Una noche en Venecia — Mar de fondo


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La columna de Bryan Villacrez en Mar de fondo.


Teníamos 𝐥𝐨𝐬 𝐨𝐣𝐨𝐬 𝐫𝐨𝐣𝐨𝐬 𝐲 𝐝𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨𝐳𝐚𝐝𝐨𝐬 porque no habíamos dormido toda la noche con el temor de perder el tren de Milán a Venecia. Como toda Europa está conectada por trenes era cuestión de cinco horas para llegar. Nuestros boletos eran los convencionales, sin ninguna consideración más allá de la necesaria, y así con 𝐥𝐨𝐬 𝐜𝐮𝐞𝐫𝐩𝐨𝐬 𝐦𝐚𝐥𝐭𝐫𝐞𝐜𝐡𝐨𝐬 𝐲 𝐮𝐧 𝐟𝐫𝐢́𝐨 en la cara 𝐪𝐮𝐞 𝐜𝐨𝐦𝐞𝐧𝐳𝐚𝐛𝐚 𝐩𝐨𝐫 𝐥𝐚 𝐧𝐚𝐫𝐢𝐳 y terminaba en las orejas subimos al vagón. Viajábamos frente a una pareja de españoles y después de unas horas y una dormitada, el tren se detuvo y bajamos; 𝐞𝐬𝐭𝐚́𝐛𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐞𝐧 𝐕𝐞𝐫𝐨𝐧𝐚 𝐞𝐧 𝐮𝐧 𝐝𝐢́𝐚 𝐠𝐫𝐢𝐬 que apenas dejaba ver como al fondo se perdían los rieles tanto hacia el norte como al sur. Había una conexión que hacer para poder llegar a Venecia, habíamos venido soñando con esas aguas azules y el puente enorme que se ve en las pinturas de cinco soles. 𝐇𝐚𝐛𝐢́𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐚𝐜𝐚𝐫𝐬𝐞 𝐞𝐬𝐞 𝐜𝐥𝐚𝐯𝐨 𝐲 𝐫𝐞𝐠𝐫𝐞𝐬𝐚𝐫, pero no iba ser tan sencillo.

Contra el tiempo tomamos no apropósito la conexión equivocada, corriendo acorazados para encontrar los asientos del vagón. Para nuestra sorpresa 𝐞𝐫𝐚 𝐮𝐧 𝐭𝐫𝐞𝐧 𝐝𝐞 𝐩𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫𝐚 𝐜𝐥𝐚𝐬𝐞 𝐜𝐨𝐧 𝐦𝐨𝐝𝐞𝐫𝐧𝐚𝐬 𝐦𝐞𝐬𝐚𝐬 y adultos y niños con tablets, computadores y celulares de última generación que a penas se detenían a ver el paisaje. “Será su quinta visita”, pensé y luego no sé por qué se me vino en mente las películas de la Segunda Guerra, con esos 𝐭𝐫𝐞𝐧𝐞𝐬 𝐚 𝐯𝐚𝐩𝐨𝐫 𝐫𝐞𝐜𝐨𝐫𝐫𝐢𝐞𝐧𝐝𝐨 𝐄𝐮𝐫𝐨𝐩𝐚 y esa pobre gente hacinada para luego ser asesinada. Me fui en un viaje mental. 

Como dije, el vagón estaba muy cómodo, bien equipado y cargado de extranjeros ‘biondi’ como se diría en italiano.  Era evidente que no era nuestro tren y nunca había estado tan cerca de ser algo parecido a un polizón, pero 𝐬𝐨𝐥𝐨 𝐭𝐞𝐧𝐢́𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐬𝐞𝐢𝐬 𝐡𝐨𝐫𝐚𝐬 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐜𝐨𝐧𝐨𝐜𝐞𝐫 𝐥𝐨𝐬 𝐥𝐞𝐠𝐞𝐧𝐝𝐚𝐫𝐢𝐨𝐬 𝐜𝐚𝐧𝐚𝐥𝐞𝐬, las bellas calles angostas y llenas de colores y máscaras brillantes como en un carnaval. También queríamos saber di verdad olía feo. Era un viaje raudo, fugaz, una escapada salvaje, una decisión arriesgada, porque un cálculo en falso, unos minutos de retraso y 𝐡𝐚𝐛𝐫𝐢́𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐩𝐚𝐠𝐚𝐫 𝐬𝐞𝐫𝐢𝐚𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐬𝐞𝐜𝐮𝐞𝐧𝐜𝐢𝐚𝐬 (como así fue).

Buscamos el último vagón con la esperanza de que entre Verona y Venecia no hubiera ningún control, pero nos equivocamos, porque 𝐭𝐨𝐝𝐨 𝐢𝐛𝐚 𝐛𝐢𝐞𝐧 𝐡𝐚𝐬𝐭𝐚 𝐪𝐮𝐞 𝐧𝐨𝐬 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐨𝐥𝐚𝐫𝐨𝐧. Se acercó a Mila y a mí un italiano delgado con bigote quien era el controlador. En vano intenté hacerme el dormido porque me tocó el hombro y en segundos nos visualicé expulsados en la siguiente estación o multados. Será cosa de la divina providencia pero no hubo ninguna observación a los boletos, solo una mirada del controlador dirigida a mis ojos y un “grazie”. Todo esto a pesar de que con total certeza 𝐧𝐨𝐬 “𝐡𝐮𝐞𝐯𝐞𝐚𝐦𝐨𝐬 𝐝𝐞 𝐭𝐫𝐞𝐧”, dije con risita nerviosa y cómplice, “pero almenos no de ruta”, dijo Mila.

Como no nos dijeron nada nos entregamos a disfrutar de la vista o 𝐥𝐨 𝐪𝐮𝐞 𝐬𝐞 𝐩𝐨𝐝𝐢́𝐚 𝐯𝐞𝐫 𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐫𝐚𝐬 𝐥𝐚 𝐧𝐢𝐞𝐛𝐥𝐚 𝐝𝐞 𝐝𝐢𝐬𝐢𝐩𝐚𝐛𝐚, pensábamos que ése iba ser el único infortunio, una pintoresca anécdota para los nietos (añadiendo tal vez una conversación mafiosa entre su abuelo y el controlador); la del tren de primera clase, pero nos equivocamos otra vez, porque había más por vivir ya que el parlante anunciaba la llegada a nuestro destino.

II

La estación Santa Lucía en Venecia parecía un portal dimensional. Atrás había quedado el incidente del tren equivocado. Cruzar la salida era como meterse en una pintura, como adentrarse a una postal y es que a veces las palabras no bastan para lo que dicen los sentidos: a solo unos metros el agua verde del enorme canal nos hacía olvidar el frío y tenues rayos de sol doraban nuestros rostros como las fachadas de los edificios de seis pisos que rodean la bella cúpula de San Simón Piccolo; “¡lo hicimos!”, pensamos, sin saber lo que pasaría horas más tarde.

Yo digo que el lugar nos embrujó, que poseyó nuestros espíritus y sometió nuestros cuerpos maltratados por el sueño. Pero de pronto volvieron las fuerzas y las ganas de hurgar hasta el último rincón posible. Así cruzamos canales pasando por puentecitos, nos maravillamos de las calles estrechas. Cada rincón era una postal, yo me sentía en el siglo XVII o XVIII y quería quedarme para siempre a ver las puestas del sol desde un tejado y escribir lo primero que venga ala mente. No quería volver a trabajar jamás.

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Ahora el cometido era pasar por el puente de Rialto y llegar a la plaza de San Marcos. Éramos dos agujas en un pajar de turistas. Yo no puedo evitar tocar las cosas, así que no se me escaparon paredes, ventanas, góndolas, agua y otros fluidos quizá. Maravillados por la belleza indescriptible de lugar estuvimos bastante rato en San Marcos, “me recuerda al Código Da Vinci”, dijo Mila. Yo dije que el evangelista murió arrastrado del cuello por las calles (no de Venecia); “¿por qué recuerdas cosas así?”, me dijo.

Hasta eso habíamos pasado casi ocho horas deambulando por las calles, embrujados insisto, no hay otra explicación, el tiempo no se puede ir tan rápido como aquel día y uno no darse cuenta. De pronto comenzó nuestro suplicio, unas gotas de lluvia débiles se precipitaron como mal augurio. Debíamos estar a las diez de la noche o no podríamos tomar el tren. Presos del temor hicimos el mismo camino de regreso, esta vez irónicamente ignorando la belleza de las calles, recorriéndolas con indiferencia, como cuando al final de la lección el profesor de arte tiene que borrar la pizarra con la obra maestra que ha dibujado. Porque la clase continúa y la vida también.

Llegamos a la estación Santa Lucia sudados y mojados por la lluvia. Entramos y no, no perdimos el tren, porque no es la historia del tren perdido a última hora. Agitados subimos raudamente al vagón y allí sentados dimos una fuerte risotada de alivio tanto que dos señores se incomodaron. El tren partió y a los diez minutos el parlante dijo: “última parada, Venecia Mestre”. ¡El boleto comprado era a Mestre! ¡Teníamos que ir a Turín!

Bajamos y de reojo pude ver que los señores ahora se sentían muy cómodos ante nuestra cara consternada…estábamos más desorientados que al inicio, el tren se fue y nos miramos las caras. No debíamos quedarnos ni un minuto más en Venecia, menos en Mestre. Eran casi las 11 de la noche y la estación lucía abandonada, no iba a salir ningún tren más y la lluvia se desató ¿Qué hacemos? ¿Pasar la noche en la estación?… bueno hubiese sido...

III

Decidimos pasar la noche en la estación de Mestre a la intemperie. Como en el cuento de Calvino donde los abandonados se arrimaban en algún rincón de la estación Después de todo pensé que sería una magnífica anécdota y un relato que merecía ser compartido. También m𝐞 𝐚𝐜𝐨𝐫𝐝𝐞́ 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐡𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞 𝐚𝐭𝐫𝐚𝐩𝐚𝐝𝐨 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐦𝐞𝐭𝐫𝐨 𝐝𝐞 𝐏𝐚𝐫𝐢́𝐬 hasta que abran las puertas y la ciudad se levante del sueño nocturno. Todo era tan fuera de lo común: ¡quién no querría pasar una noche varado en una estación veneciana! Qué más podría pedir un aspirante a escritor imaginé. Pero claro, solo lo decía por mí.

Entonces, nos acomodamos en las bancas a pensar en cuán lejos estábamos de nuestra desértica ciudad costera, Lima la gris. Ya la escena no se veía tan mala, al menos estábamos seguros dentro de la estación bien cubiertos como dos ekekos. De pronto, un policía se acercó a nosotros para retirarnos: “𝒑𝒆𝒓 𝒇𝒂𝒗𝒐𝒓𝒆, 𝒅𝒐𝒗𝒆𝒕𝒆 𝒖𝒔𝒄𝒊𝒓𝒆 𝒆𝒅 𝒂𝒔𝒑𝒆𝒕𝒕𝒂𝒓𝒆 𝒇𝒖𝒐𝒓𝒊, 𝒅𝒐𝒃𝒃𝒊𝒂𝒎𝒐 𝒄𝒉𝒊𝒖𝒅𝒆𝒓𝒆 𝒍𝒆 𝒑𝒐𝒓𝒕𝒆 𝒇𝒊𝒏𝒐 𝒂 𝒅𝒐𝒎𝒂𝒏𝒊” (deben salir y esperar afuera, tenemos que cerrar hasta mañana). ¿Esperar afuera? ¡Donde la lluvia no dejaba de golpear el suelo!. En este tipo de cosas si soy muy práctico, las reglas son las reglas. De aquí sacaré otro cuento definitivamente, pensé.

Había olvidado que en ese trámite no encontramos ningún tren a una hora conveniente así que tuvimos que comprar un boleto de un bus que llegaba a las 7 de la mañana para llevarnos a Turín. En minutos estábamos afuera de la estación, pero vimos que no éramos los únicos. Otros desafortunados colegas de aventura nos acompañaban, un mexicano, un árabe y cinco bangladesís. “al menos no estamos solos pensamos”.

Irónicamente el tiempo que pasó volando en Venecia se hizo descaradamente lento. Nos apostamos a un rincón con los bangladesís y entablamos una amistad fugaz con el mexicano, fuimos y créanme, los mejores amigos por unas horas. El idioma nos unía, la situación nos hermanaba; encontramos en aquel muchacho (que nunca más veré en toda mi vida) el consuelo de la compañía. Compañía que se nos fue arrebatada, porque el bus del mexicano llegó a las tres de la mañana. Nos despedimos para jamás vernos, pero también jamás olvidarnos.

La lluvia no paraba y ya no teníamos al amigo mexicano. He comprobado que no hay lugar en el mundo donde la noche no acarreé sus rarezas, pues se acercaban a nosotros distintos personajes a pedirnos cigarros, a preguntarnos las mismas cosas. Los bangladesís reían, se apiñaban y nos pusimos a conversar con ellos. Un tipo calvo medio árabe miraba al vacío y su expresión era impenetrable, pero parecía descontento con el mundo o quizá solo con nosotros. Lo importante es que esta no es una historia de lamento.

Las horas pasaron afuera de la estación y ya no había posición que no hubiese intentado y cuando al fin el claro de la mañana comenzó a asomarse llegó nuestro bus verde, como la esperanza de continuar el viaje; así que subimos contentos, aliviados y como al inicio teníamos 𝐥𝐨𝐬 𝐨𝐣𝐨𝐬 𝐫𝐨𝐣𝐨𝐬 𝐲 𝐝𝐞𝐬𝐭𝐫𝐨𝐳𝐚𝐝𝐨𝐬 porque no habíamos dormido en toda la noche.

Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

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