Leamos "Avelino Arredondo", cuento de Jorge Luis Borges

¡Hola, lectores! Esta jornada nos deleitamos con un breve cuento del maestro Jorge LuisBorges, con una historia que se desarrolla en Montevideo, Uruguay, en el contexto de las guerras civiles que azotaron al pa铆s durante el siglo XIX ¡Leamos! 

"Avelino Arredondo", cuento de Jorge Luis Borges
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/4RAncEGNm


AVELINO ARREDONDO

El hecho aconteci贸 en Montevideo, en 1897.

Cada s谩bado los amigos ocupaban la misma mesa lateral en el Caf茅 del Globo, a la manera de los pobres decentes que saben que no pueden mostrar su casa o que reh煤yen su 谩mbito. Eran todos montevideanos; al principio les hab铆a costado amistarse con Arredondo, hombre de tierra adentro, que no se permit铆a confidencias ni hac铆a preguntas. Contaba poco m谩s de veinte a帽os; era flaco y moreno, m谩s bien bajo y tal vez algo torpe. La cara habr铆a sido casi an贸nima, si no la hubieran rescatado los ojos, a la vez dormidos y en茅rgicos. Dependiente de una mercer铆a de la calle Buenos Aires, estudiaba Derecho a ratos perdidos. Cuando los otros condenaban la guerra que asolaba el pa铆s y que, seg煤n era opini贸n general, el presidente prolongaba por razones indignas, Arredondo se quedaba callado. Tambi茅n se quedaba callado cuando se burlaban de 茅l por taca帽o.

Poco despu茅s de la batalla de Cerros Blancos, Arredondo dijo a los compa帽eros que no lo ver铆an por un tiempo, ya que ten铆a que irse a Mercedes. La noticia no inquiet贸 a nadie. Alguien le dijo que tuviera cuidado con el gauchaje de Aparicio Saravia; Arredondo respondi贸, con una sonrisa, que no les ten铆a miedo a los blancos. El otro, que se hab铆a afiliado al partido, no dijo nada.

M谩s le cost贸 decirle adi贸s a Clara, su novia. Lo hizo casi con las mismas palabras. Le previno que no esperara cartas, porque estar铆a muy atareado. Clara, que no ten铆a costumbre de escribir, acept贸 el agregado sin protestar. Los dos se quer铆an mucho.

Arredondo viv铆a en las afueras. Lo atend铆a una parda que llevaba el mismo apellido porque sus mayores hab铆an sido esclavos de la familia en tiempo de la Guerra Grande.

Era una mujer de toda confianza; le orden贸 que dijera a cualquier persona que lo buscara que 茅l estaba en el campo. Ya hab铆a cobrado su 煤ltimo sueldo en la mercer铆a.

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Se mud贸 a una pieza del fondo, la que daba al patio de tierra. La medida era in煤til, pero lo ayudaba a iniciar esa reclusi贸n que su voluntad le impon铆a.

Desde la angosta cama de fierro, en la que fue recuperando su h谩bito de sestear, miraba con alguna tristeza un anaquel vac铆o. Hab铆a vendido todos sus libros, incluso los de introducci贸n al Derecho. No le quedaba m谩s que una Biblia, que nunca hab铆a le铆do y que no concluy贸.

La curs贸 p谩gina por p谩gina, a veces con inter茅s y a veces con tedio, y se impuso el deber de aprender de memoria alg煤n cap铆tulo del 脡xodo y el final del Ecclesiast茅s. No trataba de entender lo que iba leyendo. Era librepensador, pero no dejaba pasar una sola noche sin repetir el padrenuestro que le hab铆a prometido a su madre al venir a Montevideo. Faltar a esa promesa filial podr铆a traerle mala suerte.

Sab铆a que su meta era la ma帽ana del d铆a veinticinco de agosto. Sab铆a el n煤mero preciso de d铆as que ten铆a que trasponer. Una vez lograda la meta, el tiempo cesar铆a o, mejor dicho, nada importaba lo que aconteciera despu茅s. Esperaba la fecha como quien espera una dicha y una liberaci贸n. Hab铆a parado su reloj para no estar siempre mir谩ndolo, pero todas las noches, al o铆r las doce campanadas oscuras, arrancaba una hoja del almanaque y pensaba un d铆a menos.

Al principio quiso construir una rutina. Matear, fumar los cigarrillos negros que armaba, leer y repasar una determinada cuota de p谩ginas, tratar de conversar con Clementina cuando 茅sta le tra铆a la comida en una bandeja, repetir y adornar cierto discurso antes de apagar la candela. Hablar con Clementina, mujer ya entrada en a帽os, no era muy f谩cil, porque su memoria hab铆a quedado detenida en el campo y en lo cotidiano del campo.

Dispon铆a asimismo de un tablero de ajedrez en el que jugaba partidas desordenadas que no acertaban con el fin. Le faltaba una torre que sol铆a suplir con una bala o con un vint茅n.

Para poblar el tiempo, Arredondo se hac铆a la pieza cada ma帽ana con un trapo y con un escobill贸n y persegu铆a a las ara帽as. A la parda no le gustaba que se rebajara a esos menesteres, que eran de su gobierno y que, por lo dem谩s, 茅l no sab铆a desempe帽ar.

Hubiera preferido recordarse con el sol ya bien alto, pero la costumbre de hacerlo cuando clareaba pudo m谩s que su voluntad. Extra帽aba much铆simo a sus amigos y sab铆a sin amargura que 茅stos no lo extra帽aban, dada su invencible reserva. Una tarde pregunt贸 por 茅l uno de ellos y lo despacharon desde el zagu谩n. La parda no lo conoc铆a; Arredondo nunca supo qui茅n era. 脕vido lector de peri贸dicos, le cost贸 renunciar a esos museos de minucias ef铆meras. No era hombre de pensar ni de cavilar.

Sus d铆as y sus noches eran iguales, pero le pesaban m谩s los domingos.

A mediados de julio conjetur贸 que hab铆a cometido un error al parcelar el tiempo, que de cualquier modo nos lleva. Entonces dej贸 errar su imaginaci贸n por la dilatada tierra oriental, hoy ensangrentada, por los quebrados campos de Santa Irene, donde hab铆a remontado cometas, por cierto petiso tubiano, que ya habr铆a muerto, por el polvo que levanta la hacienda, cuando la arrean los troperos, por la diligencia cansada que ven铆a cada mes desde Fray Bentos con su carga de baratijas, por la bah铆a de La Agraciada, donde desembarcaron los Treinta y Tres, por el Hervidero, por cuchillas, montes y r铆os, por el Cerro que hab铆a escalado hasta la farola, pensando que en las dos bandas del Plata no hay otro igual. Del cerro de la bah铆a pas贸 una vez al cerro del escudo y se qued贸 dormido.

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Cada noche la viraz贸n tra铆a la frescura, propicia al sue帽o. Nunca se desvel贸.

Quer铆a plenamente a su novia, pero se hab铆a dicho que un hombre no debe pensar en mujeres, sobre todo cuando le faltan. El campo lo hab铆a acostumbrado a la castidad. En cuanto al otro asunto… trataba de pensar lo menos posible en el hombre que odiaba.

El ruido de la lluvia en la azotea lo acompa帽aba.

Para el encarcelado o el ciego, el tiempo fluye aguas abajo, como por una leve pendiente. Al promediar su reclusi贸n Arredondo logr贸 m谩s de una vez ese tiempo casi sin tiempo. En el primer patio hab铆a un aljibe con un sapo en el fondo; nunca se le ocurri贸 pensar que el tiempo del sapo, que linda con la eternidad, era lo que buscaba.

Cuando la fecha no estaba lejos, empez贸 otra vez la impaciencia. Una noche no pudo m谩s y sali贸 a la calle. Todo le pareci贸 distinto y m谩s grande. Al doblar una esquina, vio una luz y entr贸 en un almac茅n. Para justificar su presencia, pidi贸 una ca帽a amarga.

Acodados contra el mostrador de madera conversaban unos soldados. Dijo uno de ellos:

—Ustedes saben que est谩 formalmente prohibido que se den noticias de las batallas.

Ayer tarde nos ocurri贸 una cosa que los va a divertir. Yo y unos compa帽eros de cuartel pasamos frente a La Raz贸n. O铆mos desde afuera una voz que contraven铆a la orden. Sin perder tiempo entramos. La redacci贸n estaba como boca de lobo, pero lo quemamos a balazos al que segu铆a hablando. Cuando se call贸, lo buscamos para sacarlo por las patas, pero vimos que era una m谩quina que le dicen fon贸grafo y que habla sola.

Todos se rieron.

Arredondo se hab铆a quedado escuchando. El soldado le dijo:

—¿Qu茅 le parece el chasco, aparcero?

Arredondo guard贸 silencio. El del uniforme le acerc贸 la cara y le dijo:

—Grit谩 en seguida: ¡Viva el Presidente de la Naci贸n, Juan Idiarte Borda!

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Arredondo no desobedeci贸. Entre aplausos burlones gan贸 la puerta. Ya en la calle lo golpe贸 una 煤ltima injuria.

—El miedo no es sonso ni junta rabia.

Se hab铆a portado como un cobarde, pero sab铆a que no lo era. Volvi贸 pausadamente a su casa.

El d铆a veinticinco de agosto, Avelino Arredondo se record贸 a las nueve pasadas. Pens贸 primero en Clara y s贸lo despu茅s en la fecha. Se dijo con alivio: Adi贸s a la tarea de esperar. Ya estoy en el d铆a.

Se afeit贸 sin apuro y en el espejo lo enfrent贸 la cara de siempre. Eligi贸 una corbata colorada y sus mejores prendas. Almorz贸 tarde. El cielo gris amenazaba llovizna; siempre se lo hab铆a imaginado radiante. Lo roz贸 un dejo de amargura al dejar para siempre la pieza h煤meda. En el zagu谩n se cruz贸 con la parda y le dio los 煤ltimos pesos que le quedaban. En la chapa de la ferreter铆a vio rombos de colores y reflexion贸 que durante m谩s de dos meses no hab铆a pensado en ellos. Se encamin贸 a la calle de Sarand铆.

Era d铆a feriado y circulaba muy poca gente.

No hab铆an dado las tres cuando arrib贸 a la Plaza Matriz. El Te Deum ya hab铆a concluido; un grupo de caballeros, de militares y de prelados, bajaba por las lentas gradas del templo. A primera vista, los sombreros de copa, algunos a煤n en la mano, los uniformes, los entorchados, las armas y las t煤nicas, pod铆an crear la ilusi贸n de que eran muchos; en realidad, no pasar铆an de una treintena. Arredondo, que no sent铆a miedo, sinti贸 una suerte de respeto. Pregunt贸 cu谩l era el presidente. Le contestaron:

-脡se que va al lado del arzobispo con la mitra y el b谩culo.

Sac贸 el rev贸lver e hizo fuego.

Idiarte Borda dio unos pasos, cay贸 de bruces y dijo claramente: Estoy muerto.

Arredondo se entreg贸 a las autoridades. Despu茅s declarar铆a:

—Soy colorado y lo digo con todo orgullo. He dado muerte al Presidente, que traicionaba y mancillaba a nuestro partido. Romp铆 con los amigos y con la novia, para no complicarlos; no mir茅 diarios para que nadie pueda decir que me han incitado. Este acto de justicia me pertenece. Ahora, que me juzguen.

As铆 habr谩n ocurrido los hechos, aunque de un modo m谩s complejo; as铆 puedo so帽ar que ocurrieron.

FIN


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Mar de fondo

饾惖饾憻饾懄饾憥饾憶 饾憠饾憱饾憴饾憴饾憥饾憪饾憻饾憭饾懅 (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudi茅 Comunicaciones, Sociolog铆a y soy autor del libro "Las vidas que tom茅 prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "饾憟饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憴饾憭饾憱́饾憫饾憸 饾憶饾憸 饾憭饾憼 饾憿饾憶 饾憫饾憱́饾憥 饾憹饾憭饾憻饾憫饾憱饾憫饾憸."

5 Comentarios

  1. Gracias. Siempre es bueno releer

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  2. Avelino: se puede decir, que as铆 se sintieron muchos en la de los 70 en toda Latino Am茅rica.

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  3. ★馃憢馃徎馃摎Soy GRAM脕TICA
    馃憦馃徎馃憦馃徎馃憦馃徎 ol茅 y ol茅.

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