¡Hola, lectores! Creo que todos coincidimos en que una historia bien narrada cambia totalmente la forma de asimilar el contenido, sin importar si existe una cuota de tragedia. Hoy conoceremos un poco más acerca del encarcelamiento de Miguel de Cervantes y cómo desde allí empezó a forjar su obra cumbre. Todo, desde la genial pluma de Santiago Posteguillo ¡Leamos!
Los problemas de Miguel de Cervantes
Tal vez esta historia la hemos escuchado muchas veces en la escuela, pero existen varias razones por las que el célebre autor de "Don Quijote de la Mancha" fue encarcelado a lo largo de su vida.
Recordemos que este personaje de la historia universal sufrió tanto en cuerpo y mente los avatares de una vida convulsionada. El 7 de octubre de 1571, participó en la Batalla de Lepanto, un importante conflicto naval entre la Liga Santa, una coalición cristiana liderada por España, y el Imperio Otomano.
Durante la dura batalla, el futuro escritor fue herido por disparos de arcabuz, dos en el pecho y una en la mano izquierda. Esta última le dejó secuelas de por vida, ya que nunca más pudo utilizar esa mano y en adelante sería apodado "el manco de Lepanto".
A pesar de los episodios inhumanos y desagradables que ofrece la guerra, Cervantes no perdió la sensibilidad para poder hacer su arte incluso ante situaciones tan difíciles como la prisión. Por ejemplo, aquí nos dice el significado de poesía con magistral detalle, a través de su personaje estrella, Don Quijote de la Mancha.
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Miguel de Cervantes en prisión
Como dije al inicio, fueron varias las ocasiones en las que Cervantes tuvo que ser arrestado, la primera se remonta a 1569 cuando fue acusado de herir a un tal Antonio Sigura en un duelo, lo cual era considerado un delito grave para la época. A causa de este infortunio tuvo que huir a Italia, donde se enroló al ejército.
Años más tarde, en 1575, nuevamente estuvo en problemas, pues mientras regresaba a España desde Italia, fue capturado por piratas berberiscos y llevado a Argel, donde vivió cinco años privado de su libertad hasta que fue rescatado en 1850.
Los problemas no terminaron ese año. Se sabe que Cervantes siempre tuvo problemas de dinero y en varias ocasiones fue arrestado por deudas. El más famoso de estos episodios fue a causa de irregularidades en sus cuentas como comisario de abastos de la Armada Invencible. Pasó cinco años en la prisión de Sevilla, desde 1597 y de aquí se desprende la historia de hoy, pues se cree que allí comenzó a escribir El Quijote.
Por ultimo, en 1605 cayó nuevamente en prisión pero esta vez su paso fue breve. El motivo fue la sospecha de haber participado en el asesinato de un noble llamado Gaspar de Ezpeleta, pero fue liberado por falta de pruebas.
El genial texto de Posteguillo sobre la prisión de Cervantes
Después de este breve contexto, ha llegado el momento de leer a Santiago Posteguillo con el texto que he seleccionado para ustedes. De modo impersonal, el escritor español nos cuenta cómo Cervantes pudo haber comenzado a elaborar su obra más laureada, con un valor que supera los siglos.
Posteguillo empieza con un misterioso hombre, "el nuevo preso", que llega a una prisión en Sevilla...
La prisión
El nuevo preso entró custodiado por dos de los porteros de la cárcel pública de Sevilla. Corría el año del Señor de 1597 y en aquella ciudad del sur del reino hacía un calor asfixiante. Pero ésa no era, ni de lejos, la mayor preocupación de aquel preso, entrado en años, marcado por el tiempo y la guerra. Miraba atento a su alrededor. No era tampoco aquél su primer cautiverio y sabía que nunca se andaba con suficiente tiento en una cárcel. Tanto andar sirviendo al rey y así se lo pagaban.
—¡Entrad de una vez! —le espetó uno de los porteros con desdén.
El preso cruzó la puerta que llamaban del Oro y luego la segunda puerta, esta de reja, que llamaban puerta de Hierro. Sin embargo, resopló de alivio cuando comprobó que no le obligaron a cruzar la tercera y última de las puertas de aquella terrible prisión, la de la Galera Vieja.
Mal asunto que te metieran allí, con los prisioneros de la peor calaña: desertores, salteadores y ladrones de la peor estofa con mucha sangre derramada sin orden ni concierto.
Llegados al patio de la fuente, le indicaron que subiera por la escalera. El reo recién llegado obedeció disciplinado. No era momento de rebeldías absurdas. Tampoco es que estuviera resignado a ese destino, pero pensaba luchar contra aquel cautiverio de otra forma. Al poco, porteros y preso se encontraron en una galería de la planta primera con pequeñas celdas de ventanas aún más pequeñas. Todo allí era agobiante. El calor sevillano parecía que se te metía en las entrañas y allí se quedaba. Sudaba por todas partes.
—Ahí. —Y le empujaron con tal fuerza que trastabilló y dio con sus huesos en el duro suelo de aquella prisión.
¡Voto a Dios! —dijo al caer, pero se controló y no añadió más.
El portero de la cárcel le miraba como quien espera una provocación para tener una buena excusa con la que descalabrarle.
—Uno nuevo —oyó el recién llegado entonces que decía alguien a su espalda. Se volvió y vio que un preso anciano le miraba sonriendo con una boca desdentada y sucia—. Tranquilo. Aquí no se está tan mal. Allí fuera
—y señaló a la minúscula ventana de la celda— hay gente mucho peor que la que hay aquí dentro.
El preso nuevo no respondió, aunque pensó que mucho había de cierto en aquella reflexión. Se levantó y se volvió raudo a la puerta para gritar una petición a los porteros que le habían traído y que ya se alejaban. No era queja sobre el trato recibido. Era asunto de más enjundia.
—¡Recado de escribir! —Y como fuera que se volvieron con asco, el preso, que de argucias y cautiverios entendía bien, mostró en su mano varias monedas a la par que insistía en su ruego—. ¡Recado de escribir! ¡Háganme esa merced!
El reo sabía que tenía derecho a ello, que cualquier preso tenía que disponer de la posibilidad de escribir al menos una carta a algún familiar, a algún allegado o a quien se terciara según su juicio, para informar de su penosa circunstancia, pero como también era hombre experimentado y conocedor de la miseria humana, ofreció las monedas para que se ablandara la mala voluntad de aquellos carceleros.
—¡Háganme esa merced! — insistió cuando les daba el dinero.
Los porteros no respondieron, pero se la hicieron, porque el dinero canta y abre caminos en todas partes, pero más que en ningún sitio en las cárceles, en las de antes y en las de ahora.
Llegó entonces papel, una pluma y algo de tinta para escribir. El preso anciano que había hablado de la maldad de los de fuera vio cómo el nuevo reo tomaba el material que le habían traído para escribir y cómo se afanaba en redactar lo que parecía una carta, de muchas palabras juntas para lo que él tenía acostumbrado ver en otros presos. El reo nuevo, al fin, entregó su carta a uno de aquellos porteros siempre mal encarados.
—Muchos son los que escriben rogando perdón a los jueces y pocos los que lo reciben —dijo el preso anciano.
—Lo sé —respondió el preso nuevo—. Pero yo he escrito al rey.
—¡Al rey! ¡Ja, ja, ja! —se desternilló el anciano ante lo absurdo del destinatario, pero pronto calló.
En el fondo, aquel preso nuevo le había impresionado: o estaba loco o se consideraba alguien cuyo destino podía ser de interés para el mismísimo rey. Seguramente sería un loco. No le gustaba compartir prisión con un loco.
Llegó la noche y un vigilante les cerró la puerta de la celda de un golpe. Se oyeron entonces voces desde el patio.
—¡Acá los de la Galera Nueva!
—¡Acá los de la Cámara de Hierro!
—¡Acá los de la Galera Vieja!
El nuevo miró instintivamente al anciano de su celda y éste le aclaró las cosas.
—Son los bastoneros, los vigilantes de la cárcel. Mil veces peores que los porteros. Con los bastoneros no hay que tratar. Son las diez y cierran todas las puertas. Siempre gritan así, para que el alcaide sepa que las cosas están bien y para que todos sepamos que ellos están ahí. Mala gente los bastoneros. Mala gente.
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El preso nuevo asintió y se acurrucó en su jergón e intentó conciliar el sueño. Al principio, un poco por el cansancio, un poco por lo avanzado de la hora, pudo dormir algo, pero, de pronto, en medio de las sombras, un aullido de dolor rasgó la noche de la prisión.
—¡Aagggh!
El recién llegado miró hacia el anciano. El otro no podía verle, pero seguramente había intuido que el nuevo también se había despertado y que debía de estar confuso.
—De las celdas de abajo. Alguien bajo tormento —aclaró el viejo susurrando sus palabras en la oscuridad de la celda. El nuevo no dijo nada.
Al cabo de otro rato le pareció al preso nuevo que se oían voces de mujeres, pero pensó que estaba soñando y se abandonó, al fin, a los brazos de Morfeo.
Pasaban los días y seguía sin recibir respuesta a su carta. La rutina carcelaria empezó a tomar acomodo en su persona, junto con la suciedad y el tedio y el calor: los martes venía el asistente con sus tenientes para ver a los presos que habían entrado nuevos desde el sábado; los jueves volvía el asistente para examinar las causas de los presos que llevaban más tiempo a cargo de la justicia; y, por fin, los sábados venían los oidores que escuchaban quejas y reclamaciones de los presos, esto es, si se les untaba convenientemente con monedas que hubieran conseguido los reos por los más diferentes y siempre peligrosos medios. A estos últimos, los oidores, recurrió en varias ocasiones nuestro preso, pero sin grandes logros.
Los días pasaban. Una tarde descubrió que no había soñado la primera noche que llegó allí y que las voces de mujeres que se oían ocasionalmente en algunas horas nocturnas eran reales. Hasta cien mujerzuelas entraban alguna noche para solaz de los presos que pagaban bien a los bastoneros de forma que éstos miraran para otro lado por unas horas. Pero nada de todo aquello le sacaría de allí.
El rey era hombre ocupado y tardaría primero en leer su carta y luego en reaccionar. Nuestro preso se armó de la paciencia infinita del soldado en las largas campañas de guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de escribir.
—¿Más cartas al rey? —le preguntó con sorna el preso viejo.
No. El rey responderá. Hay que darle tiempo.
Entretanto escribiré. Poca cosa más se puede hacer aquí.
El preso viejo se acercó y miró a aquel veterano de guerra que se afanaba en sostener bien el papel que le habían traído con un muñón que tenía por toda mano en el brazo izquierdo.
—Es herida de guerra, ¿cierto? — indagó el preso viejo con curiosidad infinita.
—De guerra es. Sí —dijo el preso nuevo sin levantar la mirada. El otro intentó discernir la escritura, pero apenas sabía leer y se volvió a su jergón.
El preso nuevo llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de esas de... novela. Tenía que distraerse o se volvería loco.
«En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...», empezó con decisión, y con decisión siguió un par de horas. Hasta que se le acabó la tinta y el sol dejó de iluminar bien.
Ahora esa misma cárcel sevillana tiene una placa, justo en la esquina de la calle Sierpes con Francisco Bruna, que reza: «En el recinto de esta casa, antes cárcel real, estuvo preso (1597-1602) Miguel de Cervantes Saavedra, y aquí se engendró para asombro y delicia del mundo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La Real Academia Sevillana de las Buenas Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo, año de MCMLXV.» No me queda claro qué de «glorioso» tuvo aquel encierro para el bueno de Cer-vantes. He contado hoy día hasta más de veinte placas en honor a Cervantes por toda Sevilla. Y si contáramos todas las de España, no quiero ni pensarlo. Hasta tenemos un premio de las letras con su nombre y un instituto de promoción del español también. Sí, ahora sí, pero aquel 1597 lo metimos en la cárcel. Así somos.
Como puedes apreciar, querido lector, estos episodios en la vida de Cervantes, nos hace pensar en las dificultades y adversidades que enfrentó, pero también dejan un mensaje de superación y entereza para sobreponerse a las circunstancias, dejando un legado literario perdurable.
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Es muy interesante todas ssla novelas
ResponderEliminarcomo todo lo de Cervantes
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