Leamos "Las botellas y los hombres", cuento de Julio Ram贸n Ribeyro

¡Hola, lectores de Mar de fondo! Agradezco el apoyo y c贸mo esta comunidad de lectura viene creciendo. Es por ello que me complazco siempre en compartir lo cuentos que m谩s me gustan y que agradan tambi茅n a muchos de ustedes. Esta noche, Ribeyro nos regala una exquisita historia que aborda la dif铆cil relaci贸n entre un padre y un hijo con un desenlace desolador. 

"Las botellas y los hombres", cuento de Julio Ram贸n Ribeyro
Imagen: https://pin.it/4SzSXo8

LAS BOTELLAS Y LOS HOMBRES


—Lo buscan —dijo el portero—. Un hombre lo espera en la puerta.

Luciano alcanz贸 a dar una recia volea que hizo encogerse a su adversario y dejando su raqueta sobre la banca tom贸 el caminillo de tierra. Primero vio una cabeza calva, luego un vientre mal fajado pero solo cuando la distancia le permiti贸 distinguir la tosca cara de m谩scara javanesa, sinti贸 que las piernas se le doblaban. Como antes de llegar a la puerta de salida hab铆a una cantina, se arrastr贸 hacia ella y pidi贸 una cerveza.

Luego de echarse el primer sorbo, sobre esa boca quemada por la verg眉enza, mir贸 hacia el alambrado. El hombre segu铆a all铆 parado, lanzando de cuando en cuando una mirada t铆mida al interior del club. A veces observaba sus manos con esa atenci贸n ingenua que prestan a las cosas m谩s insignificantes las personas que esperan.

Luciano sec贸 su cerveza y avanz贸 resueltamente hacia la puerta. El hombre, al verlo aparecer, qued贸 r铆gido, mir谩ndolo con estupefacci贸n. Pero pronto se repuso y sacando una sucia mano del bolsillo la extendi贸 hacia adelante.

—Dame unas chauchas —dijo—. Necesito ir al Callao.

Luciano no respondi贸: hac铆a ocho a帽os que no ve铆a a su padre. Sus ojos no abandonaban esos rasgos que conociera de ni帽o y que ahora le regresaban completamente usados y refractados por el tiempo.

—¿No has o铆do? —repiti贸—. Necesito que me des unas chauchas.

—脡sa no es manera de saludar —dijo Luciano—. S铆gueme.

Mientras caminaba, sinti贸 unos pasos precipitados y luego una mano que lo cog铆a por el brazo.

—¡Disculpa, 帽ato!, pero estoy fregado, sin plata, sin trabajo… Hace dos d铆as que llegu茅 de Arequipa.

Luciano continu贸 su camino.

—¿Y todos estos a帽os?

—He estado en Chile, en Argentina…

—¿Te ha ido bien?

—¡Como el ajiaco! He pasado la gran vida.

Cuando llegaron a la cantina, Luciano pidi贸 dos cervezas.

—¡Nada de cerveza! Yo soy viejo pisquero. Un solde铆ca para m铆… Pregunt茅 por ti, me dijeron que segu铆as en el club.

Hac铆a calor. En la gran explanada se escuchaba apenas el ruido de las pelotas rebotando en las cuerdas. Luciano mir贸 hacia la cancha, donde su compa帽ero lo aguardaba aburrido, manoseando la red. Pens贸 que podr铆a acercarse a la cantina, que podr铆a crearse una situaci贸n embarazosa.

—¿Estabas jugando? —pregunt贸 el viejo—. Puedes seguir nom谩s. ¡Yo seco esto y me voy! No he venido para hacer tertulia. Pero eso s铆, d茅jame para el tranv铆a. Tengo que ir al muelle para buscar un trabajo.

—Tengo tiempo de sobra —replic贸 Luciano regresando la mirada hacia el mostrador. Su padre se llevaba a los labios el primer sorbo y enseguida se sec贸 la boca con la mano, repitiendo ese gesto que se ve en las pulper铆as, entre los bebedores de barrio. Ambos permanecieron callados, cercanas las cabezas pero irremediablemente alejados por los a帽os de ausencia. El viejo dirigi贸 la mirada hacia las instalaciones del club, hacia el hermoso edificio perdido tras la arboleda.

—Todo esto es nuevo, ¡yo no lo conoc铆a! Me acuerdo cuando era guardi谩n y viv铆amos all铆, en esa caseta. T煤 has progresado, ya no recoges bolas. Ahora te mezclas con la cremita…

—Hace a帽os que no recojo bolas.

—¡Ahora juegas! —suspir贸 el viejo.

Luciano comenz贸 a sentirse inc贸modo. El empleado de la cantina no quitaba la vista de ese extra帽o visitante con la camisa sebosa y la barba mal afeitada. Hombres de esa catadura solo entraban al club por la puerta falsa, cuando hab铆a un ca帽o por desatorar.

—¡All铆 viene tu rival! —dijo su padre, apurando su copa—. Me voy. Dame lo que te he pedido.

Luciano vio que su compa帽ero de juego se acercaba a pasos el谩sticos, dando de raquetazos a invisibles pelotas. Metiendo la mano al bolsillo busc贸 ansiosamente unas monedas, las cerr贸 entre sus dedos, las mantuvo un momento prisioneras pero termin贸 por abandonarlas.

—Bebe tranquilo —dijo—. A m铆 nadie me apura.

Su amigo se detuvo frente a la cantina.

—¿Vas a venir o no? Se me est谩 enfriando el cuerpo.

—Te presento a mi padre —dijo Luciano.

—¿Tu padre?

Ambos se estrecharon la mano. Mientras cambiaban los primeros saludos, Luciano trataba de explicarse por qu茅 su amigo hab铆a puesto esa entonaci贸n en su pregunta. Sin poderlo evitar, observ贸 con m谩s atenci贸n el aspecto de su padre. Sus codos ra铆dos, la basta deshilachada del pantal贸n, adquirieron en ese momento a sus ojos una significaci贸n moral: se daba cuenta que en Lima no se pod铆a ser pobre, que la pobreza era aqu铆 una espantosa mancha, la prueba plena de una mala reputaci贸n.

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—Hac铆a tiempo que no lo ve铆a —a帽adi贸 sin saber por qu茅—. Ha estado de viaje.

—He estado en el Sur —confirm贸 el viejo—. Una gran turn茅 de negocios por Santiago, por Buenos Aires… Yo me dedico a los negocios, un negocio de vinos, tambi茅n de ferreter铆a, pero ahora, con los impuestos, con las divisas, las cosas andan…

S煤bitamente se call贸. El joven lo miraba at贸nito. Luciano se dio cuenta que comenzaban a sudarle las manos.

—¿No se toman una copita? —a帽adi贸 el viejo—. Ahora invito yo.

—Lo dejaremos para m谩s tarde —intervino Luciano, impaciente—. Tenemos que terminar la partida. ¿D贸nde nos vemos?

—Donde t煤 quieras. Ya te he dicho que voy para el Callao.

—Te acompa帽o a la puerta.

Ambos se encaminaron hacia la salida. Marchaban silenciosos.

—No has debido hacerme entrar aqu铆 —balbuce贸 el viejo—. ¿Qu茅 dir谩n tus amigos?

—¿Qu茅 van a decir?

—En fin, aqu铆 viene gente elegante. Hay que venir muy pal茅, con pantal贸n tubo, ¿eh?

—Si pasas por la casa, te puedo dar unas camisas.

El viejo lo mir贸 irritado.

—¡No me vas a vestir ahora a m铆: a m铆, que te he comprado tus primeros chuzos!

Luciano trat贸 de recordar a qu茅 chuzos se refer铆a su padre. Todos sus recuerdos de infancia le ven铆an descalzos desde la puerta de un callej贸n. A pesar de ello, cuando llegaron al alambrado, extrajo todo el dinero que ten铆a en el bolsillo.

—A las seis en el jard铆n Santa Rosa —murmur贸 extendiendo la mano.

Cuando el viejo termin贸 de contar el dinero levant贸 la cara pero ya Luciano se encontraba lejos, como si hubiera querido ahorrarle una de esas embarazosas escenas de gratitud.



Poco despu茅s de las seis, Luciano llegaba al jard铆n Santa Rosa. Obedeciendo a un impulso de vanidad, se hab铆a puesto su mejor terno, sus mejores zapatos, un prendedor de oro en la corbata, como si se propusiera demostrarle a su padre con esos detalles que su ausencia del hogar no hab铆a tenido ninguna importancia, que hab铆a sido —por el contrario— una de las razones de su prosperidad.

Esto no era exacto, sin embargo, y nadie sab铆a mejor que Luciano qu茅 cantidad de humillaciones hab铆a sufrido su madre para permitirle terminar el colegio. Nadie sab铆a mejor que 茅l, igualmente, que esa prosperidad que parec铆a leerse en su vestimenta, en sus relaciones de club —donde serv铆a de pareja a los socios viejos y se emborrachaba con sus hijos— era una prosperidad provisional, amenazada, mantenida gracias a negocios oscuros. Si el club lo toleraba no era ciertamente por razones sociales sino porque Luciano, aparte de ser el infatigable sparring, conoc铆a las debilidades de los socios y era algo as铆 como el agente secreto de sus vicios, el 贸rgano de enlace entre el hampa y el sal贸n.

Lo primero que vio al cruzar el umbral fue a su padre, bajo el emparrado, bebiendo aguardiente y conversando con dos hombres. Deteni茅ndose, qued贸 un momento contempl谩ndolo. Ten铆a el aspecto de estar sentado all铆 muchas horas, quiz谩s desde que se despidieron en el club. Se hab铆a desanudado la corbata y gesticulaba mucho, ayud谩ndose con las manos. Sus interlocutores lo escuchaban, divertidos. Clientes de otras mesas estiraban la oreja para escuchar fragmentos de su charla.

Su llegada debi贸 producirle cierta inquietud porque esboz贸 con la mano un gesto inacabado, como ante un proyectil que vemos venir hacia nosotros y esfumarse en el camino. Enseguida se levant贸, derribando aparatosamente una silla.

—¡Ya est谩 ac谩! —exclam贸 dando unos pasos, los brazos extendidos—. ¿Qu茅 les dec铆a yo? ¡Ha llegado mi 帽ato!

Luciano lo vio venir y a pesar suyo se encontr贸 aferrado contra su pecho. Durante un tiempo, que le pareci贸 interminable, sufri贸 la violencia de su abrazo. A sus narices penetraba un tufo de licor barato, de cebolla de picanter铆a. Este detalle lo conmovi贸 y sus manos, que al principio vacilaban, se crisparon con fuerza sobre la espalda de su padre. Luego de tantos a帽os, bien val铆a la pena de un abrazo.

—Vamos a sentarnos —dijo el viejo—. Aqu铆 te presento unos amigos, todos chicos muy simp谩ticos. Trabajan en la banca. Acabo de conocerlos.

Luciano tom贸 asiento y por complacer a su padre se sirvi贸 un pisco. Los empleados lo observaban con perplejidad. El prendedor de su corbata, pero sobre todo el rub铆 de su anular, parec铆a dejarlos cavilosos. No ve铆an verdaderamente relaci贸n entre ese viejo seboso y charlat谩n y esa especie de mestizo con aires de dandi.

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—El chico es ingeniero —minti贸 el viejo—. Ha estudiado en La Molina. Siempre sac贸 las mejores notas. Yo tambi茅n, cuando estaba en la Facultad… ¿te acuerdas, Luciano?

Luciano permanec铆a silencioso y dejaba hablar a su padre. Al acudir a esa cita, su intenci贸n primera hab铆a sido acosarlo a preguntas, irlo acorralando hasta llegar a esa 茅poca de abandono en la cual todos los reproches eran posibles. Pero la presencia de los empleados y esa primera copa de pisco lo hab铆an disuadido. Comenzaba a olvidarse de su ropa, de sus rencores, y a penetrar en ese mundo ficticio que crean los hombres cuando se sientan alrededor de una botella abierta. La mirada perdida en el fondo del jard铆n, ve铆a a un grupo de parroquianos jugar a las bochas. De vez en cuando su padre le ped铆a confirmar un embuste y 茅l repet铆a maquinalmente: «Es verdad». El rumor de su voz, adem谩s, irrigaba zonas muertas de su memoria. Hab铆a un partido de f煤tbol al cual su padre lo condujera de ni帽o, algunas monedas de plata que le dieron acceso al para铆so de los turrones.

—¡Vamos a jugarnos un sapo! —exclam贸 el viejo—. ¡A ver t煤, caballerazo, p谩same la dolorosa!

El mozo se acerc贸. Luciano se vio conducido por su padre a un rinc贸n.

—Eh, ¿tienes all铆 algunos morlacos libres? Este par de bancarios est谩 chupando a mis costillas. Pero, esp茅rate, en el sapo nos desquitaremos.

Luciano qued贸 arregl谩ndose con el mozo mientras su padre avanzaba con los empleados hacia el juego del sapo. En el camino iba hablando en voz alta, palmeaba a los camareros, hac铆a chistes con los dem谩s parroquianos, interven铆a en todas las disputas. Su aspecto ambiguo de mercachifle y de reclutador de feria, su ronca voz de guarapero, lo hab铆an hecho r谩pidamente popular y parec铆a, por momentos, el m谩s antiguo de todos los clientes.

—¿Por d贸nde est谩 el gerente? —gritaba—. ¡D铆ganle que aqu铆 est谩 don Francisco, presidente del club Huaracino, para invitarle un huaracazo!

Luciano apur贸 el paso y lo alcanz贸. Hab铆a experimentado la necesidad de estar a su lado, de hacer ostensible su vinculaci贸n con ese hombre que dominaba un jard铆n de recreo. Cogi茅ndolo resueltamente del brazo, camin贸 silencioso a su vera.

El viejo le habl贸 al o铆do:

—He apostado con los empleados una docena de Cristal.

—¡Pero si yo no s茅 jugar!

—¡D茅jalo por mi cuenta!

Las fichas comenzaron a volar hacia la boca del sapo. Los empleados, que estaban un poco borrachos, las arrojaban como piedras y descascaraban la pared del fondo. Su padre, en cambio, med铆a sus tiros y efectuaba los lanzamientos con un estilo impecable. Luciano no se cansaba de observarlo, cre铆a descubrir en 茅l una elegancia escondida que una vida miserable hab铆a recubierto de gestos vulgares sin llegar por completo a destruir. Pens贸 c贸mo ser铆a su padre con un buen chaleco y se dijo que bien val铆a la pena obsequiarle el m谩s lujoso que encontrara.

Mientras tanto, las botellas de Cristal se vaciaban. A cada trago, el viejo parec铆a rejuvenecer, alcanzar una talla legendaria. Su desbordante euforia contagi贸 a Luciano, quien se dijo que ten铆an una noche por delante y que ser铆a necesario hacer algo con ella. Los empleados estorbaban. Uno de ellos hab铆a ca铆do vomitando bajo la enramada y el otro trataba de levantarlo.

—¡V谩monos! ¡脡stos ya enterraron el pico!

—¡Todav铆a no! —protest贸 el viejo y Luciano hubo de seguirlo a trav茅s de todos los apartados, mezclarse en sus conversaciones, verlo, por 煤ltimo, jugarse una partida de bochas, en mangas de camisa, tronando como un tit谩n y aniquilando a sus adversarios.

—¡As铆 juegan los porte帽os! —vociferaba, mientras los palitroques volaban por los aires.

Al fin Luciano logr贸 convencerlo que deb铆an irse de all铆.

—¿Habr谩 juerga? —indag贸 el viejo.

—¡Iremos al Once Amigos Bolognesi, a La Victoria, donde mis verdaderos patines!

Ambos abandonaron el jard铆n Santa Rosa y abrazados, cantando, se lanzaron por las calles de Magdalena a la caza de un taxi.

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En el club —un garaje deshabitado, al cual se penetraba por un postigo— hab铆a una docena de personas de catadura dudosa, jugando al craft, a las damas, fumando, bebiendo cerveza. El estr茅pito que hizo Luciano al entrar oblig贸 a todos a volver la cabeza.

—¡Se帽ores! —grit贸 cuando lleg贸 al centro de la pieza—. ¡Les presento a mi padre!

Todos quedaron callados mirando a ese extra帽o hombre gordo que, la corbata desanudada, el pelo revuelto alrededor del pelado occipital, se apoyaba en el mostrador para no caer. Luciano avanz贸 hacia las mesas y ech贸 por tierra los tableros y los cubiletes.

—¡Se acab贸 el juego! Ahora todo el mundo chupa con nosotros. Un padre como 茅ste no se ve todos los d铆as. Nos encontramos en la calle. Hac铆a ocho a帽os que no lo ve铆a.

Algunos amigos protestaron, otros trataron de reconstruir las partidas disput谩ndose sobre la posici贸n de las fichas, pero cuando escucharon que Luciano enviaba al cantinero por algunas botellas de champ谩n, se resignaron a hacerle los honores al reci茅n llegado.

—¡Pero si tiene tu misma quijada! —dijo uno, acerc谩ndose al viejo para estrecharle la mano. Otros se levantaron y lo abrazaron. Se hicieron los primeros brindis.

—¡A puerta cerrada! —dijo Luciano tirando el postigo—. ¡Aqu铆 no entran ni los tombos!

Las mesas fueron arrimadas unas contra otras hasta formar una superficie descomunal. El primer trago sac贸 al viejo de su torpor y luego de lanzar algunos carajos para aclararse la voz, se dispuso a mostrarse digno de aquella acogida. Primero con r茅plicas, luego con an茅cdotas, fue apoder谩ndose de la conversaci贸n. Cuando el cantinero lleg贸 con el champ谩n, 茅l era el 煤nico que hablaba. Sus historias, contadas en la sabrosa jerga criolla, inventadas en su mayor铆a, interrumpidas, retomadas, vueltas a contar de una manera diferente, adobadas con groseros refranes de su cosecha, con invocaciones a valses populares, provocaban estallidos de risa.

En un rinc贸n, Luciano asist铆a mudo a esta escena. Sus ojos animados, en lugar de posarse en su padre, viajaban por los rostros de sus amigos. La atenci贸n que en ellos le铆a, el regocijo, la sorpresa, eran los signos de la existencia paterna: en ellos terminaba su orfandad. Ese hombre de gran quijada lampi帽a, que 茅l hab铆a durante tantos a帽os odiado y olvidado, adquir铆a ahora tan opulenta realidad, que 茅l se consideraba como una pobre excrecencia suya, como una d谩diva de su naturaleza. ¿C贸mo podr铆a recompensarlo? Regalarle dinero, retenerlo en Lima, meterlo en sus negocios, todo le parec铆a poco. Maquinalmente se levant贸 y se fue aproximando a 茅l, con precauci贸n. Cuando estuvo detr谩s suyo, lo cogi贸 de los hombros y lo bes贸 violentamente en la boca.

El viejo, interrumpido, hizo un movimiento de esquive sobre la silla. Los amigos rieron. Luciano qued贸 desconcertado. Abriendo los brazos a manera de excusa, regres贸 a su silla. Su padre prosigui贸, luego de limpiarse los labios con la manga.

Se hablaba de mujeres. Luciano se sinti贸 de s煤bito triste. En su copa de champ谩n quedaba un concho espumoso. Con un palillo de f贸sforo perfor贸 sus burbujas mientras se acordaba de su madre, a quien visitaba de cuando en cuando en el callej贸n, llev谩ndole frutas o pa帽uelos. Su atenci贸n se dispersaba. Alguien hablaba de ir a las calles alegres de La Victoria. Siempre era as铆: en las reuniones de hombres, por m谩s numerosas que fueran, siempre llegaba un momento en que todos se sent铆an profundamente solos.

Pero eso no era lo que lo preocupaba. Era la voz de su padre. Ella se aproximaba, hac铆a fintas sobre una zona peligrosa. Luciano sinti贸 la tentaci贸n de hundir la frente entre las manos, de taparse los o铆dos. Era ya tarde.

—¿Y c贸mo est谩 la vieja?

La pregunta lleg贸 desde el otro extremo de la mesa, a trav茅s de todas las botellas. Se hab铆a hecho un silencio. Luciano mir贸 a su padre y trat贸 de sonre铆r.

—Est谩 bien —contest贸 y volvi贸 a hundir su mirada en la copa vac铆a—. Tampoco le has hecho falta. Nunca ha preguntado por ti.

—Hace ocho o diez a帽os que no le veo ni el bulto —prosigui贸 el viejo, dirigi茅ndose a los amigos—. ¡C贸mo corre el tiempo! Nos hacemos viejos… ¿No queda m谩s champ谩n para m铆?… Viv铆amos en un callej贸n, viv铆amos como cerdos, ¿no es verdad, Luciano? Yo no pod铆a aguantar eso… un hombre como yo, en fin, sin libertad… viendo siempre la misma cara, el mismo olor a mujer, qu茅 mierda, hab铆a que conocer mundo y me fui… S铆, se帽ores, ¡me fui!

Luciano apret贸 la copa deseando que reventara entre sus dedos. El cristal resisti贸.

—Adem谩s… —continu贸 el viejo, sonriendo con sorna—, yo, yo… ella, con el perd贸n de Luciano, pero la verdad es que ella, ustedes comprenden, ella…

—¡Calla! —grit贸 Luciano, poni茅ndose de pie.

—¡… ella se acostaba con todo el mundo!

Las carcajadas de los amigos estallaron. En un instante Luciano se encontr贸 al lado de su padre. Cuando los amigos terminaron de re铆r vieron que el viejo ten铆a sangre en los labios. Luciano lo ten铆a aferrado por la corbata y su 谩gil cabeza volv铆a a golpear la gran cara pastosa.

—¡Ag谩rrenlo, ag谩rrenlo! —gritaba el viejo.

Entre cuatro cogieron a Luciano y lo arrastraron a un rinc贸n. Su peque帽o cuerpo se revolv铆a, de su boca sal铆a un resuello rabioso.

—¡Si se quieren pegar que salgan a la calle! —exclam贸 uno—. ¡Aqu铆 van a romper los confortables!

Luego de un forcejeo en el cual intervinieron todos los amigos —no se sab铆a si para contenerlos o para expulsarlos—, Luciano y su padre se encontraron en la calle.

—Al jir贸n Humboldt —dijo Luciano y se ech贸 a caminar decididamente mientras se acomodaba la corbata y se alisaba el cabello con las manos. Su padre lo segu铆a a pasos cortos y precipitados.

—¡Espera! ¿Por qu茅 tan lejos?

Cuando lo alcanz贸, anduvo a su lado, borracho a煤n, hablando en voz alta, llen谩ndolo de injurias.

—¿No lo sab铆as t煤, acaso? ¡Con todo el mundo! ¿Qui茅n daba para el diario, entonces?

Al llegar al jir贸n Humboldt comenzaron a recorrerlo, buscando una transversal oscura. Luciano se sent铆a fatigado, pensaba en las cien formas de enfrentarse a un rival corpulento y pesado: evitar el cuerpo a cuerpo, fintear provocando la fatiga, tierra en los ojos o una piedra metida con disimulo en el bolsillo de su saco.

—Ac谩 —dijo el viejo, se帽alando una bocacalle penumbrosa en medio de la cual pend铆a un foco amarillo. En el tapabarro de un colectivo abandonado dejaron sus sacos. Luego se remangaron la camisa. Luciano meti贸 la basta de su pantal贸n bajo la liga de sus medias. Cuadr谩ndose, tomaron distancia.

Luciano vio que su padre ten铆a la guardia abierta y que su gran vientre se le ofrec铆a como un blanco infalible. A pesar de ello, retrocedi贸 unos pasos. El viejo se aproxim贸. Luciano volvi贸 a retroceder. El viejo continu贸 avanzando.

—¿Me vas a dar pelea? ¡Agu谩rdate, que te calzo!

Luciano lleg贸 a tocar la pared con la espalda e impuls谩ndose con las manos arremeti贸 hacia adelante. De un salto salv贸 la distancia y ya iba a descargar su pu帽o cuando advirti贸 un gesto, tan solo un gesto de desconcierto —de pavor— en el rostro de su padre, y su pu帽o qued贸 suspendido en el aire. El viejo estaba inm贸vil. Ambos se miraban a los ojos como si estuvieran prontos a lanzar un grito. A煤n tuvo tiempo de pensar Luciano: «Parece que me miro en un espejo», cuando sinti贸 la pesada mano que le hend铆a el estern贸n y la otra que se alargaba rozando sus narices. Recobr谩ndose, tom贸 distancia y recibi贸 a la forma que avanzaba con un puntapi茅 en el vientre. El viejo cay贸 de espaldas.

Luciano cruz贸 velozmente por encima de 茅l y recogiendo su saco corri贸 hacia la esquina. Al llegar al jir贸n Humboldt se detuvo en seco. El cuerpo continuaba all铆 —se le ve铆a como un animal atropellado— en medio de la pista. Con prudencia se fue acercando. Al inclinarse, vio que el viejo dorm铆a, la garganta llena de ronquidos. Tir谩ndolo de las piernas lo arrastr贸 hasta la vereda. Luego volvi贸 a inclinarse para mirar por 煤ltima vez esa mand铆bula recia, esa ilusi贸n de padre que jam谩s volver铆a a repetirse. Arrancando su anillo del anular, lo coloc贸 en el me帽ique del vencido, con el rub铆 hacia la palma. Despu茅s encendi贸 un cigarrillo y se retir贸, pensativo, hacia los bares de La Victoria.

FIN
1964
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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

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