Leamos "Un episodio bajo el terror", cuento de Honoré de Balzac

¡Buenos días, lectores de Mar de fondo! En esta oportunidad y por ser el último viernes del mes, cerramos la semana con una bella y escalofriante historia del mítico Honoré de Balzac, un relato para tomarlo con paciencia y dejarnos sorprender por la pluma del escritor francés que inspiró a miles de autores ¡Disfrutemos de esta escalofriante historia! 


"Un episodio bajo el terror", cuento de Honoré de Balzac
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/3SKKiHZ

UNA MISA EN 1793 (título original).

A Monsieur Guyonnet-Merville
No será necesario, caro y antiguo patrón, explicar a la gente curiosa que desea saberlo todo, el proceder por el que he llegado a conocer lo suficiente para conducir los asuntos de mi pequeño mundo, y consagrar aquí la memoria del hombre amable e inteligente que, encontrándose en un baile a Scriba, otro clérigo aficionado, le dijo: “Pase pues al gabinete, le garantizo que hallará trabajo para usted”; ¿pero acaso necesitan de dicho testimonio público tener constancia del afecto del autor?
Balzac

El 22 de enero de 1793, hacia las ocho de la noche, una anciana descendía la cuesta que termina ante la iglesia de San Lorenzo, en el barrio de San Martín, de París. Había nevado tanto durante la jornada que apenas se oían sus pasos. Las calles estaban desiertas. El temor natural que inspiraba el silencio, se veía incrementado por el terror que en aquellos momentos hacía gemir a Francia; por lo que la anciana no había encontrado a nadie; su vista, debilitada desde hacía tiempo, no le permitía ver a lo lejos, a la luz de los faroles, a algunos viandantes esparcidos como sombras por la inmensa vía de aquel arrabal. Avanzaba valientemente sola en medio de aquella soledad, como si su edad fuera un talismán que debiera preservarla de cualquier desgracia.

Cuando hubo pasado la calle de los Muertos, creyó distinguir el andar pesado y firme de un hombre que marchaba detrás de ella. Le pareció que no oía aquel ruido por vez primera; se asustó de que la siguieran, y trató de ir más rápida con el fin de alcanzar una tienda bastante bien iluminada, esperando poder verificar bajo aquella luz, las sospechas que la embargaban. Tan pronto como se encontró bajo el rayo de luz horizontal que salía de aquella tienda, volvió bruscamente la cabeza y vislumbró una forma humana en la bruma. Aquella indefinida visión le bastó: titubeó un momento bajo el peso del pavor por el que se sentía abrumada, pues ya no dudó de que hubiera sido escoltada por aquel desconocido desde el primer paso que había dado al salir de su casa. El deseo de escapar de aquel espía le infundió fuerzas. Incapaz de razonar, apretó el paso, como si pudiera sustraerse a un hombre necesariamente más ágil que ella. Después de haber corrido durante algunos minutos, llegó a una pastelería, entró y, más que sentarse, se dejó caer en una silla colocada delante del mostrador. En el momento en que había hecho chirriar el picaporte de la puerta, una joven que se encontraba bordando, levantó los ojos, reconoció a través de los cristales la capa de forma anticuada y de seda violeta en la que iba envuelta la anciana, y se apresuró a abrir un cajón para sacar de él algo que debía entregarle. No sólo el gesto y la fisonomía de la joven expresaron el deseo de deshacerse rápidamente de la desconocida, como si fuera una de esas personas a las que no se ve con gusto, sino que incluso dejó escapar una expresión de impaciencia al encontrar el cajón vacío; luego, sin mirar a la dama, salió precipitadamente del mostrador, fue hacia la trastienda y llamó a su marido que apareció de inmediato.

—¿Dónde has puesto pues…? —le preguntó con expresión de misterio indicándole a la vieja con una mirada y sin terminar la frase.

Aunque el pastelero no pudiera ver nada más que el enorme gorro de seda negra adornado con lazos de color violeta que servía de tocado a la desconocida, desapareció después de haber lanzado a su esposa una mirada que parecía decir: «¿Crees que voy a dejar eso en tu mostrador?…»

Sorprendida por el silencio y la inmovilidad de la anciana, la vendedora volvió junto a ella; y, al verla de cerca se sintió presa de un sentimiento de compasión y tal vez también de curiosidad. Aunque la tez de aquella mujer fuera naturalmente lívida como la de una persona entregada a secretas austeridades, era fácil reconocer que una emoción reciente esparcía en ella una palidez extraordinaria. Su tocado estaba colocado de tal forma que le cubría los cabellos blanqueados sin duda por la edad pues la limpieza del cuello de su vestido confirmaba que no llevaba el pelo empolvado. Aquella ausencia de adorno le hacía contraer a su rostro una especie de religiosa severidad. Sus facciones eran graves y dignas. En otros tiempos, las maneras y costumbres de las gentes de bien eran tan diferentes de las de las personas que pertenecían a otras clases, que se reconocía fácilmente a una persona noble. Por lo que la joven estaba persuadida de que la desconocida era una cidevant, una exnoble, y que había pertenecido a la Corte.

—Señora… —le dijo, involuntariamente y con respeto, olvidando que aquel tratamiento estaba proscrito.

La anciana no respondió. Tenía los ojos fijos en la cristalera de la tienda, como si en ella se hallara dibujado algún objeto horroroso.

—¿Qué te ocurre, ciudadana? —preguntó el propietario, que volvió al instante.

Sacó a la dama de su ensoñación tendiéndole una cajita de cartón forrada de papel azul.

—¡Nada, nada, amigos míos! —respondió con voz dulce.

Levantó los ojos hacia el pastelero como para enviarle una mirada de agradecimiento, pero al ver que llevaba un gorro rojo, dejó escapar un grito:

—¡Ah!… ¿me han traicionado?…

La joven y su marido contestaron con un gesto de horror que hizo ruborizarse a la desconocida, bien por vergüenza de haber sospechado de ellos, bien por alegría.

—Perdónenme —dijo entonces con una dulzura infantil. Luego, sacando un luis de oro de su bolsillo, se lo tendió al pastelero diciendo: «Aquí tiene el precio convenido».

Existe un tipo de indigencia que los indigentes saben adivinar. El pastelero y su mujer se miraron, e indicándose a la anciana, se comunicaron un mismo pensamiento: aquel luis de oro debía ser el último. Las manos de la dama temblaban al ofrecerlo, contemplaba aquella moneda con dolor aunque sin avaricia; pero parecía conocer la verdadera dimensión del sacrificio. El ayuno y la miseria se encontraban grabados en su rostro con trazos tan evidentes como los del miedo y los de las prácticas ascéticas. Había en sus ropas vestigios de magnificencia: eran de seda usada, una capa limpia pero pasada, encajes cuidadosamente zurcidos: ¡harapos de la opulencia!, en definitiva. Los comerciantes, entre la piedad y el interés, empezaron por descargar su conciencia con palabras.

—Pero, ciudadana, pareces muy débil…

—¿La señora necesitaría tomar alguna cosa? —preguntó la mujer interrumpiendo a su marido.

—Tenemos un caldo muy bueno —dijo el pastelero.

—Hace tanto frío que la señora tal vez haya atrapado un mal aire; pero aquí puede descansar y calentarse un poco.

—No somos tan negros como el diablo —exclamó el pastelero.

Tranquilizada por el acento de benevolencia que animaba las palabras de los caritativos vendedores, la dama confesó que había sido seguida por un hombre, y que tenía miedo de regresar sola a su casa.

—¡Ah! ¿Sólo se trata de eso? —prosiguió el hombre del gorro rojo.— Espéreme aquí, ciudadana.

Entregó el luis a su esposa. Luego, movido por esa especie de reconocimiento que se desliza en el alma de un comerciante cuando recibe un precio exorbitante por una mercancía de valor mediocre, fue a ponerse su uniforme de la Guardia nacional, cogió su sombrero, su sable corto y reapareció armado. Pero la esposa había tenido tiempo de reflexionar. Como en otros muchos corazones, la reflexión cerró la mano que había abierto la beneficencia. Inquieta y temiendo ver a su marido embarcarse en algún asunto feo, la mujer del pastelero intentó tirarle de un faldón del uniforme para detenerlo; pero, obedeciendo a un sentimiento de caridad, el buen hombre se ofreció al instante para escoltar a la anciana.

—Al parecer, el hombre del que la ciudadana tiene miedo está aún merodeando por delante de la tienda —dijo vivamente la joven.

—Así lo temo —apostilló ingenuamente la dama.

—¿Y si fuera un espía? ¿Y si se tratara de una conspiración? No vayas, y recupera la caja…

Aquellas palabras susurradas por su mujer al oído del pastelero, helaron el repentino valor del que éste se hallaba poseído.

—Voy a decirle dos palabras y a librarla de él al momento —exclamó el pastelero abriendo la puerta y saliendo precipitadamente.

La anciana, pasiva como un niño y casi alelada, volvió a sentarse en la silla. El modesto comerciante no tardó en reaparecer. Su rostro, bastante sonrosado por naturaleza y encendido además por el fuego del horno, se había puesto lívido de repente. Un pavor tan grande lo agitaba que le temblaban las piernas y sus ojos parecían los de un hombre ebrio.

$ads={2}

—¿Quieres que nos corten el cuello miserable aristócrata?… —exclamó furioso.— ¡Piensa en enseñarnos tus talones, no reaparezcas jamás por aquí, y de ahora en adelante no cuentes conmigo para aprovisionarte de elementos de conspiración!

Al terminar estas palabras, el pastelero intentó quitarle a la anciana la cajita que ella había introducido en uno de sus bolsillos. Apenas las manos atrevidas del pastelero tocaron sus ropas, la desconocida, prefiriendo librarse a los peligros de la calle sin más defensor que Dios antes que perder lo que acababa de comprar, recuperó la agilidad de su juventud. Se lanzó hacia la puerta, la abrió bruscamente, y desapareció de la vista de la mujer y del marido estupefactos y temblorosos.

En cuanto la desconocida se encontró fuera, echó a andar con rapidez; pero muy pronto sus fuerzas la traicionaron: oyó que el espía por el que era implacablemente seguida hacía crujir la nieve bajo sus pesados pasos; ella se vio obligada a detenerse y él se detuvo; no se atrevía a hablarle ni a mirarlo, bien por el miedo de que era víctima, bien por falta de inteligencia. Prosiguió su camino yendo más lentamente y el hombre ralentizó su marcha de manera que permanecía a una distancia que le permitía vigilarla. El desconocido parecía la sombra misma de la anciana. Sonaron las nueve cuando aquella pareja silenciosa volvió a pasar por delante de la iglesia de San Lorenzo. Sin embargo, es natural a todas las almas, incluso a las más abatidas, que un sentimiento de calma suceda a una agitación violenta. Fue tal vez por un movimiento de ese género por lo que la desconocida, al no recibir ningún daño de su pretendido perseguidor, quiso ver en él a algún amigo secreto deseoso de protegerla. Analizó detenidamente las circunstancias que habían acompañado a las apariciones del extraño como para encontrar motivos plausibles a esta consoladora opinión, y le agradó entonces reconocer en él más bien buenas que malas intenciones. Olvidando el pánico que él acababa de inspirarle al pastelero, avanzó pues con paso firme por la zona alta del barrio de San Martín.

Después de media hora de trayecto, llegó a una casa situada junto a la encrucijada formada por la calle principal del barrio y la que conduce a la barrera de Pantin. Aquel lugar es aún hoy uno de los más desiertos de París. El cierzo, que pasaba por encima de las colinas de Saint-Chaumont y de Belleville, silbaba a través de las casas, o más bien, casuchas, diseminadas por aquel valle casi deshabitado cuyos setos son muros hechos de tierra y huesos. Aquel lugar desolado parecía el asilo natural de la miseria y de la desesperación.

El hombre que se empeñaba en perseguir a la pobre criatura lo bastante osada como para atravesar de noche aquellas calles silenciosas, pareció impresionado por el espectáculo que se ofrecía ante su vista. Permaneció pensativo, de pie y en actitud de duda, débilmente iluminado por un farol cuya luz indecisa horadaba apenas la niebla. El miedo le dio ojos a la anciana que creyó percibir algo siniestro en los rasgos del desconocido; sintió que sus terrores despertaban de nuevo, y aprovechó la especie de incertidumbre que detuvo a aquel hombre para deslizarse en la sombra hacia la puerta de la casa solitaria; accionó un resorte, y desapareció con rapidez fantasmagórica. El transeúnte, inmóvil, contemplaba aquella casa que seguía en cierto modo el modelo de las miserables viviendas de aquel arrabal. Aquella casucha vacilante estaba construida en sillería y revestida con una capa de yeso amarillento, tan agrietada, que se temía verla caer al más tenue empuje del viento. El tejado de tejas pardas y cubierto de musgo se hundía en numerosos puntos de forma que parecía que iba a derrumbarse bajo el peso de la nieve. Cada planta tenía tres ventanas, cuyos bastidores, podridos por la humedad y desunidos por la acción del sol, anunciaban que el frío debía penetrar en las habitaciones. Aquella casa aislada parecía una vieja torre que el tiempo hubiera olvidado destruir. Una débil luz iluminaba las tres ventanas que cortaban irregularmente la buhardilla por la que terminaba aquel pobre edificio, mientras que el resto de la casa se encontraba en completa oscuridad.

La anciana no subió sin esfuerzo la escalera empinada y tosca, a lo largo de la cual había que apoyarse en una cuerda a guisa de pasamanos; llamó sigilosamente a la puerta de la vivienda que se encontraba en la buhardilla, y se sentó precipitadamente en una silla que le presentó un anciano.

—¡Escóndase! ¡escóndase! —le dijo ella—. Aunque no salimos sino de tarde en tarde, nuestras gestiones son conocidas y nuestros pasos espiados.

—¿Qué hay de nuevo? —preguntó otra anciana sentada junto al fuego.

—El hombre que merodea en torno a la casa desde ayer me ha seguido esta noche.

Al oír aquellas palabras, los tres moradores de aquel tugurio se miraron dejando aparecer en sus rostros los signos de un profundo terror. El viejo fue el menos agitado de los tres, tal vez porque era el que corría más peligro. Cuando se está bajo el peso de una gran desgracia o bajo el yugo de la persecución, un hombre valiente empieza, por así decirlo, por hacer el sacrificio de sí mismo, sólo considera sus días como otras tantas batallas ganadas al destino. Las miradas de las dos mujeres, fijas en el anciano, dejaban fácilmente adivinar que él era el único objeto de su gran solicitud.

—¿Por qué desesperar de Dios, hermanas? —dijo éste con una voz sorda pero llena de unción.— Cantábamos sus alabanzas en medio de los gritos que lanzaban los asesinos y los moribundos en el convento del Carmelo. Si Él quiso que me salvara de aquella carnicería fue sin duda porque me reservaba un destino que debo aceptar sin replicar. Dios protege a los suyos, y puede disponer de ellos a su gusto. Es de ustedes dos, y no de mí, de quien hay que ocuparse.

—No —dijeron las dos ancianas.

—Desde el momento en que me vi fuera de la abadía de Chelles, me considero muerta —exclamó una de las religiosas, la que estaba sentada en una esquina de la chimenea.

—Aquí están, —dijo la dama que acababa de llegar, tendiéndole la caja al sacerdote— aquí están las hostias. Pero —exclamó— oigo pasos en la escalera.

Al oírla, los tres se pusieron a escuchar, pero el ruido cesó.

—No se asusten —dijo el sacerdote— si alguien intenta llegar hasta nosotros. Una persona, con cuya fidelidad contamos, ha debido tomar medidas para pasar la frontera, y vendrá a buscar las cartas que he escrito al duque de Langeais y al marqués de Beauséant, con el fin de que se agencien la forma de arrancarlas a ustedes de este horrible país, de la muerte o de la miseria que aquí les espera.

—¿Usted no nos acompañará, pues? —exclamaron suavemente las dos religiosas manifestando una especie de desesperación.

—Mi lugar está allí donde hay víctimas —dijo el sacerdote con sencillez.

Ellas se callaron y miraron a su huésped con santa admiración.

—Hermana Marthe, —dijo dirigiéndose a la religiosa que había ido a buscar las hostias— el emisario deberá responder como contraseña Fiat voluntas, cuando se le diga Hosanna.

—¡Hay alguien en la escalera! —exclamó la otra religiosa abriendo un escondrijo hábilmente preparado por debajo del techo.

Esta vez fue fácil oír, en medio del más profundo silencio, los pasos de un hombre que hacían crujir los escalones cubiertos de las callosidades formadas por el barro endurecido. El sacerdote se introdujo con esfuerzo en una especie de armario, y la religiosa echó por encima de él unas cuantas ropas.

—Ya puede cerrar, hermana Agathe —dijo él con voz apagada.

Apenas se había escondido el sacerdote cuando tres golpes en la puerta hicieron sobresaltarse a las dos santas mujeres, que se consultaron con la mirada sin atreverse a pronunciar ni una sola palabra. Ambas parecían estar en torno a la sesentena. Separadas del mundo desde hacía cuarenta años, eran como dos plantas acostumbradas al ambiente de un invernadero, que se marchitan si se les saca de él. Acostumbradas a la vida del convento, no podían concebir otra. Una mañana en que sus rejas habían sido destruidas, al verse libres se estremecieron. Es fácil imaginar la especie de imbecilidad que los acontecimientos de la Revolución habían producido en sus almas inocentes. Incapaces de poner de acuerdo sus ideas claustrales con las dificultades de la vida, y sin comprender siquiera su situación, parecían niños bien cuidados hasta entonces y que, abandonados por la providencia materna, rezaban en lugar de gritar. Por lo que, ante el peligro que preveían en aquel instante, permanecieron mudas y pasivas al no conocer otra defensa que la resignación cristiana.

El hombre que quería entrar interpretó aquel silencio a su manera, abrió la puerta y se mostró de repente. Las dos religiosas se estremecieron al reconocer al personaje que, desde hacía veinticuatro horas, merodeaba en torno a su casa y preguntaba cosas acerca de ellas. Permanecieron inmóviles contemplándolo con curiosidad inquieta, como los niños salvajes examinan silenciosamente a los extranjeros. Era un hombre alto y robusto, pero no había nada en sus movimientos, en su expresión o en su fisonomía que indicara que era un mal hombre. Imitó la inmovilidad de las religiosas, y paseó su mirada lentamente por la habitación en la que se encontraba.

Dos esteras de paja, colocadas sobre planchas, servían de lecho a las dos religiosas. Una mesa sola se hallaba en medio de la habitación; había sobre ella un candelabro de cobre, algunos platos, tres cuchillos y un pan redondo. El fuego de la chimenea era modesto. Unos cuantos troncos de madera, amontonados en un rincón, evidenciaban además la pobreza de las dos reclusas. Los muros, enlucidos con una capa de pintura muy antigua, probaban el mal estado del techo, donde manchas parecidas a redes oscuras indicaban las filtraciones de las aguas de lluvia. Una reliquia, salvada sin duda del pillaje de la abadía de Chelles, adornaba la campana de la chimenea. Tres sillas, dos baúles y una mala cómoda completaban el mobiliario de aquella habitación. Una puerta practicada junto a la chimenea hacía pensar que había una segunda habitación. El inventario de aquella celda fue realizado con rapidez por el personaje que se había introducido bajo tan terribles auspicios en el seno de aquel hogar. Un sentimiento de conmiseración se dibujó en su rostro y echó una mirada de benevolencia a las dos mujeres, tan confuso al menos como ellas. El extraño silencio en el que permanecieron los tres duró poco, pues el desconocido terminó por adivinar la debilidad moral y la inexperiencia de aquellas dos pobres criaturas y entonces les dijo con un tono que intentó suavizar:

—No vengo como enemigo, ciudada…

Se detuvo y, corrigiéndose, dijo:

—Hermanas, si les ocurre alguna desgracia, créanme que yo no habré contribuido a ella. Tengo que pedirles un favor…

Ellas guardaron silencio.

—Si las importuno, si … las molesto, díganlo libremente… y me retiraré; pero sepan que les soy leal; que, si hay algún servicio que pueda hacerles, pueden utilizarme sin miedo, ya que yo sólo, tal vez, esté por encima de la ley.

Había tal acento de verdad en aquellas palabras que sor Agathe, la religiosa que pertenecía a la casa de Langeais, y cuyas maneras parecían anunciar que en otros tiempos había conocido el esplendor de las fiestas y respirado el ambiente de la Corte, se apresuró a indicar una de las sillas como para rogar a su visitante que se sentara. El desconocido manifestó una especie de alegría mezclada de tristeza al comprender aquel gesto y esperó para ocupar su asiento a que las dos respetables damas estuvieran sentadas.

—Han dado asilo —prosiguió— a un venerable sacerdote refractario, que ha escapado milagrosamente a las matanzas de carmelitas.

—¡Hosanna! —dijo la hermana Agathe interrumpiendo al extraño y mirándolo con una curiosidad inquieta.

—No se llama así, creo —contestó él.

—Pero, señor, —dijo vivamente la hermana Marthe—, nosotros no tenemos aquí a ningún sacerdote, y…

—Entonces habrá que tener un poco más cuidado y prevención —replicó dulcemente el extraño avanzando el brazo hacia la mesa y cogiendo de ella un breviario.— No creo que ustedes sepan latín, y… —No continuó pues la extraordinaria emoción que se dibujó en la cara de las dos pobres religiosas le hizo temer haber ido demasiado lejos: estaban temblando y sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Tranquilícense —les dijo con voz franca— conozco el nombre de su huésped y los suyos, y desde hace tres días estoy enterado de su penuria y de su devoción por el venerable padre…

—¡Chut! —dijo ingenuamente sor Agathe poniéndose un dedo sobre los labios.

—Como ven, hermanas, si hubiera concebido el horrible plan de traicionarlos, ya habría podido realizarlo más de una vez…

Al oír aquellas palabras, el sacerdote se liberó de su escondrijo y reapareció en medio de la habitación.

—No creo, señor —dijo al desconocido— que sea usted uno de nuestros perseguidores, y me fío de usted: ¿qué quiere de mí?

La santa confianza del sacerdote, la nobleza derramada sobre todas sus facciones habrían desarmado a los asesinos. El misterioso personaje que había venido a animar aquella escena de miseria y de resignación contempló un momento el grupo formado por aquellos tres seres; luego, adoptó un tono de confidencia, y se dirigió al sacerdote en estos términos:

—Padre, vengo a suplicarle que celebre una misa de difuntos por el eterno descanso del alma de… de un… de una persona consagrada, cuyo cuerpo no descansará jamás en tierra santa…

El sacerdote tembló involuntariamente. Las dos religiosas, que no comprendían aún de quien quería hablar el desconocido, permanecieron con el cuello tendido, la cara vuelta hacia los dos interlocutores y en actitud de curiosidad. El eclesiástico examinó al extraño: la ansiedad inequívoca dibujada sobre su rostro y su mirada expresaban ardientes súplicas.

—Bien, —respondió el sacerdote— vuelva a medianoche y estaré preparado para celebrar el único servicio fúnebre que podamos ofrecer como expiación del crimen…

El desconocido se estremeció, pero una satisfacción dulce y grave a la vez pareció triunfar por encima de un dolor secreto; y después de haber saludado respetuosamente al sacerdote y a las dos santas mujeres, desapareció manifestando una especie de mudo agradecimiento que fue comprendido por aquellas tres almas generosas.

Unas dos horas después de esta escena, el desconocido regresó, llamó discretamente a la puerta del desván, y fue introducido por la señorita de Beauséant, que lo condujo a la segunda habitación de aquel modesto tabuco, donde todo había sido preparado para la ceremonia. Entre dos conductos de chimenea, las dos religiosas habían transportado la vieja cómoda cuyos antiguos contornos estaban cubiertos por un magnífico frontal de altar de muaré verde. Un gran crucifijo de ébano y nácar colgado sobre una pared amarillenta hacía resaltar la desnudez de ésta y atraía necesariamente las miradas. Cuatro pequeñas velas finas que las hermanas habían logrado sujetar sobre aquel improvisado altar pegándolas sobre lacre, arrojaban un pálido resplandor mal reflejado en el muro. Aquella tenue luz apenas si iluminaba el resto de la habitación; pero, al no derramar su claridad sino sobre las cosas santas, parecía un rayo caído del cielo sobre aquel altar sin adornos. El suelo estaba húmedo. El techo que descendía rápidamente por los dos lados como en los desvanes, tenía algunas grietas por las que entraba un viento glacial. No había nada menos pomposo y, sin embargo, nada fue tal vez más solemne que aquella ceremonia. Un profundo silencio, que habría permitido oír el más mínimo grito proferido en la ruta de Alemania, esparcía una especie de majestad sombría sobre aquella escena nocturna. En fin, la grandeza de la acción contrastaba tan intensamente con la pobreza de las cosas, que de ello resultaba un sentimiento de temor religioso. A cada lado del altar, las dos viejas reclusas, arrodilladas sobre las baldosas del suelo sin inquietarse por su mortal humedad, rezaban de acuerdo con el sacerdote que, revestido con ornamentos de pontifical, preparaba un cáliz de oro adornado de piedras preciosas, vaso sagrado salvado sin duda del pillaje de la abadía de Chelles. Junto a aquel cáliz, monumento de real munificencia, el agua y el vino destinados al santo sacrificio estaban contenidos en dos vasos apenas dignos de la más indigna taberna. Al carecer de misal, el sacerdote había colocado su breviario sobre una esquina del altar. Un plato común estaba dispuesto para el lavatorio de las manos inocentes y puras de sangre. Todo era inmenso, pero pequeño; pobre, pero noble; profano y santo a la vez.

El desconocido fue a arrodillarse devotamente entre las dos religiosas. Pero, de pronto, al ver el crespón en el cáliz y en el crucifijo, pues el sacerdote, al no disponer de nada para anunciar el destino de aquella misa fúnebre, había puesto de luto al mismo Dios, fue asaltado por un recuerdo tan intenso que se le formaron gotas de sudor sobre su dilatada frente. Los cuatro silenciosos actores de aquella escena se miraron entonces misteriosamente; luego sus almas, actuando a porfía unas sobre otras, se comunicaron así sus sentimientos y se confundieron en una religiosa conmiseración: parecía que su pensamiento hubiera evocado al mártir cuyos restos habían sido devorados por la cal viva, y que su sombra estuviera ante ellos en toda su real majestad. Celebraban un funeral sin el cuerpo del difunto. Bajo aquellas tejas y aquellos tablones desencajados, cuatro cristianos iban a interceder ante Dios por un Rey de Francia, y a hacer su entierro sin ataúd. Era la más pura de las abnegaciones, un sorprendente acto de fidelidad, realizado sin segundas intenciones. Fue sin duda, a los ojos de Dios, como el vaso de agua que se equipara a las mayores virtudes. Toda la monarquía estaba allí, en las oraciones de un sacerdote y dos pobres mujeres; pero tal vez también la Revolución estuviera representada por aquel hombre cuya cara mostraba demasiados remordimientos como para no creer que realizaba lo prescrito por un inmenso arrepentimiento.

En lugar de pronunciar las palabras latinas Introïbo ad altare Dei, el sacerdote, por una inspiración divina, miró a los tres asistentes que representaban a la Francia cristiana y les dijo para borrar las miserias de aquel tugurio: «¡Vamos a entrar en el santuario de Dios!». Al oír aquellas palabras pronunciadas con penetrante unción, un santo temor se adueñó del asistente y de las dos religiosas. Bajo las bóvedas de San Pedro de Roma, Dios no se habría manifestado más majestuoso que lo hizo entonces en aquel asilo de la indigencia ante los ojos de aquellos cristianos, hasta tal punto es cierto que entre el hombre y Él todo intermediario parece innecesario y que no extrae su grandeza sino de sí mismo. El fervor del desconocido era sincero, por lo que el sentimiento que unía las oraciones de aquellos cuatro servidores de Dios y del Rey fue unánime. Las santas palabras resonaban como música celestial en mitad del silencio. Hubo un momento en el que las lágrimas se adueñaron del desconocido, fue en el Pater noster. El sacerdote le añadió esta oración latina que, sin duda, fue comprendida por el extraño: Et remitte scelus regicidis sicut Ludovicus eis remisit semetipse («Y perdonad a los regicidas, como Luis [XVI] él mismo los perdonó»). Las dos religiosas vieron dos gruesas lágrimas trazar un húmedo camino a lo largo de las masculinas mejillas del desconocido y caer sobre las baldosas. Se recitó el oficio de difuntos. El Domine salvum fac regem, cantado en voz baja enterneció a los fieles realistas que pensaron que el rey-niño, por el que rezaban en aquel momento al Altísimo, estaba cautivo entre las manos de sus enemigos. El desconocido tembló al pensar que pudiera cometerse aún un nuevo crimen en el que, sin duda, se vería obligado a participar.

Cuando concluyó el servicio fúnebre, el sacerdote hizo una señal a las dos religiosas, que se retiraron. Tan pronto como se encontró a solas con el desconocido, se dirigió hacia él con expresión dulce y triste; luego le dijo con voz paternal:

—Hijo mío, si ha manchado usted sus manos con la sangre del Rey mártir, desahóguese conmigo. No existe pecado que, a los ojos de Dios, no sea borrado por un arrepentimiento tan conmovedor y tan sincero como parece ser el suyo.

Ante las primeras palabras pronunciadas por el eclesiástico, el extraño dejó escapar un movimiento de terror involuntario; pero luego recuperó un aplomo sereno y miró con entereza al sacerdote sorprendido:

—Padre, —le dijo con voz visiblemente alterada— no hay nadie más inocente que yo de la sangre derramada…

—Debo creerlo —dijo el sacerdote. Hizo una pausa durante la cual examinó de nuevo a su penitente. Luego, insistiendo en tomarlo por uno de aquellos asustados partidarios de la Convención que entregaron una cabeza inviolable y sagrada, para poder conservar la suya, continuó con voz grave—: Piense, hijo mío, que para ser absuelto de ese gran crimen, no basta con no haber cooperado en él. Los que pudiendo defender al Rey, dejaron su espada dentro de la funda, tendrán que dar muchas cuentas ante el Rey de los cielos… ¡Oh! sí, —añadió el viejo sacerdote agitando la cabeza de derecha a izquierda con un movimiento expresivo— sí, ¡muchas cuentas!… pues al permanecer inactivos, se convirtieron en cómplices involuntarios de aquel horroroso delito…


TE PUEDE INTERESAR: "La dama del perrito", cuento de Antón Chéjov


—¿Cree usted, —preguntó el desconocido estupefacto— que una participación indirecta será castigada…? El soldado que mandó formar el pasillo ¿es pues culpable?

El sacerdote permaneció indeciso. Feliz del aprieto en el que ponía a aquel puritano de la realeza colocándolo entre el dogma de la obediencia pasiva que, según los partidarios de la monarquía, debe dominar los códigos militares, y el dogma igualmente importante que consagra el respeto debido a la persona de los reyes, el extraño se apresuró a ver en el titubeo del sacerdote una solución favorable a las dudas que parecían atormentarle. Luego, para no dejar al venerable jansenista reflexionar por más tiempo, le dijo:

—Me avergonzaría de ofrecerle cualquier tipo de estipendio por el servicio funerario que acaba usted de celebrar por el descanso del alma del Rey y en descargo de mi conciencia. Una cosa inestimable sólo puede pagarse con una ofrenda que sea también muy valiosa. Dígnese pues, padre, aceptar la donación de una santa reliquia… Un día llegará, tal vez, en el que usted comprenda todo su valor. —Y mientras pronunciaba estas palabras, el extraño tendía al eclesiástico una cajita extremadamente ligera. El sacerdote la cogió involuntariamente, por así decirlo; pues la solemnidad de las palabras de aquel hombre, el tono que empleó, el respeto con el que sostenía aquella caja lo había sumergido en una profunda sorpresa. Entonces entraron en la habitación donde los esperaban las dos religiosas.—Están ustedes —les dijo el desconocido— en una casa cuyo propietario, Mucius Scaevola, el yesero que vive en el primero, es célebre en la sección por su patriotismo; pero está secretamente ligado a los Borbones. Antaño fue montero del señor príncipe de Conti, al que debe su fortuna. Si no salen ustedes de su propiedad, estarán más seguros que en cualquier otro lugar de Francia. Permanezcan aquí. Almas piadosas velarán por que tengan cubiertas sus necesidades y puedan ustedes esperar sin peligro la llegada de tiempos menos malos. Dentro de un año, el 21 de enero… (al pronunciar estas últimas palabras no pudo disimular un movimiento involuntario), si adoptan este triste lugar como asilo, volveré a celebrar con ustedes otra misa expiatoria… —No terminó. Saludó a los mudos habitantes de la buhardilla, echó una última mirada a los indicios que evidenciaban su indigencia, y desapareció.

Para las dos inocentes religiosas, una aventura semejante tenía todo el interés de una novela. Por lo que, tan pronto como el venerable cura las puso al corriente del misterioso presente tan solemnemente entregado por aquel hombre, colocaron la cajita sobre la mesa y las tres caras inquietas, débilmente iluminadas por la lámpara, manifestaron una indescriptible curiosidad. La señorita de Langeais abrió la caja, y encontró en su interior un pañuelo de batista muy fina, con algunas manchas de sudor; pero al desdoblarlo vieron en él amplias manchas: «¡Es sangre!…» —dijo el sacerdote con voz profunda. Las dos hermanas dejaron caer la supuesta reliquia con horror. Para aquellas dos almas ingenuas, el misterio del que se rodeaba el extraño fue inexplicable. En cuanto al sacerdote, a partir de aquel día ni siquiera intentó explicárselo. Los tres prisioneros no tardaron en percatarse de que, pese al Terror, una mano poderosa se había extendido sobre ellos. En primer lugar, recibieron leña y provisiones; luego, las dos religiosas adivinaron que había una mujer asociada a su protector, cuando alguien les envió ropa interior y vestidos que podían permitirles salir sin destacarse por la moda aristocrática de los vestidos que se habían visto obligadas a conservar. Por fin Mucius Scaevola les dio dos carnets de seguridad. Con frecuencia les llegaban, por caminos indirectos, avisos imprescindibles para preservar la seguridad del sacerdote; y como aquellos consejos eran de gran oportunidad, no podían ser ofrecidos sino por una persona al corriente de los secretos de Estado. Pese a la hambruna que pesó sobre París, encontraron ante la puerta de su cuchitril raciones de pan blanco depositadas allí por manos invisibles. Sin embargo ellos creyeron reconocer a Mucius Scaevola como el misterioso agente de aquella beneficencia siempre tan ingeniosa como inteligente. Los nobles moradores del desván no podían dudar de que su protector no fuera el personaje que había ido a mandar celebrar la misa expiatoria la noche del 22 de enero de 1793; por lo que se transformó en el objeto de un culto muy particular para aquellos tres seres, que sólo esperaban en él y no vivían sino por él. Habían añadido por él oraciones especiales en sus preces. Mañana y noche, aquellas almas piadosas hacían votos por su felicidad, por su prosperidad, por su salvación. Suplicaban a Dios que alejara de él todas las asechanzas, que lo librara de sus enemigos y le concediera una larga y apacible vida. Su gratitud que, por así decirlo, se renovaba a diario, se alió necesariamente con un sentimiento de curiosidad que se hizo cada día más acuciante. Las circunstancias que habían acompañado a la aparición del extraño eran objeto de sus conversaciones, hacían mil conjeturas sobre él, y la distracción de la que él era el centro, era un favor de nueva clase para ellos. Y se prometían no permitir que el extraño escapara a su amistad la noche que volviera, según su promesa, para celebrar el triste aniversario de la muerte de Luis XVI.

La noche tan impacientemente esperada llegó por fin. A medianoche, el sonido de los pesados pasos del desconocido resonó en la vieja escalera de madera: la habitación había sido adornada para recibirlo, y el altar preparado. En esta ocasión las hermanas abrieron la puerta anticipadamente y las dos se apresuraron a iluminar la escalera. La señorita de Langeais bajó incluso algunos peldaños para ver antes a su bienhechor.

—Venga, —le dijo con voz emocionada y afectuosa— venga… lo estamos esperando.

El hombre levantó la cabeza, echó una mirada sombría a la religiosa, y no contestó; ella sintió como si le cayera encima un manto de hielo, pero guardó silencio. Al ver su aspecto, el agradecimiento y la curiosidad se esfumaron en los tres corazones. Estuvo tal vez menos frío, menos taciturno, menos terrible de lo que les pareció a aquellas almas a las que la exaltación de sus sentimientos impulsaba a efusiones de amistad. Los tres pobres prisioneros, que comprendieron que aquel hombre quería seguir siendo un extraño para ellos, tuvieron que resignarse. El sacerdote creyó observar en los labios el desconocido una sonrisa, reprimida de inmediato, en el momento en el que vio los preparativos que habían hecho para recibirlo. Asistió a la misa y rezó; pero desapareció después de haber respondido con algunas frases de cortesía negativa a la invitación que le hizo la señorita de Langeais a compartir una pequeña colación que ella misma había preparado.

Tras el 9 thermidor, las religiosas y el padre Marolles pudieron salir por París sin correr el menor peligro. La primera salida del anciano sacerdote fue a la tienda de perfumería conocida como «La Reina de las flores», regentada por el ciudadano y la ciudadana Ragon, antiguos perfumeros de la Corte, que habían permanecido fieles a la familia real, y de los que se servían los vandeanos para mantener correspondencia con los príncipes y el comité realista de París. El sacerdote, vestido al estilo de la época, se encontraba en el umbral de aquella tienda, situada entre San Roque y la calle de los Frondeurs, cuando el gentío que inundaba la calle de San Honorato, le impidió salir.

—¿Qué sucede? —preguntó a la señora Ragon.

—No es nada —respondió ella—; es la carreta y el verdugo que van a la plaza Luis XV. Desgraciadamente los hemos visto con demasiada frecuencia durante el último año, pero hoy, cuatro días después del aniversario del 21 de enero, se puede mirar este horrible cortejo sin pena, pues se trata de la ejecución de los cómplices de Robespierre: se han defendido tanto como han podido, pero al final les ha llegado su hora.

El gentío que llenaba la calle de San Honorato pasó como una oleada y, por encima, el padre Marolles, cediendo a un movimiento de curiosidad, vio de pie, sobre la carreta, al que tres días antes se había arrodillado junto a las religiosas.

—¿Quién es… el que…? —preguntó.

—Es el verdugo —contestó el señor Ragon nombrando al ejecutor de altas funciones por su nombre monárquico.

—¡Amigo mío! ¡amigo mío! —gritó la señora Ragon dirigiéndose a su marido,— el señor cura se muere. Y la anciana señora cogió un frasco de vinagre para hacer volver en sí al anciano sacerdote desvanecido.

—Él me dio —dijo— el pañuelo con el que el rey se había limpiado la frente cuando iba al martirio… ¡Pobre hombre!… ¡el cuchillo de acero tuvo corazón cuando Francia carecía de él…!

Los perfumeros creyeron que el pobre sacerdote estaba delirando.

FIN

“Un épisode sous la Terreur, Une messe en 1793”
AVISO LEGAL: Los cuentos, poemas, fragmentos de novelas, ensayos  y todo contenido literario que aparece en mardefondo podrían estar protegidos por los derechos de autor (copyright). Si por alguna razón los propietarios no están conformes con el uso de ellos por favor escribirnos y nos encargaremos de borrarlo inmediatamente.  
Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

Publicar un comentario

Artículo Anterior Artículo Siguiente