Leamos "La forma de la espada", cuento de Jorge Luis Borges

¡Buenas noches, lectores! Seguimos creciendo y difundiendo la lectura de los mรกs importantes escritores de Latinoamรฉrica y el mundo en general. El cuento de hoy es una genialidad de Jorge Luis Borges, breve pero potente, ideal para cerrar esta noche de jueves con una historia de guerra, misterio y miedo ¡Disfruta tu lectura! 

La forma de la espada, cuento de Jorge Luis Borges
Imagen tomada de Pinterest: https://pin.it/5Hu70ho


LA FORMA DE LA ESPADA


Le cruzaba la cara una cicatriz rencorosa: un arco ceniciento y casi perfecto que de un lado ajaba la sien y del otro el pรณmulo. Su nombre verdadero no importa; todos en Tacuarembรณ le decรญan el Inglรฉs de La Colorada. El dueรฑo de esos campos, Cardoso, no querรญa vender; he oรญdo que el Inglรฉs recurriรณ a un imprevisible argumento: le confiรณ la historia secreta de la cicatriz. El Inglรฉs venรญa de la frontera, de Rรญo Grande del Sur; no faltรณ quien dijera que en el Brasil habรญa sido contrabandista. Los campos estaban empastados; las aguadas, amargas; el Inglรฉs, para corregir esas deficiencias, trabajรณ a la par de sus peones. Dicen que era severo hasta la crueldad, pero escrupulosamente justo. Dicen tambiรฉn que era bebedor: un par de veces al aรฑo se encerraba en el cuarto del mirador y emergรญa a los dos o tres dรญas como de una batalla o de un vรฉrtigo, pรกlido, trรฉmulo, azorado y tan autoritario como antes. Recuerdo los ojos glaciales, la enรฉrgica flacura, el bigote gris. No se daba con nadie; es verdad que su espaรฑol era rudimental, abrasilerado. Fuera de alguna carta comercial o de algรบn folleto, no recibรญa correspondencia.

La รบltima vez que recorrรญ los departamentos del Norte, una crecida del arroyo Caraguatรก me obligรณ a hacer noche en La Colorada. A los pocos minutos creรญ notar que mi apariciรณn era inoportuna; procurรฉ congraciarme con el Inglรฉs; acudรญ a la menos perspicaz de las pasiones: el patriotismo. Dije que era invencible un paรญs con el espรญritu de Inglaterra. Mi interlocutor asintiรณ, pero agregรณ con una sonrisa que รฉl no era inglรฉs. Era irlandรฉs, de Dungarvan. Dicho esto se detuvo, como si hubiera revelado un secreto.

Salimos, despuรฉs de comer, a mirar el cielo. Habรญa escampado, pero detrรกs de las cuchillas del Sur, agrietado y rayado de relรกmpagos, urdรญa otra tormenta. En el desmantelado comedor, el peรณn que habรญa servido la cena trajo una botella de ron. Bebimos largamente, en silencio.

No sรฉ quรฉ hora serรญa cuando advertรญ que yo estaba borracho; no sรฉ quรฉ inspiraciรณn o quรฉ exultaciรณn o quรฉ tedio me hizo mentar la cicatriz. La cara del Inglรฉs se demudรณ; durante unos segundos pensรฉ que me iba a expulsar de la casa. Al fin me dijo con su voz habitual:

—Le contarรฉ la historia de mi herida bajo una condiciรณn: la de no mitigar ningรบn oprobio, ninguna circunstancia de infamia.

Asentรญ. Esta es la historia que contรณ, alternando el inglรฉs con el espaรฑol, y aun con el portuguรฉs:

“Hacia 1922, en una de las ciudades de Connaught, yo era uno de los muchos que conspiraban por la independencia de Irlanda. De mis compaรฑeros, algunos sobreviven dedicados a tareas pacรญficas; otros, paradรณjicamente, se baten en los mares o en el desierto, bajo los colores ingleses; otro, el que mรกs valรญa, muriรณ en el patio de un cuartel, en el alba, fusilado por hombres llenos de sueรฑo; otros (no los mรกs desdichados) dieron con su destino en las anรณnimas y casi secretas batallas de la guerra civil. ร‰ramos republicanos, catรณlicos; รฉramos, lo sospecho, romรกnticos. Irlanda no solo era para nosotros el porvenir utรณpico y el intolerable presente; era una amarga y cariรฑosa mitologรญa, era las torres circulares y las ciรฉnagas rojas, era el repudio de Parnell y las enormes epopeyas que cantan el robo de toros que en otra encarnaciรณn fueron hรฉroes y en otras peces y montaรฑas… En un atardecer que no olvidarรฉ, nos llegรณ un afiliado de Munster: un tal John Vincent Moon.


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Tenรญa escasamente veinte aรฑos. Era flaco y fofo a la vez; daba la incรณmoda impresiรณn de ser invertebrado. Habรญa cursado con fervor y con vanidad casi todas las pรกginas de no sรฉ quรฉ manual comunista; el materialismo dialรฉctico le servรญa para cegar cualquier discusiรณn. Las razones que puede tener un hombre para abominar de otro o para quererlo son infinitas: Moon reducรญa la historia universal a un sรณrdido conflicto econรณmico. Afirmaba que la revoluciรณn estรก predestinada a triunfar. Yo le dije que a un gentleman solo pueden interesarle causas perdidas… Ya era de noche; seguimos disintiendo en el corredor, en las escaleras, luego en las vagas calles. Los juicios emitidos por Moon me impresionaron menos que su inapelable tono apodรญctico. El nuevo camarada no discutรญa: dictaminaba con desdรฉn y con cierta cรณlera.

Cuando arribamos a las รบltimas casas, un brusco tiroteo nos aturdiรณ. (Antes o despuรฉs, orillamos el ciego paredรณn de una fรกbrica o de un cuartel.) Nos internamos en una calle de tierra; un soldado, enorme en el resplandor, surgiรณ de una cabaรฑa incendiada. A gritos nos mandรณ que nos detuviรฉramos. Yo apresurรฉ mis pasos, mi camarada no me siguiรณ. Me di vuelta: John Vincent Moon estaba inmรณvil, fascinado y como eternizado por el terror. Entonces yo volvรญ, derribรฉ de un golpe al soldado, sacudรญ a Vincent Moon, lo insultรฉ y le ordenรฉ que me siguiera. Tuve que tomarlo del brazo; la pasiรณn del miedo lo invalidaba. Huimos, entre la noche agujereada de incendios. Una descarga de fusilerรญa nos buscรณ; una bala rozรณ el hombro derecho de Moon; este, mientras huรญamos entre pinos, prorrumpiรณ en un dรฉbil sollozo.

En aquel otoรฑo de 1922 yo me habรญa guarecido en la quinta del general Berkeley. Este (a quien yo jamรกs habรญa visto) desempeรฑaba entonces no sรฉ quรฉ cargo administrativo en Bengala; el edificio tenรญa menos de un siglo, pero era desmedrado y opaco y abundaba en perplejos corredores y en vanas antecรกmaras. El museo y la enorme biblioteca usurpaban la planta baja: libros controversiales e incompatibles que de algรบn modo son la historia del siglo XIX; cimitarras de Nishapur, en cuyos detenidos arcos de cรญrculo parecรญan perdurar el viento y la violencia de la batalla. Entramos (creo recordar) por los fondos. Moon, trรฉmula y reseca la boca, murmurรณ que los episodios de la noche eran interesantes; le hice una curaciรณn, le traje una taza de tรฉ; pude comprobar que su “herida” era superficial. De pronto balbuceรณ con perplejidad:

—Pero usted se ha arriesgado sensiblemente.

Le dije que no se preocupara. (El hรกbito de la guerra civil me habรญa impelido a obrar como obrรฉ; ademรกs, la prisiรณn de un solo afiliado podรญa comprometer nuestra causa.)

Al otro dรญa Moon habรญa recuperado el aplomo. Aceptรณ un cigarrillo y me sometiรณ a un severo interrogatorio sobre los “recursos econรณmicos de nuestro partido revolucionario”. Sus preguntas eran muy lรบcidas; le dije (con verdad) que la situaciรณn era grave. Hondas descargas de fusilerรญa conmovieron el Sur. Le dije a Moon que nos esperaban los compaรฑeros. Mi sobretodo y mi revรณlver estaban en mi pieza; cuando volvรญ, encontrรฉ a Moon tendido en el sofรก, con los ojos cerrados. Conjeturรณ que tenรญa fiebre; invocรณ un doloroso espasmo en el hombro.

Entonces comprendรญ que su cobardรญa era irreparable. Le roguรฉ torpemente que se cuidara y me despedรญ. Me abochornaba ese hombre con miedo, como si yo fuera el cobarde, no Vincent Moon. Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardรญn contamine al gรฉnero humano; por eso no es injusto que la crucifixiรณn de un solo judรญo baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tiene razรณn: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algรบn modo el miserable John Vincent Moon.

Nueve dรญas pasamos en la enorme casa del general. De las agonรญas y luces de la guerra no dirรฉ nada: mi propรณsito es referir la historia de esta cicatriz que me afrenta. Esos nueve dรญas, en mi recuerdo, forman un solo dรญa, salvo el penรบltimo, cuando los nuestros irrumpieron en un cuartel y pudimos vengar exactamente a los diecisรฉis camaradas que fueron ametrallados en Elphin. Yo me escurrรญa de la casa hacia el alba, en la confusiรณn del crepรบsculo. Al anochecer estaba de vuelta. Mi compaรฑero me esperaba en el primer piso: la herida no le permitรญa descender a la planta baja. Lo rememoro con algรบn libro de estrategia en la mano: F. N. Maude o Clausewitz. “El arma que prefiero es la artillerรญa”, me confesรณ una noche. Inquirรญa nuestros planes; le gustaba censurarlos o reformarlos. Tambiรฉn solรญa denunciar “nuestra deplorable base econรณmica”, profetizaba, dogmรกtico y sombrรญo, el ruinoso fin. C’est une affaire flambรฉe, murmuraba. Para mostrar que le era indiferente ser un cobarde fรญsico, magnificaba su soberbia mental. Asรญ pasaron, bien o mal, nueve dรญas.

El dรฉcimo la ciudad cayรณ definitivamente en poder de los Black and Tans. Altos jinetes silenciosos patrullaban las rutas; habรญa cenizas y humo en el viento; en una esquina vi tirado un cadรกver, menos tenaz en mi recuerdo que un maniquรญ en el cual los soldados interminablemente ejercitaban la punterรญa, en mitad de la plaza… Yo habรญa salido cuando el amanecer estaba en el cielo; antes del mediodรญa volvรญ. Moon, en la biblioteca, hablaba con alguien; el tono de la voz me hizo comprender que hablaba por telรฉfono. Despuรฉs oรญ mi nombre; despuรฉs que yo regresarรญa a las siete, despuรฉs la indicaciรณn de que me arrestaran cuando yo atravesara el jardรญn. Mi razonable amigo estaba razonablemente vendiรฉndome. Le oรญ exigir unas garantรญas de seguridad personal.


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Aquรญ mi historia se confunde y se pierde. Sรฉ que perseguรญ al delator a travรฉs de negros corredores de pesadilla y de hondas escaleras de vรฉrtigo. Moon conocรญa la casa muy bien, harto mejor que yo. Una o dos veces lo perdรญ. Lo acorralรฉ antes de que los soldados me detuvieran. De una de las panoplias del general arranquรฉ un alfanje; con esa media luna de acero le rubriquรฉ en la cara, para siempre, una media luna de sangre. Borges: a usted que es un desconocido, le he hecho esta confesiรณn. No me duele tanto su menosprecio”.

Aquรญ el narrador se detuvo. Notรฉ que le temblaban las manos.

—¿Y Moon? —le interroguรฉ.

—Cobrรณ los dineros de Judas y huyรณ al Brasil. Esa tarde, en la plaza, vio fusilar un maniquรญ por unos borrachos.

Aguardรฉ en vano la continuaciรณn de la historia. Al fin le dije que prosiguiera.

Entonces un gemido lo atravesรณ; entonces me mostrรณ con dรฉbil dulzura la corva cicatriz blanquecina.

—¿Usted no me cree? —balbuceรณ—. ¿No ve que llevo escrita en la cara la marca de mi infamia? Le he narrado la historia de este modo para que usted la oyera hasta el fin. Yo he denunciado al hombre que me amparรณ: yo soy Vincent Moon. Ahora desprรฉcieme.

FIN

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Mar de fondo

๐ต๐‘Ÿ๐‘ฆ๐‘Ž๐‘› ๐‘‰๐‘–๐‘™๐‘™๐‘Ž๐‘๐‘Ÿ๐‘’๐‘ง (Lima, 1990) Director del Blog de Mar de fondo. Estudiรฉ Comunicaciones, Sociologรญa y soy autor del libro "Las vidas que tomรฉ prestadas". Amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "๐‘ˆ๐‘› ๐‘‘๐‘–́๐‘Ž ๐‘™๐‘’๐‘–́๐‘‘๐‘œ ๐‘›๐‘œ ๐‘’๐‘  ๐‘ข๐‘› ๐‘‘๐‘–́๐‘Ž ๐‘๐‘’๐‘Ÿ๐‘‘๐‘–๐‘‘๐‘œ."

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