¡Hola, lectores! Ítalo Calvino vivió una época importante en la historia como la tensión del siglo XX. Por eso sus relatos están marcados por esta coyuntura y nos relata la perfección sobre los acontecimiento y misterios que experimenté ¡Leamos con atención!
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ANGUSTIA EN EL CUARTEL
El mal le empezó así: ver el caballo frisón en la escalera, cargado de alambres afilados, y pensar que tenía un significado amenazador y alusivo a su futuro. Pero antes ya, más de una vez, había bastado para atormentarlo la vista de su catre de campaña, de su desgraciado, esquelético catre que parecía querer anunciar algo, algo que él no entendía, un mensaje de desesperación, de impotencia. Cuatro cinco seis catres, después el suyo, después otros dos tres cuatro catres. Eran pensamientos sin sentido, comprendió.
Y sin embargo uno dos tres catres, tal vez enero febrero marzo, junio, julio, ¿qué le había sucedido en julio?, y aquel catre vacío, ¿por qué?, agosto, septiembre, octubre, noviembre. Algo terminaba en noviembre: ¿la guerra?, ¿la vida? Y además había que tener en cuenta que los primeros cinco catres eran de los viejos, de los soldados que se habían presentado al llamamiento, algunos ni siquiera habían terminado de hacer el servicio militar el 8 de septiembre, y ahora montaban guardia y circulaban armados; en los otros catres en cambio, los prófugos, los enganchados a la fuerza como él, que recogían y transportaban basuras. Y estaba el misterio de aquel catre vacío y cerrado, ¿agosto?, ¿abril?, donde sin duda se escondía algo esperado o temido, la paz, la muerte, pero más aún algo secreto y hostil, imposible de entender.
O bien, empezando por el fondo, los años de guerra: cuarenta, cuarenta y uno dos tres cuatro, ¿por qué cuarenta y cuatro vacío?, y él, cuarenta y cinco: ¿qué sentido había en todo eso?
Se tumbó en el catre cerrado, la espalda en los bordes de hierro, los pies apoyados en la cadena que lo sujetaba. Ahora pensaría con calma, razonando: no había motivo para angustiarse tanto, bastaba esperar con paciencia que el asunto de los suyos se resolviera, que su padre fuese liberado, después desertar, volver a la banda, por el momento tratar de conseguir un permiso de convalecencia, un escondrijo, una manera legal de «desengancharse», tener los ojos abiertos para que no lo mandaran «arriba» con el cuerpo de batidas, y a la wmás mínima señal de transferencia al norte o al sur, estar dispuesto a fugarse, cualquiera que fuese el final.
Bastaba eso, y además el carrito para transportar la basura tenía un aire desvencijado y amistoso, enseñaba a tomar las cosas en broma, aunque fueran penosas, que al fin todo se resolvería. Alto, vuelta al principio: el mal de los símbolos, el camino de la locura.
El mal, pensándolo bien, había empezado en la cárcel, la noche después de que lo apresaran: el ruido del mar, afuera, como un zumbido de aeroplanos, la esperanza y el miedo de un bombardeo que los liberara o sepultase. Pero era el mar confuso, sin ritmo, sin desahogo; la vida, una cosa ciega y caótica. De ahí en adelante las cosas y los hombres no fueron ya ellos mismos sino símbolos.
Las celdas de la prisión, las oficinas sórdidas, los rostros nerviosos de los oficiales alemanes y fascistas, los hoteles fastuosos y desmantelados, invadidos por la multitud asustada de los rehenes, el cuartel en fin con su angustiosa geometría de escaleras, corredores y dormitorios desiertos, sus ocupantes obtusos y pálidos, mallas todas de una red de desesperación que ceñía el mundo.
Los vidrios de la gran ventana eran cuadrados y estaban pintados de un color azulado, pero el tercero de la segunda fila faltaba, el penúltimo tenía una gran rajadura, y esto era doloroso, terrible. Imposible resistir a la tentación de seguir la mosca que pasaba de un vidrio a otro y preguntarse dónde se detendría. Era siempre el mismo cálculo que volvía a proponerse. El final de la guerra y la muerte. ¿Qué me llegaría primero: la una o la otra?
Los hombres del cuartel, lentos de mente, con sus caras romas, obligados a tratar todas las cosas en términos vulgares para rebajarse a sí mismos, habían llegado a una solidaridad en la bajeza. Hablaban de la paga, de la buena vida que se llevaba en la «república», mejor que cualquier otra posible en ese momento, y al hecho de que la vida del cuartel, y en particular en la compañía-depósito, era mejor que en cualquier otro reparto. Agigantaban este amor a la paga y a la vida en la compañía casi para convencerse de que no podían sino seguir allí dentro.
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Viviendo entre ellos, el muchacho que había caído en una batida sentía que ese gran hálito de vulgaridad se espesaba a su alrededor, se unía a una secreta vena suya, y la enredadera polvorienta que crecía tapizando los muros del patio lo cubría a él también, era una solidaridad que se insinuaba entre él y los otros, que lo clavaba a aquellas paredes, a aquellos catres.
En el piso de arriba estaba el cuerpo de batidas, o sea la inconsciencia. Tenían mejor rancho, mejor paga, permisos frecuentes. Volvían a cualquier hora armando jaleo por las escaleras; a menudo desde el piso de abajo se oía cantar y poner discos. Cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos respiraba inconsciencia, una inconsciencia deliberada, mantenida a la fuerza, obligada a convertirse en norma de vida, para no pensar en lo que hacían. Salían con frecuencia por la mañana temprano, formados, algunos armados con metralletas; regresaban por la noche o al día siguiente; no combatían nunca ni encontraban «rebeldes», pero saqueaban gallineros y atrapaban siempre a algún prófugo desaparecido que venía a engrosar la compañía del piso de abajo.
En la compañía-depósito los del piso de arriba eran odiados hasta por los antiguos; su superficialidad era mirada con rencor por los que se pasaban las horas calculando y discutiendo las ganancias y los peligros; la envidia adornaba sus ventajas con previsiones siniestras. Entonces empezaban en el dormitorio común las discusiones sobre los de la montaña y sobre los ingleses, y quién llegaría primero, y si llegaban primero los de la montaña, tal vez a todos ellos, los soldados, los matarían, ellos que no hacían daño alguno, y por lo tanto no era justo; en cambio los ingleses, si llegaban primero, los tratarían mejor a ellos, los soldados, que a los rebeldes, y los conservarían como soldados, y harían prisioneros a los rebeldes.
Después, terminada la guerra, muchos volverían: unos a Sicilia, otros a Calabria, otros a Puglia, a sus casas que habían dejado, unos, hacía veinte meses, otros, quince, distantes como en el otro extremo de un oscuro túnel larguísimo en el que se movía lento un topo, excavando para alcanzarlos: la guerra. En aquel punto siempre empezaban las conjeturas acerca de cuándo terminaría la guerra y todos convenían en decir que duraría aún muchos años; y el mulero de cara amarilla salía diciendo que nunca terminaría, que antes llegaría el fin del mundo, y armaba toda una historia en la que Jesucristo y la paloma de Noé emergían de su aullido incomprensible.
Los viejos eran en su mayoría meridionales, encallecidos en una torpe astucia por los años de armas, acostumbrados a que los llevaran como fardos de África a Rusia con una especie de cauto fatalismo. Los septentrionales, en medio de ellos, habían aprendido a emplear sus modos de hablar y los repetían con exasperante monotonía. Al muchacho atrapado en la batida le daba rabia oírlos intervenir en discusiones incomprensibles. «Si me quedo un poco más con ellos», pensaba, «entenderé sus aullidos, me acostumbraré yo también a decir “minchia, signor tenente” y “sticchio’e soreta”». Esta idea bastaba para que se estremeciera, se levantara del catre y saliera a vagar por los corredores y los almacenes.
Pero, allí, los cascos alineados, en pilas, eran inútiles y estúpidos como el mulero de cara amarilla.
Los temas de conversación preferidos por los soldados eran las cosas que se habían llevado el «8 de septiembre», y cómo habían hecho para robarlas, para salvarlas de los oficiales y de los alemanes, y lo que habían ganado vendiéndolas. El mulero de cara amarilla, que el 8 de septiembre no se había llevado ni siquiera una manta, callaba, avergonzado, mientras un ex camarero de San Remo contaba cómo había escapado de Francia con diez esterlinas de oro en el braguero. Pero la envidia se convertía en odio a los oficiales que habían conseguido hacer desaparecer la caja de los regimientos sin tener que compartirla con los soldados. «El próximo 8 de septiembre», decía uno de ellos, «estaremos más atentos». Y hacían proyectos y castillos en el aire sobre las cosas que podrían llevarse el segundo «8 de septiembre», sobre los millones que podrían ganar.
Así eran sus vidas: una sucesión de años grises como una fila en marcha, con un «8 de septiembre» de vez en cuando, un romper filas, una rapiña, una fuga con los morrales cargados de cosas del Gobierno, para después formar fila de nuevo y esperar otro «8 de septiembre» y repetir el juego. El muchacho de la batida estaba tendido en el catre cerrado e incómodo y las palabras de los soldados planeando sobre su cuerpo eran polvorientas como las telarañas del cielo raso.
Su recuerdo iba hacia otros hombres, hacia otras conversaciones, conversaciones de hombres sentados en torno al fuego, hombres de suelas atadas con alambre, de pantalones rotos cosidos con alambre, de caras hirsutas con barba de alambre, hombres con herramientas de hierro en las manos: hombres con sten, hombres con metralletas, hombres con automáticas.
De vez en cuando el nombre de uno de ellos resonaba en las palabras de los soldados en tono de misterio, de leyenda, de miedo: solo para él aquellos nombres tenían un rostro, una voz. Hubiera querido gritar a las caras atemorizadas de los soldados: «¡Sí, yo conozco al Largo! ¡Y a Bill! ¡Y a Mingo! ¡Y al Mosquito! ¡Los conozco a todos! ¡Hace quince días estaba sentado junto al fuego con Mingo, con quien vosotros soñáis todas las noches! ¡Yo fumaba un cigarrillo a medias con Strogoff, el que bajó hasta aquí a la ciudad para liberar a los prisioneros y os metió miedo durante un mes! ¡Yo comía buñuelos con el Sheriff que ha gastado las estrías del cañón de su pistola a fuerza de disparar contra vosotros! ¡En la batalla de Baiardo llevaba las municiones a Bufera! ¡Yo soy uno de ellos!».
Esto hubiera querido gritarles. Yo soy uno de ellos. Pero si era uno de ellos, ¿qué hacía allí? Y a violentas ráfagas la memoria volvía a proponerse frenéticamente escenas y sensaciones que despertaban algo adormecido en él, que lo forzaban a salir del torpor.
Abajo, la carretera, la fila de alemanes que sube cautelosa, y el corazón latiendo contra la culata de la metralla mientras espera, y cada matorral florecido de ojos al acecho. Después un crepitar espeso señala el inicio, una polvareda dorada se alza sobre la carretera, sobre los alemanes que se arrojan al suelo, fuera del camino, órdenes gritadas por las voces roncas de los jefes de grupo cruzándose con las chapurreadas en alemán, con las vénetas y lombardas del cuerpo de cazadores alpinos, ráfagas y más ráfagas, ta-pum, bombas de mano, partisanos harapientos que inundan totalmente el camino, acercándose, dispuestos al saqueo, a los carros chorreando sangre.
Por la noche, de guardia, entrar un momento en el cobertizo a encender el cigarrillo en las brasas semiapagadas, a atizar el fuego para calentarse, mientras los compañeros roncan en la paja y se rascan en el sueño; después, afuera, esperar una estrella fugaz para confiarle un pensamiento, siempre el mismo, mientras a lo lejos, despiadadamente quietos, gruñen los cañones del frente.
Al llegar la noche, cuando en el cuartel se encendían las luces y en los dormitorios fríos solo quedaban los de la imaginaria, el muchacho atrapado en la batida pensaba en la niebla fría que se levanta al caer la noche por los montes, en los prisioneros fascistas descalzos; con una risa de miedo entre los dientes, que quisieran ser útiles, mondar patatas, ir por agua, por leña: venid con nosotros por leña, venid al bosque, en la niebla, seguid andando en la niebla que amortiguará el disparo.
Otros hombres, otras conversaciones en los montes, hombres que caminan, ayunan, disparan, pero no por obligación o por la paga o porque les divierta lo que hacen, hombres que se han vuelto malos a fuerza de ser buenos, hombres que ahora, en la noche, cantan en torno al fuego de castañas canciones aprendidas en la cárcel, serios, como cantarían himnos de iglesia. Y relatos de viejos sobre la guerra de España, sobre huelgas con tiroteos de soldados, relatos de vida secreta y de cárcel, relatos de hombres que sufren la ley y que quieren rehacerla, no como perros encadenados, no como él ahora.
Y la memoria, apenas aparecían, volvía a tragarse los recuerdos, casi con miedo, como si otros, los oficiales, pudieran verlo, traicionarlo, denunciarlo a él, «el rebelde». El cuartel, enorme monumento a la injusticia hecha ley, planeaba todavía sobre él con sus escaleras de piedra, sus puertas descascaradas, sus oficinas siniestras, sus caballos frisones, para condenar aquellos imprudentes arrebatos de la memoria.
Los otros caídos en las batidas se volvían cada vez más torpes y más grises ellos también, llenos de aceptación, de indiferencia, y cada uno de los interrogados tenía una disculpa para su propia condición de prófugo, un margen de legalidad al que aferrarse: una tarjeta caducada de la Todt, la aeronáutica que no había sido convocada, la convalecencia de una pleuritis. Solo quedaba él como desnudo en su basta condición de fuera de la ley, y sentía a su alrededor la tibieza acolchada de la legalidad y hombres que se arrebujaban en ella, ahora contentos.
El cuartel lo encadenaba en la geometría de los corredores, de las escaleras, de las terrazas; tampoco él tardaría en pensar que, puesto que paga el Gobierno, es mejor estar de parte del Gobierno y evitar molestias a la familia, que en la «república» se está mejor que en la «monarquía» porque no hace falta ponerse en actitud de firmes delante de los oficiales, se come todos los días y pueden venderse las mantas del cuartel sin tener que pagarlas; también él se reiría dentro de poco de las salidas obscenas del teniente de las gafas cuando se burlaba del mulero de cara amarilla.
Los partisanos se evaporaban en su memoria como un mito, un recuerdo de antiguas edades del hombre; titanes creadores de nuevas leyes, tan lejos de él como parecían lejanas en la noche las montañas desde el cuartel, al otro lado de los cristales rotos de las grandes ventanas. El muro que separaba el cuartel del campo que bajaba en terrazas era el confín de dos categorías del alma. La empalizada que el coronel hacía levantar para prevenir los asaltos de los rebeldes era un muro de hierro que se alzaba en su conciencia.
Después vinieron días colmados de ansiedad en los que serpenteaban rumores de traslados, de listas que alguien había visto en el despacho del comandante, los caídos en las batidas que irían a Monza o a Treviso o a Bolzano. Él sentía que el círculo se estrechaba a su alrededor, que se acercaba el día en que su instinto de conservación lo obligaría a salir del torpor, le indicaría el momento más propicio para la fuga.
Esperaba pasivamente, sintiéndose cada día más como la colilla en el suelo del dormitorio, barrida a escobazos. Y las cosas del cuartel se le presentaban como margaritas que debía deshojar para entender un secreto, como horóscopos ambiguos sobre su futuro, el caballo frisón en las escaleras estaba dentro de él, los objetos y las caras se sucedían delante de sus ojos como capítulos de una historia que no se sabía dónde y cuándo terminaría.
Después fueron las jornadas tensas en las que parecía que el traslado era inminente y se decían los nombres de la primera lista y el suyo no figuraba. Porque había otra lista, la de los que partirían quince días después, y él estaba entre ellos. Así se postergaba el despertar de la angustia, todavía había tiempo de esperar la Gran Avanzada que los liberaría a todos de un día para otro, el Gran Bombardeo que mataría a todos los habitantes del cuartel salvo a él, la pierna quebrada por casualidad que lo obligaría a estar en el hospital hasta el final de la guerra, su padre que tal vez sería liberado y podría ponerse a salvo de las represalias con todos los suyos…
La mañana en que partió el primer pelotón faltaban tres o cuatro, muchachos tranquilos, resignados, que no imaginábamos que hubieran podido escapar. Los que quedaban, vigilados por alguno de los viejos armados que los acompañarían como escolta, esperaban sentados en el camión, la cabeza gacha, un velo de llanto en el fondo de los ojos y de las voces. Él daba vueltas entre ellos; despojados de la lona, los catres eran presagios ansiosos e inquietos.
Entonces entró el teniente de las gafas, gorda cara roma, le hacía gestos para que se acercara, seguramente quería mandarlo a barrer las escaleras.
—Hale, rápido —dijo—, prepara tus cosas, sales tú también, ha llegado la orden del comando.
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Un velo de sangre en los ojos, después todo fue espantosamente claro, como en un mundo de espejos: el teniente, las palabras que había dicho, las inútiles protestas de él, los compañeros resignados, el dormitorio siniestro, su modo de arramblar las cosas con manos trémulas y meterlas en la mochila, su historia, su debilidad, la tristeza de su destino, cada cosa era lo que era; solo ésa, despiadadamente ésa.
El mal de los símbolos volvió a acometerle en el viaje en camión, pero sin alivio. El camión era el mundo y la vida, con hombres diferentes, despiadados uno con el otro, burgueses que hablaban de las cosas que harían cuando terminara la guerra, comprarían un coche y no viajarían más en camión, el teniente de las gafas reía diciendo: «¡Si ahora estallara la paz!», con un matiz de temor en su acento ignorante de palurdo.
El muchachón gordo de Oneglia, que en cada parada miraba a su alrededor husmeando el modo de escapar, era parte de él, de su alma todavía cautamente despierta, el viejo soldado veneciano que le iba siempre detrás con el mosquete embrazado (se llamaba Cechetti aquella carroña) era también parte de él, de su bajeza dominante. Los otros compañeros de desventura, cargados de resignación desolada, eran el peso de su impotencia. Y en medio de todos ellos, estúpido y beato incluso por su nombre, la bestia humana gorda e inconsciente: el teniente Coronati, con sus grandes, enormes gafas puestas, que bromeaba en dialecto con los chóferes.
La avería del camión sonó como una advertencia. El último símbolo fue el hotelito donde se detuvieron a almorzar, con bonitas estampas inglesas en las paredes, una atmósfera cloroformizada de sala de operaciones, un limbo donde las almas esperan el juicio.
Cuando los llevaron a pie al pueblo vecino y, como tomaría tiempo reparar el camión, se dispersaron un poco para comprar algo de comer en las tiendas, la pesadilla cesó bruscamente: la calle que llevaba al campo era una calle que llevaba al campo, el véneto que había retrocedido para esperar a los otros era el véneto que había retrocedido, el muchacho gordo de Oneglia, a quien le preguntó: «¿Nos escapamos?» y que contestó: «Vamos», era el muchacho gordo de Oneglia, la tierra que corría bajo sus pasos era la tierra que corría bajo sus pasos, el ángulo de pared que los separaba de la vista de los demás era un ángulo de pared, la carrera por la colina era una espléndida, radiante, ansiosa carrera por la colina.
La primera frase que le dijo el otro, cuando ya caminaban deprisa por una senda que llevaba al monte, fue:
—Ahora puedo decírtelo, estoy en la Resistencia.
—Yo también —contestó el otro—. ¿De qué banda eres? ¿Qué nombre tienes?
Se dijeron los nombres de guerra, las bandas en que habían estado, los compañeros conocidos, las acciones en que habían participado.
Iba ahora junto al otro por la colina, con el capote militar desabotonado; contento, contento aunque pudieran volver a apresarlo y fusilarlo de un momento a otro, y el cuartel gris ya no existía para él, sumergido en el fondo de la conciencia. La hierba y el sol y ellos, que caminaban con los capotes desabotonados entre la hierba y el sol, eran un símbolo nuevo, aireado y enorme, eran eso que a menudo, sin entender, los hombres llaman libertad.
FIN
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