¡¿C贸mo est谩n, lectores?! Espero que bien y disfrutando de las 煤ltimas lecturas de fin de a帽o. En esta oportunidad quiero compartir con ustedes este genial relato del estadounidense Steinbenck. 饾悑饾悮 饾悺饾悽饾惉饾惌饾惃饾惈饾悽饾悮 饾悵饾悶饾悇饾惀饾悽饾惉饾悮 饾悁饾惀饾惀饾悶饾惂, 饾惍饾惂饾悮 饾惁饾惍饾悾饾悶饾惈 饾悷饾惍饾悶饾惈饾惌饾悶 饾惒 饾惌饾惈饾悮饾悰饾悮饾悾饾悮饾悵饾惃饾惈饾悮, cuida con esmero su jard铆n de crisantemos mientras observa a su esposo, Henry, negociando la venta de ganado. Sin embargo, Elisa anhela algo m谩s profundo: una conexi贸n o prop贸sito que trascienda las labores agr铆colas y dom茅sticas. ¡Leamos con atenci贸n!
![]() |
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/1PRVtWuLT |
LOS CRISANTEMOS
La niebla alta como franela gris del invierno aislaba el valle Salinas del cielo y del resto del mundo. Se aposentaba como una tapa sobre las monta帽as de alrededor y convert铆a el gran valle en un tarro cerrado. El arado mord铆a hondo la superficie del terreno amplio y llano del fondo y dejaba la tierra negra brillante como el metal all铆 donde clavaba las rejas. En las fincas del otro lado del r铆o Salinas, al pie de la colina, los campos de rastrojos amarillentos parec铆an ba帽ados por el sol fr铆o y p谩lido, pero en diciembre la luz del sol no llegaba al valle. Los espesos grupos de sauces del r铆o ard铆an con hojas afiladas y amarillas.
Era una 茅poca de calma y espera. El aire era fr铆o y tierno. Un viento ligero soplaba desde el suroeste, de manera que los granjeros confiaban vagamente en que no tardar铆a en llegar la lluvia; pero la niebla y la lluvia nunca van juntas.
Al otro lado del r铆o, en el rancho de Henry Allen hab铆a poco trabajo por hacer; se hab铆a segado y almacenado el heno y los huertos estaban arados y listos para recibir la lluvia en sus entra帽as cuando llegara. Al ganado de las laderas m谩s altas le crec铆a la lana y se le espesaba el pelaje.
Elisa Allen, que estaba trabajando en su jard铆n de flores, mir贸 al otro extremo del patio y vio a Henry, su marido, hablando con dos hombres con traje de negocios. Los tres estaban de pie junto al cobertizo del tractor, cada uno con un pie apoyado en el lateral del peque帽o Fordson. Fumaban y contemplaban la m谩quina mientras charlaban.
Elisa los observ贸 un momento y luego volvi贸 a su trabajo. Ten铆a treinta y cinco a帽os. El rostro enjuto y fuerte y los ojos claros como el agua. Su cuerpo parec铆a inmovilizado y pesado dentro de la ropa de trabajo, un sombrero negro de hombre encasquetado sobre los ojos, zapatones, un vestido estampado cubierto casi completamente por un gran delantal de pana con cuatro bolsillos enormes para las tijeras, el desplantador y el raspador, las semillas y el cuchillo con los que trabajaba. Usaba unos pesados guantes de cuero para protegerse las manos.
Estaba cortando los tallos de crisantemo viejos con un par de tijeras cortas y fuertes. De vez en cuando miraba a los hombres junto al cobertizo del tractor. La cara de Elisa era entusiasta, madura y guapa; incluso el trabajo con las tijeras rezumaba exceso de entusiasmo y fuerza. Los tallos de crisantemo parec铆an demasiado peque帽os e inofensivos para tanta energ铆a.
Se apart贸 una nube de pelo de los ojos con el dorso del guante y dej贸 una mancha de tierra en la mejilla. Detr谩s de Elisa se ergu铆a la granja blanca y limpia, rodeada de geranios rojos hasta la altura de las ventanas. Era una casita con aspecto de muy barrida y ventanas con aspecto de muy frotadas, y un felpudo limpio para el barro en los escalones de la entrada.
Elisa lanz贸 otra mirada al cobertizo del tractor. Los desconocidos estaban meti茅ndose en su Ford cup茅. Se quit贸 un guante y hundi贸 sus fuertes dedos en el bosque verde de los brotes de crisantemo nuevos que estaban creciendo alrededor de la ra铆ces viejas. Extendi贸 las hojas y rebusc贸 entre el pu帽ado de brotes apretados. Ni 谩fidos, ni cochinillas, ni caracoles, ni orugas. Sus dedos de terrier destrozaban tales pestes sin darles tiempo a empezar.
Elisa dio un respingo al o铆r la voz de su marido. Henry se hab铆a acercado en silencio y se inclinaba por encima de la alambrada que proteg铆a el jard铆n de flores del ganado, los perros y las gallinas.
—Otra vez en marcha —dijo 茅l—. Te viene una nueva cosecha.
Elisa enderez贸 la espalda y volvi贸 a ponerse el guante de jardinera.
—S铆. Este a帽o vienen fuertes. —Su tono y su rostro trasluc铆an cierta petulancia.
—Tienes un don con las cosas —observ贸 Henry—. Algunos de los crisantemos amarillos de este a帽o hac铆an veinticinco cent铆metros. Ojal谩 trabajaras en el huerto y consiguieras manzanas de ese tama帽o.
Elisa agudiz贸 la mirada.
—Pues a lo mejor tambi茅n podr铆a hacerlo. Tengo un don para las cosas, es verdad. Mi madre tambi茅n lo ten铆a. Pod铆a clavar cualquier cosa en el suelo y hacerla crecer. Dec铆a que hab铆a que tener manos de sembradora para saber hacerlo.
—Bueno, est谩 claro que con las flores funciona.
—Henry, ¿qui茅nes eran esos hombres con los que hablabas?
—Vaya, pues claro, es lo que he venido a explicarte. Son de la Western Meat Company. Les he vendido las treinta cabezas de novillos de tres a帽os. Y casi al precio que yo quer铆a, adem谩s.
—Bien. Bien por ti.
—Y he pensado —continu贸 Henry—, he pensado que es s谩bado por la tarde y quiz谩 podr铆amos ir a Salinas a cenar en un restaurante y luego al cine… para celebrarlo.
—Bien —repiti贸 ella—. Claro que s铆. Estar谩 muy bien.
Henry adopt贸 su tono de broma.
—Esta noche hay combate. ¿Qu茅 tal ir a verlo?
—Uy, no —dijo ella jadeando—. No, no me gustar铆a ir al combate.
—Era broma, Elisa. Iremos al cine. Veamos. Ahora son las dos. Voy a por Scotty y bajaremos los novillos de la colina. Nos llevar谩 unas dos horas. Llegaremos al pueblo hacia las cinco y cenaremos en el hotel Cominos. ¿Te apetece?
—Pues claro que me apetece. Est谩 bien cenar fuera de casa.
—Muy bien. Voy a preparar un par de caballos.
—As铆 tendr茅 tiempo de sobras para trasplantar algunos de estos bulbos, supongo.
Oy贸 a su marido llamando a Scotty junto al granero. Un poco despu茅s vio a los dos hombres cabalgando por la colina amarillo p谩lido arriba en busca de los novillos.
Hab铆a un peque帽o cuadrado de arena para que arraigaran los crisantemos. Elisa removi贸 la tierra con el desplantador una y otra vez, la alis贸 y la aplast贸. Luego excav贸 diez zanjas paralelas para colocar los bulbos. De vuelta en el arriate de los crisantemos, arranc贸 las ra铆ces crujientes, recort贸 las hojas de cada una con las tijeras y las apil贸 ordenadamente en un montoncito.
Se oy贸 un chirrido de ruedas y el avance de unos cascos por el camino. Elisa levant贸 la vista. El camino rural discurr铆a a lo largo del denso banco de sauces y 谩lamos de Virginia que bordeaba el r铆o, y por all铆 se acercaba un curioso veh铆culo, con un curioso tiro. Era un coche de caballos con una cubierta redonda de lona como la de los carromatos de los primeros colonos. Tiraban de 茅l un viejo caballo casta帽o y un burrito blanco y gris. Un hombret贸n con barba de tres d铆as iba sentado entre los faldones de la lona y conduc铆a al renqueante equipo. Bajo la carreta, entre las ruedas traseras, avanzaba con calma un perro mestizo larguirucho. En la lona se distingu铆a varias palabras pintadas con letras torpes y retorcidas. «Se arreglan ollas, sartenes, cuchillos, tijeras, cortac茅spedes.» Dos l铆neas de art铆culos y el triunfalmente definitivo «Se arreglan». La pintura negra se hab铆a corrido formando goterones debajo de cada letra.
Elisa, en cuclillas en el suelo, esper贸 a ver pasar de largo el disparatado carromato. Pero no pas贸. El veh铆culo gir贸 hacia la entrada delantera de la granja entre los crujidos y chirridos de las ruedas viejas y encorvadas. El perro larguirucho sali贸 disparado de entre las ruedas y se adelant贸. Al instante los dos ovejeros de la casa corrieron a su encuentro. Luego los tres se pararon y agitando las colas erguidas, con las patas prietas y tensas y con dignidad diplom谩tica, empezaron a girar lentamente, olisque谩ndose con delicadeza. La carreta avanz贸 hasta la alambrada de Elisa y se detuvo. Ahora el perro reci茅n llegado, sinti茅ndose en inferioridad num茅rica, baj贸 la cola y se retir贸 bajo el veh铆culo con el pelo del lomo erizado y mostrando los dientes.
El hombre del carromato dijo en voz alta:
—Es un mal perro si llega a empezar la pelea.
Elisa se ri贸.
—Ya lo veo, ya. ¿Cu谩nto le cuesta empezarla por lo general?
El hombre se sum贸 a la risa de Elisa de buena gana.
—A veces le lleva semanas y semanas —dijo. Descendi贸 muy r铆gido, por encima de las ruedas. El caballo y el burro se encorvaron como flores sin regar.
Elisa vio que era un hombre muy grande. A pesar de que el pelo y la barba empezaban a llen谩rsele de canas, no parec铆a viejo. El traje negro y gastado que llevaba estaba arrugado y manchado de aceite. Las carcajadas hab铆an abandonado su cara y sus ojos en el momento mismo en que la voz hab铆a dejado de re铆r. Ten铆a los ojos oscuros y llenos de esa mirada inquietante que se apodera de los ojos de los camioneros y los marineros. Las manos callosas que descansaban sobre la alambrada estaban agrietadas, cada grieta era una raya negra. Se quit贸 el sombrero estropeado.
—Me he desviado de mi ruta habitual, se帽ora —dijo—. ¿Este camino polvoriento cruza el r铆o hacia la carretera de Los 脕ngeles?
Elisa se levant贸 y guard贸 las gruesas tijeras en el bolsillo del delantal.
—Bueno, s铆, pero primero da muchas vueltas y luego vadea el r铆o. No creo que su equipo logre superar la arena.
—Le sorprender铆a saber lo que son capaces de superar esas bestias —contest贸 茅l con cierta aspereza.
—¿Cuando logran arrancar?
—S铆. —El hombre sonri贸 un segundo—. Cuando logran arrancar.
—Bueno. Creo que ahorrar铆a tiempo si volviera al camino de Salinas y cogiera all铆 la carretera.
脡l pase贸 un dedo enorme sobre la alambrada para las gallinas arranc谩ndole unas notas al metal.
—No tengo prisa, se帽ora. Voy de Seattle a San Diego y vuelta atr谩s todos los a帽os. As铆 ocupo todo mi tiempo. Unos seis meses en cada sentido. Intento seguir al buen tiempo.
Elisa se quit贸 los guantes y los embuti贸 en el bolsillo del delantal con las tijeras. Se toc贸 el borde inferior de su sombrero de hombre, en busca de pelos furtivos.
—Parece un modo bonito de vivir —dijo Elisa.
脡l se inclin贸 confidencialmente sobre la alambrada.
—A lo mejor se ha fijado en el anuncio del carromato. Arreglo ollas y afilo cuchillos y tijeras. ¿Necesita que le haga algo?
—Uy, no —contest贸 r谩pidamente Elisa—. Para nada. —La resistencia endureci贸 su mirada.
—Las tijeras son lo peor —explic贸 茅l—. La mayor铆a de la gente simplemente las estropea cuando intenta afilarlas, pero yo s茅 hacerlo. Tengo una herramienta especial. Es bastante peculiar, est谩 patentada. Pero no hay duda de que funciona.
—No. Tengo todas las tijeras afiladas.
—Est谩 bien. Por ejemplo, una olla —continu贸 茅l con seriedad—, una olla combada o con un agujero. Puedo dej谩rsela como nueva y as铆 no tendr谩 que comprar ollas nuevas. Es un ahorro.
—No —dijo ella secamente—. Le digo que no necesito que me arregle nada.
El rostro del hombre dibuj贸 una tristeza exagerada. La voz adopt贸 un tono bajo y quejumbroso.
—Hoy no he hecho nada. A lo mejor me quedo sin cenar. Ver谩, estoy fuera de mi ruta habitual. En la carretera de Seattle a San Diego conozco a gente. Me guardan sus cosas para que se las afile porque saben que lo hago tan bien que les ahorro dinero.
—Lo siento —dijo Elisa, irritada—. No necesito que me arregle nada.
Los ojos del hombre abandonaron la cara de Elisa y bajaron a rebuscar por el suelo. Vagaron hasta que encontraron el arriate de crisantemos en el que hab铆a estado trabajando.
—¿Qu茅 plantas son 茅sas, se帽ora?
La irritaci贸n y la resistencia desaparecieron del rostro de Elisa.
—Oh, son crisantemos, blancos gigantes y amarillos. Los cultivo cada a帽o, los m谩s grandes de por aqu铆.
—¿Es una flor de tallo largo? ¿Que parece un soplo de humo coloreado?
—Esa misma. Qu茅 modo tan bonito de describirla.
—Tienen un olor un poco desagradable hasta que te acostumbras.
—Tienen un olor amargo, pero huelen bien —replic贸 ella—, no es nada desagradable.
脡l cambi贸 r谩pidamente de tono.
—A m铆 me gusta.
—Este a帽o he conseguido flores de veinticinco cent铆metros.
El hombre se asom贸 a煤n m谩s sobre la alambrada.
—Mire. Conozco a una se帽ora un poco m谩s all谩 que tiene el jard铆n m谩s bonito que haya visto. Tiene casi todos los tipos de flores menos crisantemos. La 煤ltima vez que estuve arregl谩ndole una tina con el fondo de cobre (un trabajo duro, pero se me da bien) me dijo: «Si alguna vez encuentra unos crisantemos bonitos, tr谩igame algunas semillas». Eso me dijo.
Los ojos de Elisa se llenaron de desconfianza e impaciencia.
—Pues no deb铆a de saber gran cosa sobre crisantemos. Puedes cultivarlos con semillas pero resulta mucho m谩s sencillo plantar esos peque帽os brotes que ve usted aqu铆.
—Ah. Supongo que no puedo coger uno, ¿no?
—Pues claro que puede. Le pondr茅 unos cuantos en arena h煤meda para que se los lleve. Si los mantiene h煤medos, echar谩n ra铆ces en la maceta. Y luego la se帽ora podr谩 trasplantarlos.
—Seguro que le gustar铆a tener algunos, se帽ora. ¿Dice usted que son bonitos?
—Bonitos —dijo Elisa—. Muy bonitos. —Le brillaban los ojos. Se quit贸 el sombrero ajado y sacudi贸 su preciosa melena negra—. Se los pondr茅 en una maceta para que se los lleve. Pase al patio.
Mientras el hombre cruzaba la cerca Elisa corri贸 impaciente por el sendero bordeado de geranios hasta detr谩s de la casa. Regres贸 con un gran maceta roja. Ni pens贸 en los guantes. Se arrodill贸 en el suelo junto al semillero y excav贸 la tierra arenosa con los dedos y luego la pas贸 a la maceta nueva. Despu茅s cogi贸 el montoncito de brotes que hab铆a preparado. Los hundi贸 en la arena con sus fuertes dedos y presion贸 alrededor con los nudillos.
El hombre permanec铆a de pie a su lado.
—Le dir茅 lo que hay que hacer —le dijo Elisa—. Para que despu茅s se lo explique a la se帽ora.
—S铆, intentar茅 acordarme.
—Bueno, mire. 脡stos echar谩n ra铆ces dentro de un mes m谩s o menos. Luego tiene que trasplantarlos, separados por unos treinta cent铆metros cada uno, a una tierra rica como 茅sta, ¿ve? —Levant贸 un pu帽ado de tierra oscura para que el hombre echara un vistazo—. Crecer谩n r谩pido y altos. Y recuerde: d铆gale a la se帽ora que tiene que podarlos en julio, dejarlos a unos veinte cent铆metros.
—¿Antes de que florezcan?
—S铆, antes de florecer. —Ten铆a el semblante tenso de entusiasmo—. Ya volver谩n a crecer. Hacia finales de septiembre saldr谩n los capullos.
Elisa call贸 un momento, parec铆a perpleja.
—Es cuando necesitan m谩s cuidados —dijo dubitativa—. No sabr铆a c贸mo explic谩rselo. —Le mir贸 fijamente a los ojos, inquisitiva. Abri贸 un poco la boca, como si estuviera escuchando—. Tratar茅 de explicarme. ¿Ha o铆do hablar alguna vez de las manos de sembradora?
—La verdad, no, se帽ora.
—Bueno, yo s贸lo puedo explicarle la sensaci贸n. Es cuando est谩s descartando los brotes que no quieres. Todo depende de la punta de tus dedos. Observas trabajar a tus dedos. Lo hacen todo ellos solos. Lo notas. Eligen los brotes. Nunca se equivocan. Siguen a la planta, ¿entiende? Tus dedos y la planta se comprenden. Lo notas. Cuando eres as铆 no puedes equivocarte. ¿Lo entiende? ¿Puede entenderlo?
Elisa estaba de rodillas en el suelo con la vista levantada hacia el hombre. El pecho se le hinchaba apasionadamente.
El hombre entrecerr贸 los ojos. Apart贸 la vista con timidez.
—Quiz谩 lo entienda —dijo—. A veces, por la noche, en ese carromato…
Elisa lo interrumpi贸 con voz ronca.
—Nunca he llevado una vida como la suya, pero s茅 a lo que se refiere. En la oscuridad de la noche… Vaya, las estrellas tienen las puntas afiladas y todo est谩 en calma. ¡Y subes y subes! Las estrellas puntiagudas son atra铆das hacia el interior de tu cuerpo. Es as铆. Caliente y agudo y… maravilloso.
Todav铆a de rodillas, Elisa alarg贸 la mano hacia las piernas enfundadas en los pantalones negros y grasientos. Sus dedos indecisos estuvieron a punto de tocar la tela. Luego dej贸 caer la mano. Se agach贸 como un perro adulador.
—Lo explica de una forma muy bonita —dijo 茅l—. S贸lo que cuando no has cenado, no lo es tanto.
Entonces ella se levant贸, muy derecha y con cara avergonzada. Le ofreci贸 la maceta y se la coloc贸 suavemente en los brazos.
—Tenga. D茅jela en la carreta, en el asiento, donde pueda vigilarla. Quiz谩 encuentre algo que pueda arreglarme.
Rebusc贸 en la pila de latas de detr谩s de la casa y encontr贸 dos sartenes de aluminio viejas y abolladas. Las llev贸 de vuelta y se las dio al hombre.
—Tenga, a lo mejor puede arreglarlas.
脡l cambi贸 de actitud. Adopt贸 un aire profesional.
—Se las voy a dejar como nuevas.
Mont贸 un peque帽o yunque en la parte posterior del carromato y sac贸 un martillo autom谩tico de una caja de herramientas grasienta. Elisa cruz贸 la verja para verle aporrear las abolladuras de las ollas. La boca del hombre parec铆a segura y c贸mplice. En una parte dif铆cil de la tarea se chup贸 el labio inferior.
—¿Duerme en el carromato? —pregunt贸 Elisa.
—En el mism铆simo carromato, se帽ora. Llueva o brille el sol, estoy m谩s seco que una vaca vieja.
—Debe de ser agradable. Tiene que ser muy agradable. Ojal谩 las mujeres pudi茅ramos hacer estas cosas.
—No es vida para una mujer.
Ella levant贸 un poquito el labio superior, mostr谩ndole los dientes.
—¿C贸mo lo sabe? ¿C贸mo puede asegurarlo? —dijo Elisa.
—No lo s茅, se帽ora —replic贸 茅l—. Por supuesto que no lo s茅. Aqu铆 tiene sus cacharros, arreglados. No tendr谩 que comprarlos nuevos.
—¿Cu谩nto es?
—Bueno, cincuenta centavos. Mantengo los precios bajos y el trabajo de calidad. Por eso tengo clientes satisfechos de una punta a otra de la carretera.
Elisa le trajo una moneda de cincuenta centavos de la casa y se la dio en la mano.
—Igual un d铆a de 茅stos se lleva una sorpresa y encuentra competencia. Yo tambi茅n s茅 afilar tijeras. Y puedo arreglar los golpes de cacharros peque帽os. Podr铆a demostrarle de qu茅 es capaz una mujer.
脡l volvi贸 a meter el martillo en la caja grasienta y apart贸 de la vista el peque帽o yunque.
—Ser铆a una vida solitaria para una mujer, y peligrosa tambi茅n, con todos los animales que se arrastran por debajo de la carreta por las noches. —Trep贸 al balanc铆n, apoy谩ndose en la grupa blanca del burro para mantener el equilibrio. Se acomod贸 en el asiento y cogi贸 las riendas—. Gracias, se帽ora. Har茅 lo que me ha dicho; retroceder茅 hasta el camino de Salinas.
—Si tarda mucho en llegar, acu茅rdese de mantener la arena h煤meda.
—¿La arena, se帽ora?… ¿Arena? Ah, claro. Se refiere alrededor de los crisantemos. As铆 lo har茅. —Chasque贸 la lengua. Las bestias estiraron lujosamente de los collares. El perro mestizo ocup贸 su lugar entre las ruedas traseras. El carromato dio la vuelta y retrocedi贸 lentamente por el camino por donde hab铆a venido, siguiendo el r铆o.
Elisa se qued贸 de pie junto a la alambrada contemplando el lento avanzar de la caravana. Ten铆a la espalda recta, la cabeza echada hacia atr谩s, los ojos entrecerrados, para que la escena penetrara en ellos vagamente. Movi贸 los labios en silencio, formando las palabras «Adi贸s, adi贸s». Luego susurr贸: «Una direcci贸n prometedora. Resplandeciente». El ruido de sus susurros la sobresalt贸. Sacudi贸 la cabeza para volver en s铆 y mir贸 alrededor para comprobar si alguien la hab铆a o铆do. S贸lo los perros la hab铆an escuchado. Levantaron la cabeza hacia ella desde el suelo y luego estiraron el cuello y volvieron a dormirse. Elisa se volvi贸 y entr贸 apresuradamente en la casa.
Hola, lector ya sali贸 a la venta mi libro "Las vidas que tom茅 prestadas", si deseas adquirirlo puedes hacer clic aqu铆 o en el cartel de abajo.
Pas贸 la mano por detr谩s de la cocina y toc贸 el dep贸sito de agua. Estaba lleno de agua caliente sobrante de la comida de mediod铆a. En el cuarto de ba帽o, se quit贸 la ropa sucia y la tir贸 en un rinc贸n. Luego se frot贸 con un trozo peque帽o de piedra p贸mez piernas y muslos, espalda y pecho y brazos, hasta acabar con la piel ara帽ada y enrojecida. Despu茅s de secarse se coloc贸 delante del espejo del dormitorio y contempl贸 su cuerpo. Meti贸 est贸mago y sac贸 pecho. Se gir贸 y se mir贸 la espalda por encima del hombro.
Al cabo de un rato empez贸 a vestirse, despacio. Se puso la ropa interior m谩s nueva, sus medias m谩s bonitas y el vestido que era s铆mbolo de su belleza. Se pein贸 cuidadosamente el pelo, se repas贸 las cejas con un l谩piz y se pint贸 los labios.
Antes de acabar oy贸 los cascos de los caballos y los gritos de Henry y su ayudante que tra铆an de vuelta al corral a los novillos pelirrojos. Oy贸 el golpe de la cancela al cerrarse y se prepar贸 para la llegada de Henry.
Se oyeron pasos en el porche. Henry entr贸 en la casa llam谩ndola:
—Elisa, ¿d贸nde est谩s?
—En mi cuarto, visti茅ndome. A煤n no estoy lista. Tienes agua caliente en el ba帽o. Date prisa. Se hace tarde.
Cuando le oy贸 chapotear en la ba帽era, Elisa le coloc贸 el traje oscuro sobre la cama, con la camisa, los calcetines y la corbata a un lado. Le dej贸 los zapatos limpios en el suelo junto a la cama. Luego sali贸 al porche y se sent贸 en posici贸n remilgada y muy r铆gida. Mir贸 al frente, hacia el camino del r铆o donde la ristra de sauces segu铆a vi茅ndose amarilla por las hojas heladas, de modo que bajo la gran niebla gris parec铆an una delgada tira de sol. Era el 煤nico color distinguible en aquella tarde gris. Estuvo sentada inm贸vil mucho rato. Pesta帽eaba muy de vez en cuando.
Henry sali贸 dando un portazo, meti茅ndose la corbata debajo de la americana. Elisa se enderez贸 y endureci贸 el gesto. Henry se par贸 en seco y la mir贸.
—Vaya, vaya, Elisa. ¡Qu茅 guapa est谩s!
—¿Guapa? ¿Te parezco guapa? ¿Qu茅 quieres decir con «guapa»?
Henry sigui贸 adelante.
—No s茅. Quiero decir que pareces distinta, fuerte y feliz.
—¿Soy fuerte? S铆, fuerte. ¿Qu茅 quieres decir con «fuerte»?
脡l parec铆a desconcertado.
TE RECOMIENDO, LECTOR: "Los agitadores", cuento de John Steinbeck
—Es como si estuvieras interpretando —dijo con impotencia—. Es como una representaci贸n. Pareces tan fuerte que podr铆as romper un ternero con la rodilla, tan feliz que te lo comer铆as como si fuera una sand铆a.
Por un momento Elisa perdi贸 la rigidez.
—¡Henry! No hables as铆. No sabes lo que dices. —Recuper贸 la compostura—. Soy fuerte —alarde贸—. Antes no sab铆a que era fuerte.
Henry mir贸 hacia el cobertizo del tractor, y cuando volvi贸 a fijarse en Elisa, era otra vez la de siempre.
—Sacar茅 el coche. Puedes ir poni茅ndote el abrigo mientras arranco.
Elisa entr贸 en la casa. Le oy贸 conducir hasta la cancela y dejar el motor al ralent铆 y luego se tom贸 un buen rato para ponerse el sombrero. Estiraba de un lado y apretaba de otro. Cuando Henry apag贸 el motor, ella se enfund贸 el abrigo y sali贸.
El peque帽o biplaza sin capota iba dando botes por el camino polvoriento que segu铆a el r铆o, espantando a los p谩jaros y empujando a los conejos hacia los arbustos. Dos grullas batieron con fuerza las alas por encima de la hilera de sauces y se dejaron caer sobre el lecho del r铆o.
En el camino, a lo lejos, Elisa divis贸 una mancha oscura. Sab铆a lo que era.
Intent贸 no mirar cuando pasaron por el lado, pero sus ojos no la obedecieron. Se dijo por lo bajo con tristeza «Podr铆a haberlos tirado lejos del camino. No le habr铆a costado tanto. Pero se ha quedado la maceta», razon贸. «Ten铆a que quedarse la maceta. Por eso no ha podido tirarlos lejos del camino.»
El coche tom贸 una curva y Elisa vio el carromato delante de ellos. Se volvi贸 por completo hacia su marido para no ver el peque帽o carro cubierto y su equipo desparejo cuando el coche lo adelantara.
Todo pas贸 en un momento. Estaba hecho. Elisa no mir贸 atr谩s.
Dijo en voz alta, para hacerse o铆r por encima del motor:
—Estar谩 bien la cena de esta noche.
—Ya has vuelto a cambiar —se quej贸 Henry. Apart贸 una mano del volante y le dio unas palmaditas en la rodilla a Elisa—. Deber铆a sacarte a cenar m谩s a menudo. A los dos nos vendr铆a bien. El rancho es demasiada presi贸n.
—Henry, ¿podemos beber vino con la cena?
—Pues claro. ¡Hecho! Ser谩 estupendo.
Elisa permaneci贸 en silencio un rato, luego dijo:
—Henry, ¿en esos combates, los hombres se hacen mucho da帽o?
—A veces un poco, pero no a menudo. ¿Por qu茅?
—Bueno, he le铆do que se rompen la nariz, que les corre la sangre por el pecho. He le铆do que los guantes de boxeo se empapan de sangre y pesan.
脡l se gir贸 para mirarla.
—¿Qu茅 ocurre, Elisa? No sab铆a que le铆as ese tipo de cosas. —Detuvo el coche y luego vir贸 a la derecha por el puente del r铆o Salinas.
—¿Alguna vez van mujeres a los combates?
—Claro, algunas. ¿Qu茅 pasa, Elisa? ¿Quieres ir? No creo que te gustara, pero si de verdad quieres verlo podemos ir.
Ella se relaj贸 en el asiento.
—Uy, no. No. No quiero ir. Seguro que no. —脡l no pod铆a verle la cara—. Bastar谩 con tomar algo de vino en la cena. Ser谩 m谩s que suficiente. —Elisa se levant贸 el cuello del abrigo para que 茅l no viera que estaba llorando d茅bilmente: como una anciana.
FIN
AVISO LEGAL: Los cuentos, poemas, fragmentos de novelas, ensayos y todo contenido literario que aparece en Mardefondo podr铆an estar protegidos por los derechos de autor (copyright). Si por alguna raz贸n los propietarios no est谩n conformes con el uso de ellos, por favor escribirnos y nos encargaremos de borrarlos inmediatamente.
Si te gust贸 el post d茅jame un comentario, comp谩rtelo o s铆gueme aqu铆 al WhatsApp de Mar de fondo y aqu铆 tambi茅n al TikTok de Mar de fondo