¡Hola, lectores! Iniciamos con este primer cuento la sección de COLABORADORES. Un espacio para compartir los escritos de los seguidores de Mar de fondo, sean profesionales o aspirantes a escritores. El sentido de este espacio es dar a conocer a la comunidad lectora del Blog los trabajos y el talento de autores como Esteban Morán, quién hoy nos deleita con este interesante texto ¡Leamos!
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/241vBoBpU |
Sobre el cuento
El relato presenta la historia de Hilario Hernández, quien una noche despierta alarmado al escuchar a su esposa gemir en sueños de una manera extraña, similar a si estuviera haciendo el amor. Esta experiencia lo consume con pensamientos celosos y obsesivos, lo que lo lleva a cuestionar la realidad de su relación.
Hilario Hernández
Hilario Hernández despertó sobresaltado ante los quejidos que con esfuerzo escapaban cuales murmullos de la esposa dormida a su lado. Estaba soñando. Como otras noches todo tuvo los atisbos que tenían todas las demás noches que habían compartido en esa intimidad y exposición que es dormir junto a otro ser, sino hubiera sido porque estos quejidos no eran los quejidos comunes del que sufre víctima del subconsciente en el plano onírico, sino del que se queja de placer porque hace el amor.
Su primera reacción fue prestar completa atención. Dentro de su cabeza se produjo una vorágine de pensamientos concluyentes polarizados desde un extremo responsable y racional hasta un opuesto completamente disoluto y subjetivo. Los intentos por organizar el primer polo fueron abandonados por la rotunda conclusión del segundo, aupada por el aumento en la intensidad de los gemidos: Se la están cogiendo. Lo siguiente fue la pregunta que se hizo y con la que cambió la vida que había vivido hasta esta noche: ¿Quién?
Unas semanas atrás Hilario Hernández había tomado la decisión de buscar ayuda profesional. Le preocupaba la facilidad con que se radicalizaban sus pensamientos desde la virtud de su incólume decencia hasta la más sucia de las perversiones. Esa tarde, sin contarle aún la razón que lo tenía en aquel diván, le sugirió al psicólogo que creía ser un hombre con tendencia a la disfuncionalidad. El sicólogo, que era un tipo de apariencia cansada o despreocupada, reconocimiento que le produjo la certeza a Hilario de que ambas cualidades podían ser lo mismo, le contestó sin oír un solo detalle adicional de sus tribulaciones, que todo tenía una tendencia insoportable y asfixiante a la disfuncionalidad y que esto no era producto de alguna inflexión del continuo colectivo, sino de que todos éramos nativamente disfuncionales y de que la existencia consistía básicamente en intentar funcionar.
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Luego de esto, guardaron silencio el resto de los cuarenta y cinco minutos que duraban las entrevistas, indicado en una elegante placa empotrada en la pared exactamente bajo el diploma del licenciado. El rigor del mensaje le humilló más que la tajante interrupción. Pensó entonces que el licenciado era un arrogante hijo de puta, él un ridículo en decadencia y su mujer una santa, víctima de su sexualidad insatisfecha y mal dirigida.
La mañana siguiente al sueño, sentados en la mesa compartían el café solemne con el que iniciaban los días. Con actuada trivialidad le preguntó primero si había dormido bien, recibiendo un sí con la cabeza, ya que en ese momento también se llevaba la taza a los labios. Contó quince segundos. De la misma manera preguntó entonces si recordaba lo que había soñado y la respuesta fue un no cortante, como todas sus conversaciones por aquellos tiempos e incluso tal vez, todas sus conversaciones de siempre.
Esa nueva noche cumplieron con el protocolo previo a dormir. Ella cayó inmediatamente, como solía explicar: cansada del trabajo. Él no mintió cuando además del “buenas noches” acostumbrado, añadió que se sentía muy cansado. En lo que sí mintió fue en obviar aclarar que su cansancio era producto del caos de especulaciones que no daban tregua a su mente agobiada por la duda de ese sueño.
Esa noche no durmió. Esperó, guardó silencio. La imaginó en este mundo acaso real en los brazos de otro. La imaginó poseída por una bestia de carne sin rostro, por un hombre incansable, por un tipo vigoroso que sin escrúpulos la sodomizaba de maneras que no lograba siquiera idear porque las formas de los cuerpos se deformaban en sus lascivos escenarios. Lo peor fue que en esos hipotéticos planos su esposa era presa desinhibida del placer y sin reparo se entregaba a toda forma de gozo de la carne en que sus amantes informes la pusieran a través de los propios pensamientos de Hilario, en extremos que las posibilidades fisiológicas y físicas del cuerpo no permiten.
Cuando casi no podía con el sueño contra el que luchaba en su espera sucedió. Estaba soñando otra vez. Sacó una libreta para anotar. El cuerpo de su mujer bajo las telas traslúcidas de un recatado camisón comenzaba a temblar. Como el tropel de caballos bajando de una montaña los latidos del corazón de la mujer retumbaban en pecho, cuarto, casa y mundo. Venían las palabras y atento para escribir empuñó la péñola y transcribió al papel: mmm, mmm, mmm. Se la están cogiendo de nuevo, concluyó. Dejó de anotar, hacía mucho frío esa noche y la arropó con el edredón hasta el cuello. Él tenía calor a pesar de todo. Sintió su sangre caliente llegar hasta cada parte del cuerpo insoportablemente pesado y le vino un gran cansancio sobre el que se propuso dejarse morir si era lo que estaba pasando. Cerró los ojos, se puso a llorar y se quedó dormido sin fuerza alguna o ganas de despertar otra vez.
A la mañana siguiente de nuevo el café. De nuevo preguntó si había dormido bien. De nuevo respondió que sí con la cabeza porque de nuevo en ese momento llevaba la taza a los labios. De nuevo volvió a preguntar si recordaba lo que había soñado y entonces se dio una conversación diferente entre ambos después de un largo tiempo. Le explicó entonces que iban dos noches que la notaba inquieta. Le respondió que no recordaba nada y que no sabía a qué se refería. Le dijo entonces que a él le daba la impresión de que como que se la estaban cogiendo, a lo que respondió que era un enfermo, que la respetara, que no quería volver a hablar del tema y que en adelante durmiera en el sillón de la sala si es que le molestaban tanto sus ruidos al dormir. Ya ni soñar se puede, finalizó.
No hizo caso de dormir fuera de su cama. No dijo nada y a la noche siguiente estaba una vez más en su lecho matrimonial dispuesto a dormir al lado de su esposa. Esa noche no se dijeron buenas noches. Ella cayó primero con esa pesadez que le era propia. Hilario cerró los ojos y fingió para sí que tenía sueño. Fingió la vigilia. Fingió la espera. Fingió el sopor. Fingió que soñaba que esta no era su vida y que su verdadera vida era tan dichosa que no podía siquiera soñarla. No pudo fingir indiferencia cuando la mujer comenzó a quejarse nuevamente. Su cuerpo se estremecía con afán presa de una fuerza explicable solo mediante fenómenos fantásticos del subconsciente. Tuvo la intención de tomarla por los hombros y sacudirla. Gritarle que despertará y le dijera inmediatamente en ese instante imaginado con quién carajos estaba haciendo el amor. Incluso pensó preguntar también en ese delirio, lo que preguntaría si esto también le pasaba despierta: ¿Por qué?
A la mañana siguiente no hubo café. Él lo hacía todos los días, pero ese día había decidido que así fuera, para hablar del porqué no había café. Debían hablar de algo y lo que fuera ese algo, los llevara ineludiblemente a discutir lo que estaba pasando en sus sueños. Había evaluado toda posibilidad de sustentar su ofensa mediante algún recurso racional, pero al serle imposible y aceptar que reclamar o exponer un desacuerdo sobre lo soñado o lo imaginado por otra persona, era una completa insensatez que rozaba sin menoscabo la estupidez, se vio obligado a reconocer que lo que más lo exacerbaba era que pese a esta responsable observación, le emputaba.
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La mujer lista para irse al trabajo entró a la cocina donde Hilario divagaba en sus imaginarios neuróticos, interrumpiéndole al preguntar por el café. Le respondió con firmeza que no lo había hecho. Esta tomó su bolso y se fue sin alterarse. Hilario advirtió entonces una forma de llamado de su conciencia a una cordura que se le hacía tangible. Pensó en lo virtuoso de aquel estado y en que la lucidez era una forma palpable de las emociones.
Por la noche estaba tranquilo. Se dio un baño. Se puso el pijama. Se peinó, cepilló sus dientes. Se sintió limpio, sano. Se sintió feliz y relacionó este estado con la calma. Se metió en la cama donde ya estaba la mujer. Ella apagó la luz. Después se arropó y desde el edredón le dijo buenas noches y que olía muy bien. Hilario Hernández respondió solamente a las buenas noches, con una sonrisa agradecida bajo la penumbra del cuarto. Minutos después ambos dormían hasta que la mujer volvió a gemir en nuevos sueños. Hilario despertó y encendió la luz. Se veía hermosa y vulnerable. Sus senos subían y bajaban tomando vida propia entre estertores. En ese justo momento de la inconsciencia llegaba al orgasmo. Hilario se percibió ajeno y solo. Quiso no tener la necesidad de estar vivo en ese momento. La mujer cayó en el éxtasis del placer y mordiéndose los labios susurró: Hilario. Estaba perplejo y por su cabeza pasó como una estrella fugaz la idea escabrosa de que había muchos Hilarios. Con profunda vergüenza preguntó a la mujer dormida: ¿Qué Hilario? Con voz cansada y una expresión placentera respondió: Hilario Hernández.
FIN
Autor: Esteban Morán
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