El sensacional primer capítulo de "La viuda", libro de José Saramago

¡Cómo están, lectores! Gracias por sus comentarios a mi cuento "La promesa inquebrantable", los abrazo y valoro cada palabra vuestra. Por eso, como muestra de agradecimiento y continuando con el espíritu de este Blog, comparto con ustedes GRATIS este primer capítulo del libro "La viuda" de nuestro apreciado José Saramago, premio Nobel de Literatura 1998 ¡Disfrutemos! 

primer capítulo de "La viuda", libro de José Saramago
Imagen tomada portada Pinguen Random House. 


GRACIAS A BUSCALIBRE.COM


COMO les comenté la última vez, he comenzado a colaborar con  Buscalibre.com lo que me permite tener acceso a parte del contenido de los libros que quiero compartir GRATIS contigo. Lo mismo hice con el primer capítulo del libro póstumo de Umberto Eco, "De la estupidez a la locura". 

Por eso, gracias a esta iniciativa podemos conocer fragmentos de los libros que nos gustaría comprar antes de pagar por ellos. Así que mi propósito con este artículo es que disfrutes de la pluma de José Saramago y puedas optar por adquirir hoy o en un futuro la novela del escritor portugués. 

EL LIBRO "LA VIUDA" DE JOSÉ SARAMAGO


Estuve revisando un poco acerca de este libro, para tratar de ofrecerte una sinopsis interesante. Creo que desde el título ya podemos entender de qué va la trama, porque tantas cosas se pueden decir de una viuda, como por ejemplo el cuento "La viuda de Montiel", del genial García Márquez. 

Pero la viuda de Saramago es diferente. La historia se centra en María Leonor, madre de dos hijos, quien tras la muerte de su marido se siente abrumada ante las dificultades para manejar su hacienda en el Alentejo, así como las expectativas de la sociedad y el duro control de su entorno. 

Como suele pasar después de toda pérdida, Leonor se sumió en una profunda depresión, sin embargo, decide finalmente afrontar su responsabilidad como propietaria de las tierras, pero su corazón está agobiado y atormentado por un pecado secreto: a pesar del duelo su deseo no se ha apagado. 

$ads={2}


La joven viuda cavila todas las noches sobre la esencia del amor, el paso del tiempo y los deslumbrantes cambios de la naturaleza. Leonor no logra concebir el sueño y se la pasa espiando los amores de sus criadas y padeciendo la soledad propia. Pero todo cambia cuando dos hombres aparecen en su vida y su destino comienza a tambalear de inesperadamente...


EL PRIMER CAPÍTULO DE "LA VIUDA" DE JOSÉ SARAMAGO

I


Un asqueroso hedor a medicinas inundaba la atmósfera de la habitación. Se respiraba con dificultad. El aire, demasiado caliente, casi no llegaba a los pulmones del enfermo, cuyo cuerpo se perfilaba bajo la colcha desaliñada y desprendía un mareante olor a fiebre. De la habitación de al lado, amortiguado por el espesor de la puerta cerrada, llegaba un sordo rumor de voces. El enfermo balanceaba lentamente la cabeza sobre la almohada manchada de sudor, en un gesto de fatiga y sufrimiento. Las voces se alejaron poco a poco. Abajo, llamaron a una puerta y se pudieron oír las patas de un caballo. El ruido de la arena aplastada por el trote del animal aumentó de repente bajo la ventana de la habitación y desapareció enseguida como si los cascos pisasen barro. Un perro ladró.


Al otro lado de la puerta se escucharon pasos cautelosos y medidos. El pestillo de la cerradura chirrió ligeramente, la puerta se abrió y dejó paso a una mujer que se acercó a la cama. El enfermo, despierto de su modorra inquieta, preguntó, sobresaltado:


—¿Quién anda ahí? —Y después, fijándose—: ¡Ah, eres tú! ¿Dónde está la señora?


—La señora ha ido a acompañar al doctor a la puerta. No tardará…


La respuesta fue un suspiro. El enfermo se miró con tristeza las manos largas, delgadas y amarillas como las de una vieja.


—¿Es verdad que estoy muy mal, Benedita? ¿Y que, según parece, no voy a salir de esta?


—¡Ande, señor Ribeiro! ¿Por qué habla de morirse? No es eso lo que dice el doctor…


—¿Mi hermano?…


—¡Sí, señor! Y también el doctor Viegas, que acaba de salir. Aún no debe de haber pasado la cancela del patio. ¡Dios nuestro Señor lo proteja de algún mal encuentro cuando pase al lado del cementerio, que todavía tiene que ir para la zona de Mouchões!…


El enfermo sonrió. Una ligera sonrisa, que le alegró fugazmente el rostro enflaquecido y que le arrugó los labios finos y secos. Se pasó la mano por la barba espesa, teñida de blanco en el mentón, y respondió:


—Benedita, Benedita, mira que no es razonable hablarle de cementerios a un enfermo grave, que ve con demasiada frecuencia, a través de la ventana de su habitación, los muros de uno de ellos…


Benedita ocultó el rostro y se secó dos lágrimas que le asomaban por los párpados cansados.


—¿Lloras?


—No puedo oír hablar de estas cosas, señor Ribeiro. ¡Usted no se puede morir!


—¿No me puedo morir? ¡Boba!… Ya ves que puedo… ¡Todos podemos!


Benedita sacó un pañuelo del bolsillo del delantal y se limpió despacio los ojos húmedos. Después se dirigió a la cómoda, donde una imagen de la Virgen parecía moverse en la oscilación de la luz de las velas que la rodeaban, juntó las manos y murmuró:


—Dios te salve, María, llena eres de gracia…


El silencio cayó sobre la habitación. Solo el bisbiseo de los labios de Benedita lo interrumpía en el murmullo de la oración. Del fondo de la estancia salió la voz del enfermo, un tanto debilitada y trémula:


—¡Qué fe tienes, Benedita! Esa es la verdadera creencia, la que no se discute, la que se conforma y encuentra en cualquier cosa su propia explicación.


—No le entiendo, señor Ribeiro. Creo y nada más…


—¡Sí!… Crees y nada más… ¿No oyes pasos?


—Debe de ser la señora Maria Leonor.


La puerta se abrió lentamente y entró Maria Leonor, vestida de oscuro, con un velo de encaje negro sobre el pelo claro y brillante.


—Entonces, ¿qué ha dicho el doctor Viegas?


—Que te encuentra igual, pero que cree que mejorarás dentro de poco.


—Cree que mejoraré… ¡Sí! Mejoraré, es lo más probable.


Maria Leonor se dirigió a la cama y se sentó al lado del enfermo. Sus ojos, febriles, buscaron los de ella. Con una ternura brusca, le preguntó:


—¿Has llorado?


—¡No, Manuel! ¿Por qué iba a llorar? No estás peor, en poco tiempo estarás curado… ¿Qué motivos tengo para llorar?


—Si todo pasa como dices, la verdad es que no tienes motivos…


Benedita, que había estado absorta acabando su oración, se acercó a los dos:


—Voy a ver si los niños se han dormido, señora.


—Vengo de allí y estaban dormidos. Pero ve, ve…


—Con permiso.


La puerta se cerró a su espalda. Recorrió un largo pasillo sumergido en la penumbra, donde los pasos, amortiguados por la moqueta, sonaban sordos. Abrió una puerta grande y pesada, atravesó un salón desierto e iluminado por dos grandes manchas de luz de luna en el suelo, donde se formaba una cruz de sombra. Fue hasta la ventana, la abrió y miró afuera. La luna hacía resplandecer los árboles y las casas dispersas por la finca. Del piso de abajo subía un rumor de voces. En la entrada de la casa se alargaban, como los cinco dedos de la mano, las proyecciones luminosas de las cinco rendijas de la cocina.

NO OLVIDES QUE PUEDES UNIRTE AQUÍ AL CANAL DE WHATSAPP DE MAR DE FONDO



Benedita cerró lentamente las ventanas y echó las aldabas. A tientas, se dirigió a una puerta cuyas hendiduras dejaban pasar unos rayos de luz. Entró.


En dos camas pequeñas, una al lado de la otra, dormían dos criaturas. Una lamparilla encima de una mesita baja esparcía alrededor su claridad mortecina y temblorosa. Benedita se inclinó para contemplar a los dos durmientes. Uno de los niños se movió y, tras sacar uno de los brazos fuera de la ropa que lo tapaba, se acurrucó, suspirando, y siguió durmiendo. Benedita se sentó en una silla y se puso a vigilar a los niños, envuelta en el silencio que pesaba sobre la casa. Se cubrió con el chal que llevaba por encima de los hombros y, sin darse cuenta, los párpados se le fueron cerrando, inertes. No se durmió del todo, se quedó inmersa en una soñolencia blanda, en un sopor agradable, del que se despertaba de vez en cuando para volver a él. Su deseo sería acostarse. Pero ¿para qué? De un momento a otro tendría que levantarse para atender al patrón. ¡Qué buen señor! El único que, en su opinión, podría haberse merecido a la señorita Maria Leonor, a la que ahora, por cierto, ya no llamaba señorita. Después de que se casara, se acostumbró a llamarla señora Maria Leonor, y señora Maria Leonor se había quedado para siempre. Le había costado habituarse, porque, la verdad, ¿no era una señora casada? A ella era a la que nadie había querido como mujer y ahora, con cuarenta y dos años, ya no era tiempo. Benedita sonreía en medio de sus fantasías, recordando la boda de la señora. Buena fiesta, ¡la mejor que había visto nunca! Después de la ceremonia, se marcharon los tres a Quinta Seca, que de seca actualmente solo tenía el nombre. En los primeros tiempos, a las dos las mataba la añoranza, pero el señor Manuel Ribeiro las llevaba algunas veces a Lisboa. Al final, dejaron de desear aquellos viajes. ¡Era tan agradable vivir en el campo, fuera de la confusión de calles repletas de gente, que ambas ya detestaban y temían! Pasaron los años, y ella tenía dos niños para entretenerse y a los que adorar. ¡No! ¡No quería nada más! Era feliz. Solo hacía poco tiempo la dolencia del señor había venido a interrumpir la felicidad de la casa. Ya ni los trabajadores de la finca parecían los mismos. Todos los días querían saber si el patrón mejoraba y, ante las respuestas casi siempre desanimadas, suspiraban con pesar. ¡Qué desgracia, la enfermedad!… Ni el hermano del señor, el doctor António Ribeiro, ni aquel otro médico del Parral, el doctor Viegas, atinaban con la cura para aquello. Se trataba de una enfermedad tan miserable que el señor era una sombra de lo que había sido. Quizá se curase, pero seguro que no sería nunca más el mismo hombre que había conseguido hacer de aquel terreno casi salvaje, que había heredado de su padre, la finca más hermosa de los alrededores. Benedita bien podía decir que había visto cómo se producía el milagro ante sus ojos, año a año, estación a estación. Y ahora… El señor estaba enfermo. ¡Quisiera Dios que se curase, y su presencia bastaría para que aquellos campos no dejasen de ser lo que eran! Pero si moría, ¡qué desastre, Dios mío! La finca era el único bien de la familia y, sin el brazo de un hombre sosteniéndola, llegaría la pobreza. La señora Maria Leonor era una mujer valiente y firme, de eso estaba segura. Pero ¿sería suficiente?


Benedita se despertó. Sintió un ligero escalofrío al reparar en los niños, que descansaban. Levantó la vista hacia el reloj de pared que emitía su tictac monótono en la habitación. ¡Las doce y media de la noche! ¿Cómo se había podido amodorrar tanto? No se había dormido, eso no, pero los párpados le pesaban muchísimo y la cabeza se le caía sobre el pecho, aturdida. Tenía sueño. ¿Qué haría la señora a aquella hora? Velaba a su marido, seguramente. Sonrió, triste, pensando que también le gustaría velar a su marido, si lo tuviese. Pero ningún hombre le había dicho nunca lo que el señor Manuel Ribeiro le decía a la señora y que, a veces, escuchaba. Las habitaciones estaban tan cerca que los ruidos más fuertes atravesaban las paredes y se clavaban en los oídos como risotadas de burla. Acostada en su cama estrecha, oía y sufría, en silencio, la pena de estar sola. Sola estaría toda la vida, seguro. Era dos años mayor que el señor. Podría ser su esposa, si Dios lo hubiese querido…


Agitó la cabeza con fuerza, expulsando los últimos restos de sueño. Alzó los brazos bien estirados y se desperezó. Una postración deliciosa le invadió los miembros. Reaccionando, se levantó de la silla y, tras mirar de nuevo a los niños dormidos, salió de la habitación llevándose la lamparilla, que derramaba en su delantal una luminosidad dorada.


Dio la una. Del piso de abajo ya no llegaba el rumor de voces. Los trabajadores se habían ido a acostar. La lluvia golpeaba los cristales: el invierno no se acababa nunca. Parecía que el cielo se deshacía en el agua y formaba con la tierra un mar de barro. Hacía ya varias semanas que no se podía trabajar en la finca.


Benedita accedía al descansillo de la escalera que daba a la planta baja cuando, de repente, al fondo del pasillo, en la habitación de los patrones, oyó un grito. El cuerpo le tembló como los mimbres en la corriente del río. La puerta de la habitación se abrió con violencia. Maria Leonor salía gritando, despeinada y con el horror clavado en el rostro. De las manos, repentinamente sin fuerza, de Benedita cayó la lamparilla con un ruido sordo, apagándose al rodar por el suelo. Maria Leonor caminaba por el pasillo, gimiendo y gesticulando como una loca. Tropezó y se desmoronó en el suelo, sollozando. Sobre la cómoda, las velas iluminaban aún la imagen blanca de la Virgen. Al fondo, en la cama, el cuerpo inmóvil de Manuel Ribeiro, con uno de los brazos colgando, rozando el suelo. En el alma de Benedita algo se hundió para siempre. Con un vahído, se quedó en medio de la habitación, a punto de desmayarse, los ojos fijos en el flaco cuerpo tendido.

TE RECOMIENDO, LECTOR: La conmovedora carta de José Saramago a su querida abuela



Maria Leonor entraba de nuevo, llorando, con el pecho jadeante, y se precipitó sobre la cama deshecha, gimiendo, arrugada por el sufrimiento, ciega de lágrimas. De sus labios, temblorosos y torcidos, salían palabras entrecortadas de sollozos:


—¡Manuel! ¡Manuel!…


Benedita se acercó a su señora y se dejó caer de rodillas junto a ella. Lloraba bajito. Sus ojos se clavaron en el rostro de Manuel Ribeiro, de una serenidad absoluta e indiferente, y bajaron por el brazo hasta la mano lívida que tocaba la alfombra. Lentamente, se agachó y besó los dedos fríos e inertes. ¿Qué importaba? Ahora él ya no era de nadie en la tierra. Nadie tenía derecho sobre él, de no ser Dios.


Maria Leonor se levantó de golpe y gritó, desesperada:


—¡Dios mío, Dios mío! Manuel de mi vida, ¿por qué me lo has matado, Señor?


Caminó con decisión hacia la capilla de madera y, con el brazo derecho, tiró las velas, las imágenes, los violeteros con flores, que se hicieron añicos en el suelo. Benedita, estupefacta, se levantó y, cogiendo por los brazos a Maria Leonor, gritó:


—¿Qué hace, señora? ¡Tranquilícese, por amor de Dios!…


Un tropel que venía del lado de la puerta les hizo volver las cabezas angustiadas. Los trabajadores, temblando de miedo, habían subido corriendo las escaleras y estaban ahora en el umbral, mirando, con los ojos llenos de lágrimas, el cuerpo de su patrón. Entraron uno a uno, cohibidos. Entre ellos brotó el sonido de un llanto e, inmediatamente, las lágrimas cayeron de todos los ojos. Rodearon el lecho. Jerónimo, el capataz de la finca, levantó respetuosamente el brazo de Manuel Ribeiro y lo puso sobre la colcha, acariciándole la mano helada con los dedos callosos y rígidos...



II


El día amaneció gris y lluvioso. La tierra, convertida en barro, estaba saturada de agua, que corría por las zanjas formando riachuelos e inundando los cultivos. En la puerta de la casa, protegidos bajo el porche, los trabajadores miraban la desolación de los campos desiertos y observaban el cielo, cargado y taciturno, que se deshacía en lluvia. Del interior llegaba un olor espeso de cosas muertas, de flores marchitas. Todo el día transcurrió en medio del temporal, que no terminaba, entre figuras oscuras que entraban y salían, con los ojos rojos, suspirando...


Como acabas de leer, lector; este fue el primer y parte del segundo capítulo del libro de Saramago, una novela que desde la sinopsis nos atrapa por su vivacidad e intriga entorno a las pasiones reprimidas por la joven viuda y que nos haces querer leer más sobre qué pasará entre ella y estos dos hombres que llegan de pronto a su vida candente de deseo. 

Si quieres acceder a todo el libro y vives en Perú, Ecuador, Argentina, Chile, México, España o Estados Unidos; te dejo aquí el enlace a BUSCALIBRE para que encuentres el segundo capítulo y la versión completa ¡Nos leemos en otro artículo! 

Fuente: BUSCALIBRE.COM
Mar de fondo

𝑆𝑜𝑦 𝐵𝑟𝑦𝑎𝑛 𝑉𝑖𝑙𝑙𝑎𝑐𝑟𝑒𝑧 (Lima, 1990) creador del Blog de Mar de fondo. Estudié Comunicaciones, Sociología y estoy escribiendo un libro. Soy un amante de los cuentos, cartas, diarios y novelas. Convencido de que "𝑈𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑙𝑒𝑖́𝑑𝑜 𝑛𝑜 𝑒𝑠 𝑢𝑛 𝑑𝑖́𝑎 𝑝𝑒𝑟𝑑𝑖𝑑𝑜"

Publicar un comentario

Artículo Anterior Artículo Siguiente