¡Queridos lectores! Estreno para ustedes un cuento de Hesse, una historia que se remonta al invierno del autor. Cierto d铆a helado en la Selva Negra, donde el narrador, inmerso en la adolescencia, experimenta un mundo de emociones y descubrimientos en una pista de hielo hasta que un acontecimiento lo conmueve profundamente: la noticia de un beso entre un chico admirado por 茅l y la chica m谩s guapa del lugar. A partir de ese momento, la curiosidad y el deseo de acercarse al mundo del amor juvenil transforman su perspectiva. ¡Leamos!
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EL CABALLERO SOBRE HIELO
Era un invierno largo y riguroso, y nuestro hermoso r铆o, que discurr铆a por la Selva Negra, permaneci贸 durante semanas completamente helado. No puedo olvidar aquel sentimiento peculiar, de repulsi贸n y hechizo a la vez, con el que al inicio de un d铆a g茅lido me adentr茅 en el r铆o, ya que 茅ste era tan profundo y el hielo tan claro que dejaba ver, como a trav茅s de un fino cristal, el agua verde, el lecho arenoso con piedras, las fant谩sticas y enmara帽adas plantas acu谩ticas y, de cuando en cuando, el dorso oscuro de un pez.
Pasaba la mitad del d铆a sobre el hielo con mis compa帽eros, las mejillas ardientes y las manos amoratadas, el coraz贸n palpitando en茅rgicamente por el fuerte y r铆tmico movimiento del patinaje, plet贸rico de la maravillosa y despreocupada capacidad de fruici贸n de la adolescencia. Nos entren谩bamos haciendo carreras, saltos de longitud, saltos de altura, y jug谩bamos a pillarnos. Los que todav铆a llev谩bamos los anticuados patines de bota, que se anudaban fuertemente con cordones, no 茅ramos los que corr铆amos peor. Pero un chico, hijo de un fabricante, pose铆a un par de «Halifax», que no se sujetaban con cordones ni correas y que se pon铆an y quitaban en un abrir y cerrar de ojos. La palabra Halifax se mantuvo desde entonces durante muchos a帽os en mi lista de regalos deseados por Navidad, pero sin ning煤n 茅xito; y cuando doce a帽os m谩s tarde, al querer comprar lo mejor en patines, ped铆 unos Halifax en una tienda, tuve que desprenderme, con gran consternaci贸n, de un ideal y de una parcela de mi fe infantil cuando me aseguraron sonriendo que los Halifax eran un modelo viejo, superado ya desde hac铆a tiempo. Prefer铆a correr solo, a menudo hasta la ca铆da de la noche. Iba a toda velocidad, y mientras patinaba, aprend铆a a detenerme o a dar la vuelta en el punto deseado; me balanceaba con el deleite de un aviador que mantiene el equilibrio mientras describe hermosas piruetas. Muchos de mis compa帽eros aprovechaban aquellos momentos sobre el hielo para ir detr谩s de las chicas y cortejarlas. Para m铆, las chicas no exist铆an. Mientras algunos se recreaban en el galanteo, ya fuera para rodearlas ansiosos y t铆midos o para seguirlas en parejas con atrevimiento y desparpajo, yo disfrutaba del libre placer de deslizarme. A los «perseguidores de chicas» los observaba s贸lo con compasi贸n o sorna. Porque gracias a las confesiones de varios de mis amigos, cre铆a yo saber cu谩n dudosos eran en el fondo sus regodeos galantes.
Un d铆a, hacia finales de invierno, de la escuela lleg贸 a mis o铆dos la noticia de que «Cafre del Norte» hab铆a vuelto a besar a Emma Meier al quitarse los patines. ¡Besado! Se me agolp贸 la sangre en las mejillas. Sin duda, eso nada ten铆a que ver con las vagas conversaciones y los t铆midos apretujones de manos que, de ordinario, bastaban para hacer las delicias de los perseguidores de chicas. ¡Besado! Aqu茅llo proven铆a de un mundo extra帽o, cerrado, vagamente intuido, que desprend铆a el aroma exquisito de las frutas prohibidas. Ten铆a algo de misterioso, de po茅tico, de innombrable; pertenec铆a a aquel terrible y agridulce territorio, oculto a todos, pero lleno de presentimientos y someramente esclarecido con las lejanas y m铆ticas aventuras amorosas de los h茅roes galanes expulsados de la escuela. «Cafre del Norte» era un escolar hamburgu茅s de catorce a帽os, fanfarr贸n hasta la m茅dula, a quien yo veneraba profundamente y cuya fama, que trascend铆a los l铆mites de la escuela, a menudo me imped铆a dormir. Y Emma Meier era indiscutiblemente la chica m谩s guapa de Gebersau, rubia, despierta, orgullosa y de mi misma edad.
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A partir de aquel d铆a discurr铆 planes y preocupaciones de 铆ndole parecida. Besar a una chica: aqu茅llo s铆 superaba todos los ideales que me hab铆a forjado hasta entonces. Era un ideal tanto por lo que representaba en s铆 mismo como tambi茅n porque, sin duda alguna, estaba prohibido y sancionado por el reglamento escolar. Pronto se me hizo evidente que nada mejor que la pista de hielo para dar pie a mi cortejo solemne. Acto seguido, procur茅 mejorar mi aspecto para hacerlo m谩s presentable. Dedicaba tiempo y atenci贸n a mi peinado; cuidaba con esmero la limpieza de mi ropa; como se帽a de hombr铆a, me pon铆a ladeada la gorra de piel, y tras implor谩rselo a mis hermanas, consegu铆 un pa帽uelo de seda rosa. Al mismo tiempo, empec茅 a saludar cort茅smente a las chicas que me interesaban y constat茅 que ese desacostumbrado homenaje, aunque sorprend铆a, no era acogido con desagrado.
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Me resultaba mucho m谩s dif铆cil, en cambio, llegar a entablar una primera conversaci贸n, porque jam谩s en mi vida me hab铆a «comprometido» con chica alguna. Intent茅 espiar a mis amigos en esta ceremonia de aproximaci贸n. Algunos se limitaban a hacer una reverencia y ofrec铆an la mano; otros tartamudeaban algo incomprensible; pero la gran mayor铆a se serv铆a de la elegante f贸rmula: ¿Me concede el honor? La frase me impresion贸 y la practiqu茅 en casa, en mi habitaci贸n, inclin谩ndome delante de la estufa mientras pronunciaba las caballerosas palabras.
Lleg贸 el momento de dar ese dif铆cil primer paso. El d铆a anterior hab铆a tenido veleidades de seductor, pero, acobardado, hab铆a vuelto a casa sin haberme atrevido a emprender nada. Por fin me hab铆a propuesto llevar a cabo, sin falta, lo que tanto tem铆a y anhelaba. Con palpitaciones, acongojado como si fuera un criminal, fui a la pista de hielo y, al ponerme los patines, cre铆 notar que me temblaban las manos. Me met铆 entre la multitud y tom茅 carrera con amplias piruetas procurando asimismo conservar alg煤n residuo de mi seguridad y aplomo habituales. Cruc茅 dos veces la pista entera a gran velocidad; el aire cortante y el movimiento intenso me sentaban bien. De pronto, justo debajo del puente, choque violentamente contra alguien y, aturdido, me fui tambaleante hacia un lado. Pero sobre el hielo estaba sentada la hermosa muchacha, Emma, que reprimiendo a ojos vista su dolor, me lanz贸 una mirada llena de reproches. La cabeza me daba vueltas. «¡Ayudadme!», dijo a sus amigas. Entonces, ruborizado, me quite la gorra, me arrodill茅 y la ayude a levantarse. Est谩bamos el uno delante del otro, asustados y desconcertados; no dijimos palabra. La piel, la cara y los cabellos de la hermosa chica me azoraban por su novedosa proximidad. Busque sin 茅xito una forma de disculparme, a la vez que sujetaba la gorra con la mano. Y, de repente, mientras me parec铆a tener los ojos nublados, hice mec谩nicamente una profunda reverencia y balbuc铆: ¿Me concede el honor? No me contesto, pero tomo mis manos con sus delicados dedos, cuya calidez percib铆 a trav茅s de los guantes, y me sigui贸. Me sent铆a como en un extra帽o sue帽o. El sentimiento de felicidad, verg眉enza, calidez, deseo y turbaci贸n me dejaba casi sin aliento. Corrimos juntos un cuarto de hora largo. De pronto, en un descanso, sus peque帽as manos se desasieron delicadamente de las m铆as, dijo un «muchas gracias» y sigui贸 adelante, mientras yo, con cierta demora, me quite la gorra y permanec铆 todav铆a un buen rato en el mismo sitio. S贸lo mucho despu茅s ca铆 en la cuenta de que durante todo aquel tiempo ella no hab铆a pronunciado ni una palabra.
El hielo se derriti贸 y no pude repetir mi intento. Fue mi primera aventura amorosa. Pero hab铆an de pasar a帽os antes de que mi sue帽o se cumpliera y mi boca se posara en los rojos labios de una chica.
FIN
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