¡Hola, lectores! Esta jornada quiero compartir con ustedes (unos meses después) otro fragmento de la larga carta que escribiese Franz Kafka a su padre, Hermann Kafka, un comerciante nacido en 1852 y que dejó una profunda huella en la personalidad del escritor que luego encontramos en su obra ¡Leamos con atención!
Las cartas de Kafka a su padre
"Cartas al Padre" es una colección de cartas escritas por el autor checo Franz Kafka (1883-1924) y dirigidas a su padre, Hermann Kafka.
Tras la muerte de Kafka a causa de una tuberculosis fulminante, sus cartas adquirieron interés por los seguidores de la obra del escritor checo. Estas misivas, como hemos visto cada entrega, tienen un tono introspectivo y revelador de la dura relación que experimentó Franz junto a su padre.
En esta cuarta parte Kafka pinta de pies a cabeza el carácter iracundo e insensible de su padre, ya no solo a nivel familiar, sino también con sus empleadores. Hay cierto narcisismo de parte de éste y la continua fijación por hacer sentir mal a sus hijos.
Si al igual que a mí te gusta la obra de Kafka te invito a seguir conociendo el lado humano de este maestro y su lucha por encontrar un lugar en el mundo después de los traumas que aparecieron en su niñez.
Recuerda que existe la posibilidad de leer esta obra en físico, si así lo deseas te comparto el enlace de Buscalibre.com donde podrás encontrar la edición que más se acomode a tus expectativas. Solo haz clic aquí.
CUARTA PARTE DE LA CARTA DE KAFKA A SU PADRE
(Clic aquí para leer la tercera parte)
(Clic aquí para leer la segunda parte)
(Clic aquí para leer la primera parte)
Tú también, por cierto, de acuerdo con la situación, tan semejante, en que te hallabas frente a mí, buscaste una manera de defenderte. Solías llamar la atención sobre lo exageradamente bien que yo vivía y sobre el buen trato que se me daba. Eso es verdad, pero no creo que, dadas las circunstancias, me haya servido de mucho.
Es cierto que mi madre era infinitamente bondadosa conmigo, pero para mí todo aquello estaba en relación contigo, o sea, en una relación mala. La madre tenía, inconscientemente, el papel que tiene el montero en la caza. Si, en un caso improbable, tu educación, al generar oposición, aversión o hasta odio, hubiese podido emanciparme de ti, la madre restablecía el equilibrio con su bondad, con sus palabras sensatas (en el caos de la infancia ella fue el arquetipo de la sensatez), con su mediación, y yo estaba otra vez reintegrado en ese círculo tuyo del que si no, para tu provecho y el mío, quizás habría podido evadirme. O también sucedía que no había una reconciliación propiamente dicha, que la madre sólo me protegía de ti a escondidas, me daba, me permitía algo a escondidas, y entonces yo era otra vez para ti ese ser retorcido y falso, que se sabe culpable, y que, por ser tan nulo, hasta aquello a lo que creía tener derecho no lo conseguía sino por caminos sinuosos. Lógicamente me acostumbré entonces a buscar también por esos caminos aquello a lo que, incluso a mi juicio, no tenía derecho. Lo cual volvía a aumentar el sentimiento de culpabilidad.
También es verdad que apenas me has pegado alguna vez de verdad. Pero aquellas voces, aquel rostro encendido, los tirantes que te quitabas apresuradamente y colocabas en el respaldo de la silla, todo eso era casi peor para mí. Es como alguien a quien van a ahorcar. Si lo ahorcan de verdad, ha muerto y todo ha terminado. Pero si tiene que ver todos los preliminares del ahorcamiento y sólo cuando le cuelga la soga delante de la cara se entera del indulto, puede que quede dañado para toda la vida. Por si fuera poco, a medida que se iban acumulando aquellas ocasiones en que, según tu criterio claramente manifestado, yo hubiera merecido una paliza, pero gracias a tu indulgencia me había librado de ella por muy poco, iba aumentando en mí otra vez el sentimiento de culpabilidad. Por donde se mirase, siempre incurría en falta frente a ti.
Toda la vida me has echado en cara (a solas o delante de otros, para notar lo humillante que era esto último te faltaba por completo la sensibilidad, los asuntos de tus hijos siempre han sido públicos) que, gracias a tu trabajo, he vivido sin privaciones, en medio del confort, la paz y la abundancia. Me refiero a comentarios que deben haber formado literalmente surcos en mi cerebro, como éstos: «A los siete años ya tenía yo que ir por los pueblos con el carretón». «Teníamos que dormir todos en un cuarto.» «Éramos felices cuando teníamos patatas.» «Durante años he tenido llagas en las piernas por faltarme ropa de invierno.» «Bien pequeño ya tenía yo que ir a Pisek, a la tienda.» «En casa no me daban nada, ni siquiera cuando hice el servicio, era yo quien enviaba dinero a casa.» «Y con todo, y con todo: el padre siempre era el padre. ¡Quién sabe esto hoy! ¡Qué sabrán los hijos! ¡Ninguno ha pasado por algo así! ¿Lo comprende esto hoy un hijo?» En condiciones de vida diferentes, esos relatos habrían podido ser una excelente medida educativa, habrían podido dar aliento y ánimos para superar las mismas penalidades y privaciones que tuvo que soportar el padre. Pero no era eso lo que querías, pues, debido a ese esfuerzo tuyo, la situación era diferente; no había ocasión de descollar como tú lo habías hecho. Una ocasión así habría habido que hacerla surgir mediante la violencia y la subversión, uno habría tenido que escaparse de casa (suponiendo que se hubiese tenido la decisión y la fuerza necesarias para ello y que la madre no lo hubiese impedido por otros medios). Pero tú no querías nada de eso, todo eso tú lo llamabas ingratitud, exaltación, desobediencia, traición, locura. Es decir, mientras que por un lado invitabas a ello poniéndote como ejemplo, contando historias y avergonzando a los demás, por otro lado lo prohibías severísimamente. De no ser así, en el fondo deberías haber estado encantado con la aventura de Zürau de Ottla8 , si se prescinde de los detalles secundarios. Ella quería volver a ese ambiente rural del que tú procedías, quería tener trabajo y privaciones, como tú habías tenido, no quería disfrutar de los resultados de tu trabajo, lo mismo que tú fuiste independiente de tu padre. ¿Eran ésas unas intenciones tan horribles? ¿Estaban tan lejos de tu ejemplo y de tus enseñanzas? Bueno, las intenciones de Ottla no resultaron bien al final, quizás las llevó a la práctica de un modo algo ridículo, con demasiado revuelo, no tuvo la suficiente consideración con sus padres. ¿Pero fue culpa exclusiva suya? ¿No fueron también culpables las circunstancias y sobre todo el hecho de que tú te hubieses alejado tanto de ella? ¿Era menor ese alejamiento en la tienda (de eso querías persuadirte a ti mismo más tarde) que después, en Zürau? ¿Y no habría estado ciertamente en tu mano (a condición de que hubieses podido vencerte a ti mismo) el convertir aquella aventura en algo muy bueno si hubieses animado, aconsejado y vigilado a Ottla, o incluso con que sólo hubieses tenido más tolerancia?
A raíz de esas experiencias solías decir con amargo humor que vivíamos demasiado bien. Pero en cierto sentido ese humor no era tal. Lo que tú conseguiste luchando, nosotros lo recibimos de ti, pero la lucha por la vida exterior, a la que tú tuviste acceso de inmediato y que nosotros, naturalmente, tampoco podemos eludir, esa lucha tenemos que librarla tarde, en edad adulta, mas con las fuerzas de un niño. No digo que por eso nuestra situación sea necesariamente más desfavorable que la tuya, al contrario, es probable que ambas sean equivalentes (aunque, en esta comparación, prescindamos de los temperamentos básicos), pero sí estamos en desventaja nosotros por no poder jactarnos de nuestras penalidades ni humillar a nadie con ellas, como tú lo has hecho siempre con las tuyas. Tampoco digo que no me hubiese sido posible gozar de los frutos de tu trabajo inmenso y eficaz, revalorizarlos y seguir trabajando con ellos para satisfacción tuya, pero a eso se oponía nuestro mutuo distanciamiento.
Yo podía disfrutar lo que tú dabas, pero sólo con sonrojo, cansancio, debilidad, sentimiento de culpa. Por eso sólo podía darte las gracias por todo como dan las gracias los mendigos, con hechos no.
El primer resultado exterior de toda esa educación fue que yo evitaba cualquier cosa que me recordase tu persona, aunque fuese remotamente. En primer lugar, la tienda. De hecho, sobre todo mientras fui pequeño y era una tienda como otras9 , me habría tenido que gustar mucho, estaba animadísima, por la noche se encendían las luces, allí se veían y se oían muchas cosas, se podía echar una mano aquí y allá y hacer méritos, pero sobre todo admirarte a ti, con tu extraordinario talento para el comercio, cómo vendías, cómo tratabas a la gente y les gastabas bromas, eras incansable, en caso de duda sabías enseguida qué decisión tomar, en fin, hasta el verte envolver los géneros o abrir una caja era un espectáculo notable, y en su conjunto, aquello fue sin lugar a dudas una escuela nada reprobable. Pero cuando poco a poco me intimidaste en todos los sentidos, y la tienda y tú vinisteis a ser para mí una misma cosa, aquella tienda ya no resultó acogedora. Cosas que al principio me parecían normales, ahora me hacían sufrir, me abochornaban, sobre todo tu forma de tratar al personal.
No sé, quizás fuese así en la mayoría de las tiendas (en la Assecurazioni Generali, por ejemplo, era parecido, en efecto, cuando yo estaba allí; cuando me marché, la explicación que le di al director -sin que fuese verdad pero tampoco completamente mentira- fue que yo no podía soportar aquellos insultos, que por lo demás nunca iban dirigidos a mí; yo tenía una sensibilidad a flor de piel, por mi experiencia familiar), pero las otras tiendas no me interesaban nada cuando era pequeño. A ti, sin embargo, yo te oía vociferar en la tienda, insultar, enfurecerte, de un modo como no ocurría dos veces en el mundo, según pensaba yo entonces. Y no sólo eran aquellos insultos, tu tiranía tenía otras modalidades. Por ejemplo, cuando, con un solo movimiento, tirabas del mostrador al suelo los artículos que no querías que se mezclaran con otros -sólo te disculpaba un poco la inconsciencia de tu furia-, y el empleado tenía que recogerlos. O tu frase constante acerca de un empleado enfermo del pulmón: «¡Que reviente ese perro enfermo!» A los empleados los llamabas «enemigos pagados», y lo eran, pero antes de que lo fueran, tú me parecías haber sido su «enemigo pagador».
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Allí recibí también la gran lección de que podías ser injusto; en mí mismo, no lo habría notado tan deprisa, se había acumulado demasiado sentimiento de culpabilidad que te daba la razón. Pero allí, tal y como yo lo veía de niño -esa opinión la corregí después un poco, como es natural, pero tampoco demasiado-, había unas personas extrañas que trabajaban para nosotros y que por ese motivo tenían que vivir perpetuamente atemorizadas por ti. Yo exageraba en eso, evidentemente, por suponer sin más que el efecto que causabas en la gente era tan terrible como el que causabas en mí. Si hubiese sido así, indudablemente no habrían podido vivir. Pero como eran gente adulta, casi siempre con unos nervios a toda prueba, se sacudían tranquilamente tus insultos y el daño terminaba siendo mucho mayor para ti que para ellos.
Pero a mí eso me hizo no poder soportar la tienda, me recordaba demasiado nuestra propia relación: aun prescindiendo de tu interés como empresario y de tu carácter dominante, como hombre de negocios eras tan superior a todos los que han hecho su aprendizaje contigo, que no podía satisfacerte nada de lo que ellos hacían, y un perpetuo descontento de ese género era el que debías tener conmigo. Por eso yo estaba forzosamente de parte del personal, también, por cierto, debido a que no comprendía, ya por pura timidez, cómo se podía insultar así a una persona extraña, y por eso, por timidez y en mi propia defensa, quería de una manera u otra reconciliar contigo, con nuestra familia, al personal que yo imaginaba lleno de indignación. Para eso no bastaba ya una actitud normal, correcta, con el personal, ni siquiera una actitud discreta, sino que yo tenía que ser humilde, no sólo saludar el primero, sino, en lo posible, impedir que ellos respondieran al saludo. Y si yo, la persona insignificante, les hubiese lamido las plantas de los pies, todavía no habría bastado eso para compensar la manera como tú, el dueño y señor, arremetías contra ellos.
Esta relación que yo empecé a tener entonces con mis semejantes siguió existiendo fuera de la tienda y posteriormente (algo parecido, pero no tan peligroso ni tan arraigado como en mi caso, es, por ejemplo, la propensión de Ottla a tratar con gente pobre, esa manera suya de confraternizar con las criadas, lo que a ti te molestaba tanto, y cosas así).
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