Leamos "Las arañas", cuento de Diego Yani

Como parte de la difusión de la lectura y el dar a conocer a nuevos escritores en Latinoamérica, hoy comparto contigo este interesante cuento del argentino, Diego Yani. 

"Las arañas", cuento de Diego Yani
Imagen tomada de Pinterest:  Come explore Michaël Brack's best artworks


Hace ya algunas semanas Diego se puso en contacto conmigo y me dio a conocer su nuevo libro: "Cuentos del espejo" (2023) Editorial Dunken. Del cual he tomado, con permiso del autor, este relato que estoy seguro agradará a nuestra comunidad lectora. 


LAS ARAÑAS


-¡Cecilia mirá!- grité desde el comedor interrumpiendo abruptamente su lectura- ¡Ahí están otra vez!

Se acercó indiferente y me observó con sus grandes ojos tristes. Estaba yo parado en el medio del salón mirando atentamente el cielorraso. Aunque no hacía falta elevar la mirada pues ella sabía perfectamente de qué se trataba, alzó la cabeza y miró hacia donde yo señalaba: sobre el blanco níveo de la flamante pintura resaltaban las tres arañas. Eran esas típicas arañas que suelen aparecer en las casas y departamentos, esas que se componen de un diminuto cuerpo central del cual se desprenden las larguísimas patas. Allí estaban otra vez. Y se movían muy lentamente como si hubieran advertido nuestras miradas.

-Tenemos que hacer algo- exclamé molesto – Otra vez nos invaden estos bichos de porquería. ¿Por qué no nos dejan en paz?

Cecilia no emitió palabra. Ni siquiera pareció alterarse ante esas horribles criaturas. Simplemente se limitó a mirarme resignada y alzarse de hombros.

Desde que aquellos molestos insectos habían aparecido en la casa, había hecho yo lo imposible para eliminarlos. Primero había optado por esos tóxicos insecticidas que tanto afectaban las sensibles fosas nasales de Tobías, el viejo y rechoncho gato del cual Cecilia no se despegaba y yo tanto odiaba; luego un desfile inútil de fumigadores que nos habían visitado con sus típicos mamelucos, máscaras y extraños artefactos, y finalmente la potente pastilla que nos obligó a cerrar el departamento y refugiarnos en lo de mis suegros durante un par de días. Pero aun así no había logrado nada: las arañas seguían apareciendo.

Seguramente era la presencia de esos molestos intrusos lo que apenaba a Cecilia. Desde hacía ya tiempo había notado yo su mirada perdida y esa expresión de preocupación -¿o tal vez frustración?- que se le dibujaba en el rostro. Pasaba la tarde sentada en el patio, bajo el sol débil que apenas lograba colarse entre los altos edificios vecinos, sosteniendo al inmundo Tobías entre sus brazos. Ya casi no sonreía.

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-¿Qué pasa Ceci…?-le había preguntado en más de una oportunidad al notar su carácter taciturno y su figura esquiva. Pero ella siempre se limitaba a mirarme con sus grandes y tristes ojos sin emitir palabra alguna. A veces sus labios se movían levemente y yo tenía la inquietante certeza de que alguna palabra se desprendería de ellos pero luego simplemente se encogía de hombros dejándome absorto en mis elucubraciones. Era sin dudas a causa de esas malditas arañas.

Haciendo memoria debo reconocer que la primera vez que una de esas molestas criaturas se había materializado ante mi vista, turbando profundamente mi ánimo, no había sido en casa.

-No, no, le aseguro a Usted que no se trata de eso - estaba yo afirmando otra vez frente a los ojos intimidantes y descreídos de mi psicóloga que me observaban a través de los gruesos cristales- Con Cecilia nos amamos profundamente…

-A veces los hechos dicen más que las palabras. Tal vez sería oportuno…

No la seguí escuchando. Repentinamente sentí un molesto e impreciso malestar, una cierta sensación de vacío que se apoderó abruptamente de mi estómago y subió hacia mi garganta en forma de nausea. Yo quería, juro que quería, seguir escuchándola pero el súbito malestar me lo impidió. Y fue precisamente en ese momento que se produjo la aparición: allí, sobre el hombro de la terapeuta, distinguí al repugnante insecto. Caminaba, como todas las de su familia, sigilosamente montada sobre las largas patas. Toda mi atención estaba puesta en la horrible intrusa: mis ojos seguían su improvisado y prácticamente imperceptible desplazamiento sobre el sweater bordó. Las palabras de la licenciada Peretti parecían provenir de un lugar lejano y oscuro y se desvanecían en la nada sin dejar huella alguna en mi espíritu. ¡Yo quería escuchar! Creo que hablaba de mi relación con Cecilia pues de tanto en tanto mis oídos distinguían el dulce nombre de mi mujer entre las palabras de la doctora. Estaba literalmente paralizado. Y así como no oí sus palabras, tampoco pude advertirla sobre la presencia del pequeño monstruo.

Lo concreto es que a partir de ese momento las arañas ya no nos abandonarían. De hecho fue esa misma noche que comencé a divisarlas en casa. ¿Tal vez las había traído yo del consultorio de la psicóloga? La primera vez los inoportunos insectos se habían limitado a ocupar parte de la cocina. Habían comenzado a colonizar el techo y luego lentamente habían descendido columpiándose delicadamente en sus telas para seguir tejiendo esos invisibles hilos entre la caja de té y los frascos de las especias que reposaban sobre los estantes. El mugroso gato también parecía verlas: pasaba horas sentado en la cocina observando sus sigilosos movimientos. Inclusive una de ellas, tal vez las más audaz entre sus pares, se había ubicado muy horonda sobre la vacía caja de galletitas danesas que Cecilia había heredado de su abuela y tanto quería.

-No te preocupes – le dije mientras ella miraba conmovida la lata que recordaba el norte del mundo bordada por la araña- Vamos a superar esto y toda dificultad que se presente. Cuando hay amor…

Cecilia dirigió sus grandes ojos tristes hacia mí y tras observarme unos segundos movió los finos labios. Esta vez parecía estar dispuesta a hablar. Sentí en el interior del pecho que mi corazón se agitaba. Pero me alivié cuando solo un profundo suspiro se desprendió de los labios represores. Luego simplemente se dio la vuelta y se retiró de la cocina. Como un fiel guardaespaldas el obeso gato salió detrás de ella maullando. Me alegré de que se marchara porque en ese preciso instante otras tres arañas –más grandes y más negras- habían aparecido en el techo.

Debo confesar que sentía miedo. No por las arañas en sí: mi temor se debía a los pequeños cambios que se registraban en el carácter de Cecilia cada vez que las invasoras ganaban terreno. De hecho ella parecía apagarse día tras día. Marchitarse. Y, peor aún, se alejaba de mí. Y el solo hecho de imaginarla distante me desesperaba y me provocaba ese vacío en las entrañas que se desplazaba hacia mi garganta y trasmutaba finalmente en la amarga náusea. Bajo ningún concepto permitiría que esos horribles insectos –o cualquier otra cosa - nos separaran.


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Fue cuando advertí dos arañas negras sobre el techo del dormitorio que todo se precipitó. Recuerdo nítidamente esa noche. Estábamos los dos acostados. Ella, de espaldas a mí, fingía dormir. Yo, en cambio, mas despierto que nunca le besé los sensuales hombros que me ofrecía esa cama en la que desde hacía tiempo solo dormíamos. Entonces Cecilia, esquiva, se dio vuelta y me miró con los ojos implorantes que advertí brillosos. Otra vez noté el movimiento de los labios carceleros que intuí dispuestos a liberar las palabras. Me desesperé. De golpe el corazón agitó mi pecho y mis sienes y la sensación de náusea me asqueó la boca.

-Yo…-empezó a decir firmemente.

Entonces un brusco embotamiento cerró mis oídos, y mis ojos desorbitados recorrieron enloquecidamente las rosadas paredes, se posaron hurgadores sobre los estantes de la biblioteca, saltaron implorantes a las aspas del ventilador de techo y de allí se dirigieron esperanzados al techo.

-¡Mirá Cecilia!- la interrumpí triunfante señalándole el cielorraso- Ahí están ¡Ya han llegado a la pieza!
Ella clavó sus grandes y desconcertados ojos en los míos. Luego se dio la vuelta y se dispuso a dormir sin siquiera observar mi espeluznante descubrimiento. Tampoco dijo nada. Sin dudas la presencia de las arañas sobre nuestra cama la había aterrorizado. Y no la culpo.

Yo no la vi partir. Cuando desperté a la mañana siguiente Cecilia ya no estaba. Tampoco su ropa, ni sus cosas, ni el inmundo gato que tanto quería.

Solo quedaban las arañas.

FIN


Diego Yani 



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Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

3 Comentarios

  1. Hermoso cuento! Me encanta la oscuridad a la que poco a poco te va introduciendo. Es tan detallista que pude imaginarme todo con mucha claridad, gracias al escritor por eso tan necesario para involucrarse con la historia! Gran duda del final, él se durmió igual? Pese a tener las arañas encima? Se rindió a negociar la inevitable separación de su mujer? No la supera y la mujer se fue hace mucho? Tengo muchas dudas y celebro que un cuento me las deje, gracias Diego Yani!

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    1. Es un relato muy envolvente y deja abierta la intepretación

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  2. Interesante cuento. Ahhh, aquellas cosas que se simulan ver por negar aquellas otras que se atreven a ver o aceptar.

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