El genial primer capítulo de "Relato de un náufrago", novela de García Márquez

¡Hola, lectores! Creo que siempre es interesante leer un extracto del libro que deseamos adquirir. Para ello, los blogs como Mar de fondo, te ofrecen la oportunidad de disfrutar los primeros capítulos de las obras más valoradas. En ese sentido, hoy te traigo las primeras páginas de "Relato de un náufrago", una genial historia de no ficción publicada en 1970 ¡Este primer capítulo te atrapará!

primer capítulo de "Relato de un náufrago", novela de García Márquez


Sobre el libro Relato de un náufrago


En esta obra, Gabriel García Márquez explotó su cualidades de narrador. Si bien al inicio la intención de la misma era la de un reportaje sobre Luis Alejandro Velasco, un hombre que verdaderamente encarnó las desavenencias de la trama, pues estuvo diez días a la deriva en una balsa mecida por el mar Caribe.


García Márquez no sospechaba que años más tarde recibiría el Nobel de Literatura, pues en aquel entonces era un joven reportero que se dejó cautivar por el relato de los hechos de boca del propio protagonista, más adelante su genialidad lo transformó (quizá sin pretenderlo) en un prodigioso ejercicio literario y una narración escueta y envolvente que hubo de convertirse en libro.

Publicación por entregas



Lo interesante de esta historia es que se publicó por entregas al estilo de reportaje para el prestigioso diario El espectador de Bogotá. Inmediatamente supuso un alboroto político considerable, ya que se revelaba la existencia de un contrabando ilegal en un buque de la Armada colombiana, lo que costó la vida a siete marineros y el naufragio del Velasco.

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Sinopsis


El Relato de un náufrago habla sobre la historia de Luis Alejandro Velasco Sánchez, un náufrago que fue recibido como héroe de Colombia, sin embargo, tras la versión narrada en el diario El Espectador de Bogotá, quedó en el olvido y tuvo que exiliarse en París. 

Cierto día un tripulante (Velasco) del buque militar colombiano, que había estado en Mobile, Alabama (EE.UU) cuando el ARC Caldas estaba sometido a reparaciones, sufrió el naufragio de su embarcación. Este hecho lo enfrentó a vivir durante diez días en alta mar al caer del mismo.   Sobrevivió solo en el medio del mar, sin comida y haciendo cálculos de cuándo irían a buscarlo los aviones de rescate.

El remezón político vino porque quedó de manifiesto que los marinos habían caído al mar a causa de unos cargamentos de contrabando que se soltaron en la cubierta y no por una tormenta como mintiera la Armada de Colombia y la dictadura de ese entonces. 

Aquí el primer capítulo


PRIMER CAPÍTULO



1




Cómo eran mis compañeros muertos en el mar

El 22 de febrero se nos anunció que regresaríamos a Colombia. Teníamos ocho meses de estar en Mobile, Alabama, Estados Unidos, donde el A.R.C. Caldas fue sometido a reparaciones electrónicas y de sus armamentos. Mientras reparaban el buque, los miembros de la tripulación recibíamos una instrucción especial. En los días de franquicia hacíamos lo que hacen todos los marineros en tierra: íbamos al cine con la novia y nos reuníamos después en Joe Palooka, una taberna del puerto, donde tomábamos whisky y armábamos una bronca de vez en cuando.

Mi novia se llamaba Mary Address, la conocí dos meses después de estar en Mobile, por intermedio de la novia de otro marino. Aunque tenía una gran facilidad para aprender el castellano, creo que Mary Address no supo nunca por qué mis amigos le decían «María Dirección». Cada vez que tenía franquicia la invitaba al cine, aunque ella prefería que la invitara a comer helados. Nos entendíamos en mi medio inglés y en su medio español, pero nos entendíamos siempre, en el cine o comiendo helados.

Sólo una vez no fui al cine con Mary: la noche que vimos El motín del Caine. A un grupo de mis compañeros le habían dicho que era una buena película sobre la vida en un barreminas. Por eso fuimos a verla. Pero lo mejor de la película no era el barreminas sino la tempestad. Todos estuvimos de acuerdo en que lo indicado en un caso como el de esa tempestad era modificar el rumbo del buque, como lo hicieron los amotinados. Pero ni yo ni ninguno de mis compañeros había estado nunca en una tempestad como aquélla, de manera que nada en la película nos impresionó tanto como la tempestad. Cuando regresamos a dormir, el marino Diego Velázquez, que estaba muy impresionado con la película, pensando que dentro de pocos días estaríamos en el mar, nos dijo: «¿Qué tal si nos sucediese una cosa como ésa?».

Confieso que yo también estaba impresionado. En ocho meses había perdido la costumbre del mar. No sentía miedo, pues el instructor nos había enseñado a defendernos en un naufragio. Sin embargo, no era normal la inquietud que sentía aquella noche en que vimos El motín del Caine.

No quiero decir que desde ese instante empecé a presentir la catástrofe. Pero la verdad es que nunca había sentido tanto temor frente a la proximidad de un viaje. En Bogotá, cuando era niño y veía las ilustraciones de los libros, nunca se me ocurrió que alguien pudiera encontrar la muerte en el mar. Por el contrario, pensaba en él con mucha confianza. Y desde cuando ingresé en la Marina, hace casi doce años, no había sentido nunca ningún trastorno durante el viaje.

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Pero no me avergüenzo de confesar que sentí algo muy parecido al miedo después que vi El motín del Caine. Tendido boca arriba en mi litera —la más alta de todas— pensaba en mi familia y en la travesía que debíamos efectuar antes de llegar a Cartagena. No podía dormir. Con la cabeza apoyada en las manos oía el suave batir del agua contra el muelle, y la respiración tranquila de los cuarenta marinos que dormían en el mismo salón. Debajo de mi litera, el marinero primero Luis Rengifo roncaba como un trombón. No sé qué soñaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar.

La inquietud me duró toda la semana. El día del viaje se aproximaba con alarmante rapidez y yo trataba de infundirme seguridad en la conversación con mis compañeros. El A. R. C. Caldas estaba listo para partir. Durante esos días se hablaba con más insistencia de nuestras familias, de Colombia y de nuestros proyectos para el regreso. Poco a poco se iba cargando el buque con regalos que traíamos a nuestras casas: radios, neveras, lavadoras y estufas, especialmente. Yo traía una radio.

Ante la proximidad de la fecha de partida, sin poder deshacerme de mis preocupaciones, tomé una determinación: tan pronto como llegara a Cartagena abandonaría la Marina. No volvería a someterme a los riesgos de la navegación. La noche antes de partir fui a despedirme de Mary, a quien pensé comunicarle mis temores y mi determinación. Pero no lo hice, porque le prometí volver y no me habría creído si le hubiera dicho que estaba dispuesto a no navegar jamás. Al único que comuniqué mi determinación fue a mi amigo íntimo, el marinero segundo Ramón Herrera, quien me confesó que también había decidido abandonar la Marina tan pronto como llegara a Cartagena. Compartiendo nuestros temores, Ramón Herrera y yo, nos fuimos con el marinero Diego Velázquez a tomarnos un whisky de despedida en Joe Palooka.

Pensábamos tomarnos un whisky, pero nos tomamos cinco botellas. Nuestras amigas de casi todas las noches conocían la noticia de nuestro viaje y decidieron despedirse, emborracharse y llorar en prueba de gratitud. El director de la orquesta, un hombre serio, con unos anteojos que no le permitían parecer un músico, tocó en nuestro honor un programa de mambos y tangos, creyendo que era música colombiana. Nuestras amigas lloraron y tomaron whisky de a dólar y medio la botella.

Como en esa última semana nos habían pagado tres veces, nosotros resolvimos echar la casa por la ventana. Yo, porque estaba preocupado y quería emborracharme. Ramón Herrera porque estaba alegre, como siempre, porque era de Arjona y sabía tocar el tambor y tenía una singular habilidad para imitar a todos los cantantes de moda.

Un poco antes de retirarnos, un marinero nortea mericano se acercó a la mesa y le pidió permiso a Ramón Herrera para bailar con su pareja, una rubia enorme, que era la que menos bebía y la que más lloraba —¡sinceramente!—. El norteamericano pidió permiso en inglés y Ramón Herrera le dio una sacudida, diciendo en español: «¡No entiendo un carajo!».

Fue una de las mejores broncas de Mobile, con sillas rotas en la cabeza, radiopatrullas y policías. Ramón Herrera, que logró ponerle dos buenos pescozones al norteamericano, regresó al buque a la una de la madrugada, imitando a Daniel Santos. Dijo que era la última vez que se embarcaba. Y, en realidad, fue la última.

A las tres de la madrugada del 24 de febrero zarpó el A.R.C. Caldas del puerto de Mobile, rumbo a Cartagena. Todos sentíamos la felicidad de regresar a casa. Todos traíamos regalos. El cabo primero Miguel Ortega, artillero, parecía el más alegre de todos. Creo que ningún marino ha sido nunca más juicioso que el cabo Miguel Ortega. Durante sus ocho meses en Mobile no despilfarró un dólar. Todo el dinero que recibió lo invirtió en regalos para su esposa, que le esperaba en Cartagena. Esa madrugada, cuando nos embarcamos, el cabo Miguel Ortega estaba en el puente, precisamente hablando de su esposa y sus hijos, lo cual no era una casualidad, porque nunca hablaba de otra cosa. Traía una nevera, una lavadora automática, y una radio y una estufa. Doce horas después el cabo Miguel Ortega estaría tumbado en su litera, muriéndose del mareo. Y setenta y dos horas después estaría muerto en el fondo del mar.

Los invitados de la muerte

Cuando un buque zarpa se le da la orden: «Servicio personal a sus puestos de buque». Cada uno permanece en su puesto hasta cuando la nave sale del puerto. Silencioso en mi puesto, frente a la torre de los torpedos, yo veía perderse en la niebla las luces de Mobile, pero no pensaba en Mary. Pensaba en el mar. Sabía que al día siguiente estaríamos en el golfo de México y que por esta época del año es una ruta peligrosa. Hasta el amanecer no vi al teniente de fragata Jaime Martínez Diago, segundo oficial de operaciones, que fue el único oficial muerto en la catástrofe. Era un hombre alto, fornido y silencioso, a quien vi en muy pocas ocasiones. Sabía que era natural del Tolima y una excelente persona.

En cambio, esa madrugada vi al suboficial primero Julio Amador Caraballo, segundo contramaestre, alto y bien plantado, que pasó junto a mí, contempló por un instante las últimas luces de Mobile y se dirigió a su puesto. Creo que fue la última vez que lo vi en el buque.

Ninguno de los tripulantes del Caldas manifestaba su alegría del regreso más estrepitosamente que el suboficial Elías Sabogal, jefe de maquinistas. Era un lobo de mar. Pequeño, de piel curtida, robusto y conversador. Tenía alrededor de cuarenta años y creo que la mayoría de ellos los pasó conversando.

El suboficial Sabogal tenía motivos para estar más contento que nadie. En Cartagena lo esperaban su esposa y sus seis hijos. Pero sólo conocía cinco: el menor había nacido mientras nos encontrábamos en Mobile.

Hasta el amanecer el viaje fue perfectamente tranquilo. En una hora me había acostumbrado nuevamente a la navegación. Las luces de Mobile se perdían en la distancia entre la niebla de un día tranquilo, y por el oriente se veía el sol, que empezaba a levantarse. Ahora no me sentía inquieto, sino fatigado. No había dormido en toda la noche. Tenía sed. Y un mal recuerdo del whisky.

A las seis de la mañana salimos del puerto. Entonces se dio la orden: «Servicio personal, retirarse. Guardias de mar, a sus puestos». Tan pronto como oí la orden me dirigí al dormitorio. Debajo de mi litera, sentado, estaba Luis Rengifo, frotándose los ojos para acabar de despertar.

—¿Por dónde vamos? —me preguntó Luis Rengifo.

Le dije que acabábamos de salir del puerto. Luego subí a mi litera y traté de dormir.

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Luis Rengifo era un marino completo. Había nacido en Chocó, lejos del mar, pero llevaba el mar en la sangre. Cuando el Caldas entró en reparación en Mobile, Luis Rengifo no formaba parte de su tripulación. Se encontraba en Washington, haciendo un curso de armería. Era serio, estudioso y hablaba el inglés tan correctamente como el castellano.

El 15 de marzo se graduó de ingeniero civil en Washington. Allí se casó, con una dama dominicana, en 1952. Cuando el destructor Caldas fue reparado, Luis Rengifo viajó de Washington y fue incorporado a la tripulación. Me había dicho, pocos días antes de salir de Mobile, que lo primero que haría al llegar a Colombia sería adelantar las gestiones para trasladar a su esposa a Cartagena.

Como tenía tanto tiempo de no viajar, yo estaba seguro de que Luis Rengifo sufriría de mareos. Esa primera madrugada de nuestro viaje, mientras se vestía, me preguntó:

—¿Todavía no te has mareado?

Le respondí que no. Rengifo dijo, entonces: —Dentro de dos o tres horas te veré con la lengua afuera.

—Así te veré yo a ti —le dije. Y él respondió: —El día que yo me maree, ese día se marea el mar. Acostado en mi litera, tratando de conciliar el sueño, yo volví a acordarme de la tempestad. Renacieron mis temores de la noche anterior. Otra vez preocupado, me volví hacia donde Luis Rengifo acababa de vestirse y le dije:

—Ten cuidado. No vaya y sea que la lengua te castigue.


Queridos lectores, espero que hayan disfrutado de esta información y el primer capítulo de la crónica que más tarde se volvería un libro del recordado García Márquez. Si te interesa adquirir el ejemplar solo tienes que hacer clic aquí o en el título del mismo. Es una lectura ágil y entretenida de principio a fin ¿Lo hemos comprobado, no? 

Gracias por apoyarme y nos vemos en el siguiente post. 

Fuente: Buscalibre.com.



Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

2 Comentarios

  1. Una genialidad, gracias por compartir mar de fondo, quisiera adquirir el libro en fisco.

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    1. Hola puedes ingresar aquí: https://www.buscalibre.pe/libro-relato-de-un-naufrago/9788490323762/p/26173712?afiliado=a6a06b7a3a45a93ce60b

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