Este cuento de Valdelomar nos expone una ficción tan vigente en la actualidad que parece ser sacada de la coyuntura que hemos vivido los últimos años: mentiras, arribismos, traición y muerte. Uno de los famosos "Cuentos chinos".
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En el dicho rincón de la China los hombres eran muy belicosos.
Se armaban los unos contra los otros por quítame allí esas pajas. Las guerras civiles sucedíanse con lamentable frecuencia. Morían muchos en cada guerra. No habían faltado grandes mandarines que pudieron haber hecho la felicidad del pueblo de Siké, pero ellos mismos, los habitantes, se encargaron siempre de esterilizar sus labores. Ante la amenaza de una disolución y de que el fuego del cielo arrasara la aldea y aniquilara a sus habitantes, acordaron un día dar treguas a sus pasiones y elegir, de común acuerdo, un mandarín que fuese aceptado por todos. El designado fue Chin-Kau. Una tarde, cuando empezaban a caer las hojas de los ciruelos y el arroz florecía, el Gran Consejo entregó el gobierno a Chin-Kau, quien, por haber vivido muchos años lejos de su pueblo, por su reconocida honradez, por su notable competencia, por su espíritu generoso y benévolo era la esperanza de Siké. Cuando el Gran Consejo le ungió, todo el país aplaudió el ungimiento. Los altos dignatarios, las más discretas damas, la sana juventud, los sacerdotes de Buda, y hasta los más humildes labore-tos dejaron aquel día sus arrozales y se dirigieron al palacio de Chin-Kau a darle el saludo. Desde el más alto y gordo juez hasta el más sabio sacerdote y el más infeliz y flaco chino de Siké, concurrieron la fiesta; se quemó innumerable cantidad de cohetecillos, se representó en el teatro grandes dramas legendarios y el espíritu nacional vibró en Siké. Con extraordinaria fuerza se alababa la prudencia, la sabiduría, la honradez, la generosidad y hasta la belleza física de Chin-Kau, que era feo; porque los habitantes de Siké parecían hijos directos de Chun-Chun, el dios del Servilismo.
Cada decreto de Chin-Kau era motivo de loas y regocijo público durante los primeros días, pero como los de Siké eran por constitución inconstantes, se cansaron de adular como se habían cansado de guerrear, y un buen día comenzaron por hacer el vacío a Chin-Kau, mas por lo bajo y subrepticiamente. Chin-Kau, por su parte, no se daba cuenta de estas cosas. Distanciado de la facción de los chicané por los chismes continuos de los bati-kú, se consagró a labrar la felicidad de Silké. Les arregló las cuentas, les dio leyes, administró con religiosidad los caudales públicos, y todo iba a pedir de boca. Chin-Kau era confiado y no temía a nadie, pero esta confianza se la infundía su primer general, Ton-Say que, en castellano, quiere decir junco flexible, porque así le llamó un historiador enemigo. De la misma manera que Chin-Kau confiaba en Ton-Say, Ton-Say confiaba en su primer lugarteniente, el famoso Rat-Hon, famoso porque se había encontrado en una escaramuza contra el enemigo extranjero, donde los que murieron se vieron despojados de sus méritos por Rat-Hon. Rat-Hon había sido como el hijo predilecto del gran General Ton-Say, el cual le había dado todo lo que Rat-Hon había menester desde su borrascosa y oscura mocedad.
Un día llegó a la corte la noticia de que se conspiraba contra Chin-Kau y que el principal conspirador era Rat-Hon. Chin-Kau llamó a Ton-Say. Ton-Say llamó a Rat-Hon, pero no se atrevió a acusarlo. Tan insistentes eran las noticias, que Ton-Say se indignó contra los que se las llevaban atribuyéndolas a móviles apasionados de envidiosos. Cuan do Chin-Kau volvió a llamar a Ton-Say, este le dijo que responda con su vida de la lealtad de Rat-Hon. Insistió nuevamente Chin-Kaven que se conspiraba y entonces Ton-Say, avergonzado, llamó a Rat Hon. y le comunicó lo que ocurría. Rat-Hon oyó en silencio, entristeciose y dos lágrimas cayeron de sus ojos desviados. Tembloroso, solo pudo contestar, entrecortadamente:
Por los arrozales sagrados de Kay-Pen; por las sabias máximas de confucio; por los crepúsculos rosados de Haytay por todos los cereceros en flor de los cielos, por los colmillos del elefante gordo de Buda, como puedes concebir, gran general y padre y jefe mío, que yo pueda conspirar contra la estabilidad del magnánimo sabio Chin-Kau a quien acabo de pedir puestos para los míos? Tu reproche entristece mi alma, como la caída del sol entristece al mundo... ¡Ay! ;Yo me muero de pena!
To1-Say se conmovió con la respuesta de Rat-Hon. Otras dos lágrimas igualmente gordas cayeron sobre los pómulos de Ton-Say y solo pudo agregar:
:Te envidian, Rat-Hon; y por eso te calumnian!.
-Puedes dormir tranquilo - dijo, retirándose conmovido, Rat-Hon.
Ton-Say se dirigió donde el gran mandarín Chin-Kau y le repitió la frase de Rat-Hon, agregando:
-¡Podemos dormir tranquilos, Gran Señor!
Chin-Kau durmió aquella noche en el palacio de Siké y Ton-Say en el Castillo, rodeado de su ejército. Pero he aquí que cuando cayó la noche sobre la ciudad y cuando las tinieblas eran tan negras como el alma de Rat-Hon, unas sombras se dirigieron hacia el dormitorio del General Ton-Say, deslizáronse suavemente y con los alfanjes y espadas que les habían dado para defender la integridad, la soberanía y las leyes de Siké, asesinaron el dormido cuerpo del heroico General Ton-Say, convirtiéndolo en una verdadera papilla. Después, otras legiones capitaneadas directamente por Rat-Hon se dirigieron al palacio, atacaron a Chin-Kau, lo deportaron y lo asesinaron a dis-gustos. El autor de todo este proceso vituperable fue declarado mandarín y Rat-Hon subió al poder por el servilismo, la cobardía y la confabulación pecaminosa de los habitantes de Siké.
En el gobierno, el nuevo, falso y artero mandarín, puso punta y raya a todos sus antecesores. No hubo pecado del cual no se le pudiera acusar con fundamento desapasionado.
Apropiose de la hacienda común. Él, que antes no tenía un jun-co, compró arrozales, adquirió casas, hubo servidumbre; derrochó entre los suyos los bienes de los demás y las contribuciones de los de Siké pasaron a ser cuentas corrientes en los bancos; vendió en venta deshonestas muchas propiedades del Estado; encarceló a los vasallos, violentó las leyes, ultrajó la libertad, quemó, saqueó, extorsiono. No hubo institución o persona que no tuviera que reprocharle algún manejo innoble. Su gobierno era como una banda de elefantes pa sando sobre un jardín de crisantemos. Los habitantes de Siké lloraron amargamente la lejanía de Chin-Kau, pero ya no había remedio: Chin-Kau, acosado por sus enemigos, había exhalado en el extranjero el último suspiro. Rat-Hon fue ascendido a gran Mandarín por los miembros corrompidos del consejo de Siké.
La acción vituperable de Rat-Hon para con el mandarín Chin-Kau, y para el general Ton-Say, hizo escuela en Siké. Desde aquel día, todos los lugartenientes quisieron seguir las huellas de Rat-Hon. Su desarrollo y consecuencias, que fueron interminables, serán motivo de otro capítulo. Porque todo está escrito en la memoria de los hombres y en las páginas blancas y blandas del papel de arroz. Por fin, un día, cansado y cuando ya no quedaba un yen en las arcas de Siké, Rat-Hon dejó el gobierno. La opinión pública de Siké lo condenaba, pero el Gran Consejo, senil, corrompido, cobarde y débil nombró una comisión de amigos de Rat-Hon para que le tomara cuentas. Como en Siké los precedentes tenían valor de leyes, porque las leyes propiamente no existían; y, como los habitantes de Síké tenían mala memoria, la comisión no dictaminó nunca. Las fechorías de Rat-Hon quedaron impunes durante todas las dinastías que se sucedieron en el mandarinato.
A tal punto estaban invertidas la moral y las buenas formas en la gran aldea china de Siké, allá por los tiempos en que Confucio fumaba opio y dictaba lecciones de moral en la Universidad de Pekín.
FIN