Leamos "Muro Noroeste", cuento de César Vallejo

Explora “Muro Noroeste” de César Vallejo: una reflexión profunda sobre la justicia, la culpa y la condición humana desde la perspectiva de un prisionero.

"Muro Noroeste", cuento de César Vallejo
Imagen generada con AI. 

MURO NOROESTE


Penumbra, el único compañero de prisión que me queda ya ahora, se sienta a comer ante el hueco de la ventana lateral de nuestro calabozo, donde, lo mismo que en la ventanilla enrejada que hay en la mitad superior de la puerta de entrada, se refugia y florece la angustia anaranjada de la tarde.

Me vuelvo hacia él:

—¿Ya?

—Ya. Está usted servido —me responde sonriente.

Al mirarle el perfil de toro, destacado sobre la plegada hoja lacre de la ventana abierta, tropieza mi mirada con una araña casi aérea, como trabajada en humazo, que yace en absoluta inmovilidad sobre la madera, a medio metro de altura del testuz del hombre. El poniente lanza un largo destello bajo sobre la tranquila tejedora, como enfocándola. Ella ha sentido, sin duda, el tibio aliento solar, estira alguna de sus extremidades con dormida perezosa lentitud, y, luego, rompe a caminar a intermitentes pasos hacia abajo, hasta detenerse al nivel de la barba del individuo, de modo tal, que, mientras éste mastica, parece que se traga la bestezuela.

Por fin termina de yantar, y al propio tiempo, el animal flanquea corriendo hacia los goznes del mismo brazo de puerta, en el preciso momento en que ésta es entomada de golpe por el preso.

Algo ha ocurrido. Me acerco, vuelvo a abrir la puerta, examino en todo el largo de las bisagras y doy con el cuerpo de la pobre vagabunda, trizado y convertido en dispersos filamentos.

—Ha matado usted una araña —le digo con aparente entusiasmo al hechor.

—¿Sí? —me pregunta con indiferencia. Está muy bien: hay aquí un jardín zoológico terrible.

Y se pone a pasear, como si nada, a lo largo de la celda, extrayéndose de entre los dientes residuos de comida que escupe en abundancia. ¡La justicia! Vuelve esta idea a mi mente. Yo sé que este hombre acaba de victimar a un ser anónimo pero real y viviente.

¿No merece, pues, ser juzgado por este hecho?

¿O no es del humano espíritu semejante resorte: justicia?

¿Cuándo es, entonces, el hombre juez del hombre?

El hombre, que ignora a qué temperatura, con qué suficiencia acaba un algo y empieza otro algo; que ignora desde qué matiz el blanco ya es blanco y hasta dónde; que no sabe ni sabrá jamás qué hora comenzamos a vivir, qué hora empezamos a morir, cuándo lloramos, cuándo reímos, dónde el sonido limita con la forma en los labios que dicen yo…, no alcanzará, no puede alcanzar a saber hasta qué grado de verdad un hecho calificado de criminal es criminal.

El hombre, que ignora a qué hora el 1 acaba de ser 1 y empieza a ser 2, que hasta dentro de la exactitud matemática carece de la inaccesible plenitud de la sabiduría ¿cómo podrá nunca alcanzar a fijar el carácter delincuente de un hecho, a través de una urdimbre de motivos de destino y dentro del engranaje de fuerzas que mueven seres y cosas en frente de cosas y seres?

La justicia no es función humana. No puede serlo. La justicia es inmanente. Ella opera tácitamente, fuera de los tribunales y de las prisiones. La justicia, ¡oídlo bien, hombres de todas las latitudes!, se ejerce en subterránea armonía, al otro lado de los sentidos, de los columpios cerebrales y de toda convención humana. ¡Aguzad mejor el corazón!

La justicia pasa por debajo de toda superficie y detrás de todas las espaldas. Prestad más sutiles oídos y percibiréis su paso vagaroso y único que, a poderío del amor, se plasma en dos; su paso vago e incierto, como es incierto y vago el paso del delito mismo o de lo que se llama delito por los hombres.

La justicia sólo así es infalible: cuando no ve a través de los tintóreos espejuelos de los jueces; cuando no está escrita en los códigos; cuando no ha menester de cárceles ni guardias.

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La justicia, pues, no se ejerce, no puede ejercerse por hombres, ni a los ojos de los hombres. Nadie es delincuente nunca. O todos somos delincuentes siempre.

Uno de mis compañeros de prisión, en esta noche calurosa, me cuenta la leyenda de su causa. Termina la abstrusa narración, se tiende sobre su sórdida tarima y tararea un yaraví.

Yo poseo ya la verdad de su conducta.

Este hombre es delincuente. A través de su máscara de inocencia, el criminal hase denunciado. Durante su jerigonza, mi alma le ha seguido, paso a paso, en la maniobra prohibida. Hemos entre ambos festinados días y noches de holgazanería, enjaezada de arrogantes alcoholes, dentaduras carcajeantes, cordajes dolientes de guitarra, navajas en guardia, crápulas hasta el sudor y el hastío. Hemos disputado con la inerme compañera, que llora para que ya no beba el marido y para que trabaje y gane los centavos para los pequeños, que para ellos Dios verá. Y luego, con las entrañas resecas y ávidas de alcohol, dimos cada madrugada el salto brutal a la calle, cerrando la puerta sobre las mismas manos suplicantes de la prole gemebunda.

Yo también he sufrido con él los fugaces llamados a la dignidad y a la regeneración. He confrontado con él las dos caras de la medalla, he dudado y hasta he sentido crujir el talón que insinuaba la media vuelta. Una mañana, tuvo pena el tabernario, pensó en ser formal y honrado, salió a buscar trabajo, luego tropezó con el amigo y de nuevo la bilis fue cortada. Al fin, la necesidad lo robó. Y ahora, por lo que arroja ya su instrucción penal, no tardará la condena.

Este hombre es un ladrón. Por eso está en prisión. Pero es también un asesino y, por este segundo crimen, la justicia social no lo castiga.

Una de aquellas noches de más crepitante embriaguez, ambuló a solas por cruentas encrucijadas del arrabal. Le sale entonces al paso, de modo casual, un viejo camarada obrero que a la sazón toma honestamente su trabajo, rumbo al descanso del hogar. Mi compañero de prisión le toma por el brazo, le invita, le obliga a compartir de su aventura. El probo compañero accede, a su pesar.

De madrugada, vuelven ambos a lo largo de negros callejones. El varón sin tacha conduce muy borracho, le endereza por la cintura, le sostiene, le increpa su conducta vergonzante.

—¡Anda! Esto te gusta. Tú ya no tienes remedio.

De súbito, alguien emerge de la sombra y es la puñalada anónima. Pero han errado el blanco del ataque y la hoja alevosa no va a rajar la carne del borracho, sino la del buen trabajador.

—¡Así es la suerte! —me dice.

Yo me hice a un lado, felizmente. Mi compañero de prisión es, pues, también un asesino. Pero el Fiscal, naturalmente, no juzgó así al hacerse la investigación del caso.

De ahí que el asesino pueda ahora, tendido de pechos sobre su tarima, tararear tristemente un yaraví.

Esperaos.

No atino ahora cómo empezar.

Esperaos.

Ya.

Apuntad aquí, donde apoyo la yema del dedo más largo de mi zurda.

No retrocedáis. No tengáis miedo. Apuntad no más.

¡Ya!

Brrrrum…

Muy bien. Se baña ahora el proyectil en las aguas de las cuatro bombas que acaban de estallar dentro de mi pecho. El rebufo me quema. De pronto, la sed aciagamente ensahara mi garganta y me devora las entrañas…

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Mas he aquí que tres sonidos solos, bombardean a plena soberanía, los dos puertos con muelles de tres huesecillos que están siempre en un pelo ¡ay! de naufragar. Percibo esos sonidos trágicos y treses, bien distintamente, casi uno por uno.

El primero viene desde una rota y errante hebra del vello que decrece en la lengua de la noche.

El segundo sonido es un botón; está siempre revelándose, siempre en anunciación. Es un heraldo. Circula constantemente por una suave cadera de oboe, como de la mano de una cáscara de huevo. Tal siempre está asomado, y no puede transponer el último viento nunca.

Pues él está empezando en todo tiempo. Es un sonido de entera humanidad.

Y el último. El último vigila a toda precisión, altopado al remate de todos los vasos comunicantes. En este último golpe de armonía la sed desaparece. (ciérrase una de las ventanillas del acecho), cambia de valor en la sensación, es lo que no era, hasta alcanzar la llave contrario.

Y el proyectil que en la sangre de mi corazón destrozado cantaba y hacía palma, en vano ha forcejeado para darme la muerte.

—¿Y bien?

—Con ésta son dos veces que firmo, señor escribano. ¿Es por duplicado?

FIN

Mar de fondo

𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y soy autor del libro "Las vidas que tomé prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜."

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