¡Buenas noches, queridos lectores! Agosto tambi茅n el mes del nacimiento de Borges y comenzamos a recordarlo con este breve y magn铆fico cuento. Este relato lleva el sello del maestro con una excelente descripci贸n que se deja apreciar desde el primer p谩rrafo ¡Disfruta tu lectura!
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Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/2L2gR7z |
EL FIN
Recabarren, tendido, entreabri贸 los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobr铆simo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente… Recobr贸 poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiar铆a nunca por otras. Mir贸 sin l谩stima su gran cuerpo in煤til, el poncho de lana ordinaria que le envolv铆a las piernas. Afuera, m谩s all谩 de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; hab铆a dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tante贸 dar con un cencerro de bronce que hab铆a al pie del catre. Una o dos veces lo agit贸; del otro lado de la puerta segu铆an lleg谩ndole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que hab铆a aparecido una noche con pretensiones de cantor y que hab铆a desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, segu铆a frecuentando la pulper铆a, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no hab铆a vuelto a cantar; acaso la derrota lo hab铆a amargado. La gente ya se hab铆a acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patr贸n de la pulper铆a, no olvidar铆a ese contrapunto; al d铆a siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le hab铆a muerto bruscamente el lado derecho y hab铆a perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los h茅roes de la novelas conclu铆mos apiad谩ndonos con exceso de las desdichas propias; no as铆 el sufrido Recabarren, que acept贸 la par谩lisis como antes hab铆a aceptado el rigor y las soledades de Am茅rica. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era se帽al de lluvia.
Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabri贸 la puerta. Recabarren le pregunt贸 con los ojos si hab铆a alg煤n parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por se帽as que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se qued贸 solo; su mano izquierda jug贸 un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.
La llanura, bajo el 煤ltimo sol, era casi abstracta, como vista en un sue帽o. Un punto se agit贸 en el horizonte y creci贸 hasta ser un jinete, que ven铆a, o parec铆a venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujet贸 el galope y vino acerc谩ndose al trotecito. A unas doscientas varas dobl贸. Recabarren no lo vio m谩s, pero lo oy贸 chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulper铆a.
Sin alzar los ojos del instrumento, donde parec铆a buscar algo, el negro dijo con dulzura:
—Ya sab铆a yo, se帽or, que pod铆a contar con usted.
El otro, con voz 谩spera, replic贸:
—Y yo con vos, moreno. Una porci贸n de d铆as te hice esperar, pero aqu铆 he venido.
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Hubo un silencio. Al fin, el negro respondi贸:
—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete a帽os.
El otro explic贸 sin apuro:
—M谩s de siete a帽os pas茅 yo sin ver a mis hijos. Los encontr茅 ese d铆a y no quise mostrarme como un hombre que anda a las pu帽aladas.
—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dej贸 con salud.
El forastero, que se hab铆a sentado en el mostrador, se ri贸 de buena gana. Pidi贸 una ca帽a y la palade贸 sin concluirla.
—Les di buenos consejos —declar贸—, que nunca est谩n de m谩s y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.
Un lento acorde precedi贸 la respuesta de negro:
—Hizo bien. As铆 no se parecer谩n a nosotros.
—Por lo menos a m铆 —dijo el forastero y a帽adi贸 como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.
El negro, como si no lo oyera, observ贸:
—Con el oto帽o se van acortando los d铆as.
—Con la luz que queda me basta —replic贸 el otro, poni茅ndose de pie.
Se cuadr贸 ante el negro y le dijo como cansado:
—Dej谩 en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.
Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmur贸:
—Tal vez en este me vaya tan mal como en el primero.
El otro contest贸 con seriedad:
—En el primero no te fue mal. Lo que pas贸 es que andabas ganoso de llegar al segundo.
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Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandec铆a. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quit贸 las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:
—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su ma帽a, como en aquel otro de hace siete a帽os, cuando mat贸 a mi hermano.
Acaso por primera vez en su di谩logo, Mart铆n Fierro oy贸 el odio. Su sangre lo sinti贸 como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso ray贸 y marc贸 la cara del negro.
Hay una hora de la tarde en que la llanura est谩 por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una m煤sica… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro recul贸, perdi贸 pie, amag贸 un hachazo a la cara y se tendi贸 en una pu帽alada profunda, que penetr贸 en el vientre. Despu茅s vino otra que el pulpero no alcanz贸 a precisar y Fierro no se levant贸. Inm贸vil, el negro parec铆a vigilar su agon铆a laboriosa. Limpi贸 el fac贸n ensangrentado en el pasto y volvi贸 a las casas con lentitud, sin mirar para atr谩s. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no ten铆a destino sobre la tierra y hab铆a matado a un hombre.
FIN
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