justamente en el centro de nosotros y no podemos hacer m谩s que sufrirla y quererla”.

Avanz贸 hasta el escritorio mientras D铆az Grey se desabrochaba la t煤nica y encend铆a un cigarrillo; abri贸 la cartera boca abajo para derramar todo y alg煤n tubo, alg煤n fetiche femenino rod贸 sin prisa. El m茅dico no mir贸; solo le ve铆a, quer铆a verle la cara.

Ella apart贸 billetes, los baraj贸 con un gesto de asco y los puso junto al codo del m茅dico.

“Loca, sin cura, sin posibilidad de preguntas”.

-Pago -dijo Moncha-. Pago para que me recete, me cure, repita conmigo: me voy a casar, me voy a morir.

Sin tocar el dinero, sin rechazarlo, D铆az Grey se puso de pie, se arranc贸 la t煤nica, tan blanca, tan almidonada y mir贸 el perfil crispado, la grosera pintura que cambiaba ahora, contra la luz del ventanal, sus asombrosas combinaciones de color.

-Usted se va a casar -recit贸 d贸cil.

-Y me voy a morir.

-No es diagn贸stico.

Ella sonri贸 brevemente, recuperando la adolescencia, mientras volv铆a a llenar la cartera. Papeles, carnets, joyas, perfume, papel higi茅nico, una polvera dorada, caramelos, pastillas, un bizcocho mordido, acaso alg煤n sobrecito arrugado, mustio por el tiempo.

-Pero no alcanza, doctor. Tiene que venir conmigo. Tengo el coche abajo. Es cerca, estoy viviendo, unos d铆as o siempre, no se sabe qui茅n gana, en el hotel.

D铆az Grey fue y vio como un padre. Mientras miraba el secreto acarici贸 distra铆do la nuca inquieta de Moncha: le roz贸 los codos, tropez贸 sus ademanes contra un pecho.

Vio. D铆az Grey, la d茅cima parte de lo que hubiera visto y podido explicar una mujer. Sedas, encajes, puntillas, espuma sinuosa sobre la cama.

-¿Comprende ahora? -dijo la mujer sin preguntar-. Es para mi vestido de novia. Marcos Bergner y el Padre Bergner -se ri贸 mirando la blancura encrespada en la colcha oscura-. Toda la familia. El Padre Bergner me va a casar con Marquitos. Todav铆a no fijamos fecha.

D铆az Grey encendi贸 un cigarrillo mientras retroced铆a. El cura hab铆a muerto en sue帽os dos a帽os antes; Marcos hab铆a muerto seis meses atr谩s, despu茅s de comida y alcohol, encima de una mujer. Pero, pens贸, nada de aquello ten铆a importancia. La verdad era lo que a煤n pod铆a ser escuchado, visto, tocado acaso. La verdad era que Moncha Insaurralde hab铆a vuelto de Europa para casarse con Marcos Bergner en la Catedral, bendecida por el cura Bergner.

Acept贸 y dijo, acarici谩ndole la espalda:

-S铆. Es cierto. Yo estaba seguro.

Moncha se puso de rodillas para besar los encajes, suave y minuciosa.

-All谩 no pude ser feliz. Lo arreglamos por carta.

Era imposible que toda la ciudad participara en el complot de mentira o silencio. Pero Moncha estaba rodeada, a煤n antes del vestido, por un plomo, un corcho, un silencio que le imped铆an comprender o siquiera escuchar las deformaciones de la verdad suya, la que le hab铆amos hecho, la que amasamos junto con ella. El Padre Bergner estaba en Roma, siempre regresando de coloreadas tarjetas postales con el Vaticano al fondo, siempre pasando de una c谩mara a otra, siempre diciendo adi贸s a cardenales, obispos, sotanas de seda, una teor铆a infinita de efebos con ropas de monaguillos, vinajeras, espirales veloces del humo del incienso.

Siempre estaba Marcos Bergner volviendo con su yate de costas fabulosas, siempre atado al palo mayor en las tormentas ineludibles y cada vez vencidas, cada d铆a o noche jugando con la rueda del tim贸n, un poco borracho, acaso, la cara inolvidable entrando en el regreso, en la sal y el iodo que le hac铆an crecer y enrojec铆an la barba como en el final feliz de una marca inglesa de cigarrillos.

Esto, la ignorancia de las fechas de los seguros regresos, la validez indudable, incontestable de la palabra o promesa de un Insaurralde, palabra vasca o de vasco que ca铆a y pesaba sin necesidad de ser dicha y de una vez para siempre en la eternidad. Un pensamiento, apenas, tal vez no pensando nunca por entero; una ambici贸n de promesa puesta en el mundo, colocada all铆 e indestructible, siempre en desaf铆o, m谩s fuerte y rotunda si llegaba a cubrirla el mal tiempo, la lluvia, el viento, el granizo, el musgo y el sol enfurecido, el tiempo, solo.

De modo que todos nosotros, nosotros, la ayudamos, sin presentir ni remordernos, a hundirse en la breve primera parte, en el pr贸logo que se escribe para beneficio de ignorantes. Le dijimos si, aceptamos que era urgente y necesario y es posible que le toc谩ramos un hombro para que subiera al tren, es posible que esper谩ramos, dese谩ramos no volver a verla.

Y as铆, impulsada apenas por nuestra buena voluntad, por nuestra bien merecida hipocresia, Moncha, Moncha Insaurralde o Insurralde, baj贸 a la Capital -en el lenguaje de los escribas de El Liberal- para que Mme. Car贸n convirtiera sus sedas, encajes y puntillas en un vestido de novia digno de ella, de Santa Mar铆a, del difunto Marcos Bergner, muerto pero en el yate, del difunto Padre Bergner, muerto pero despidi茅ndose sin fin en el Vaticano, en Roma, en la carcomida iglesia de pueblo que fu茅ramos capaces de so帽ar.

Pero, otra vez, ella fue a la Capital y regres贸 a nosotros con un vestido de novia que las deca铆das cronistas de notas sociales podr铆an describir en su herm茅tico, a帽orante estilo:

“El d铆a de su casamiento celebrado en la bas铆lica Sant铆simo Sacramento, luci贸 vestido de crep茅 con bordado de strass que marcaba el talle alto. Una vincha de strass en forma de cofia adornaba la cabeza y sosten铆a el velo de tul de ilusi贸n; en la mano llev贸 un ramo de phaleopnosis y en la bas铆lica Nuestra Se帽ora del Socorro fue bendecido su matrimonio, llevando la novia traje realizado en organza bordada, de corte princesa. El peinado alto ten铆a motivos de peque帽as flores alrededor del rodete, de donde part铆a el velo de tul de ilusi贸n, y en la mano llev贸 un rosario. Mientras en San Nicol谩s de Bari llev贸 la novia traje de l铆nea enteriza de tela bordada, con sobrepollera abierta que dejaba entrever en el ruedo un z贸calo de camelias de raso, detalle que se repet铆a en el tocado que sujetaba un manto de tul de ilusi贸n; y de nuevo en la Iglesia Matriz de Santa Mar铆a luci贸 un original vestido de corte enterizo, velo largo de tul de ilusi贸n tomado al peinado con flores de n谩car que se prolongaban sobre los lados formando mangas sujetas a los pu帽os, y en la mano llev贸 un ramo de tulipanes y azahares”.

Fue, golpe贸, rebot贸, como una pelota de f煤tbol notablemente rellena de aire, no aplastada y muerta todav铆a. Fue y vino a nosotros, a Santa Mar铆a.

Y entonces todos pensamos; nos enfrentamos con la culpa inveros铆mil. Ella, Moncha, estaba loca. Pero todos nosotros hab铆amos contribuido por amor, bondad, buenos prop贸sitos, l谩nguida burla, deseo respetable de sentirnos c贸modos y abrigados, deseo de que nadie, ni Moncha, loca, muerta, viva, bien, admirablemente vestida, nos quitara minutos de sue帽o o de placeres normales.

La aceptamos, en fin, y la tuvimos. Dios, Brausen, nos perdone.

No nos habl贸 de cielorrasos de hoteles, ni de partidas campestres, ni monumentos, ruinas, museos, nombres hist贸ricos que refirieran batallas, artistas o despojos. Nos daba, cuando el viento o la luz o el capricho lo impon铆an. Nos dio, nos estuvo dando sin preguntas, sin comienzos ni finales:

“Hab铆a llegado a Venecia al alba. Casi no pude dormir en toda la noche, la cabeza apoyada contra la ventana, viendo pasar las luces de ciudades y pueblos que ve铆a por primera y 煤ltima vez, y cuando cerraba los ojos ol铆a el fuerte olor a madera, a cuero, de los inc贸modos asientos y o铆a las voces que murmuraban de vez en cuando frases que no comprend铆a. Cuando baj茅 del tren y sal铆 de la estaci贸n con las luces todav铆a encendidas eran ah铆 por las cinco y media de la ma帽ana. Camin茅 medio en sue帽os por las calles vac铆as hasta el San Marcos que estaba absolutamente desierto, excepto por las palomas y algunos mendigos echados contra las columnas. Desde lejos, era tan id茅ntico a las fotos de las postales que hab铆a visto, tan perfectos los colores, la complicada silueta de los techos curvados contra el sol naciente, era tan irreal como el hecho que yo estuviese all铆, que yo fuese la 煤nica persona all铆 en ese momento. Camin茅 despacio, como una son谩mbula y sent铆a que lloraba y lloraba -era como si la soledad, verlo tan perfecto como esperaba, lo convirtiese en parte m铆a para siempre aunque era lo m谩s cerca de un sue帽o despierto que se puede tener. Y despu茅s -lo fue antes, una noche en Barcelona- el muchacho que bail贸, vestido de torero, con ajustados pantalones rojos, en el c铆rculo formado por las mesas. Recuerdo cuando fuimos arriba, a una mesa que daba sobre la pista de baile, cuando ya casi no quedaba gente y a los dos muchachos bailando juntos, muy apretados. De la misma altura, morochos, y el due帽o que me ofrec铆a una pareja y el susto que ten铆a, no sabiendo si me ofrec铆a un hombre o una mujer. Y una calle, no s茅 d贸nde, las viejas casas pintadas con pintura chillona descolorida, la ropa colgada de un lado a otro de la estrecha vereda, los chicos haraposos, los pies descalzos resbalando sobre los adoquines mojarlos entre los puestos de pescados y pulpos de extra帽as formas y colores”.

Para entonces, despu茅s del indudable suplicio de meses que se llamaron, llamamos los notables para olvidar Juntacad谩veres, el mancebo o manceba de la botica de Barth茅 hab铆a crecido, era ancho y fuerte y solo dispon铆a de la pronta blancura de su sonrisa para recordar su timidez de a帽os atr谩s.

-Barth茅 jug贸 con fuego- dijo una vez sin fecha el m谩s imb茅cil de nosotros mientras repart铆a naipes en la mesa del Club.

Nosotros. Nosotros sab铆amos que s铆, que el boticario Barth茅 hab铆a jugado con fuego, o con el robusto animal que fue chiquil铆n en un tiempo, que hab铆a jugado y termin贸 quem谩ndose.

Pero, entre par茅ntesis, puede ser conveniente se帽alar que la cara, la sonrisa del mancebo de botica no ten铆an nunca el resplandor brillante del cinismo. Exhib铆a, mostraba, sin prop贸sito, bondad y la simple aceptaci贸n de estar ubicado, o amoldarse, a la vida, al mundo para 茅l ilimitado, a Santa Mar铆a.

Alguno de nosotros, mientras daba o recib铆a cartas en el juego del poker, habl贸 del brujo ausente, del solitario aprendiz de brujo. No comentamos porque cuando se trata de poker est谩 prohibido hablar. -Veo.

-No veo. Me voy. -Veo y diez m谩s.

La cr贸nica policial no dijo nada y la columna de chismes de El Liberal no se enter贸 nunca. Pero todos sab铆amos, unidos en la mesa de juego o de bebida que la vasqu铆ta Insaurralde, tan distinta, se encerraba de noche en la botica con Barth茅 -que ten铆a encuadrado y a la vista su t铆tulo de farmac茅utico, indudable y muy alto detr谩s del mostrador- y con el mancebo-manceba que ahora sonre铆a con distracci贸n a todo el mundo y que era, en los hechos sin base conocida, el due帽o de la farmacia. Los tres adentro y solo quedaba para nuestra curiosidad avejentada, para adivinanzas y calumnias el bot贸n azul sobre la peque帽a chapa iluminada: Servicio de urgencia.

Mov铆amos fichas y naipes, murmur谩bamos juegos y desaf铆os, pens谩bamos sin voz: los tres; dos y uno mira, dos y mira el que dijo estoy servido, me voy, no veo pero siempre mirando. O nuevamente, los tres y las drogas, l铆quidos o polvos escondidos en la farmacia del propietario confuso, equ铆voco, intercambiable.


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Todo posible, hasta lo f铆sicamente imposible, para nosotros, cuatro viejos rodeando naipes, trampas legitimas, bebidas diversas.

Como podr铆a decir Francisco, jefe de camareros, cada

uno de los cuatro hab铆amos aprendido, acaso antes de conocer el juego, a mantener inm贸viles durante horas los m煤sculos de la cara, a perpetuar un mortecino, invariable brillo de los ojos, a repetir con indiferencia voces arrastradas, mon贸tonas y aburridas.

Pero al matar toda expresi贸n que pudiera trasmitir alegr铆a, desencanto, riesgos calculados, grandes o peque帽as astucias, nos era forzoso, inevitable mostrar en las caras otras cosas, las que est谩bamos resueltos, acostumbrados a esconder diariamente, durante a帽os, cada d铆a, desde el final del sue帽o, todas las jornadas, hasta el principio del sue帽o.

Porque fue muy pronto que supimos y reimos discretos, sacudiendo las cabezas con fingida l谩stima, con simulacro de comprensi贸n, que Moncha se encerraba en la botica con Barth茅 y el mancebo; siempre, ella, vestida de novia, siempre el muchacho mostrando sin recordar el torso desnudo, siempre el boticario con gota, pantuflas y el eterno, indefinible malhumor de las solteronas.

Inclinados los tres encima de las cartas de tarot y brujer铆a, simulando creer en retornos, golpes de suerte, muertes esquivadas, traiciones previsible; y aguardadas.

Un momento no m谩s; la gordura blanda de Barth茅, su boca expectante y fruncida; los m煤sculos crecientes del muchacho que ya no necesitaba alzar la voz para dar 贸rdenes; el inveros铆mil traje de novia que Moncha arrastraba entre mostradores y estantes, frente a los enormes frascos color caramelo y con etiquetas blancas, todas o casi incomprensibles.

Pero siempre estaban sobre la mesa los extra帽os naipes del tarot y era irresistible volver a ello, asombrarse, temer o vacilar.

Y hay que se帽alar, para beneficio y desconcierto de futuros, tan probables, ex茅getas de la vida y pasi贸n de Santa Mar铆a, que los dos hombres hab铆an dejado de pertenecer a la novela, a la verdad indiscutible.

Barth茅, gordo y asm谩tico, en retirada hist茅rica, con estallidos tolerados y grotescos, no era ya concejal, no era m谩s que el diploma de farmac茅utico sucio de a帽os y moscas que colgaba detr谩s del mostrador, no era m谩s que l铆der espor谩dico de alguno de los diez grupos trotskistas, completado cada uno por tres o cuatro peligrosos revolucionarios que redactaban y firmaban, con ritmo menstrual, manifiestos, declaraciones y protestas sobre temas ex贸ticos y diversos.

El muchacho no era ni fue m谩s que el exacerbado t铆mido c铆nico que se acerc贸 un invierno, al caer la tarde, a la cama de un Barth茅 aterrorizado por el miedo, la gripe, la sucia conciencia, el m谩s all谩, treinta y ocho grados de fiebre para recitar claro y cauteloso:

-Dos cosas, se帽or, y disculpe. Usted me hace socio y ya tengo el escribano. O me voy, cierro la botica. Y el negocio se acab贸.

Firmaron el contrato y solo le qued贸 a Barth茅, para creer en la supervivencia, la tristeza de que las cosas no hubieran tenido un origen distinto, que la sociedad en la que 茅l hab铆a pensado desde mucho tiempo atr谩s como en un tard铆o regalo de bodas hubiera sido impuesta por la extorsi贸n y no por la armoniosa madurez del amor.

De modo que, de los tres, Moncha, a pesar de la parcial locura y de la muerte que solo puede estimarse como un detalle, una caracter铆stica, un personal modo de ser, fue la 煤nica que se mantuvo, Brausen sabr谩 hasta cu谩ndo, viva y actuante.

¿Como un insecto? Puede ser. Tambi茅n se acepta, por igualmente novedosa, la met谩fora de la sirena puesta sin compasi贸n fuera del agua, soportando paciente los bandazos y el mal de tierra en el antro de la botica. Como un insecto, se insiste, atrapado en la media luz pringosa por los extra帽os naipes que destilaban el ayer y el hoy, que exhib铆an confusos, sin mayor compromiso, el futuro inexorable. El insecto, con su caparaz贸n de blancura caduca, revoloteando sin fuerzas alrededor de la luz triste que ca铆a sobre la mesa y las cuatro manos, alej谩ndose para golpear contra garrafas y vitrinas, arrastrando sin prisas y torpe la cola larga, silente, tan desmerecida, que un d铆a lejano dise帽贸 e hizo Mme. Car贸n en persona.

Y cada noche, despu茅s de cerrada la botica y encendidas en la pared externa las luces violetas que anunciaban el servicio nocturno, el largo insecto blanquecido recorr铆a los habituales grandes c铆rculos y peque帽os horizontes para volver a inmovilizarse, frotando o solo uniendo las antenas, sobre las promesas susurradas por el tarot, sobre el balbuceo de los naipes de rostros hier谩ticos y amenazantes que reiteraban felicidades logradas luego de fatigosos laberintos, que hablaban de fechas inevitables e imprecisas.

Y, aunque sea lo menos, le dej贸 al muchacho semidesnudo una sensaci贸n no totalmente comprendida de fraternidad; y le dej贸 al resto de vejez de Barth茅 un problema irresoluble para masticar sin dientes, hundido en el sill贸n en que se traslad贸 a vivir, girando los pulgares sobre el vientre nunca enflaquecido:

-Si estaba aqu铆 y la casa era como suya. Si andaba y curioseaba y revolv铆a. Si nosotros dos la quisimos siempre, por qu茅 no rob贸 veneno, que de ninguna manera hubiera sido robar, y termin贸 m谩s r谩pido y con menor desdicha.

Y entonces empez贸 a sucedemos y nos sigui贸 sucediendo hasta el final y un poco m谩s all谩.

Porque, insistimos, as铆 como una vez Moncha regres贸 del falansterio, golpe贸 en Santa Mar铆a y se nos fue a Europa, ahora llegaba de Europa para bajar a la Capital y volver a nosotros y estar, convivir en esta Santa Mar铆a que, como alguno dijo, ya no es la de antes.

No pod铆amos, Moncha, ampararte en los grandes espacios grises y verdes de las avenidas, no pod铆amos aventar tantos miles de cuerpos, no pod铆amos reducir la altura de los incongruentes edificios nuevos para que estuvieras m谩s c贸moda, m谩s unida o en soledad con .nosotros. Muy poco, solo lo imprescindible, pudimos hacer contra el esc谩ndalo, la iron铆a, la indiferencia.

Dentro de la ciudad que alzaba cada d铆a un muro, tan superior y ajeno a nosotros -los viejos-, de cemento o cristal, nos empe帽谩bamos en negar el tiempo, en fingir, creer la existencia est谩tica de aquella Santa Mar铆a que vimos, paseamos; y nos bast贸 con Moncha.

Hubo algo m谩s, sin importancia. Con la misma naturalidad, con el mismo esfuerzo y farsa que us谩bamos para olvidar la nueva ciudad indudable, tratamos de olvidar a Moncha encima de las copas y los naipes, en el bar del Plaza, en el restaurante elegido, en el edificio flamante del club.

Tal vez alguno impuso el respeto, el silencio con alguna mala frase. Aceptamos, olvidamos a Moncha, y conversamos nuevamente de cosechas, del precio del trigo, del r铆o inm贸vil y sus barcos -y de lo que entraba y sal铆a de las bodegas de los barcos- del subibaja de la moneda, de la salud de la esposa del Gobernador, la se帽ora, Nuestra Se帽ora.

Pero nada serv铆a ni sirvi贸, ni trampas infantiles ni ca铆das en el exorcismo. Aqu铆 est谩bamos, el mal de Moncha, la enfermedad de setenta y cinco mil d贸lares de la Se帽ora, primera cuota.

De modo que tuvimos que despertar y creer, decirnos que s铆, que ya lo ve铆amos desde tantos meses atr谩s y que Moncha estaba en Santa Mar铆a y estaba como estaba.

La hablamos visto, sabido que paseaba en taxis o en el ruinoso Opel 1951, que hac铆a desgastadas visitas de cumplido, recordando -tal vez con organizada maldad- fechas muertas e ilevantables de aniversarios. Nacimientos, bodas y defunciones. Posiblemente -exageran- el d铆a exacto en que era aconsejable y bueno olvidar un pecado, una fuga, una estafa, una ensuciada forma del adi贸s, una cobard铆a.

No supimos si todo esto estaba en su memoria y nunca encontramos una libreta, un simple almanaque con litograf铆as optimistas que pudiera explicarlo.

Santa Mar铆a tiene un r铆o, tiene barcos. Si tiene un rio tiene niebla. Los barcos usan bocinas, sirenas. Avisan, est谩n, pobre ba帽ista y mirador de agua dulce. Con su sombrilla, su bata, su traje de ba帽o, canasta de alimentos, esposa y ni帽os, usted, en un instante en seguida olvidado de imaginaci贸n o debilidad, puede, pudo, podr铆a pensar en el tierno y bronco gemido del ballenato llamando a su madre, en el bronco, temeroso llamado de la ballena madre. Est谩 bien: as铆, m谩s o menos, sucede en Santa Mar铆a cuando la niebla apaga el r铆o.

La verdad, si pudi茅ramos jurar que aquel fantasma estuvo entre nosotros y nos dur贸 tres meses, es que Moncha Insaurralde viajaba, casi diariamente, desde su casa, en taxi o en el Opel, vestida siempre y con el olor y aspecto de eternidad -tal como result贸- con el vestido de novia que le hab铆a hecho en la Capital, Mme. Car贸n, cosiendo las sedas y encajes que se hab铆a tra铆do de Europa para la ceremonia de casamiento con alguno de los Marcos Bergner que hubiera inventado en la distancia, bendecida por un Padre Bergner inmodificable. gris谩ceo y de piedra. Solo a ella le faltaba morir.

Todas las cosas son as铆 y no de otro modo; aunque sea posible barajar cuatro veces trece despu茅s que ocurrieron y son irremediables.

Asombros varios, afirmaciones rotundas de ancianos negados a la entrega, confusiones inevitables impiden fechar con exactitud el d铆a, la noche del primer gran miedo. Moncha lleg贸 al hotel del Plaza en el coche bronqu铆tico, hizo desaparecer al ch贸fer y avanz贸 en sue帽os hasta la mesa de dos cubiertos que hab铆a reservado. El traje de novia cruz贸, arrastr谩ndose, las miradas y estuvo horas, m谩s de una hora, casi sosegado ante el vac铆o -platos, tenedores y cuchillos- que sostuvo enfrente. Ella, apenas contenta y afable, pregunt贸 a la nada y detuvo en el aire alg煤n bocado, alguna copa, para escuchar. Todos percibieron la raza, la mamada educaci贸n irrenunciable. Todos vieron, de distinta manera, el traje de novia amarillento, los encajes desgarrados y en partes colgantes. Fue protegida por la indiferencia y ef temor. Los mejores, si es que estuvieron, unieron el vestido con alg煤n recuerdo de dicha, tambi茅n agotado por el tiempo y el fracaso.

No muy temprano ni tarde, el ma铆tre en persona – Moncha se llama Insaurralde- trajo la cuenta doblada sobre un platito y la dej贸 exactamente entre ella y el otro ausente, invisible, separado de nos, de Santa Mar铆a, por una incomprensible distancia de millas marinas, por las hambres de los peces. Pregunt贸, apenas estuvo, inclin贸 la gorda, impasible cabeza sonriente. Parec铆a bendecir y consagrar, parec铆a habituado. El smoking de verano oto帽o tambi茅n pudo ser entendido como una sobrepelliz convincente.

Era necesario organizar secretas y solitarias peregrinaciones al restaurante donde hab铆a comido con Marcos. Tarea dif铆cil y compleja porque no se trataba de un simple traslado f铆sico. Requer铆a la creaci贸n previa y duradera de un estado de 谩nimo, a veces, sent铆a, perdido para siempre, un esp铆ritu adecuado para la espera de la cita y para saber que iba a prolongarse, gozoso, indeclinable, hasta el final de la noche, hasta la hora exacta en que puede afirmarse en Santa Mar铆a que todo est谩 cerrado. Y m谩s all谩; el estado de 谩nimo deb铆a mantenerse y atravesar la hora del cierre general, permanecer en la soledad nocturna y engendrar la dulzura de los sue帽os. Porque debe entenderse que todo lo dem谩s, lo que nosotros, sanmarianos, insistimos en llamar realidad, era para Moncha tan simple como un acto fisiol贸gico cumplido con buena salud. Llamar al maitre del Plaza, pedirle una mesa “ni muy cerca ni muy lejos”, anunciarle el regreso de Marcos y el festejo correspondiente, discutir, provocando, sobre las posibilidades de la comida, reclamar el vino favorito d茅 Marcos, vino que ya no exist铆a, que ya no nos llegaba, vino que hab铆a sido vendido en botellas alargadas que ofrec铆an etiquetas confusas.

Envejecido y sin sonrisas Francisco, el ma卯tre, manten铆a calmoso el juego telef贸nico, no abandonaba sus tan antiguas convicciones, reiteraba que el vino imposible deb铆a ser servido, de acuerdo, sin dudas, chambr茅, no demasiado lejos, no demasiado cerca del punto de temperatura ideal, inalcanzable.

La fecha consta al pie y parece irrevocable. Sin embargo, alguien, alguno puede jurar que vio, cuarenta a帽os despu茅s de escrita esta historia, a Moncha Insaurralde en la esquina del Plaza. No interesan los detalles de la visi贸n, los progresos edilicios de Santa Mar铆a que festejar铆a El Liberal. Solo importa que todos contribuyan a verla y sepan coincidir. Mucho m谩s peque帽a, con el vestido de novia te帽ido de luto, con un sombrero, un canotier con cintas opacas excesivamente peque帽o aun para la moda de cuarenta a帽os despu茅s, apoyada casi en un delgado bast贸n de 茅bano, en el forzoso mango de plata, sola y resuelta en el comienzo de una noche de oto帽o -tan suave el aire, tan discretos los mugidos de los remolcadores en el r铆o-, esperando con ojos pacientes y burlones que se fueran los ocupantes de exactamente aquella mesa, situada ni muy cerca ni muy lejos de la puerta de entrada y de la rocina. Y siempre, en aquel tiempo infinito que existir谩 cuando pasen cuarenta a帽os, llegaba el momento verdadero y prometido, el momento en que la mesa quedaba desocupada y ella pod铆a avanzar, fingiendo por coqueter铆a ayudarse con el bast贸n, saludar a Francisco o al nieto tan crecido de Francisco, avanzar hasta la impaciencia de Marcos y excusarse sin 茅nfasis por haberse retrasado. Dios estaba en los cielos y reinaba sobre la tierra, Marcos, ya borracho, inmarcesible, la perdonaba entre bromas y palabras sucias acerc谩ndosele sobre el mantel un ramito de las primeras violetas de aquel oto帽o cuarent贸n.

Como estaba dispuesto, nosotros, los viejos, nos separamos. Ni hubo necesidad de palabras para el respeto y la comprensi贸n. Algunos olvidaron mientras les fue necesario y hubieron podido continuar durante cuarenta a帽os la construcci贸n de su olvido. Olvidaron, no supieron que Moncha Insaurralde se paseaba por las calles de Santa Mar铆a, entraba en negocios, visitaba exacta caserones de ricos y los ranchos que intentan bajar hasta la costa vestida siempre con su traje de novia que esperaba el regreso de Marcos para incorporarse las prescritas flores blancas, frescas y duras.

Algunos pensaron en el tambi茅n muerto vasco Insaurralde, en lealtad a una memoria, en la misma mujer alucinada que arrastraba, adher铆a la inevitable mugre a la cola de su vestido. Y 茅stos eligieron tambi茅n cuidar del fantasma, simular que cre铆an en 茅l, usar la riqueza, el prestigio, los restos a煤n no cubiertos de ceniza de la tierna brutalidad adolescente.

Hubo poco, para unos y otros; en todo caso, vieron y se enteraron de mucho menos. Vieron, simplemente.


TE RECOMIENDO, LECTOR: "Un sue帽o realizado", cuento de Juan Carlos Onetti


Si hay nardos y jazmines, si hay cera o velas, si hay una luz sobre una mesa y papeles v铆rgenes en la mesa, si hay bordes de espuma en el r铆o, si hay dentaduras de muchachas, si hay una blancura de amanecer creciendo encima de la blancura de la leche que cae caliente y blanca en el fr铆o del balde, si hay manos envejecidas de mujeres, manos que nunca trabajaron, si hay un corto filo de enagua para la primera cita de un muchacho, si hay un ajenjo milagrosamente bien hecho, si hay camisas colgadas al sol, si hay espuma de jab贸n y pasta para afeitarse o pasta para el cepillito, si hay escler贸ticas falsamente inocentes de ni帽os, s铆 hay, hoy, nieve intacta, reci茅n ca铆da, si el Emperador de Siam conserva para el Vicevirrey o Gobernador una manada de elefantes, s铆 hay capullos de algod贸n rozando el pecho de negros que sudan y cortan, si hay una mujer en congoja y miseria capaz de negativa y surgimiento, capaz de no contar monedas ni el futuro inmediato para regalar una cosa in煤til.

Esto, tan largo, en la imposibilidad de contar la historia del inadmisible vestido de novia, corro铆do, tuerto y viejo, en una sola frase de tres l铆neas. Pero fue as铆, vestido, salto de cama, camis贸n y mortaja. Para todos, los que hab铆an preferido con prudencia refugiarse en la ignorancia, para los que hab铆an elegido formar una dislocada guardia de corps, reconocer su existencia y proclamar que proteger铆amos, en lo que nos fuera posible, el vestido de novia que envejec铆a diariamente, que se acercaba sin remedio a una condici贸n de trapo, proteger el vestido y lo ignorado, imprevisible, que llevaba dentro.

Las est茅riles, silenciosas, opuestas, nunca b茅licas posiciones de los viejos que nos reun铆amos en el Plaza o en el nuevo edificio del Club, duraron poco. Menos de tres meses, como ya se dijo. Porque suavemente y de pronto, tan suavemente que se nos hizo de pronto despu茅s, cuando lo supimos, o cuando empezamos a olvidar, todas las imaginables blancuras moribundas, cada d铆a m谩s amarillentas y con el irreversible tono de ceniza, crecieron inexorables, las tomamos como verdad.

Porque Moncha Insaurralde se hab铆a encerrado en el s贸tano de su casa, con algunos -pero no bastantes- seconales, con su traje de novia que pod铆a servirle, en la placidez velada del sol del oto帽o sanmariano como piel verdadera para envolver su cuerpo flaco, sus huesos arm贸nicos. Y se ech贸 a morir, se aburri贸 de respirar.

Y fue entonces que el m茅dico pudo mirar, oler, comprobar que el mundo que le fue ofrecido y 茅l segu铆a aceptando no se basaba en trampas ni mentiras endulzadas. El juego, por lo menos, era un juego limpio y respetado con dignidad por ambas partes: Diosbrausen y 茅l.

Quedaban Insaurraldes lejanos, fan谩ticos, deseosos de colocar en la muerta un s铆ncope imprevisible. En todo caso, lo consiguieron, no habr铆a autopsia. Por eso es posible que el m茅dico haya vacilado entre la verdad evidente y la hipocres铆a de la posteridad. Prefiri贸, muy pronto, abandonarse al amor absurdo, a una lealtad inexplicable, a una forma cualquiera de la lealtad capaz de engendrar malentendidos. Casi siempre se elige as铆. No quiso abrir las ventanas, acept贸 respirar en comuni贸n intempestiva el mismo aire viciado, el mismo olor a mugre rancia, a final. Y escribi贸, por fin, despu茅s de tantos a帽os, sin necesidad de demorarse pensando.

Temblaba de humildad y justicia, de un raro orgullo incomprensible cuando pudo, por fin, escribir la carta prometida, las pocas palabras que dec铆an todo: nombres y apellidos del fallecido: Mar铆a Ramona Inaurralde Zamora. Lugar de defunci贸n: Santa Mar铆a. Segunda Secci贸n Judicial. Sexo: femenino. Raza: blanca. Nombre del pa铆s en que naci贸: Santa Mar铆a. Edad al fallecer: veintinueve a帽os. La defunci贸n que se certifica ocurri贸 el d铆a del mes del a帽o a la hora y minutos. Estado o enfermedad causante directo de la muerte: Brausen, Santa Mar铆a, todos ustedes, yo mismo.

FIN



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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

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