La historia de Guy Montag y el peor trabajo del mundo: QUEMAR LIBROS

¡Qué tal, amigos lectores de Mar de fondo! Hoy es el día del trabajador y es un día propicio para reconocer a tantas personas que se esfuerzan en la labor creativa y también las distintas disciplinas. Sin embargo, como en la vida no todo es color de rosa, existen trabajos muy difíciles, casi imposibles y que también han sido llevados a la ficción. Por eso, en este día del trabajo conoceremos un poco más sobre Guy Montag y el peor trabajo del mundo: quemar libros.

Guy Montag y el peor trabajo del mundo: QUEMAR LIBROS
Imagen:: Pinterest.

¿Por qué quemar libros?

Nunca nos imaginaríamos a una persona yendo a domicilio porque se ha reportado una alerta para incendiar una casa. El sentido común y la realidad nos dice que los bomberos deberían apagar incendios, no provocarlos; pero esta es la historia de Guy Montag en el libro Fahrenheit 451, una de las novelas más aclamadas del siglo XX por su visión trágica y alucinante del futuro, en una sociedad donde los libros no son bienvenidos y por el contrario estigmatizados y condenados a las llamas.

En este post vas a conocer la angustia y el cambio de Guy Montag al saberse en una sociedad mecánica y frívola. De pronto el encuentro con la joven Clarisse le cambiará la vida y verá su trabajo como una atrocidad y un crimen impuesto por el nuevo orden, ese contra el que tratará de luchar desde que conscientemente quemó la casa de aquella anciana...

Cómo es que en el mundo de Montag los libros tenía que quemarse


El día que Guy Montag enfermó de remordimiento fue a visitarlo su jefe el capitán Beatty, este le explica a detalle porqué el mundo es así y por qué los libros no ayudan a la felicidad del ser humano:

—Me preguntarás, ¿cuándo empezó nuestra labor, cómo fue implantada, dónde, cómo? Bueno, yo diría que, en realidad, se inició aproximadamente con el acontecimiento llamado la Guerra Civil. Pese a que nuestros reglamentos afirman que fue fundada antes. En realidad es que no anduvimos muy bien hasta que la fotografía se implantó. Después las películas, a principios del siglo XX. Radio. Televisión.

Las cosas empezaron a adquirir masa. —Montag permaneció sentado en la cama, inmóvil. —Y como tenían masa, se hicieron más sencillas —prosiguió diciendo Beatty—. En cierta época, los libros atraían a alguna gente, aquí, allí, por doquier. Podían permitirse ser diferentes. El mundo era ancho. Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos Y bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films y radios, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una especie de vulgar uniformidad. ¿Me sigues?

—Imagínalo. El hombre del siglo XIX con sus caballos, sus perros, sus coches, sus lentos desplazamientos. Luego, en el siglo XX, acelera la cámara. Los más breves, condensaciones.

Resúmenes. Todo se reduce a la anécdota, al final brusco.

—Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario.

Claro está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar referencias. Pero eran muchos losque sólo sabían de Hamlet (estoy seguro de que conocerás el título, Montag. Es probable que, para usted, sólo constituya una especie de rumor, Mrs. Montag), sólo sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más. Mildred se levantó y empezó a andar por la habitación, cogía objetos y los volvía a dejar. Beatty la ignoró y siguió hablando. —Acelera la proyección, Montag, aprisa, ¿Clic? ¿Película?

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Mira, Ojo, Ahora, Adelante, Aquí, Allí, Aprisa, Ritmo, Arriba, Abajo, Dentro, Fuera, Por qué, Cómo, Quién, Qué, Dónde, ¿Eh?, ¡Oh ¡Bang!, ¡Zas!, Golpe, Bing, Bong, ¡Bum! Selecciones de selecciones.

¿Política? ¡Una columna, dos frases, un titular! Luego, en pleno aire, todo desaparece. La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de tiempo.

—Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorado. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?

—Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar, ¿eh? Organiza y superorganiza superdeporte. Más chistes en los libros. Más ilustraciones. La mente absorbe menos Y menos. Impaciencia. Autopistas llenas de multitudes que van a algún sitio, a algún sitio, a algún sitio, a ningún sitio. El refugio de la gasolina. Las ciudades se convierten en moteles, la gente siente impulsos nómadas y va de un sitio para otro, siguiendo las mareas, viviendo una noche en la habitación donde otro ha dormido durante el día y el de más allá la noche anterior. Mildred salió de la habitación y cerró de un portazo. Las «tías» de la sala de estar empezaron a reírse de los «tíos» de la sala de estar. —Ahora, consideremos las minorías en nuestra civilización. Cuanto mayor es la población, más minorías hay. No hay que meterse con los aficionados a los perros, a los gatos, con los médicos, abogados, comerciantes, cocineros, mormones, bautistas, unitarios, chinos de segunda generación, suecos, italianos, alemanes, tejanos, irlandeses, gente de Oregón o de México. En este libro, en esta obra, en este serial de televisión la gente no quiere representar a ningún pintor, cartógrafo o mecánico que exista en la realidad. Cuanto mayor es el mercado, Montag, menos hay que hacer frente a la controversia, recuerda esto. Todas las minorías menores con sus ombligos que hay que mantener limpios. Los autores, llenos de malignos pensamientos, aporrean máquinas de escribir. Eso hicieron. Las revistas se convirtieron en una masa insulsa y amorfa. Los libros, según dijeron los críticos esnobs, eran como agua sucia. No es extraño que los libros dejaran de venderse, decían los críticos. 

Pero el público, que sabía lo que quería, permitió la supervivencia de los libros de historietas. Y de las revistas eróticas tridimensionales, claro está. Ahí tienes, Montag. No era una imposición del Gobierno. No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología, la explotación de las masas y la presión de las minorías produjo el fenómeno, a Dios gracias. En la actualidad, gracias a todo ello, uno puede ser feliz continuamente, se le permite leer historietas ilustradas o periódicos profesionales.

—Sí, pero, ¿qué me dice de los bomberos?

—Ah. —Beatty se inclinó hacia delante entre la débil neblina producida por su pipa.— ¿Qué es más fácil de explicar y más lógico? Como las universidades producían más corredores, saltadores, boxeadores, aviadores y nadadores, en vez de profesores, críticos, sabios, y creadores, la palabra «intelectual», claro está, se convirtió en el insulto que merecía ser. Siempre se teme lo desconocido. Sin duda, te acordarás del muchacho de tu clase que era excepcionalmente «inteligente», que recitaba la mayoría de las lecciones y daba las respuestas, en tanto que los demás permanecían como muñecos de barro, y le detestaban. ¿Y no era ese muchacho inteligente al que escogían para pegar y atormentar después de las horas de clase? Desde luego que sí. Hemos de ser todos iguales. No todos nacimos libres e iguales, como dice la Constitución, sino todos hechos iguales. Cada hombre, la imagen de cualquier otro. Entonces todos son felices, porque no pueden establecerse diferencias ni comparaciones desfavorables. ¡Ea! Un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma, domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho? ¿Yo? No los resistiría ni un minuto. Y así, cuando, por último, las casas fueron totalmente inmunizadas contra el fuego, en el mundo entero (la otra noche tenías razón en tus conjeturas) ya no hubo necesidad de bomberos para el antiguo trabajo. Se les dio una nueva misión, como custodios de nuestra tranquilidad de espíritu, de nuestro pequeño, comprensible y justo temor de ser inferiores.

Censores oficiales, jueces y ejecutores. Eso eres tú, Montag. Y eso soy yo.

—Has de comprender que nuestra civilización es tan vasta que no podemos permitir que nuestras minorías se alteren o exciten. Pregúntate a ti mismo: ¿Qué queremos en esta nación, por encima de todo? La gente quiere ser feliz, ¿no es así? ¿No lo has estado oyendo toda tu vida? «Quiero ser feliz», dice la gente. Bueno, ¿no lo son? ¿No les mantenemos en acción, no les proporcionamos diversiones?

Eso es para lo único que vivimos, ¿no? ¿Para el placer y las emociones? Y tendrás que admitir que nuestra civilización se lo facilita en abundancia.

No se puede construir una casa sin clavos en la madera. Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una misma cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno o, mejor aún, no le des ninguno. Haz que olvide que existe una cosa llamada guerra. Si el Gobierno es poco eficiente, excesivamente intelectual o aficionado a aumentar los impuestos, mejor es que sea todo eso que no que la gente se preocupe por ello. Tranquilidad, Montag.

Dale a la gente concursos que puedan ganar recordando la letra de las canciones más populares, o los nombres de las capitales de Estado, o cuánto maíz produjo Iowa el año pasado. Atibórralos de datos no combustibles, lánzales encima tantos «hechos» que se sientan abrumados, pero totalmente al día en cuanto a información. Entonces, tendrán la sensación de que piensan, tendrán la impresión de que se mueven sin moverse. Y serán felices, porque los hechos de esta naturaleza no cambian. No les des ninguna materia delicada como Filosofía o Sociología para que empiecen a atar cabos. Por ese camino se encuentra la melancolía. Cualquier hombre que pueda desmontar un mural de televisión y volver a armarlo luego, y, en la actualidad, la mayoría de los hombres pueden hacerlo, es más feliz que cualquier otro que trata de medir, calibrar y sopesar el Universo, que no puede ser medido ni sopesado sin que un hombre se sienta bestial y solitario. Lo sé, lo he intentado ¡Al diablo con ello! Así pues, adelante con los clubs, las fiestas, los acróbatas y los prestidigitadores, los coches a reacción, las bicicletas helicópteros, el sexo y las drogas, más de todo lo que esté relacionado con reflejos automáticos. Si el drama es malo, si la película no dice nada, si la comedia carece de sentido, dame una inyección de teramina. Me parecerá que reacciono con la obra, cuando sólo se trata de una reacción táctil a las vibraciones. Pero no me importa. Prefiero un entretenimiento completo.

—He de marcharme. El sermón ha terminado. Espero haber aclarado conceptos. Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demás somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios. Tenemos nuestros dedos en el dique. Hay que aguantar firme. No permitir que el torrente de melancolía y la funesta Filosofía ahoguen nuestro mundo. Dependemos de ti. No creo que te des cuenta de lo importante que eres para nuestro mundo feliz, tal como está ahora organizado.


El día clave: cuando Montag quemó la casa de la anciana

El trabajo de Montag era el de cualquier bombero. La alarma sonaba, todos debían estar en sus puestos, el auto "Salamadra" encendía los motores y el Sabueso, la máquina asesina y lanza llamas se movía con velocidad en busca del domicilio denunciado. Así, se relata esta escena:

Sonó la alarma. La campana del techo tocó doscientas veces. De pronto hubo cuatro sillas vacías. Los naipes cayeron como copos de nieve. La barra de latón se estremeció. Los hombres se habían marchado. Montag estaba sentado en su silla.

Abajo, el dragón anaranjado tosió y cobró vida. Montag se deslizó por la barra, como un hombre que sueña. El Sabueso Mecánico daba saltos en su perrera con los ojos convertidos en una llamarada verde.

—¡Montag, te olvidas del casco!

El aludido lo cogió de la pared que quedaba a su espalda, corrió, saltó, y se pusieron en marcha, con el viento nocturno martilleado por el alarido de su sirena y su poderoso retumbar metálico.

Era una casa de tres plantas, de aspecto ruinoso, en la parte antigua de la ciudad, que contaría, por lo menos, un siglo de edad; pero, al igual que todas las casas, había sido recubierta muchos años atrás por una delgada capa de plástico, ignífuga, y aquella concha protectora parecía ser lo que la mantuviera erguida en el aire.

—¡Aquí están!

El vehículo se detuvo. Beatty, Stoneman y Black atravesaron corriendo la acera, repentinamente odiosos y gigantescos en sus gruesos trajes a prueba de llamas. Montag les siguió. Destrozaron la puerta principal y aferraron a una mujer, aunque ésta no corría, no intentaba escapar. Se limitaba a permanecer quieta, balanceándose de uno a otro pie, con la mirada fija en el vacío de la pared, como si hubiese recibido un terrible golpe en la cabeza. Movía la boca, y sus ojos parecían tratar de recordar algo. y, luego, lo recordaron y su lengua volvió a moverse:

—«Pórtate como un hombre, joven Ridley. Por la gracia de Dios, encenderemos hoy en Inglaterra tal hoguera que confío en que nunca se apagará.»

—¡Basta de eso! —dijo Beatty—. ¿Dónde están. Abofeteó a la mujer con sorprendente impasibilidad, y repitió la pregunta. La mirada de la vieja se fijó en Beatty.

—Usted ya sabe dónde están, o, de lo contrario, no habría venido —dijo. Stoneman alargó la tarjeta de alarma telefónica, con la denuncia firmada por duplicado, en el dorso: “Tengo motivos para sospechar del ático. Elm, número 11 ciudad. E. B”.

—Debe de ser Mrs. Blake, mi vecina —dijo la mujer, leyendo las iniciales.

—¡Bueno, muchachos, a por ellos!

Al instante, iniciaron el ascenso en la oscuridad, golpeando con sus hachuelas plateadas puertas que, sin embargo, no estaban cerradas, tropezando los unos con los otros, como chiquillos, gritando y alborotando. ¡Eh!

Una catarata de libros cayó sobre Montag mientras éste ascendía vacilantemente la empinada escalera. ¡Qué inconveniencia! Antes, siempre había sido tan sencillo como apagar una vela. La Policía llegaba primero, amordazaba y ataba a la víctima y se la llevaba en sus resplandecientes vehículos, de modo que cuando llegaban los bomberos encontraban la casa vacía. No se dañaba a nadie, únicamente a objetos. Y puesto que los objetos no podían sufrir, puesto que los objetos no sentían nada ni chillaban o gemían, como aquella mujer podía empezar a hacerlo en cualquier momento, no había razón para sentirse, después, una conciencia culpable. Era tan sólo una operación de limpieza. Cada cosa en su sitio. 

¡Rápido con el petróleo! ¿Quién tiene una cerilla? Pero aquella noche, alguien se había equivocado. Aquella mujer estropeaba el ritual. Los hombres armaban demasiado ruido, riendo, bromeando, para disimular el terrible silencio acusador de la mujer. Ella hacía que las habitaciones vacías clamaran acusadoras y desprendieran un fino polvillo de culpabilidad que era sorbido por ellos al moverse por la casa. Montag sintió una irritación tremenda. ¡Por encima de todo, ella no debería estar allí! 

Los libros bombardearon sus hombros, sus brazos, su rostro levantado. Un libro aterrizó, casi obedientemente como una paloma blanca, en sus manos, agitando las alas. A la débil e incierta luz, una página desgajada asomó, y era como un copo de nieve, con las palabras delicadamente impresas en ella.

Con toda su prisa y su celo, Montag sólo tuvo un instante para leer una línea, ésta ardió en su cerebro durante el minuto siguiente como si se la hubiesen grabado con un acero. El tiempo se ha dormido a la luz del sol del atardecer. Montag dejó caer el libro. Inmediatamente cayó entre sus brazos.

—¡Montag, sube!

La mano de Montag se cerró como una boca, aplastó el libro con fiera devoción, con fiera inconsciencia, contra su pecho. Los hombres, desde arriba, arrojaban al aire polvoriento montones de revistas que caían como pájaros asesinados, y la mujer permanecía abajo, como una niña, entre los cadáveres. Montag no hizo nada. Fue su mano la que actuó; su mano, con un cerebro propio, con una conciencia y una curiosidad en cada dedo tembloroso, se había convertido en ladrona. 

En aquel momento metió el libro bajo su brazo, lo apretó con fuerza contra la sudorosa axila; salió vacía, con agilidad de prestidigitador. ¡Mira aquí! ¡inocente! ¡Mira!


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Montag contempló, alterado, aquella mano blanca. La mantuvo a distancia, como si padeciese presbicia. La acercó al rostro, como si fuese miope.

—¡Montag!

El aludido se volvió con sobresalto.

—¡No te quedes ahí parado, estúpido!

Los libros yacían como grandes montones de peces puestos a secar. Los hombres bailaban, resbalaban y caían sobre ellos. Los títulos hacían brillar sus ojos dorados, caían, desaparecían.

—¡Petróleo!

Bombearon el frío fluido desde los tanques con el número 451 que llevaban sujetos a sus hombros.

Cubrieron cada libro, inundaron las habitaciones. Corrieron escaleras abajo; Montag avanzó en pos de ellos, entre los vapores del petróleo.

—¡Vamos, mujer!

Ésta se arrodilló entre los libros, acarició la empapada piel, el impregnado cartón, leyó los títulos dorados con los dedos mientras su mirada acusaba a Montag.

—No pueden quedarse con mis libros —dijo.

—Ya conoce la ley —replicó Beatty—. ¿Dónde está su sentido común? Ninguno de esos libros está de acuerdo con el otro. Usted lleva aquí encerrada años con una condenada torre de Babel. ¡Olvídese de ellos! La gente de esos libros nunca ha existido. ¡Vamos!

Ella meneó la cabeza.

—Toda la casa va a arder —advirtió Beatty. Con torpes movimientos, los hombres traspusieron la puerta. Volvieron la cabeza hacia Montag, quien permanecía cerca de la mujer.

—¡No iréis a dejarla aquí! —protestó él.

—No quiere salir.

—¡Entonces, obligadla!

Beatty levantó una mano, en la que llevaba oculto el deflagrador.

—Hemos de regresar al cuartel. Además, esos fanáticos siempre tratan de suicidarse. Es la reacción familiar. Montag apoyó una de sus manos en el codo mujer.

—Puede venir conmigo.

—No —contestó ella—. Gracias, de todos modos.

—Vamos a contar hasta diez —dijo Beatty—. Uno, Dos.

—Por favor —dijo Montag.

—Márchese —replicó la mujer.

—Tres. Cuatro.

—Vamos. Montag tiró de la mujer.

—Quiero quedarme aquí —contestó ella con serenidad.

—Cinco. Seis.

—Puedes dejar de contar —dijo ella. Abrió ligeramente los dedos de una mano; en la palma de la misma había un objeto delgado. Una vulgar cerilla de cocina. Esta visión hizo que los hombres se precipitaran fuera y se alejaran de la casa a todo correr. Para mantener su dignidad, el capitán Beatty retrocedió lentamente a través de la puerta principal, con el rostro quemado, brillante gracias a un millar de incendios y de emociones nocturnas. “Dios —pensó Montag—, ¡cuán cierto es! La alarma siempre llega de noche. ¡Nunca durante el día” ¿Se debe a que el fuego es más bonito por la noche? ¿Más espectacular, más llamativo? El rostro sonrojado de Beatty mostraba, ahora, una leve expresión de pánico. Los dedos de la mujer se engarfiaron sobre la cerilla. Los vapores del petróleo la rodeaban.

Montag sintió que el libro oculto latía como un corazón contra su pecho.

—Váyase —dijo la mujer. Y Montag, mecánicamente, atravesó el vestíbulo, saltó por la puerta en pos de Beatty, descendió los escalones, cruzó el jardín, donde las huellas del petróleo formaban un rastro semejante al de un caracol maligno. En el porche frontal, a donde ella se había asomado para calibrarlos silenciosamente con la mirada, y había una condena en aquel silencio, la mujer permaneció inmóvil. Beatty agitó los dedos para encender el petróleo. Era demasiado tarde. 

Montag se quedó boquiabierto. La mujer, en el porche, con una mirada de desprecio hacia todos, alargó el brazo y encendió la cerilla, frotándola contra la barandilla. La gente salió corriendo de las casas a todo lo largo de la calle.


El despertar de Montag y el remordimiento tras la quema

Montag tuvo que vivir este quiebre para darse cuenta que su trabajo no era un verdadero trabajo, era una manera de denigrar y acabar con la vida de las personas y atentar contra la historia y la cultura. En el diálogo con su esposa tras la quema, lo define así:

—No se trata sólo de la mujer que murió —dijo Montag—— Anoche, estuve meditando sobre todo el petróleo que he usado en los últimos diez años. Y también en los libros. Y, por primera vez, me di cuenta de que había un hombre detrás de cada uno de ellos. Un hombre tuvo que haberlo ideado. Un hombre tuvo que emplear mucho tiempo en trasladarlo al papel. Y ni siquiera se me había ocurrido esto hasta ahora. Montag saltó de la cama. —Quizás algún hombre necesitó toda una vida para reunir varios de sus pensamientos, mientras contemplaba el mundo y la existencia, y, entonces, me presenté yo y en dos minutos, izas!, todo liquidado...

Espero que este artículo te haya despertado las ganas de leer Fahrenheit 451 (la temperatura a la que arde el papel), pues es una novela corta pero contundente y nos hace meditar en torno a si verdaderamente estamos valorando los libro y la alegría que estos nos dan. Puedes descargar el libro aquí en Mar de fondo, totalmente legal y gratuito. ¡Hasta la próxima y feliz día!

Fuente: Libro Fahrenheit 451 de Ray Bradbury
Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

2 Comentarios

  1. Lean Fahrenheit. Escrito a finales de los 50, es increíblemente actual.El estilo de Bradbury es sencillo pero a la vez poético y tan oscuro como el Poe

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